La primavera se instaló con cautela sobre Edimburgo, más insegura de su permanencia que nunca. Los ciudadanos de dicha villa, aun conscientes de lo voluble de su munificencia, disfrutaron de su llegada con optimismo. A este respecto la plantilla del Departamento de Sanidad y Medio Ambiente no constituía ninguna excepción. Se esperaba el anuncio de alguna noticia positiva en relación con el presupuesto asignado al departamento, y los empleados se habían reunido en la sala de conferencias, donde John Cooper les dijo que por primera vez en cinco años éste iba a aumentar en términos reales. Eso implicaba una reorganización, lo cual suponía a su vez que la corporación requeriría otro puesto de jefe de sección. Alguien estaba, pues, pendiente de ascenso.
Aunque en los círculos municipales se decía a menudo en broma que Cooper era capaz de hacer que un ascenso sentara igual que un despido, la noticia fue recibida con alborozo por la mayoría de los presentes. Skinner miró a Bob Foy y vio temblar uno de sus músculos faciales. Se preguntó si alguien más lo habría visto. Miró a Aitken, impasible y a punto de jubilarse, y luego a McGhee, que había hecho pública su intención de regresar a su Glasgow nativo. Después se fijó en Kibby, con expresión seria y concentrada. Últimamente había estado trabajando duro para congraciarse con Foy, y Skinner tenía que reconocer que con cierto éxito. Sus propias perspectivas de ascenso eran más difíciles de evaluar. Su desproporcionado consumo de alcohol no había aminorado, aunque sin duda se había estabilizado gracias a su relación con Shannon.
Así pues, una de las primeras noches auténticamente templadas del año, la plantilla del departamento en pleno acabó en el Café Royal. Bob Foy, en su calidad de jefe de sección, había propuesto ir a tomar una pinta después del trabajo para celebrar la buena nueva. Pinta que, por supuesto, dio paso a varias más, y entre el esplendor de los paneles de roble y las baldosas de mármol, el personal no tardó en embriagarse alegremente. La única excepción notable era Brian Kibby. Fiel a su costumbre, optó por ceñirse al agua de soda con lima durante la mayor parte de la noche.
Skinner notó que su cinismo iba aumentando en conjunción con las unidades de alcohol almacenadas en su organismo. A medida que escudriñaba los rostros de sus colegas —luminosos, sonrientes, optimistas— sus reflexiones se volvieron aciagas. Todo el mundo mostraba interés y entusiasmo, sobre todo Brian Kibby, pensó Danny Skinner.
Desde luego, Kibby pone interés. Si hay una palabra que sea sinónimo de su nombre, es ésa. Lo dijeron todos los veteranos: «Ese chico pone mucho interés, sí, señor».
Y Skinner sintió que Kibby, con tanto interés, acabaría por perfilarse como su rival más próximo para el nuevo puesto.
Skinner hizo lo que por lo general intentaba hacer en circunstancias semejantes: tratar de avergonzar a Brian Kibby para inducirle a tomarse una copa: «Agua de soda y lima… ¡Mmm, excelso!», le espetó a Brian en tono amanerado delante de Shannon, por quien Kibby seguía estando coladito aunque no fuera correspondido. Tras largo rato consumiendo refrescos, Kibby cedió por fin al hostigamiento de Skinner y bebió dos pintas de cerveza con gaseosa. Ello no le ahorró las burlas de su colega, pero con una pinta llena en la mano, no sentía que diera tanto el cante.
Piérdete, Skinner.
Para librarse del acoso, Brian Kibby se acercó a la gramola y seleccionó algunos temas. Esperaba impresionar a Shannon, porque sabía, por los correos que aparecían en la página oficial del grupo, que a muchas chicas les gustaba Coldplay.
Hay una chica realmente preciosa que escribe allí, a juzgar por su avatar, pero a lo mejor está demasiado pagada de sí misma, por eso de colocar su foto allí tal cual. Pero no es tan guapa como Lucy ni como Shannon.
Kibby le echó una fugaz mirada de consternación a Shannon McDowall, quien se estaba riendo con algún chiste verde que había contado Skinner, cuando empezó a sonar la música.
«¿Quién ha sido el puto teleñeco que ha puesto esa mierda?», bramó Skinner, haciendo una mueca y echando una mirada a su alrededor. Cuando vio ruborizarse a Kibby, puso los ojos en blanco en un gesto de ladina exasperación y se volvió hacia Dougie Winchester, que estaba en la barra, pidiéndole a gritos que sacara otra ronda.
«A mí no me parecen tan malos», opinó Dougie Winchester.
«¿Qué clase de música te gusta a ti?», le preguntó Kibby a Shannon.
«Me gusta de todo, Brian. Mi grupo favorito probablemente es New Order. ¿Te gustan?».
«Eh…, la verdad es que no los conozco. ¿Qué te parecen los Coldplay?», inquirió él, esperanzado.
«No están mal…», dijo ella haciendo una mueca, «pero hacen como… música ambiental. Ya sabes, esa que ponen en los ascensores y los supermercados. Es un pelín sosa», dejó caer distraídamente mientras Skinner le pasaba una copa.
Con eso querrá decir que yo también le parezco soso… que no molesto pero que no pinto nada…, a diferencia de Skinner…
Con la noche debidamente amargada, Brian Kibby apuró su consumición, se excusó y se marchó. Al llegar a casa, bebió dos pintas de agua, y luego se tomó una malta calentita en compañía de su madre.
Al acostarse tenía un nudo en el estómago, la cabeza le daba vueltas y no pudo conciliar el sueño. No podía pensar más que en el puesto de jefe de sección y en la persona que sería su principal rival a la hora de obtenerlo.
Danny Skinner.
Al principio nos llevamos bien, pero parece que Danny se ve a sí mismo como el niño mimado de la oficina. Claro, cuando me conformaba con quedarme a la sombra y aguantarle las gracias no había ningún problema, pero no le gusta nada que se reconozcan mis méritos. No, no le gusta un pelo. Y Skinner se pasa con las tomaduras de pelo tanto en el trabajo como en la universidad, intentando acosarme y convertirme en el blanco de sus bromas de mal gusto. Todo el mundo sabe que bebe mucho más de la cuenta. Y pensar que Shannon llegó a enrollarse con él. Debe estar loca. Antes pensaba que era una chica lista, pero lo cierto es que, como tantas otras, es estúpida y fácil de camelar.
Danny Skinner, aunque muy consciente de la amenaza que representaba Kibby, poco podía hacer al respecto. Una noche, a mitad de la semana, en un pub de la High Street, aceptaba con tono de cansina resignación y sensación de derrota la siguiente pinta que le ofrecía Rab McKenzie.
Debería negarme.
La presentación era al día siguiente; versaba en torno al nuevo conjunto de procedimientos y estaba considerada por mucha gente del departamento como el comienzo de las primeras entrevistas oficiosas, ya que un día más tarde Brian Kibby se sometería a otra similar. Sí, pensó, era el momento de poner punto final, marcharse a casa, y dormir bien para estar en plena forma. Y, sin embargo, desde que Kay había desaparecido de su vida, dormir bien era algo que sucedía con escasa frecuencia. Dormir en una cama vacía resultaba duro. Shannon y él sólo habían dormido juntos en dos ocasiones, y en ambas, tras un encuentro nada memorable, mecánico y alcohólico, ella se había marchado a casa en taxi.
No sólo no había señal alguna de Kay, sino que también seguía sin haber el menor indicio de Beverly. Pasó por delante de la peluquería un día, y vio fugazmente el cuerpo bajo y fornido y la cabeza escarlata de su madre mientras acomodaba a una mujer bajo el secador. Pero no, que esperase. La próxima vez que hablase con ella sería para comprobar su reacción ante dos palabras muy sencillas: el nombre de su padre.
Pensó de nuevo en aquel libro, Secretos de alcoba de los grandes chefs.
De Fretais y Tomlin, el americano, eran los únicos otros cocineros del Archangel mencionados. Cunningham-Blyth está descartado sin lugar a dudas. Espero que no sea ese gordo cabrón de De Fre…
Nah. Ni de coña.
Mientras miraba su vaso medio lleno con ánimo más bien fúnebre, Skinner se proyectó en el día siguiente. Se veía a sí mismo, tembloroso y falto de firmeza, encogido y sudoroso bajo los fluorescentes, acobardado interiormente ante Cooper y Foy. No soy mejor que Kibby, bufó para sus adentros mientras miraba a McKenzie, en la barra, consiguiendo otra ronda.
Otra puta pinta.
Sabía que su cerebro febril y acelerado amplificaría y distorsionaría cada indagación fortuita, descodificándola y convirtiéndola en un severo interrogatorio destinado a destaparle como el enfermo ficticio, alcohólico e inepto por el que ellos le tenían.
El problema y, paradójicamente, también la solución para aquellos remordimientos de conciencia frente al horror del día siguiente, era seguir bebiendo. Con unas cuantas pintas de más la conciencia del mal en ciernes le abandonaría. Luego irían tambaleándose hasta un club o volverían a su casa, a la de McKenzie o a la de alguien que se cruzasen por el camino con un lote de bebidas adquiridas a toda prisa. Todos sus temores quedarían arrumbados hasta que a la mañana siguiente regresasen con intereses, cuando el despertador le arrancase de brazos de la inconsciencia.
Y ahí estaría Kibby, que habría venido antes de la hora para estar presente en la reunión del equipo haciendo buenas migas con sus padrinos; fresco, lleno de entusiasmo y, por encima de todo, con mucho interés.
Se volvió hacia McKenzie, fijándose con gran tristeza en el vaso lleno que su amigo colocaba junto a él en ese momento. «¿Vale la pena, Rab?».
«No importa que valga o no la pena, lo que importa es lo que hagas», fue la réplica de McKenzie, tan estoica e implacable como siempre. Rab McKenzie y la vulnerabilidad pegaban menos entre sí que los gerbos con las croquetas de pescado. Así pues, McKenzie y Skinner bebieron con el entusiasmo habitual hasta que Danny Skinner experimentó la deliciosa liberación que suponía ingresar en la zona «me-importa-un-carajo». Sí, el trabajo se encontraba ahora a sólo unas horas de distancia, pero podrían ser años luz. ¿Qué importaba? Él, Danny Skinner, les daba mil vueltas a todos esos mediocres gilipollas. Ya le enseñaría él a ese pequeño hijo de puta lameculos de Kibby. Su presentación estaba lista, o como si lo estuviera, ¡y pensaba dejarlos a todos flipados!
Se embarcaron en una singladura de pub en pub, una travesía obsesiva hecha de camaradería etílica entre amigos y de antagonismo desdeñoso hacia sus enemigos. Después, tras un viaje confuso e interminable, una sudorosa incursión por tierras desconocidas y estados de ánimo febril, alcanzó la ansiada meta de la nada y de la inconsciencia. Era ésta la condición que a menudo hacía que Skinner se preguntase, cuando comenzaba a salir como podía de sus garras y pasaba a un estado de somnolencia menos accidentado, ¿será así la muerte, como nuestro sueño etílico?
El viejo Perce ya lo proclamó de forma majestuosa:
How Wonderful is Death,
Death, and his brother Sleep![7]
En ese momento sonó el despertador, martilleándole la cabeza tanto por fuera como por dentro, y mientras se despertaba con ambos calcetines puestos, boqueando para llenarse los pulmones de aire que tenía que pasar por una garganta que parecía repasada por un soplete, Skinner sintió un acceso de alivio al darse cuenta poco a poco, mientras su aturullado cerebro ordenaba todos los objetos que tenía a su alrededor, de que al menos estaba en su propia cama.
Entonces vio su mejor traje azul marino de Armani arrugado en el suelo, tanto los pantalones como la chaqueta. Se levantó de un salto, con demasiada brusquedad, y le entraron náuseas, de manera que, con toda urgencia, se precipitó hacia el cuarto de baño. La fina alfombra situada entre sus pies y el suelo de madera de pino resbaló bajo éstos, pero de hecho le ayudó a llegar hasta el gran teléfono blanco, ante el que cayó de rodillas. Una sucesión de arcadas convulsivas y extenuantes, que parecían empeñadas en arrancarle el alma, dieron paso paulatinamente a secos espasmos.
Tirando de la cadena para verter el cruel recordatorio de los excesos de la noche pasada al sistema de alcantarillado de la ciudad, trató de recobrar la compostura. Sentado frente a las baldosas azules de la pared y descubriendo en el patrón establecido por éstas una complejidad más nueva y más íntima, trató de controlar su respiración. Después se puso en pie, tambaleándose como un ternero recién nacido, y abrió la pequeña ventana de cristal esmerilado que daba al hueco de la escalera. ¿Qué había pasado la noche anterior?, fue la pregunta que se hizo a sí mismo ante el espejo del cuarto de baño, asomándose a sus ojos, rojos y surcados por las lágrimas.
NO.
Aquella palabra le reverberó dentro de la cabeza, de la que, al examinarla, casi esperaba ver asomando un hacha.
NO NO NO.
A veces decimos no cuando sólo querríamos que fuera no.
McKenzie. Una cerveza rápida después de trabajar. Luego la excursión de pub en pub. Después nos topamos con Gary Traynor. Le di las gracias por la copia del vídeo porno de temática religiosa La resurrección de Nuestro Señor. Dijo que me tenía preparado otro y que se pasaría por casa para dejármelo. Me lo empezó a contar y estuvimos riéndonos…, ¿cómo se llamaba?… ¡Moisés y el follaje ardiente! Eso es. Hasta ahí todo bien. Luego la chavala. Parecía maja. ¿Que si quedé como un capullo? Nooo… Bueno, vale, sí, hostias, pero jamás volveré a verla. Pero no…
AY. NO…
… entonces, NO, NO, NO, por ahí no paso. QUE POR AHÍ NO PASO, COÑO…
NO.
NO.
Cooper.
Ayer estaba en aquel pub de la Milla Real. Después del pleno del ayuntamiento.
NO.
Iba acompañado por dos concejales, Bairdy Fulton.
NO.
Me acerqué a ellos, les abordé…
NO.
Les canté al oído.
NO.
Yo…
NO NO NO…
… ¡le planté un beso en toda la cara a Cooper! ¡En los morros! Un gesto despectivo y burlón que decía: «Me llamo Danny Skinner y no siento el menor respeto por los gilipollas como tú, por tu cargo, ni por tu puto ayuntamiento de mierda».
Cooper. No habría podido quedar peor ni sacudiéndole un puñetazo.
NO.
Ay, joder, Dios mío por favor, no.
Ahora Cooper lo sabía: en aquel instante de locura, todos los rumores escasamente halagüeños aireados acerca de Skinner quedaron maravillosamente confirmados. Todos los pequeños cotilleos que jamás había cuchicheado aquella maruja chismosa y corrompida de Foy a oídos del jefe quedaron espectacularmente confirmados en esos fugaces momentos de delirio. Ahora Danny Skinner era conocido entre los miembros oficiales y funcionarios veteranos del ayuntamiento como un balarrasa, un alcohólico; un joven débil y frívolo al que no se le podía confiar un cargo de responsabilidad sin que acabara defraudando. Sí, le había demostrado a Cooper que, en efecto, todas aquellas conjeturas insidiosas se sustentaban en la realidad. Había saboteado su carrera profesional, su vida. Los estudios, la universidad, la escuela. La gratificación diferida —y nadie odiaba diferir las gratificaciones más que Danny Skinner—, todo ello había sido en vano.
NO.
Skinner se aferró desesperadamente a esperanzas. De que quizá Cooper también estuviera bolinga y que quizá no se acordaría de nada.
NO.
A veces decimos «no», cuando lo que deseamos es que sea «sí».
Pero no.
Cooper rara vez bebía y nunca lo hacía en exceso.
Más aún que Foy, era el modelo de conducta de aquel hijo de puta pelotillero de Kibby.
John Cooper recordaría todos y cada uno de los detalles de su encuentro con Skinner con la precisión de un forense. Quedaría cuidadosamente registrado, en algún diario o incluso en la ficha personal de Skinner. Porque ahora acabarían con él. Le marginarían. Le consignarían al limbo donde, en el mejor de los casos, serviría como ejemplo penoso a los recién llegados al departamento acerca de cómo no encauzar una carrera. Pensó en Dougie Winchester y en tantos otros como él, en los tíos que acababan etiquetados como borrachos de oficina; en cómo, una vez pasada ya la juventud y con ella la gallarda cordialidad propia de su condición, quedaban reducidos a figuras desgarbadas y vergonzosas, objeto de menosprecio y de ridículo. Acorralados en puestos sin porvenir y mal remunerados, trabajando con diligencia, pero sin expectativa alguna, salvo la de escuchar el tic-tac del reloj y la llegada de la siguiente copa.
Seré un puto paria.
Skinner tenía los nervios crispados y su seso pasado de revoluciones daba volteretas en su cabeza. El único rayo de esperanza residía en el arrepentimiento.
Eso les encantaba. ¿Por qué no ir a ver a Cooper y jugar esa carta?
Repasó mentalmente el guión, como si de un drama radiofónico se tratara:
SKINNER: Lo siento mucho, John… sé que tengo un problema. De hecho hace ya algún tiempo que resultaba evidente, pero lo de anoche me hizo darme cuenta de la gravedad de la situación. Cuando se falta al respeto, cuando se ofende, mejor dicho, a alguien a quien uno admira y respeta en el plano profesional…, vaya que, en definitiva, he decidido buscar ayuda. Esta mañana me he puesto en contacto con AA y el martes voy a asistir a mi primera reunión.
COOPER: Lamento oírte decir que crees que tienes un problema, Danny, pero tampoco le des excesiva importancia a lo de anoche. No fue más que una broma, lo único que pasa es que estabas un poco desmejorado. No hay nada de malo en ello. Todos nos pasamos de rosca alguna vez. En realidad fue bastante divertido, nos reímos mucho. ¡Eres un tipo de cuidado, Danny!
No.
Su propio papel lo tenía muy claro; al fin y al cabo, se trataba de un juego, y en la actualidad las artimañas y los subterfugios se tenían por herramientas profesionales legítimas, pero la respuesta no resultaba convincente. ¿Tendría Cooper las tablas o las ganas de interpretar el papel magnánimo y jocoso?
Era improbable.
Cooper guardaba una distancia más bien fría con los subalternos, y la verdad era que, aunque no supiera con certeza cómo reaccionaría, Skinner no podía imaginarlo prescindiendo de la máscara.
La cosa transcurriría más bien de esta guisa:
COOPER: Fue algo bochornoso para todos. Me alegro de que reconozcas que tienes un problema. Me pondré en contacto con el departamento de personal y te proporcionaremos toda la asistencia posible. Ha sido valiente por tu parte dar la cara, etcétera, etcétera.
No.
A veces uno dice no porque lo que quiere decir es no.
Porque dijera lo que dijera Cooper, Skinner sabía que él jamás podría adoptar un papel tan servil.
Sería una mentira; sería suscribir y reafirmar todas las insulsas idioteces del Estado-nodriza de las que presume este hipócrita país de mierda. La vana y egotista insinceridad del reproche dirigido contra uno mismo. Culpándonos a nosotros mismos, despojamos a los demás del derecho a hacer lo mismo.
En tanto que muchacho de formación católica, Skinner recordó que era la confesión lo que daba la absolución, no el cura. Lo recordaba con mayor claridad que cualquiera de los curas con los que se topaba, cosa que a éstos les incomodaba mucho.
Skinner se miró en el espejo del cuarto de baño, mientras pronunciaba un discurso apasionado ante un público constituido por él mismo. «El nuevo fascismo ya está aquí. Y no se trata de skinheads desfilando por zonas urbanas deprimidas al grito de “¡Sieg Heil!”, no; lo están urdiendo en los café-bares y restaurantes de Islington y Notting Hill».
La idea de que cada zumo de tomate consumido en el transcurso de una noche de marcha sea acogida con benévolas y aprobadoras sonrisas, en tanto que todo bandazo beodo para llegar hasta la barra suscite miradas de falsa y torva lástima o desdeñosos comentarios del tipo ya-te-decía-yo, me da un asco que te cagas.
En el dormitorio examinó la chaqueta de su traje. Llevaba vómito en las solapas, el cual se insinuaba en la fina trama de las delicadas fibras de Armani, deformándolas. No podría limpiarlo con una esponja. Lo único que podía restituirlo a sus días de pasado esplendor y gloria (con suerte) sería un lavado en seco. Tendría que ponerse otro. Pero el único terno extra que poseía era una triste excusa de traje, fea, barata y burda. No, tendría que ceñirse a la mezcla de chaqueta y pantalón. Ante el espejo, se escudriñó de cerca el rostro. Estaba hecho un asco: uno de los lados estaba recorrido por una serie de puntos secos ensangrentados, como si se hubiera arañado contra una pared.
La presentación. Tenía que echarle un vistazo a la presentación.
NO NO NO.
Su maletín. Había desaparecido. ¿Dónde lo habría dejado? ¿En cuál de los pubs? El Pivo, el Black Bull, el Abbotsford, el Guildford, el Café Royal, el Waterloo…, acto seguido, los locales fueron difuminándose y pasando a segundo plano, reemplazados por rostros situados en primer plano: Rab McKenzie, Gary Traynor…, Coop…, joder, no, corramos un tupido velo… la chica del pelo rubio pajizo y el enorme hueco entre los dientes, esa que fue volviéndose cada vez más hermosa a medida que pasaba la noche. En el bolsillo, montones de calderilla, monedas de una libra a puñados. Muy pocos billetes, pero treinta y siete libras en monedas.
Pero su viejo maletín de cuero…, la presentación. Había desaparecido. Alguno de los camareros de los pubs lo habría guardado tras la barra. Seguro. La mayoría no abría hasta las once, cuando a él le tocaba salir a la palestra. Tendría que llamar para decir que estaba enfermo. Quizá podría llegar tarde, pensó, repasando mentalmente un mustio archivo lleno de pueriles excusas destinadas a suspender el cumplimiento de la sentencia.
Después llamó por teléfono a Rab McKenzie, simulando la máxima naturalidad. «Roberto, tío, ¿qué tal?».
McKenzie caló tan a fondo lo que se ocultaba detrás de aquella afectada campechanía, que para el caso podría haber estado en la misma habitación. «Hay que ver cómo ibas anoche, so maricona. Mira que tratar de seguirme el ritmo con la absenta. Más vale que la dejes estar, macho».
Claro, esos sueños enloquecidos, febriles, alucinógenos. La absenta.
El pánico estrujó a Skinner en su puño de hierro y lo sacudió como si fuera un muñeco de trapo. «Rab, ¿has visto mi maletín, el que llevaba anoche?».
«Ah, pues no sabría qué decirte», dijo McKenzie frunciendo la boca y empleando un tono provocador que expuso a Skinner al miedo y a la euforia a un mismo tiempo.
«¿Te lo quedaste tú?».
«Puede», dijo McKenzie con la mayor frescura; era evidente que estaba disfrutando.
«Entonces, ¿anoche estuve en tu casa?».
«Así es».
«Dámelo, lo necesito, Rab».
«Bueno, ya sabes dónde estaré dentro de media hora», declaró McKenzie en tono desafiante.
«De acuerdo…», dijo Skinner, colgando el auricular.
De pronto se apoderó de él una noción perversa: la idea de que, si se daban ciertas condiciones, podía llegar a salir airoso de aquella situación.
Skinner se quitó los calcetines y se metió, tambaleante, en la ducha. Sí, todavía podía salvarse toda aquella situación, pero requería el despliegue de una voluntad sobrenatural que sólo podía engendrar la desesperación en estado puro.
Al restregarse para quitarse la capa de mugre de la noche anterior, notó que su cuerpo se ponía en marcha, procesando y eliminando nuevos residuos tóxicos que iría desprendiendo, y cuyo hedor se encaminaría hasta las napias de Cooper. Desde luego, iba a ser un aroma muy indicado para que su jefe lo paladease mientras recordaba la humillación de la noche anterior y meditaba con amargura fría y sistemática acerca de la mejor forma de vengarse de Daniel Skinner.
McKenzie, electricista de la construcción, no entraba a trabajar hasta la tarde, de manera que aquel día el sitio donde estaría a las ocho y media iba a ser el Central Bar al pie de Leith Walk. La presentación era a las once y Skinner tenía que fichar a las diez para cumplir con el plazo límite del horario flexible. Calculó que podría hacerlo con tiempo de sobra. Cuando llegó al Central, lo primero que vio fue a McKenzie sosteniendo el maletín por el asa y meneándolo. Rab el Grande ya estaba pegándole a la Guinness.
Skinner contempló, con enfermiza envidia, aquella pinta de elixir negro, posada tan tentadoramente delante de McKenzie, sobre aquella barra recién pulida y restaurada. ¡Cómo ansiaba sentir en la mano la tranquilizadora magnitud del vaso, el amargo sabor del líquido en la boca y su vivificante volumen en las entrañas! El Central Bar, con sus acogedores reservados, su hogareño ambiente de esplendor ajado, que evocaba el acaudalado pasado mercantil de la zona, y subrayaba su actual carencia de pretensiones, práctico, funcional y realista. Adoraba aquel lugar, y verse arrancado de su reconfortante seno y enviado colina arriba, hacia la Milla Real de Edimburgo, lugar de artificio, faroles y engaños… Seguro que no pasaba nada por tomarse una. Sólo una pinta, para quitarle hierro a su sufrimiento. Un clavo saca otro clavo. Claro, mejoraría su rendimiento, ergo era una conducta responsable.
Cuando iba por la segunda pinta de Guinness, Skinner sintió que todas las copas de la noche pasada inundaban su organismo de nuevo. «Rab», dijo arrastrando la voz con una preocupación confusa (pero sólo preocupación, y no pánico, puesto que el alcohol había restablecido la perspectiva), «tengo una presentación y ya voy pedo otra vez…».
Como tan a menudo sucede en el entorno del alcohólico, cuando al protagonista empieza a importarle todo un rábano, es el camarada, hasta ese momento una figura marginal del drama, quien asume el manto de la responsabilidad. Así pues, Rab Mc Kenzie le incrustó una papelina de cocaína en la mano a Danny Skinner. «Para que te pongas las pilas», anunció con una sonrisa.
«Gracias, Rab», dijo Skinner con genuina emoción. «Un tirito me dejará como nuevo».