Fue poco después de la muerte de Keith cuando los encontró, vagando compulsivamente por la casa como si le buscaran a él. Hasta subió al desván, recorriendo con aprensión e inseguridad los peldaños de las chirriantes escaleras metálicas, casi enferma de temor, pues padecía vértigo.

Este factor, unido a la sensación de estar invadiendo el espacio privado de su hijo, fue lo que la incitó a hacer una visita al cobertizo del jardín. Le gustaba estar ahí dentro, y disfrutar del olor a parafina y creosota que asociaba con su marido. Arremetió contra las arañas y sus telas y contra las babosas y sus viscosos rastros, pues aunque aquellas criaturas le producían aprensión, no se podía permitir que profanasen el lugar de retiro de Keith. Con un aprecio cada vez mayor por la tranquilidad que allí se respiraba, Joyce no tardó en percibir lo que a él le aportaba pasarse horas encerrado allí dentro con un libro. A veces ella se llevaba una tetera y encendía la estufa de gasóleo, lo que daba a aquel lugar un calor acogedor e íntimo con el que la calefacción central de la casa no podía rivalizar.

Fue en el cobertizo donde se topó con los diarios; una gran pila de cuadernos metidos en un viejo cajón bajo una mesa de trabajo cubierta de manchas de café dejadas por el perímetro de su taza. Eran un placer prohibido; los guardó para sí misma, y se sintió como la codiciosa acaparadora de un tesoro destinado a ser compartido.

Desde que los encontró, Joyce los había leído muchas veces, pero cada vez que los abría estaba ebria de expectación. Y siempre se quedaba como paralizada al leer sus palabras, sopesando y reinterpretando incluso las más inocuas hasta que la cabeza le daba vueltas y perdía el hilo de la narración. Los diarios, que arrancaban en 1981 y finalizaban en 1998, estaban escritos con un trazo delgado y vacilante que apenas parecía el de Keith. Le resultaba difícil descifrar la letra e incluso compró una lupa para ayudarse, pese a sentir remordimientos por aquella conducta tan indiscreta. Y no obstante, más allá de las triviales observaciones cotidianas, aquellas páginas estaban impregnadas de un amor intensísimo que reafirmó a Joyce en sus convicciones y, en última instancia, nunca dejó de proporcionarle otra cosa que un gran consuelo.

A menudo se pasaba horas enfrascada en ellos. En aquella ocasión en particular, chasqueó la lengua en un gesto de desaprobación cuando se fijó en el viejo y oxidado reloj-despertador del cobertizo; dejó los diarios en su sitio y regresó a casa. Ya arriba, estaba cargando la ropa sucia en la cesta, cuando sus fosas nasales captaron cierto olor, por lo que miró al trasluz un par de bragas. Frunciendo el morro en un gesto de amargo desagrado, volvió a echarlas al cesto, sin mirarlas de nuevo al meterlas en la lavadora.

Había sido un buen fin de semana para Brian Kibby. Afanándose con tenacidad y entrega en su exposición del martes, le complació ver cómo iba tomando forma lo que él consideraba una presentación ingeniosa y bien argumentada. Además, había ido a Nethy Bridge para una excursión de fin de semana de los Hyp Hikers, en la que se sentó junto a Lucy Moore en el autobús de regreso a la ciudad. Por si fuera poco, tres de sus gallinas de Harvest Moon habían puesto huevos. Pero cuando volvió a casa, encontró a su madre llorando, con un conjunto de cuadernos en el regazo.

Kibby tragó con fuerza. De alguna forma, aquellos diarios de cuero negro ofrecían un aspecto fríamente portentoso. «¿Qué pasa, mamá?».

Su madre levantó la vista y le miró con aquellos ojos castaños, rebosantes de fervor evangélico. Desde la muerte de su marido había buscado cobijo atrincherándose a fondo en sus creencias religiosas, redescubriendo la interpretación literalista de la fe de la Iglesia Libre de Escocia que había mamado en su infancia, para consternación del señor Godfrey, su párroco local de la Iglesia escocesa. Su obsesión con las cuestiones espirituales, aunque reducida a los componentes elementales de su fe, se había vuelto al mismo tiempo más ecléctica. Recientemente, estando de compras por el centro, se había embarcado en un intenso debate con unos budistas, y hasta había empezado a verse de forma regular con unos jóvenes misioneros téjanos que estaban de visita. Aquellos jovencitos trajeados de la Nueva Iglesia de los Apóstoles de Cristo, de pelo corto y gafas, se acercaron a su casa con panfletos, que Joyce leyó con entusiasmo. A menudo éstos le proporcionaron consuelo, aunque no tanto como los cuadernos que estaba leyendo. «Quiero que leas esto, Brian. Son los diarios de tu padre. Los encontré en el armario del cobertizo del jardín. Nunca había entrado allí… no me gustaba hacerlo…, siempre fue su espacio. Es que oí una voz, como si él estuviera allí, y sé que parecerá una tontería pero fui…».

Aunque ya se había dado cuenta de que las lágrimas de su madre eran agridulces, Brian Kibby se resistió con ahínco ante semejante idea. «Mamá, no quiero, son las cosas privadas de papá…», dijo, sintiéndose como si estuvieran levantando la tapa del ataúd de su padre.

Joyce, no obstante, insistió, infundida como estaba de una energía y un entusiasmo que él no había percibido en ella desde hacía mucho tiempo. «Léelo, hijo, no pasa nada, ya verás. A partir de ahí», dijo, indicando una anotación y forzando a Brian, con los ojos cada vez más desorbitados, a leerla.

En tiempos Brian me preocupaba; me inquietaba la posibilidad de que sus aficiones, todo el asunto ese de los ferrocarriles en miniatura, lo aislasen de los demás chavales del colegio, y lo convirtieran en un marginado. Pero preferiría verle enredando con un ferrocarril en miniatura que enredando con algunos de los gamberros y matones con los que andaba yo cuando era más joven. Es estupendo verle en el club de senderismo este, rodeado de buenos chavales, saliendo por ahí y disfrutando.

Nuestro Brian es un currante. Conseguirá lo que quiere a través del esfuerzo y el trabajo duro.

Caroline ha salido a mí, pero tiene más seso del que yo tuve jamás. Sólo espero que lo aproveche y que le vaya bien en la universidad. Espero que sea capaz de refrenar esa veta licenciosa y arrogante que casi fue mi ruina, porque esa chica es mi orgullo y mi alegría.

Mientras leía, a Brian Kibby se le llenaron los ojos de lágrimas.

«¡Ves, hijo, ves cuánto te quería!», chilló con voz destemplada Joyce, desesperada por que su hijo interpretase las palabras de su difunto marido en el mismo sentido en que lo había hecho ella.

Pero éstas eran más que inequívocas. Era cierto; allí estaba, por escrito. «Sí…, sí…, resulta estupendo leerlo», asintió con voz entrecortada.

«Deberíamos enseñárselo a Caroline», se aventuró a sugerir Joyce.

Una bolita de inquietud se agitaba en el pecho de Brian Kibby. «Mejor no, mamá, ahora mismo no está atravesando un buen momento».

«Pero quizá la consolase…».

«Lo que necesita es centrarse en los estudios, mamá, no perder el tiempo con viejos diarios. Dejémoslo hasta que esté más fuerte y haya aprobado el curso. ¡Así lo habría querido papá!».

Joyce Kibby captó el fervor en la mirada de su hijo y optó por mostrarse deferente. «Sí…, era muy importante para él», admitió.

A Kibby le rechinaron los dientes, paladeando su naciente seguridad en sí mismo. Se iban a enterar, todos, en especial aquel acosador de Skinner, de qué pasta estaba hecho.

Mientras el ascensor subía hacia la sala de conferencias del departamento, a Danny Skinner le palpitaba el corazón a un ritmo enloquecido, como cuando un niño arrastra un palo a lo largo de una extensa reja. La mejor idea, sin embargo, había sido la cocaína; había aportado a su mente cierta claridad y restablecido su confianza en sí mismo.

Lo que pasó con Cooper tuvo lugar fuera del horario de trabajo y no tiene una puta mierda que ver con nada.

Cuando entrase en aquel salón de conferencias, miraría a Cooper directamente a los ojos, y si éste tenía algo que decirle, pues que se lo dijera.

O lo arreglamos siguiendo los cauces oficiales, Cooper, so cabrón, o lo arreglamos en la calle de hombre a hombre. Tú eliges, Cooper. ¿Eh? Perdona, ¿qué has dicho? No he captado del todo lo que decías, so mamón. ¿Adónde quieres llegar, cabrón? ¿Eh? ¿Nada? Ah, con que ahora no has dicho «nada», ¿verdad? Ya me parecía a mí.

Las puertas del ascensor se abrieron y Danny Skinner echó a andar por el pasillo con la espalda bien tiesa hasta llegar a la sala de conferencias. Al entrar en la misma casi se desconcertó al notar la luz blanca de los fluorescentes rebotando sobre las paredes color crema y penetrando en el interior de su espitosa cabeza. Evocaba esa estancia blanca que precede a la muerte, pensó, pero sin aprensión, pues tenía al polvo blanco de su lado.

Que les den.

La mayor parte de la plantilla se encontraba alrededor del carrito del café, aguardando para llenar sus tazas. A él no le habría venido mal un café, pero llegaba tarde, y el hecho de que muchos no hubiesen tomado asiento todavía dejaba la iniciativa de nuevo en sus manos. De manera que Danny Skinner le lanzó una sonrisa farlopera a Cooper, quien le correspondió con un gesto de asentimiento lento e inexpresivo. Skinner pensó que en una de las pulsaciones del silencio de Cooper habrían cabido las obras completas de Tolstói.

«Hola, familia», dijo con jovialidad Danny Skinner mientras se aproximaba hasta el retroproyector. Lo encendió con un gesto del pulgar, al mismo tiempo que con la otra mano abría el maletín. Tenía las cosas sólo a medio preparar, pero se las arreglaría sobre la marcha sin ningún problema.

Por el rabillo del ojo vio a Foy mirado su reloj.

Cooper se puso en pie. «Sentaos todos, por favor», dijo en tono sociable antes de añadir en tono malhumorado: «Danny, ¿estás preparado?».

«Preparado y listo», anunció éste con una sonrisa, permaneciendo en pie mientras el último de sus colegas tomaba asiento. Oyó una risita y observó a Kibby, que llegó danzando hasta su asiento, como una marioneta manejada por hilos, estremeciéndose de hilaridad como un idiota ante un comentario de Foy.

Están hablando de mí, joder.

Skinner sintió que se le abrían las carnes y que se desangraba como la víctima de un psicópata carnicero. Pese a que le reconcomía la sospecha de que todos los presentes le veían como un fenómeno de feria de la era victoriana, arrancó con autoridad: «Gran parte de la reputación que posee nuestra ciudad como centro turístico de primer orden depende de la calidad de sus restaurantes y cafés, la cual depende a su vez del rigor y de la vigilancia de este departamento y, más en concreto, de la calidad de los equipos de inspección y supervisión…».

Sacó la primera diapositiva, y la colocó en el aparato. Se fijó en las expresiones de espanto grabadas en todos los rostros y se volvió para ver

CCS RULE[8]

en grandes letras verdes sobre la pantalla que tenía a sus espaldas. McKenzie, maldijo para sus adentros antes de sonreír, retirando rápidamente la diapositiva y cogiendo la que correspondía, en la que aparecía un diagrama de flujo del procedimiento de confección de informes vigente. «Debe haber algún saboteador suelto», dijo con una sonrisa, ante un público que en su mayor parte le correspondió de igual forma. Satisfecho de que la subversión casual de su amigo no le hubiese hecho perder los papeles, continuó: «Como se sabe, la calidad de nuestra plantilla es del máximo nivel. No puede decirse lo mismo, sin embargo, de algunos de los anacrónicos procedimientos de trabajo que en la actualidad están en vigor. Los procedimientos de inspección, en particular, requieren una revisión seria. En lo que a mí respecta, no cabe la menor duda. No están a la altura de los requisitos de la sección, ya no digamos de las necesidades más generales del departamento en su conjunto», declaró con gesto solemne, barriendo la habitación con un gesto de la mano para incluir de forma magnánima a los colegas de las otras dos secciones.

Es el momento de pisar el acelerador a fondo.

«Tampoco están, ni mucho menos, a la altura de las exigencias del servicio», espetó Skinner en tono casi amenazador, viendo cómo el rostro de Foy adquiría la misma tonalidad que el Forth Bridge. Era del dominio público que Foy había diseñado dichos procedimientos años atrás, y que se había resistido tenazmente a revisarlos. «El actual sistema de responsabilidad individual de cada inspector por unidades designadas de antemano, sin rotación, durante años y bajo la misma supervisión, deja demasiado margen para que se establezca la clase de relaciones con los hosteleros que incita a mirar para otro lado y fomenta la corrupción a pequeña escala».

Mientras Foy se esforzaba por controlar sus convulsiones y Kibby miraba con mala cara, Skinner puso otra diapositiva y comenzó a desgranar el procedimiento alternativo que proponía, el cual requería verificaciones y rotación de tareas. Ahora bien, hacia el final de la perorata comenzó a sentirse indispuesto, y no tardó en evidenciar una fatiga evidente y a titubear. El volumen de su voz llegó a descender hasta el extremo de que al fondo no podían oírle.

«Por favor, Danny, ¿podrías levantar un poquitín la voz?», le pidió Shannon.

Fijo que ella no trataría de tenderme una trampa, tan cabrona no sería, seguro…

«Disculpa…, eh…, estoy un poco acatarrado», dijo él, lanzándole una mirada gélida antes de dirigirse de nuevo a todos los presentes. «Eh…, me parece que he perdido gas. De todos modos, ése es el procedimiento que propongo. Está en los apuntes que he repartido… ¿Alguna pregunta?», inquirió, arrastrando la voz y arrellanándose en el asiento.

En torno a la mesa se produjo un intercambio de miradas de asombro, pero el silencio duró muy poco. «¿Cuánto viene a costar el nuevo procedimiento?», quiso saber Kibby con su estrepitosa voz de pito, echándose hacia delante en el asiento y enfocando con sus enormes ojos a Skinner.

Un solo golpe limpio a la cara de ese cabrón, joder…, con eso bastaría…

«Aún no lo he puesto en cifras concretas», dijo Skinner con una repugnancia tal que ni siquiera podía mirarle, «pero no preveo ningún incremento de costes significativo».

Skinner se percató de la inanidad de su respuesta al ver las expresiones de semiincredulidad de quienes le rodeaban.

¡Si me hubiese enfrascado con una calculadora esa media hora! Con eso habría bastado para parir una serie de cifras de análisis de coste-beneficio de farol para engañar a todos los capullos presentes en la mesa. Si anoche me hubiera ido a casa…

Foy dejó que uno de sus párpados se cerrase mientras levantaba el otro como una persiana. «¿Ningún incremento de costes significativo? ¿Con un nivel extra de supervisión, controles y verificaciones?». Sacudió la cabeza con una expresión apesadumbrada que casi parecía sincera. «Me temo que aquí estamos en las nubes», objetó mientras sacudía lentamente la cabeza.

Antes de que Skinner pudiera responder, Kibby volvió a la carga. «No creo que nadie pueda sostener en serio eh… que no habría un incremento significativo en los costes. Pero eh… Danny quiere dar a entender que ello se vería compensado por un aumento intangible en los ingresos procedentes del turismo. Con todo, a mí no me da la impresión de que los turistas perciban nuestros restaurantes como hervideros de plagas, pestilencia y enfermedades. Tampoco creo que exista motivo alguno para que eh… pensemos que los miembros de esta plantilla no cumplen con sus obligaciones de una forma profesional y honrada. Si hemos de cambiar un sistema debido a la posibilidad de que este sistema esté, eh, corrompido, eh, entonces, eh, hemos de tener pruebas de que efectivamente es ése el caso. De lo contrario, aparte de eh… desperdiciar tiempo y dinero, también estaríamos eh… minando la moral de la plantilla. Así que, Danny», dijo Kibby con una sonrisa, «¿acaso sabes tú algo que no sepamos los demás?».

Skinner fulminó a Kibby con una mirada de odio reconcentrado en estado puro que no sólo dejó helado a su destinatario sino también al resto de los presentes. Y la mantuvo. Permaneció allí sentado, con calma y frialdad, juzgando a Brian Kibby, asomándose a su alma, viendo lagrimear sus ojos, hasta que éste, ruborizado, se vio forzado a apartar la vista y bajar los ojos para mirar a la mesa. Skinner siguió mirándole fijamente, y habría seguido haciéndolo en silencio y hasta el fin de los tiempos de haber sido preciso, hasta que otro hubiese hablado. Si lo que querían era subir la apuesta y hablar de corrupción y sobornos, él estaba dispuesto. Mentalmente, ya veía a los gusanos reptando para salir de la lata oxidada.

El ambiente estaba volviéndose de lo más incómodo. Entonces intervino Colin McGhee. «Creo que como punto de partida tendríamos que averiguar los costes del nuevo procedimiento. Si existen pruebas palpables de prácticas corruptas de la clase que sea, entonces habrá que examinar las disposiciones actuales a la luz de dichas pruebas. Pero no podemos dar carpetazo a un conjunto de procedimientos rentables sobre la base exclusiva de rumores y especulaciones caprichosas».

Brian Kibby quiso mostrar su acuerdo asintiendo con la cabeza pero fue incapaz de moverse, pues aún sentía sobre él la mirada rapaz de Skinner. Consciente de que la reunión había derivado hacia aguas embravecidas, Cooper aprovechó el impasse para poner fin a la reunión con gesto irascible. Skinner recogió apresuradamente sus papeles. Mientras se dirigía hacia la puerta oyó que Foy le gritaba: «¿Qué aftershave llevas, Danny?».

Skinner se volvió y se encaró con él.

«¿Qué?».

«No, si me gusta», le dijo Foy con una sonrisa de reptil. «Tiene un aroma muy característico, tiene fuerza».

«Pero si no…», empezó Skinner antes de detenerse abruptamente y sonreír. «Disculpa, tengo que hacer una llamada muy importante», declaró, mientras daba bruscamente media vuelta para bajar a la oficina de planta abierta, golpeando con las suelas de los zapatos el insolente dibujo de los escalones de mármol.

Situado ya ante su escritorio, Skinner notó cómo los subidones de la coca se iban ralentizando más y el alcohol abandonaba su torrente sanguíneo, y cómo con ellos se iba filtrando y le abandonaba su propia sensación de omnipotencia. Toda presencia resultaba invasora; toda llamada de teléfono parecía cargada de una amenaza en potencia. Oía retumbar la risa de Foy mientras la voz quejumbrosa de Kibby le arrancaba a tiras carne trémula de la espalda. Un adversario tan raquítico, tan débil y tan lamentable como él parecía haber adquirido de repente poderes inhumanos y demoníacos. En determinado momento, Skinner le miró a los ojos y se asustó al comprobar que no desprendían timidez y miedo, sino rebeldía, astucia y suficiencia.

De modo que Danny Skinner, poco acostumbrado a mostrarse tan poco enérgico, trabajó sin parar, recogiendo el papeleo que había dejado acumularse durante semanas, tratando de restablecer de algún modo el equilibrio, de enmendar sus errores y de volverse irreprochable. Sin embargo, no estaba en condiciones de hacerlo; emprendía una tarea, se cansaba de ella y pasaba a otra antes de quedar sumido en una ciénaga de asfixiante exasperación a medida que en su escritorio iban amontonándose tareas a medio completar.

A medida que, a las cinco, el despacho comenzó a vaciarse, Skinner se relajó un poco y se perdió en sus cavilaciones, sintiéndose al cabo de un rato casi demasiado fatigado para irse a casa. Cuando a las seis sonó el teléfono, descolgó el auricular. Puesto que todos los demás se habían marchado hacía ya rato, tenía que tratarse de la llamada de algún amigo.

«Hoy te has quedado trabajando hasta tarde», le reprochó McKenzie, antes de la pregunta inevitable: «¿Te apetece una pinta rapidita?». Para Skinner fue como si le ofreciesen la salvación.

«Sí…», dijo Skinner, abrumado por una sensación de culpa e inseguridad. Pero así era. No había que darle más vueltas: le apetecía una pinta. Tenía mil motivos para no hacerlo, para marcharse a casa sin más, pero en comparación con las tres que dictaban que sí lo hiciese parecían nimios: era la hora de cerrar, llevaba treinta y siete libras de calderilla en los bolsillos y estaba temblando y con ganas de tomar una copa.

En el pub, Rab McKenzie ya ocupaba un lugar prominente en la barra; su porte le recordaba a Skinner el del capitán de un barco sobre el puente de la nave. Cuando se volvió hacia un camarero y pidió una pinta de Lowenbrau para Skinner, era como si le ordenase navegar a una velocidad de muchos nudos.

Las bebidas cayeron con rapidez, y mientras pagaba la siguiente ronda, los procesos de autojustiflcación de Skinner avanzaron a toda máquina.

Me da igual cuántos de esos gilipollas que se autojustifican en las columnas de estilo de las revistas y los periódicos digan que has de ser esta clase de hombre o aquélla, o que debes comportarte de un modo responsable con tu esposa, hijos, tu empresa, tu país, tu gobierno, tu dios (táchese lo que no proceda): ni uno solo de ellos sería capaz de convencerme de que Kibby no es un puto mamón ni de que yo no soy un tipo cojonudo. Por mucho que acicalen a este Hombre Responsable para convertirlo en un Nuevo Hombre de Acción u Hombre Renacentista, o un Hombre-que-no-le-ríe-las-gracias-a-nadie, en la vida real siempre es un puto pelma y un soso como Kibby.

La puta verdad es que son todos unos maníacos del control y unos cobistas, y se mueren de ganas de decirte cuál es tu responsabilidad. Y Kibby es muy responsable.

Una poderosa fantasía especulativa reconcomía a Skinner: ¿no sería fantástico que Kibby apechugase con las resacas y los marrones en su lugar? ¿Que él, Danny Skinner, disfrutase de los placeres de la vida de la manera más disipada y temeraria, y al imberbe, pedazo de pan, gilipollas e hijo de mamá de Kibby le tocara pagar el precio?

¡Qué fantástico sería! Kibby. Dios, cómo le aborrezco. Cómo odio y detesto a ese puto pedorrín pueril de mierda. Le odio. ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO.

Sentado ante su cerveza, Skinner sintió cómo aquellas cavilaciones ociosas y semialcoholizadas se convertían, en un ocken-blink[9], en una violenta plegaria cuya ferocidad e intensidad le estremeció hasta el tuétano.

ODIO ODIO ODIO QUE TE CAGAS A ESE CABRÓN DE KIBBY. QUE SEA ÉL EL QUE SE QUEDE HECHO POLVO.

Aquel bar de techo bajo dio la impresión de vaciarse de luz, y que ésta penetraba en su cabeza como el agua por un sumidero, como si su hambrienta psique o sus neuronas la sorbiesen con voracidad. Entonces se le apareció el rostro de Kibby: el «buen chaval» abierto y sonriente que en el trabajo caía bien a todo el mundo. Durante una fracción de segundo, vio en él, por contraste, su propia faz de granuja. Y volvió a alterarse de nuevo, regresando al pequeño hijo de puta, astuto, manipulador y pelota que él consideraba como el verdadero Kibby.

A la gente le gusta que le chupen el culo pero no entiende…

Le falló la respiración y vio rostros dando vueltas ante sus ojos: Cooper, Foy…

Joder, me está dando un delírium trémens…

De repente, el bar se quedó un poco a oscuras, y todo se movía, asombrosamente, a cámara lenta. Era incapaz de distinguir a nadie, pues se habían convertido todos en sombras palpitantes y ondulantes; luego vio aparecer la voluminosa silueta de Rab McKenzie, abriéndose paso entre el gentío con la elegancia de un bailarín de ballet, manteniendo en equilibrio las bebidas. Y a Skinner se le encogió el corazón con un espasmo estremecedor, tan violento que por uno o dos segundos pensó que le estaba dando un ataque de convulsiones.

HOSTIA PU…

«Allá vamos, Skinny, muchacho. Tómate eso», tronó McKenzie, depositando las bebidas en la mesa con una semipirueta.

Mientras las luces recuperaban la intensidad y la habitación recobraba una apariencia normal, Skinner sudaba y respiraba con dificultad. Un infarto. Un derrame. Algo estaba sucediendo…, se estaba quedando sin aliento…

JODER, ESTOY…, ESTOY

«Parece que tienes problemas, chaval», se burló McKenzie. «¿Qué pasa? ¿No aguantas el ritmo?».

Danny Skinner se llenó de aire los pulmones mientras McKenzie le sacudía una palmada en la espalda. Skinner se llevó la mano al rostro para indicarle a su amigo que le dejase en paz. McKenzie miró con preocupación a su amigo, sudoroso y con el rostro colorado, pero en ese instante, cuando su ansiedad parecía haber llegado al límite, Skinner notó cómo en su interior se disolvía una barrera y rápidamente volvió a respirar con normalidad. Miró al techo antes de bajar la vista y enfocar a Rab. «¿Sólo me lo ha parecido a mí, o hace un momento se han ido un poco las luces?».

«Una subida de tensión o algo por el estilo. ¿Estás bien?».

«Sí…».

Una subida de tensión.

Skinner miró a McKenzie, Rab el Grande, su mejor amigo, elegido para ser el padrino de su boda, y su mejor compadre[10] de borracheras. No importaba cuánto bebiese, nunca podría igualar del todo el ritmo de Rab el Grande. Jamás podría igualar su consumo, su forma pausada y estoica de vaciar una pinta tras otra, las monstruosas rayas de coca que esnifaba, que hacían que Skinner temiese por su corazón, el cual, cada vez que se encerraban en un servicio, se le estremecía en el pecho como el perdigón del pito de un arbitro demasiado solícito.

Pero algo, desquiciado y anómalo, estaba ocurriendo, porque ahora era Skinner quien experimentaba una subida de tensión, una irrupción del delirio de inmortalidad del alcohólico quizá, la creencia de que en realidad nada podía llegar a conmoverle jamás. No obstante, aunque habían sido muchas las veces que se había sentido así, nunca había experimentado aquella sensación de forma tan intensa. Tenía que cabalgar aquella ola. Apuró el chupito de Jack Daniel’s. «¡Venga, McKenzie, so maricona, a ver quién es el que no aguanta el ritmo!».