En tiempos el viejo borrachín se manejaba bien con los puños. Llevo siglos viéndole por ahí y de vez en cuando incluso propinando unas palizas de muerte a otros bolingas que se pusieron más respondones de la cuenta. Sí, durante un tiempo llegó a ser muy peligroso, cuando se encontraba en ese último arranque de fuerza menopáusica y airada, justo antes de que el debilitamiento físico y mental inducido por la vejez empezase a hacer mella en él. Entonces un tipo más joven con el que se puso chulo le sacudió la del pulpo; ahora el capullo luce como un brillo amarillento y deshecho en la mirada. Supongo que podría ser la paz de espíritu, pero lo más probable es que se trate de un hígado hecho polvo. Sammy, estoy seguro de que le llaman así.

Ahora se ve reducido a babearle estupideces en el oído al viejo Busby; siempre están aquí juntos, en este antro cutre de Duke Street. Sólo que hoy Busby no ha venido; estará echándose un casquete con la vieja, supongo…

El vejestorio está solo; chaquetón de trabajo, unas manos como palas, cicatrices por todos lados y la mente embotada por el alcohol. Aun así, no conviene acercarse demasiado, porque lo último que pierde un viejo boxeador es la pegada. ¡Peor aún, probablemente sea lo penúltimo, después de la campana que suena en sus chaladas cabecitas en los momentos más inoportunos!

Pienso en mi viejo, en cómo me lo he imaginado siempre: moreno, con mandíbula cuadrada y una espesa mata de pelo, flanqueado por su esposa, bien conservada e impecablemente arreglada, en un área residencial de Nueva Gales del Sur o California, y me doy cuenta de que, con casi toda certeza, me he estado engañando. Es mucho más probable que sea uno de los borrachines fracasados que hay en este bar. Sin duda es por eso que la vieja le odia tanto; seguro que se lo topa a diario, haciendo eses por Junction Street hasta llegar al pie del Walk; a lo mejor hasta intenta sablearle unas libras. Quizá sólo intenta ahorrarme una desilusión tremenda, y mi padre es un hombre que, una vez que le quitas la bebida y los cigarrillos, no es más que un cero a la izquierda.

Hablan de prohibir el tabaco en los pubs. Como prohiban fumar en este puto garito, ya puedes pegarle fuego al salir, porque si no lo haces tú ten claro que lo hará el dueño para cobrar el seguro, ya que ni dios volverá a poner los pies aquí. Lo que define a este lugar, más que el whisky o la cerveza, es el tabaco, de las paredes manchadas de nicotina a la tos tuberculosa, áspera y bronca, de los parroquianos. No es que en este momento haya muchos, sólo dos viejos capullos desdentados y renqueantes que juegan al dominó en un rincón, y el viejo boxeador y yo en la barra.

«¿Qué tal?», me gruñe. Sí, se llama Sammy.

Paz, hermano. «No me va mal, campeón. ¿Y tú?».

La vieja esperanza blanca se encoge de hombros con un gesto que hay-que-ver, mientras yo pienso: «Vaya, ¿así de mal, eh?». Pero le invito a una pinta. Hay que ayudar a los ancianos, coño. Olvidémonos de los problemas con la tarjeta de crédito, un asalariado tiene que cumplir con ciertas obligaciones. Acepta, pero con la mínima elegancia posible. Luego me mira fijamente, mientras intenta enfocar. «Bev Skinner, la peluquera. Tú eres su chico, ¿no?».

«Sí».

«Los Skinner…, ya me acuerdo… Tennant Street, hace ya mucho… Jimmy Skinner…, ése sería tu abuelo… de parte de madre… ¿Tu padre era cocinero, no?».

Me estremezco interiormente y miro al vejestorio a los ojos. «¿Qué?».

Ahora me mira con prevención, consciente de haber dicho algo que no debía. Ya he oído esta mierda otras veces. Recuerdo que mi antigua vecina, la señora Bryson, antes de volverse totalmente majareta, solía decirme que mi viejo era cocinero. Lo achaqué a la demencia. Se lo pregunté tanto a Trina como a Val, pero la vieja les había hecho jurar silencio y negaron saber nada. Aunque el vejete este tiene algo que decir. «Tu viejo. ¿No era cocinero?», repite con cautela.

«¿Lo conociste?».

Algún recuerdo le pasa por la cabeza mientras los ojos se van concertando como los símbolos de una máquina tragaperras. Pero ahora mismo no le toca repartir el gordo, porque el amigo Sammy se pone furtivo perdido, de eso no hay duda. «Puede que estuviera pensando en otra persona».

«¿En quién pensabas, entonces?», le pregunto en tono desafiante.

El viejo capullo enarca las cejas y veo reaparecer al matón al que había dado por desaparecido hacía tiempo. «En alguien que no conoces».

Veo venir cómo puede acabar esto, así que apuro mi copa. Ni de coña voy a partirme la boca con un puretón en un cagadero como éste. Ganes, pierdas o empates, el único resultado real sería la humillación de haber sido lo bastante bobo como para tomar parte. «Vale, pues nos vemos», le digo al viejales, y noto que sus ojos no se despegan de mi nuca hasta que salgo por la puerta y me meto bajo la lluvia al pie de Leith Walk.

Me detengo en un par de bares, echándome al coleto seis pintas de Guinness y tres Jack Daniels dobles a toda velocidad, cuya carga alcohólica me golpea con una contundencia espantosa. Cuando llego al piso me encuentro a Kay llorando, diciendo no sé qué acerca de bailar, de su carrera, de sus ambiciones, de que si no las respeto y no significan nada para mí, dicho lo cual se marcha. Todo ello como un rumor sordo y como si estuviera en un accidente de automóvil; quiero hablar pero ella me mira sin verme y yo todo lo veo a través de una bruma alcohólica. No estamos ni remotamente unidos el uno al otro, ni siquiera en el momento en que damos tumbos a dúo entre las ruinas de nuestras respectivas vidas.

Ella sólo quería bailar…

No noté su presencia, pero su ausencia la noté que te cagas. No puedo quedarme aquí solo; salgo y voy calle abajo, pasando delante del antro de Duke Street y asomándome a echar un vistazo, donde ahora veo al grandullón bamboleándose entre una brisa inexistente, ahora Busby está ahí, acurrucado sobre la barra, con semblante de amarga desaprobación.

Me dan ganas de entrar ahí y…

Tira por esa puta calle…

Y no recuerdo haber ido caminando hasta casa de mi madre, ni que ella me abriera la puerta y yo entrase. Lo único que recuerdo es haberle dicho: «¿Conque cocinero, eh…? Mi padre era un puto cocinero…, un puto cocinero…».

Y mientras nos gritamos el uno al otro, recuerdo haberle repetido: «¡Cocinero, cocinero, cocinero…!».

Entonces vi algo en su mirada; no era ira sino algo áspero y burlón que hace que me detenga mientras ella me dice: «Sí, hijo mío, sí. Y ahora dime: ¿cuántas comidas llegó a prepararte?».

Me marcho, furioso y decidido a no volver a hablarle a esa vieja puta malvada y testaruda nunca más hasta que me diga la puta verdad…

Luego, cuando llego a casa y subo las escaleras hasta el piso, lo veo en la repisa de la chimenea, y me quedo helado de espanto.

El anillo. El anillo que le regalé a Kay.

No estoy preparado para esto. ¿Se puede estar preparado alguna vez para algo así?

Mi padre, mi pobre papi. Jamás le hizo daño a nadie; qué bueno era. ¿Por qué tuvo que pasarle esto? ¿Por qué? Pero ahora de lo que se trata es de la intensidad y magnitud pura y simple del dolor de mamá: me resulta tan desgarrador como la muerte de mi padre. No estaba preparado para nada, simplemente me ha caído todo encima y no he sabido sobrellevarlo. No sé qué hacer; Caz ni siquiera quiere hablar. No suelta prenda.

Mientras aguardamos el momento de entrar en la capilla, cae una llovizna pausada. Miro a mi alrededor y veo que no hay casi nadie. Mi padre fue un hombre de familia y su familia era muy reducida. No tenía parientes ancianos vivos, de manera que, salvo nosotros y algunos feligreses de la iglesia, sólo están presentes unos cuantos vecinos y antiguos compañeros de trabajo de British Rail.

Resulta muy triste; me indigna que un hombre bueno pueda morir así y ser llorado por tan poca gente, cuando en el sepelio de alguien de la catadura de esos bocazas que salen en televisión, tipo De Fretais por ejemplo, habría miles de personas llorando a moco tendido y diciendo lo grande que era. Claro que se trataría de lágrimas de cocodrilo, no de un dolor auténtico como éste, sufrimiento horrible y silencioso, parálisis desgarradora.

Los viejos amigos ferroviarios de papá dicen todos lo mismo. Que fue un hombre sobrio y decente, dotado de calor humano y afabilidad, pero muy reservado. Los hombres que trabajaron en la garita de señales de la vieja intersección de Thornton, en Fife, me hablan de una faceta de mi padre que yo desconocía, de un hombre que mataba los ratos libres leyendo y escribiendo, rellenando cuadernos con sus garabatos. Al margen de su familia, se diría que ésa fue su gran pasión. Cuando se hizo maquinista, parece que papá halló su verdadera vocación. Sentado a solas en primera línea, conduciendo el tren por la ruta de West Highland.

Uno de los mandamases de alto rango de British Rail, un tal señor Garriock, se acerca y nos dice a mamá y a mí: «Ya no quedan hombres como Keith. Podéis estar todos muy orgullosos». Parece genuinamente conmovido.

La ceremonia es muy agradable. Dije que no lloraría pero no logro evitarlo cuando el señor Godfrey, el sacerdote, habla de mi padre, al que había llegado a conocer bien a través de las actividades de la parroquia, de lo buena persona que era y de las cosas que hacía por los jubilados de la misma.

Aguardo en la puerta de la iglesia para estrechar la mano a los dolientes. Ian me da la mano pero no viene a la recepción. Me mira de forma bastante rara pero supongo que el dolor es lo que tiene, los demás no saben por dónde cogerte. Este viento cortante e intenso me está entumeciendo la cabeza, como cuando se tiene un dolor de muelas provocado por comer demasiados helados, y me siento aliviado cuando nos metemos en el coche y vamos a la recepción en el hotel de Ferry Road.

El ágape no está muy concurrido; las previsiones de mamá acerca de la cantidad de whisky, jerez, salchichas envueltas en hojaldre, bocadillos de huevo duro y berros, té y pasteles que iban a hacer falta resultan ser, a posteriori, un poco optimistas. Con todo, dijo que podía llevar cualquier cosa que sobrase al club parroquial de los jubilados. Uno de nuestros vecinos, Phil Stewart, levanta su vaso de whisky y brinda: «Por los amigos ausentes».

Algunos de los ferroviarios se suman con entusiasmo; mamá sonríe nerviosamente, dejando a un lado su taza de té y cogiendo un vaso de whisky que no tiene intención alguna de beberse. Papá lo habría comprendido; él no era bebedor.

Yo levanto mi vaso de zumo de naranja. Si hubiera hecho tal cosa en otra ocasión es probable que los ferroviarios hubiesen manifestado su desaprobación, pero lo más seguro es que esten pensando: «De tal palo, tal astilla». Me estremezco de vergüenza cuando veo a Caroline coger un vaso de whisky y echárselo de golpe al coleto, antes de coger otro inmediatamente.

Pero qué demonios está…

Ya tenía el estómago revuelto y eso no hace más que empeorar las cosas. Me voy a los servicios y me siento en una de las tazas. Estoy estreñido y me entran retortijones. Evacuar me supone un esfuerzo terrible. Ken Radden, del club de los Hyp Hykers, siempre dice que hacer de vientre es importante para la salud.

Pienso en los dos otros polluelos que salieron anoche del cascarón en Harvest Moon. Es estupendo que haya un videojuego constructivo, en lugar de andar siempre disparando y destruyendo a todas horas. La gente de Rockstar North, aquí y en Dundee, que fabrican juegos como Grand Theft Auto, tiene mucho talento pero fabrican unos juegos muy destructivos. Y Game Informer le otorgó un 10. ¿Por qué tienen que malgastar de esa forma su talento? ¿Cómo pueden vivir consigo mismos? Si yo tuviera los conocimientos para ello, diseñaría juegos como Harvest Moon. Sólo los japoneses podrían haber inventado algo así; allí son distintos. Me encantaría visitar Japón algún día. Algunas de las chicas son guapísimas y dicen que son muy agradables, muy limpias y que son buenas esposas. Y se supone que les gustan los occidentales.

¡Ése es mi problema, encontrar esposa! Ahora ya he descartado a Celia, pero todavía quedan Ann, Muffy, Karen y Elli.

Muffy…

Desde el interior de la cabina oigo entrar a dos hombres que empiezan a orinar en la letrina. Su pis resuena sobre el acero inoxidable.

«Dura batalla la del amigo».

«Sí. Una pena ver a la familia tan afectada».

«La rubita esa es la hija de Keith».

«Ya, vaya muñequita».

«Y cómo le atizaba a los chupitos».

«¡Ahora mismo le atizaba yo con una cosa que yo me sé!».

«¡Eh, tú, compórtate! ¡Recuerda dónde estás!».

«Sólo era un decir…».

«¡Que te conozco, Romeo! ¡Métete con alguien de tu edad!».

Las asquerosas carcajadas de ese par de hombres odiosos me producen escalofríos. Me quedo sentado en la taza, atenazado por una sensación de cólera, náuseas e impotencia. ¡No es posible que hombres semejantes fueran amigos de mi padre! Pero hay tantos como ellos, y están en todas partes. Escoria de los bajos fondos, como McGrillen, el del colegio. Sucios cerdos como Danny Skinner, y encima sale con esa preciosidad de chica. Y a Shannon también le gusta, se nota. ¡Alguien dijo que hasta se estuvieron dando el lote durante la fiesta de Navidad, pero eso es una chorrada y nada más! ¿Cómo podrían…, cómo podrían ser tan tontas las chicas…? Si supieran cómo soy de verdad, querrían estar conmigo…, lo sé…