Un trémulo Danny Skinner miró la pinta de cerveza que había delante de él. Tenía el poder de anular aquel tormento. Pero no, se resistiría, se lo debía a Kay. Demostraría que era más fuerte que ella levantándose y saliendo por la puerta del pub.

Ahora mismo.

Así que Skinner se puso en pie y salió del bar con decisión. Los coches y autobuses avanzaban despacio por Junction Street, tocando la bocina y haciendo rugir los motores, mientras cochecitos y sillitas conducidos por robóticas madres atiborradas de Prozac amenazaban con seccionarle el talón de Aquiles. Notaba las miradas penetrantes que le lanzaban tipos de aspecto pendenciero desde las tiendas de apuestas, bares y paradas de autobús. Las mujeres de edad avanzada —brujas que se dirigían al bingo— parecían lanzarle maleficios con su desaprobación al pasar a su lado.

Putos zumbaos…, paso de esto…, pero de qué manera…

El pánico le sacudió en pleno pecho como un rayo. Se detuvo en seco. Seguro que la pinta seguiría en su sitio.

La pinta de néctar dorado. En el pub, con el asiento todavía caliente y amoldado a mis nalgas.

Cuando salió del bar por segunda vez, el mundo era un sitio mejor. Las asperezas habían desaparecido. Leith ya no estaba abarrotado de psicópatas crueles y embrutecidos que le odiaban. Habían desaparecido, dando paso a una simpática comunidad de tipos dichosos, la sal de la tierra.

Ahora sí estoy en condiciones de ver a Kay, de explicarle lo que ha fallado, de seducirla, incluso. Es bueno que vaya a venir aquí y que podamos hablar, sí. La resarciré. Le compraré algo de vino tinto, le encanta el tinto. Red, red wine…

Skinner se metió en la tienda de licores Threshers y, pensando en Bob Foy, compró la botella de Pinot Noir más cara que tenían.

Tenía algún tiempo que matar antes de que llegara Kay. Se puso a ver otra de aquellas interminables e insulsas masacres de indefensos que se producían cuando se disputaba un partido de la primera división escocesa entre los millonarios de los bandos patrocinados por la cerveza Carling, cuyos cofres estaban inflados por años de explotación del sectarismo religioso, y sus indigentes adversarios plebeyos.

La etiqueta de la botella parece interesante. Con cuerpo. Aromático. Rico. Afrutado. Tiene buena pinta, desde luego, a pesar de que yo no sea amante del tinto. Seguro que una copa no me hará daño; un traguito nada más, para darle a mi paladar la oportunidad de saborearlo. Y entonces, cuando llegue ella, la recibiré con esa gran sonrisa Danny Skinner y un fino y cortés «Ah, la encantadora señorita Ballantyne, mi hermosa prometida. Me honraría que compartieras esta copa de vino conmigo, querida».

Kay me lanzará esa mirada suya que dice: «Eres un granuja incorregible y adorable, ¿cómo negarme?». Pues sí, y a lo mejor hasta reconoce que ha sido un poco triste y aguafiestas. Al fin y al cabo, sólo se vive una vez.

Pero cuando Kay entró en el piso vio al instante que desprendía una distancia y una determinación que jamás había visto con anterioridad. Y en aquel momento sintió que se clavaba y se retorcía en sus entrañas un cuchillo; antes de que ella abriera siquiera la boca supo que todo había terminado.

Y como si le hubiesen hecho una señal en ese mismo momentó, pronunció las palabras «Hemos acabado, Danny» con un aire de irrevocabilidad descarnado e intransigente.

Skinner quedó aplastado por aquellas palabras. Deseó que no fuera así, pero así fue. Sintió morir dentro de sí algo real, algo esencial; sintió cómo abandonaba su cuerpo una energía fértil, profunda y vital, un componente cardinal del yo. Afligido, se preguntó si alguna vez lo recuperaría, o si la vida consistía en eso: en una constante erosión seguida por grandes desprendimientos ocasionales. Sin duda, era demasiado joven para sentirse así. Su grito de angustia fue tan profundo, perturbador y primario, que le conmocionó tanto como a Kay. «¿Quééé?…».

Kay tuvo que movilizar hasta la última fibra de su ser y de su determinación recién descubierta para no abalanzarse sobre él y abrazarle del modo en que la gente está programada para hacer cuando ve sufrir tanto a un ser querido.

Skinner siempre había pensado que en una situación como aquélla él jamás suplicaría. Y se equivocó, porque lo estaba perdiendo todo. Se le escapaba la vida, le abandonaba. «Por favor, cariño…, por favor, Kay. Podemos solucionarlo».

«¿Qué es lo que hay que solucionar?», preguntó Kay, que seguía con el gesto imperturbable y los nervios cauterizados por todas las desilusiones que él le había deparado sin cesar. «Eres un alcohólico y además te encanta. En tu vida sólo hay espacio para un amor, Danny. Yo no significo nada para ti; sólo soy una chica mona que queda bien colgada de tu brazo», declaró, mordiéndose ansiosamente el labio inferior. «No te importo yo, ni mi carrera, ni mis necesidades. A mí no me gusta beber, Danny. No me dice nada. Ni siquiera creo que te siga gustando follar conmigo, porque lo único que te apetece es beber. Eres un alcohólico».

Escuchar aquellas palabras de labios de ella le produjo una tremenda impresión. ¿Era un alcohólico? ¿Eso qué era? ¿Alguien que siempre está bebiendo? ¿Que es incapaz de decir no a una copa? ¿Que bebe a escondidas? ¿Alguien que ya está pensando en la copa siguiente antes de haber terminado la que tiene delante?

«Pero… yo…, yo te necesito, Kay…», dijo, pero no supo decirle para qué. No podía decir «Te necesito para ayudarme a superar esta enfermedad», porque sentía que era un joven que bebía mucho más de la cuenta pero que no iba a hacerlo siempre. No se sentía como un enfermo, sólo vacío e incompleto.

«Tú a mí no me necesitas. Lo único que necesitas es eso de ahí», dijo ella, indicando con un gesto de la cabeza la copa y la botella de vino vacía.

Skinner ni siquiera se había dado cuenta de que la botella estaba vacía. Sólo había pretendido tomar una copita de aquel tinto aromático y con cuerpo…

¿tenía cuerpo? ¿Era aromático?

Enfermo.

¿Cómo he podido permitir que llegáramos a esto?

Kay le dejó, solo, en el piso. Él ya no se sentía capaz de tratar de impedirle que le dejara. Ni siquiera oyó cerrarse la puerta principal a sus espaldas; era como si ya fuera un fantasma para él.

A lo mejor cambia de opinión y vuelve. A lo mejor no.

Skinner reprimió las lágrimas. Le abrumaba el sentimiento de autocompasión; se sintió pequeño, infantil y acosado. Quería a su mamá; no a la Beverly de ahora, sino a un ideal más joven y más abstracto al que pudiera someterse y por el que pudiera ser mimado. Pero también ella había abandonado su vida, hasta que regresara y aceptara las condiciones de ella, interpretando el papel del hijo consciente de sus obligaciones.

La vacaburra testaruda jamás dará su brazo a torcer…

Pero la quería.

También quería una copa, pero no podía salir del piso en aquel estado de ánimo. Ya había oído historias de alcohólicos otras veces: relatos de traiciones, de injusticias perpetuadas por una madre, un padre, un amante o un amigo. En esencia, el cuento venía a ser siempre el mismo: un amargo himno a la pérdida del amor, la camaradería o el dinero. Y luego estaban los planes, los proyectos utópicos para el radiante futuro que habría de iniciarse, por supuesto, después de la siguiente copa.

El día transcurre entre risas y canciones…

Al cabo de un tiempo, el bolinga no era más que un enorme vaso de whisky parlante, que contaba las mismas tristes historias una y otra vez. El alcohol sólo tenía una voz. No importaba quién fuera el poseído, lo único que les permitía hacer era añadir su propio tono distintivo antes de que incluso éste quedara subsumido en un gruñido abstracto de borrachín. Y ese vaso no tenía que responsabilizarse de nada, sólo permanecer sentado y esperar que lo rellenasen.

Me estoy convirtiendo en uno de ellos. Soy uno de ellos. Tengo que hacer algo, tengo que actuar…

Recuerdo cuando nos enrollamos, al principio; joder, qué sensual era; yo absorbía su fragancia, le besaba los ojos, los oídos, por todas partes, totalmente absorto en estar con ella.

Ya, claro.

Otras veces la echaba a un lado y me apartaba de ella gruñendo, pues la bebida me había vuelto sórdido, torpe y atolondrado; tenía necesidad de dormirla hasta que se me pasara y nunca conseguía sobar lo suficiente.

¿Qué soy? ¿Un bebedor social? Sí, pero también algo más. ¿Un borrachín? Desde luego, cuando no estoy bebiendo en compañía o pensando en beber. Un puto alcohólico. Ajá, eso es.

Soy un bolinga. Ya no suelo estar sobrio tanto como antes; ese estado está cada vez más comprimido entre los otros dos estados principales: borracho y resacoso. Tener resaca no es estar sobrio. Tener resaca es un infierno.

En la angustiada mente de Skinner, éste hacía balance de su vida y elaboraba algunas proposiciones básicas que llevaban algún tiempo corroyéndole y animándole a actuar. En primer lugar, jamás había conocido a su padre. Su madre se negaba a hablar de él. Sólo disponía de la limitada pero persistente información, respaldada ahora por una extraña intuición, de que quizá su padre había sido cocinero.

¿Se puede echar en falta lo que nunca se ha tenido?

Sí. Sí se puede. Les veía con sus padres en el fútbol. Sus padres, grandes y orgullosos. Tensos, serios, Ross Kinghorn con el joven Dessie. «¿Cuántos vas a marcar hoy, hijo? ¿Cuántos?». Bobby Traynor con el desdentado de Gary; siempre bromeando, como su hijo. Mi vieja lo hizo lo mejor que pudo, ahí de pie, a su lado, junto al terreno de juego, fumando un cigarrillo tras otro, simulando interesarse por el juego. Pero faltaba algo. Hasta Rab sabía dónde estaba su viejo, aunque por lo general fuera en la Prisión de Su Majestad de Saughton.

Al faltarle su padre, Skinner llega a la conclusión de que le falta información esencial acerca de sí mismo. ¿De quién desciende? ¿Cuál es su herencia genética y cultural? ¿Está el alcoholismo cruelmente inscrito en su ADN? ¿Estará simplemente deprimido ante la falta del vínculo filial? ¿Se solucionará todo si conoce a su padre?

Si encontrara a mi viejo, el puto cocinero, entonces podría comprobar si es un borracho y saber si ése es el legado que me dejó.

Que le den por culo a mi madre, ¡yo mismo le encontraré! Ya le enseñaré…, ¡les enseñaré a todos!

La vieja fue camarera durante un tiempo, hace años, según me dijo. ¿Cómo demonios se llamaba el sitio donde trabajó?…

Aquello golpeó a Skinner suavemente, como una gran ola que parecía surgir de sus entrañas. Echó un vistazo al libro de tapas duras satinadas que tenía sobre la mesa de centro: Secretos de alcoba de los grandes chefs, de Alan De Fretais. Lo cogió y leyó un pasaje mientras el pulso le latía de forma acelerada.

Gregory William Tomlin no sólo es uno de mis cocineros favoritos; en honor a la verdad, debo añadir que tambien es uno de mis mejores amigos. La primera vez que conocí a Greg fue en 1978, en el legendario e infame Archangel Tavern de Edimburgo, por asombroso que parezca. Así pues, ¿cómo fue a parar a semejante garito un maestro cocinero estadounidense, pionero de la revolución culinaria californiana?

El Archangel Tavern sigue siendo un conocido abrevadero y restaurante de Edimburgo. En aquel entonces, el cocinero jefe era el legendario bon vivant Sandy Cunningham Blyth. El viejo Sandy sentía debilidad por los cocineros jóvenes y apasionados. Además de emplear a un servidor de ustedes, se hizo cargo de un joven mochilero norteamericano que estaba «recorriendo Europa» y que, de camino a Francia en la era álgida del punk rock, se quedó tirado en Edimburgo, falto de peculio.

Greg y yo teníamos en común la misma filosofía vital y nos aficionamos a compartir cintas, copas, amantes y, muy de vez en cuando, ¡hasta recetas!

Mientras depositaba el libro sobre la mesa, Skinner sintió cómo sus poros liberaban sudor sin parar a cada latido de su corazón.

Greg Tomlin. Sandy Cunningham-Blyth. Alan de los Putos Huevos De Fretais.

El Archangel Tavern.

Dougie Winchester estaba sentado delante de su ordenador con una expresión afligida que dio paso súbitamente a otra de neutralidad cuando Skinner asomó la cabeza por la puerta. A veces la puerta de su despacho estaba cerrada con llave; cuando se le preguntaba al respecto, Winchester, con la cara colorada de vergüenza, farfullaba que era la única forma de disponer de la tranquilidad necesaria para concentrarse en los importantes proyectos que tenía entre manos.

El cargo de Winchester era agente de Proyectos Especiales (Medio Ambiente) a pesar de que en la actualidad el departamento no se ocupaba de proyecto especial alguno. De acuerdo con la práctica consuetudinaria de los ayuntamientos, sencillamente se inventaron uno, ya que despedirle habría resultado demasiado oneroso. Había logrado sacarles un contrato de cinco años en un departamento anterior y ahora sólo quedaban dieciocho meses para que expirase. Winchester había hecho la ronda de los departamentos, un hombre al que se le había agotado el tiempo e indiferente a su trabajo, por decirlo de algún modo.

Dougie Winchester y Danny Skinner hacían una extraña pareja, uno se hallaba presuntamente en los inicios de su trayectoria laboral, mientras el otro, pese a estar sólo en la mitad de la cuarentena, probablemente no volvería a encontrar empleo cuando abandonase el ayuntamiento. Estaban, como en una ocasión había dicho Winchester, «emparentados por la bebida». A Skinner se le ocurrió que debió de haber una época en la que empleaba dicha frase con intención más irónica que puramente descriptiva.

Ahora bien, aparte de la de compañero de cogorzas, Winchester tenía otras utilidades, y Skinner quería sacar provecho de sus conocimientos acerca de la ciudad. El hombre maduro quedó sorprendido cuando Skinner le propuso tomar una pinta a la hora de comer en el Archangel. Aunque no se trataba de uno de los locales que frecuentasen con regularidad, pues era un renombrado restaurante de Edimburgo, Winchester había sido asiduo de aquel local muchos años atrás.

El Archangel estaba junto a la estación de Waverley, ubicado en una entrada lateral, y era, por consiguiente, más popular entre los usuarios de trenes de cercanías que entre los turistas. En realidad eran dos locales, no uno. El bar grande, McTaggart’s, era un pub espartano, que podía resultar animado y tenía buen ambiente, sobre todo los fines de semana. Al lado —existía también un corredor que comunicaba los dos establecimientos— se encontraba el Archangel propiamente dicho. Tenía una barra más pequeña, que atraía a un público de artistas y bohemios, y un restaurante en la planta superior, que de toda la vida había sido célebre por la calidad de su cocina. Skinner jamás había comido allí pero en una ocasión inspeccionó la cocina, que estaba siempre impecable.

Era el más pequeño de los dos bares el que quería visitar Danny Skinner, para gran consternación de Winchester. «Ahí no pienso entrar», dijo sacudiendo la cabeza, «está lleno de bujarrones. O, al menos, lo estaba entonces».

«Ahora ya no es así, y menos a la hora de comer», repuso Skinner. «Probamos y si resulta que es una mierda nos vamos al de al lado».

Winchester era menos quisquilloso de lo que parecía. Lo único que de verdad le importaba eran las cantidades, pues a la hora de la comida le gustaba meterse cuatro pintas entre pecho y espalda. La primera caía en dos o tres tragos; la segunda y la tercera las bebía a ritmo continuo y disfrutándolas. La cuarta solía recibir idéntico trato que la primera. Por la tarde, la puerta del despacho del agente de Proyectos Especiales (Medio Ambiente) solía estar, por lo general, cerrada.

Los únicos ocupantes del pequeño bar eran un pequeño grupo de amas de casa de Fife con sus bolsas de la compra y un par de jóvenes mochileros, pero el local ya tenía aspecto de estar lleno. El camarero regordete llevaba un viejo polo del equipo de St Johnstone con el logotipo del whisky The Famous Grouse. Era rubio, y llevaba el pelo peinado hacia atrás; era la clase de tipo, pensó Skinner, que habría resultado muy atractivo para las chicas en los tiempos previos a la epidemia de obesidad. Pidió un par de pintas y observó cómo Winchester le daba a la primera el tratamiento de costumbre. «Entonces, ¿éste era uno de tus bares predilectos?», le preguntó a su compañero de tragos.

«Sí», dijo Winchester, «en aquel entonces todo el mundo utilizaba este sitio. Aquí venían todas las putas y los cantantes cómicos. El ambiente era estupendo».

«¿Eso fue durante la era punk?».

Winchester sacudió bruscamente la cabeza; sus facciones se arrugaron hasta dar paso a una mueca de asco. «Odiaba toda aquella mierda. Acabó con la música. Led Zeppelin, los Doors, esos sí que valían», dijo extasiado. «¡El Rey Lagarto!».

En la euforia de Winchester Skinner entrevio una cara hasta entonces oculta de su compañero de trabajo. De forma desconcertante, vislumbró fugazmente un espíritu más joven y más alegre, antes de que el poder de desgaste de los años y el alcohol rematasen su obra. «¿Recuerdas a un grupo de Edimburgo de aquella época llamado los Old Boys?», preguntó a Winchester. «A mi madre le gustaban. Creo que andaba por ahí con ellos».

«No…», dijo Winchester sacudiendo la cabeza. «A mí no me iba toda aquella mierda. El punk no era más que ruido», reiteró.

Perdiendo interés en su compañero de trabajo y volviéndose hacia el camarero, Skinner comentó: «He oído que aquí hacéis buen papeo».

«Comida casera de toda la vida», asintió éste.

«Ya», dijo Skinner con una inclinación de la cabeza a medida que se entusiasmaba con su tema. «He estado leyendo el libro del tal De Fretais, el cocinero ese que sale en la tele, ¿sabes?».

«Sí, anda que no se lo tiene creído el menda ese», fue el sarcástico comentario del camarero.

Skinner asintió con la cabeza y sonrió. «No hace falta que lo jures. Ha escrito el libro ese de comida erótica, Secretos de alcoba de los grandes chefs. Te enseña a llevarte a una tía al catre preparándole comidas».

«Ya me gasto bastante en copas tratando de llevármelas al huerto», se rió el camarero, «a tomar por culo si encima hay que cocinarles».

Skinner soltó una carcajada cómplice. «No sabía que fue aquí donde empezó. Menciona a un antiguo cocinero de este lugar; el tío se lo enseñó todo, por lo visto. Nunca he oído hablar del menda ese pero da la impresión de haber sido todo un figura».

El camarero puso los ojos en blanco al ver que Winchester había apurado su vaso y que Skinner ya había hecho buena mella en el suyo. Les hizo el gesto «¿otras dos?», al que Winchester respondió de forma afirmativa, tras lo cual el barman se volvió hacia Skinner. «Sandy Cunningham-Blyth. Ese viejo cabrón es mi cruz», dijo con gesto hastiado.

Skinner no daba crédito a sus oídos: «¿Sigue trabajando aquí?».

«Ojalá, al menos así se quedaría en la cocina. Es mucho peor: bebe aquí, joder». El camarero sacudió la cabeza. «Si por mí fuera, a ese borrachín incordiante le habría prohibido la entrada hace años, pero a ojos de la gerencia es como si no hubiera roto nunca un plato. “Una de las instituciones del Archangel”, lo llama el jefe. Para mí que tendría que estar en una institución», dijo el camarero, «¡pero para putos enfermos mentales!», largándole una parrafadita que Skinner intuyó que había pronunciado en más de una ocasión.

«¿Así que el viejo Sandy sigue siendo parroquiano?».

«Vendrá esta noche, eso seguro, a menos que lo haya atropellado un autobús o algo así. La esperanza es lo último que se pierde», añadió el camarero con gesto inexpresivo, cuando una de las amas de casa de Fife se acercó y le pidió una ronda de gin tónics.

«¿Qué pinta gasta?».

«Tiene un careto que parece que se lo hubieran reventado con explosivos antes de que se lo hubiera cosido una costurera ciega con una tripa a cuestas. Pero no te preocupes, le oirás antes de verlo», le previno solemnemente el camarero.

Consumidas sus cuatro pintas, Skinner y Winchester regresaron al despacho paseando distraídamente, según el ritual acostumbrado. Winchester siempre hacía un alto en la papelería, dejando que Skinner se adelantase mientras él adquiría un ejemplar del Evening News, unos minutos después de lo cual, él le seguía. De ese modo esperaban evitar que los vinculasen como compinches de bebercio.

El grueso del cotilleo actual del departamento, sin embargo, no giraba en torno a la bebida, sino a las pérdidas que habían sufrido Kibby y Skinner. La gente parecía mucho más predispuesta a compadecerse del revés que había padecido el primero que del que aquejaba al segundo, y a Skinner no le pasó desapercibido ese trato preferencial.

Tras la espantada de Kay, Skinner no tardó mucho en embarcarse de lleno en un rollo informal ya a medio fraguar con Shannon McDowall. Shannon también había sufrido un revés sentimental, tras sorprender a su novio, Kevin, follándose a una de sus mejores amigas. La nueva relación entre ambos colegas consistía en salir a tomar una copa después de trabajar, emborracharse un poco y pasarse el resto de la velada comiéndose furiosamente la boca el uno al otro. Aunque nunca pasaba de allí, hubo quien fue testigo, y se convirtió en el tema de abundante cotilleo subido de tono en el lugar de trabajo.

Aquella tarde, después de sus cuatro pintas a la hora del almuerzo con Winchester, Skinner estaba impaciente; tras haber terminado temprano la jornada, Shannon y él se encontraron sentados en el Waterloo Bar. «Qué triste lo del padre de Brian», dijo Shannon, sacudiendo la cabeza. «Lo lleva fatal».

Skinner se sorprendió a sí mismo cuando le gritó en tono hostil: «Al menos ese puto teleñeco llegó a conocer a su padre», le espetó con un veneno que a ella le hizo retroceder un poco. Consciente de su falta de tacto, y a modo de disculpa, Skinner se encogió de hombros ante su chère amie. «Lo siento…, es sólo que el mío podría ser cualquiera de los tipos que está en este pub». Miró a los grupos de bebedores parlanchines que había a su alrededor, todos animados después de finalizar la jornada. «Mi madre nunca habla de él, no quiere soltar prenda acerca de ese cabrón. El pequeño bastardo de Kibby anda por ahí como si fuera la única persona sobre la faz de la tierra que jamás haya sobrellevado algo doloroso y estáis todos en plan: “Aaaay… pooobrecito Briiian…”».

Era consciente de que Shannon estaba calibrando la intensidad de su rivalidad con Kibby, y le pareció que no era una cualidad precisamente atractiva que poner de manifiesto. No obstante, a Shannon también le embargaba otra emoción, más poderosa: la empatía. «Ya sabes que de niña yo perdí a mi madre».

Skinner pensó en su propia madre, y en cómo se sentiría si a ella le sucediera algo. «No puedo ni imaginar lo mal que me sentiría». Sacudió la cabeza y acto seguido pensó en Kibby. ¿Cómo imaginar lo que estaría pasando el pobre cabrito?

«A mí me sentó fatal, fue una mierda que te cagas, hablando claro», dijo Shannon sin alterar su tono. «Mi padre no pudo soportarlo. Le dio una crisis de nervios», explicó antes de dar una larga calada a su cigarrillo. Mientras se fijaba en cómo se consumía éste, a Skinner le apeteció fumarse otro, pero reprimió el impulso. «Tuve que cuidar de mi hermano y de mi hermana pequeños. Por tanto, la universidad quedó excluida; tenía que buscar un empleo. En este sitio pagaban razonablemente bien, y te daban días libres para sacarte el título de inspector medioambiental. No puedo decir que inspeccionar putas cocinas fuera mi vocación, pero supongo que es un trabajo importante, y le he sacado todo lo que da de sí. Por eso me da tanta lástima Brian en estos momentos. Sé lo que significa perder a alguien así».

«Perdona…, yo también lamento lo de Brian», dijo Skinner y, cosa extraña, echó en falta que Kibby estuviese allí con ellos, para consolarle y abrazarle, impulso que le horrorizó. «Lo que pasa es que aún no me he sobrepuesto a lo de Kay», añadió de forma apresurada, vacilando al darse cuenta de que, de forma accidental y por omisión, acababa de aludir a una relación que ambos se habían resistido categóricamente a definir. «No tiene nada que ver contigo, eres estupenda, es sólo que…».

Se cogieron de las manos y entrelazaron los dedos. A menudo Skinner había tenido ocasión de pensar que a veces un morreo podía ser más íntimo que un polvo. Ahora estaba comprobando que había circunstancias en las que el mero hecho de cogerse de la mano podía ser indicio de una comunión aún más profunda. Se fijó en los anillos que lucía Shannon; a continuación contempló los grandes ojos castaños de ésta y, al ver la tristeza que albergaban, sintió que en su interior algo tendía hacia ella.

«Te agradezco que lo intentes, Danny, pero no hace falta. Los dos estamos despechados y ayudándonos el uno al otro, echando unas risas y recuperando la autoestima. De momento dejémoslo ahí y si tiene que pasar algo más, pues que pase. ¿Vale?».

«Muy bien», respondió Skinner, quizá con un pelín de entusiasmo más del debido, lo que quedó confirmado por la tensa sonrisa que atenazó los labios fruncidos de Shannon. Tenía que reconocer que en una parte de su alma seguía esperando una llamada telefónica de Kay, aunque el realista que llevaba dentro sabía que jamás se produciría. «Cierto, las relaciones de rebote siempre son peliagudas. Mantengamos la relación en estado de baja intensidad», dijo y, a continuación, consciente de un impasse un tanto doloroso, preguntó: «Tú llevabas ya bastante tiempo con Kevin, ¿no?».

«Tres años».

«Entonces le echarás de menos», dijo él, pensando en Kay.

«Pues sí, pero las cosas llevaban algún tiempo sin funcionar, y ambos lo sabíamos. No podíamos salvar la relación, pero no fuimos capaces de ponerle fin. En cierto modo, fue un alivio. Supongo que durante los últimos meses que estuvimos juntos ya sentía que le había perdido. Si te soy sincera, echo más de menos a Ruth». Entornó los ojos y puso mala cara antes de añadir: «Esa zorra débil, retorcida, traidora y hecha polvo era mi mejor amiga».

Perdió a dos de un solo golpe. De un solo polvo. Yo perdí a Kay. La quería, pero no supe quererla como está mandado. No seré capaz de amar a nadie hasta que sea una persona completa. No me sentiré completo hasta que me conozca a mí mismo, y no me conoceré a mí mismo hasta que conozca a mi viejo. Tengo que encontrar a ese puto chef, y no me importa cómo sea ese cabronazo, preferiría que fuera él antes que De Fr…

Se sonrieron mutuamente y Skinner sugirió que se trasladasen al Archangel Tavern.

«Pero en el sitio ese del final del Walk sirven cócteles a mitad de precio durante la hora feliz», insistió Shannon. Desde que había cortado con Kevin ella también buscaba alguna forma de sumirse regularmente en la inconsciencia, siendo ése un atractivo tan importante como cualquier otro a la hora de frecuentar a Skinner.

«Espera a que conozcas este sitio, Shan; el ambiente es cojonudo y hay cada personaje increíble», dijo Skinner con gran entusiasmo, alborozado ante la perspectiva de entablar relaciones con cierto cocinero ya entrado en años.

«Vale, pues veamos qué tal», dijo ella con un entusiasmo que a él le resultó conmovedor, y que deseó que Kay hubiese compartido. Ahora bien, caviló lúgubremente, es posible que al principio fuera así.

Bajaron las escaleras de la estación de tren y atravesaron el paso elevado mientras Skinner se preguntaba si debía cogerla de la mano o pasarle el brazo alrededor. No, quedaría raro que andasen así por ahí, trabajando los dos en la misma oficina. La intimidad del pub se evaporó al contacto con el frío aire nocturno, como en uno de aquellos musicales de Hollywood en el que el héroe y la heroína ejecutaban un complicado numerito de variedades antes de acabar el uno en brazos del otro, sólo para separarse nerviosamente en cuanto finaliza la música.

Mientras atravesaban la pasarela y descendían para llegar a Market Street, Danny Skinner pensaba, con creciente expectativa, en Sandy Cunningham-Blyth. Abrió las puertas de cristal esmerilado del bar e hizo pasar a Shannon.

Un vejestorio borrachín. De tal palo, tal astilla.

Pese a que jamás le había visto, Skinner reconoció de inmediato a Cunningham-Blyth. Ello, dedujo, nada tenía que ver con cualquier posible indicio de parentesco, ni siquiera con la descripción proporcionada por el camarero, por precisa que ésta hubiera sido. En el pequeño y abarrotado salón estaba sentado, solo, un tipo entrado en años, y los únicos asientos libres que había en todo el local eran los que estaban situados junto a él. Farfullaba para sus adentros, mientras los parroquianos situados a ambos lados de la zona de exclusión le daban la espalda y adoptaban poses que ponían de manifiesto lo deliberado de su empeño en rehuirle.

Haciéndole un gesto con la cabeza al camarero con el que antes había hablado —el cual había cambiado su polo por una camisa a cuadros— Skinner pidió una pinta de cerveza y un vodka con Coca-Cola para él.

«Yo tomaré un whisky con soda», dijo Shannon, indicando el anaquel de las bebidas. «Un Teacher’s me vendrá que ni pintado».

«Más vale que te andes con ojo, arrasa la próstata que no veas».

«Yo no tengo próstata, Danny».

«Lo que yo decía», dijo Skinner, sonriendo alegremente mientras se acercaban a los asientos libres.

Sandy Cunningham-Blyth dedicó una gran sonrisa a los recién llegados, al modo de un anfitrión de una mansión campestre que diera la bienvenida a unos huéspedes a los que aguardaba con impaciencia. Era un hombre achaparrado, cheposo, barbudo y de hombros anchos, de cabello plateado que escaseaba en la parte superior que le descendía por la espalda en lacias y grasientas hebras agrupadas en una coleta inverosímil. Los pocos dientes que le quedaban estaban amarillentos y apestaba a alcohol y tabaco rancios. Vestía una camisa arrugada, una chaqueta de leñador a cuadros y unos pantalones de pana beige sucios con las perneras enfundadas en unas botas viejas; era un hombre cuya propia comodidad parecía diseñada para impedir toda posibilidad de conservar ese estado en los demás. Ante todo —y ahí el camarero la había clavado, pensó Skinner— aquel hombre tenía una complexión que delataba toda una vida de entrega al libertinaje. Mientras Shannon tomaba asiento, la miró de arriba abajo y, a modo de saludo desvergonzadamente lascivo, le dijo: «Arrímate a mí, rica hembra». Por toda respuesta ella se volvió despectivamente, fingiendo no haberle oído, mientras Skinner se reía, nervioso y entretenido al mismo tiempo.

«¿Y tú te llamas…?», persistió Sandy, tocándole suavemente el hombro mientras ella le lanzaba a Skinner una mirada fugaz que decía «sentémonos en otra parte» antes de volverse de nuevo hacia su autoproclamado anfitrión.

«Shannon», dijo ella con cortés laconismo, mientras Skinner daba la vuelta a su silla para hacer un corro, obligándola así a girarse.

«El majestuoso río de la vieja Erin», le dijo en tono soñador un extasiado Cunningham-Blyth, mientras un hilillo de baba le caía sobre la barba, antes de lanzarse a recitar: «No more he will hear the seagull’s cry, ower the bubbling Shannon tide[5]… ¿Tu familia es originaria de la Isla Esmeralda?».

«No, el nombre se lo inspiró Del Shannon. Mi padre era un gran fan suyo y tocaba en un grupo de rockabilly», le explicó ella con manifiesto placer.

A Sandy Cunningham-Blyth aquella noticia pareció bajarle los humos, y dejó caer hacia delante sus voluminosos hombros. Acto seguido se le iluminó el rostro y dijo: «En tal caso, ¿dónde vives, mi pequeña fugitiva?».

«En Meadowbank», contestó Shannon, que comenzaba a tenerle cierta simpatía a aquel tipo. A fin de cuentas, no era más que un viejo e inofensivo borrachín.

Durante todo ese tiempo, Skinner no había dejado de escudriñar a Sandy Cunningham-Blyth.

Está decrépito, pero probablemente no habrá cumplido los sesenta. Lo bastante joven como para haberse cepillado a mi madre y haberle hecho un bombo hace veinticuatro años. Bolinga confirmado y en plena forma. ¡Si este tío es mi viejo espero haber heredado su constitución!

«Me llamo Danny», dijo Skinner, tendiéndole la mano y notando la fuerza de su presa, sin saber si atribuirla a la bebida o al hombre. «Éste es un pub muy especial, ¿no?», le preguntó, mirando a su alrededor.

«Antes sí lo era», dijo Cunningham-Blyth en tono rasposo y bronco. «Era un lugar donde la gente con ansias de vivir, comía, bebía y departía acerca de las cosas importantes de la vida», continuó, mirando con gesto de reproche a la clientela actual. «Ahora no es más que un abrevadero más».

«¿Llevas mucho tiempo viniendo aquí?», preguntó Skinner.

«Así es», dijo con orgullo Sandy Cunningham-Blyth, y los ojos se le desorbitaron desmesuradamente antes de agregar: «Incluso hubo veces en que trabajé aquí».

«¿Detrás de la barra?».

«No, Dios me libre», se rió el viejo chef.

«¿En el restaurante?».

«Caliente, caliente», dijo Cunningham-Blyth coquetamente.

«Pareces un tipo con una vena creativa…, un tío con estilo…, apuesto a que eras… ¡chef!».

Cunningham-Blyth estaba encandilado. «En efecto, mi astuto y joven amigo», dijo, y ahora le tocaba a Skinner sentirse conmovido por las lisonjas del hombre maduro. Cunningham-Blyth interpretó su sonrisa como luz verde para contar su historia: «No tenía formación de ninguna clase. Simplemente me ha encantado cocinar desde siempre, así como recibir e invitar en casa. En un principio, emprendí una carrera como abogado y acudía al otro bar»[6], dijo el viejo chef agitando la mano con ademán desdeñoso en la dirección de los juzgados de la High Street. «Y lo detestaba de todo corazón. Concluí que Edimburgo no necesitaba un puto abogado mediocre más, ¡pero que desde luego que no le vendría mal un chef decente, puñeta!».

«Es curioso, mi madre trabajó aquí de camarera hacia finales de los setenta», dijo Skinner como quien no quiere la cosa, y fijándose en que Shannon conversaba ahora con otra pareja sentada junto a ella.

«¡Haber empezado por ahí! Ésa fue una de las mejores épocas de este sitio. ¿Cómo se llamaba?».

«Beverly. Beverly Skinner».

Sandy Cunningham-Blyth frunció el ceño, tratando de rememorar, pero parecía genuinamente incapaz de recordar a Beverly. Sacudió la cabeza y suspiró. «Fueron tantas las que pasaron por aquí en determinado momento».

«Llevaba el pelo verde, lo cual era bastante insólito en aquella época. Era una especie de punk. Bueno, qué digo una especie, era punk».

«¡Ah, sí! Una muchacha encantadora por lo que recuerdo», canturreó el viejo chef, «¡aunque imagino que difícilmente se la podrá seguir calificando de muchacha!».

«La verdad es que no», asintió Skinner, mientras Sandy Cunningham-Blyth aprovechaba la ocasión para reanudar los relatos sobre la era dorada del restaurante. Se trataba de generalidades, pero Skinner se contentó con ir de tranqui y establecer una relación con el exchef mientras iban cayendo una copa detrás de otra.

Después Cunningham-Blyth empezó a desfallecer. Tras un lapso en el que perdió y recobró la conciencia varias veces, al llegar la hora de la última ronda, había perdido por completo el conocimiento. Shannon se volvió hacia Skinner: «Me voy a casa. Sola», se apresuró a añadir, consciente de que siempre tenía que hacer una declaración semejante a fin de rechazar las proposiciones de éste a aquellas horas de la noche.

«De acuerdo, muy bien», dijo Skinner. «Yo voy a meter al abuelo este en un taxi».

Shannon sintió cierta desilusión por no tener que repeler el ardor de Skinner, aunque su generosidad para con el viejo borrachín aumentó su prestigio a ojos de ella.

Skinner había conseguido desperezar a Cunningham-Blyth, poniendo en escena una farsa improvisada que tenía por objeto conducirle hasta el otro lado de la calle y meterle en la estación y dentro de un taxi antes de que volviera a quedarse como un tronco. Fue una pantomima en el transcurso de la cual el primer actor persuadía, camelaba, suplicaba y amenazaba por turnos. Antes de sumirse del todo en un coma etílico, el antiguo chef había logrado proferir el número de una dirección en Dublin Street. Lo más arduo fue sacarle del taxi y subir con él las escaleras. A esto le siguió una desesperante búsqueda por los bolsillos del veterano chef en busca de sus llaves, pero Skinner porfió tenazmente. Las escaleras fueron una pesadilla; Cunningham-Blyth era corpulento, y además desplazaba su peso de modo que un instante parecía controlar más o menos, y luego volvía a caer en la embriaguez total. En cierto momento Skinner temió que ambos acabarían rodando por aquellas empinadas escaleras o, peor aún, cayendo por el hueco.

Después de la dura prueba que supuso entrar con él en el piso y depositarlo en una de las camas, Skinner decidió explorar la vivienda de Cunningham-Blyth. Era espaciosa, con un gran salón bien amueblado y una impresionante cocina americana. No obstante, no se utilizaba dicha estancia con frecuencia; las latas abiertas, las cajas de comida para llevar tiradas aquí y allá y las latas de cerveza vacía daban fe de que las juergas de Sandy ya no eran tan espléndidas como antes.

Este piso está de un guarro que te cagas.

Skinner se disponía a marcharse cuando oyó unos ruidos y dio media vuelta para investigar. Escuchó un ruido de arcadas y vio a Cunningham-Blyth potando en el retrete del final del pasillo, con los pantalones a la altura de los tobillos. «¿Te encuentras bien, colega?».

«Sí…», dijo Cunningham-Blyth, volviéndose lentamente y despatarrándose, con la espalda apoyada contra el enchufe. Skinner no pudo creer aquello de lo que estaba siendo testigo. El viejo chef se la estaba meneando como una marioneta, y no acababan allí las semejanzas, pues carecía de genitales: donde deberían haber colgado éstos, sólo había un feo tejido cicatrizado de color rojo y amarillo. Tras un examen más detenido, Skinner creyó poder distinguir una bolsa, la cual podía o no contener algo, pero desde luego pene no había. De aquella informe e inflamada carne salía un tubo que daba a una bolsa de plástico, ligada al talle por un cinturón. La bolsa se fue llenando lentamente de líquido amarillo bajo la atenta mirada de Skinner.

A través de la neblina de su embriaguez, el veterano chef captó el horror de Skinner, y captó de inmediato su origen. Pinchando la bolsa con el dedo, se rió. «La de veces que he tenido que vaciar esta mierda esta noche… con todo, al menos me he acordado de hacerlo. A veces se me olvida y entonces revienta. No hace mucho, se produjo un incidente de lo más desagradable…».

Skinner estaba horrorizado. «¿Qué fue lo que te pasó?».

Cunningham-Blyth, como devuelto a la sobriedad por su vergüenza, se subió los pantalones y posó precariamente su trasero al borde de la taza. Durante un segundo o dos se hizo el silencio. «En los años sesenta, cuando era joven, me interesé por la política, sobre todo por la cuestión nacional. Me preguntaba cómo podía ser que la mayor parte de Irlanda fuera libre mientras Escocia seguía sometida a la corona inglesa. Miraba a mi alrededor, y veía el New Town, con sus calles bautizadas en honor de la realeza inglesa por culpa de ese pelota de Scott, mientras que un gran hijo de Edimburgo y dirigente socialista como James Connolly merecía poco más que una placa sobre un muro bajo un oscuro puente… Eh, ¿de verdad quieres saberlo?».

Skinner asintió, animándole a proseguir.

«Siempre se me dieron bien las recetas, no importaba de qué clase fueran… Como gesto simbólico, me propuse preparar una bomba de fabricación casera y dinamitar uno de los monumentos emblemáticos del imperialismo británico que afean esta ciudad. Le tenía el ojo echado a la estatua del duque de Wellington, en el sector oriental. De modo que fabriqué una bomba de tubo. Por desgracia, sujeté el artefacto entre las piernas mientras lo llenaba de explosivo. Estalló prematuramente. Perdí el pene y uno de los testículos», dijo, ahora en tono casi alegre, pensó Skinner. «Lo más probable es que al duque de Hierro no le hubiera causado ni un rasguño». Cunningham-Blyth sacudió la cabeza y sonrió con gesto resignado. «Tenía dieciocho años y sólo había tenido trato carnal con una mujer, una fornida moza, maestra de una escuela de primaria de Aberfeldy. Era fea como un demonio, pero no pasa un día sin que la recuerde y la bendiga, y te aseguro que siento una erección fantasma, dura y gruesa como las porras de los bobbys de antes. Cuida de tu pajarito, hijo», sentenció el viejo chef con gesto compungido, «es el mejor amigo que tendrás jamás. Y que nadie te diga otra cosa».

Skinner permaneció allí cortado durante unos segundos, y después efectuó una escueta reverencia ante Sandy Cunningham-Blyth antes de abandonar su morada. Mientras serpenteaba por las calles adoquinadas del New Town rumbo a las negras y aceitosas aguas del estuario del río Forth, la cabeza le daba vueltas.

Vaya si estoy averiguando los secretos de alcoba de los grandes chefs, pero no los que me interesan.