La resaca de Año Nuevo en Edimburgo trajo consigo un cielo urbano negruzco y lleno de humo, el cual pendía sobre la cabeza de sus habitantes como una carga de ladrillos retenida de forma precaria por una red de aspecto muy endeble. Los ciudadanos levantaban con frecuencia la vista, ansiosos, esperando que vertiese sobre ellos su contenido. Y, no obstante, la mayoría de los muchachos y muchachas del «burgo» seguía yendo afanosamente de aquí para allá: habían procesado sus resacas y aún no habían quebrado sus promesas; disfrutaban de la ola de optimismo que acarrea siempre un año nuevo.
Una excepción era la representada por un Danny Skinner de cabeza espesa y boca seca, quien se encontraba redactando un informe lo suficientemente cerca de un optimista Brian Kibby, ya repuesto de su humillación a manos de Foy, para poder oírle. Kibby le estaba narrando a Shannon McDowall sus más recientes aventuras. «Este fin de semana —dijo Kibby con su acostumbrado y agudo sonido nasal, casi afeminado— fuimos a Glenshee», explicó mientras Shannon asentía con gesto indulgente, sorbiendo café solo en su taza de los Pet Shop Boys.
Un alma menos candida habría sospechado quizá que Shannon se aburría y que se limitaba a seguirle la corriente, pero el hecho de estar coladito por ella anulaba un tanto el radar de Kibby. Shannon, los videojuegos —Harvest Moon sobre todo—, el ferrocarril en miniatura y los Hyp Hykers se habían convertido en las principales fuentes de alivio de su atormentada existencia, ensombrecida por la enfermedad de su padre y las tensiones familiares. Shannon y una Hyp Hyker en concreto. «… y estuvimos un montón de gente. Yo, Kenny, el que lleva el club, un tío muy divertido pero bastante loco», se rió Brian Kibby, «y Gerald, que se esfuerza mucho por seguir el ritmo de los demás», dicho lo cual hizo una mueca con gesto un tanto indulgente, «pero al que llamamos tortuguita, y también está Lucy…». Kibby estaba a punto de explayarse acerca del principal objeto de su deseo cuando fue interrumpido de forma muy seca.
«Oye, Brian, a esas excursiones campestres que haces», procedió Skinner con el estilo de un fiscal, como le había enseñado el ejemplo de Foy, «¿no acudirá por casualidad alguna fémina follable?».
La única intención de Skinner había sido suscitar el sonrojo de Kibby, y éste no le defraudó. Shannon entornó los ojos y chasqueó la lengua, ocupándose de nuevo con sus papeleos.
«Van algunas chicas, sí», empezó a decir Brian Kibby de forma vacilante, mirando al mismo tiempo a Shannon, que le hacía caso omiso mientras inclinaba la cabeza sobre sus papeles.
«Seguro que se darán de bofetadas por ir», le interrumpió Skinner.
Kibby tartamudeó, sintiendo que ya había traicionado a Lucy de una forma imprecisa pero profunda. «Eh…, yo no…, no pienses que…».
Skinner adoptó una mueca de severidad. Desde la perspectiva de Kibby, su rostro parecía haber adquirido un tono sobrenatural. «Seguro que tiene que haber más de una que esté buenísima, ¿a que sí?».
Shannon McDowall miró primero a Kibby y luego a Skinner. La mirada era de desdén. Skinner la captó e hizo un gesto de apelación.
«Hay algunas chavalas majas, sí», dijo Brian Kibby, con bastante firmeza. De resultas, al instante y durante unos segundos preciosos, creyó haber recobrado la autoridad moral.
Skinner adoptó una expresión de glacial seriedad: «¿Te has tirado a alguna?».
Brian Kibby volvió la cara con gesto asqueado, pero Skinner se percató de que el intento de aparentar madurez era una cortina de humo para encubrir su humillación virginal. Shannon McDowall chasqueó la lengua, sacudió la cabeza, se levantó y fue hacia la hilera de archivadores. Colin McGhee sonrió y enarcó las cejas, ofreciéndole de forma tácita a Skinner el público que necesitaba después de que Shannon se marchara.
«¿A qué viene tanta timidez, Bri?», dijo Skinner con total naturalidad. «Se trata de una pregunta sencilla: ¿te has tirado a alguna de las tías del club de senderismo ese en el que estás?».
«¡A ti qué te importa!», le espetó Kibby, largándose en dirección a los servicios y pasando por delante de Shannon, que volvió a tomar asiento delante de su escritorio.
Skinner se volvió hacia Shannon McDowall: «¡Parece que he puesto el dedo en la llaga!».
«No seas tan horrible, Danny», dijo Shannon. Brian Kibby era un poco plasta, pero era buena gente, sólo que un poco inocentón.
Skinner le guiñó el ojo de forma sugerente, lo que suscitó en Shannon una incipiente punzada de deseo de la que se arrepintió. Aquel morreo alcoholizado en la fiesta del Departamento de la Vivienda había sido una de esas cosas que pasan, una tontería que ninguno de los dos había vuelto a mencionar, pero que no obstante recordaba cada vez que él la miraba de una determinada manera. Skinner también lo sentía así, y era algo que le avergonzaba. Qué estúpido había sido. Quería a Kay, pese a que las cosas entre ambos seguían bastante tensas a raíz de su comportamiento durante las navidades. Kibby, no obstante, no tenía a nadie, reflexionó Skinner con una mezcla de conmiseración y malévolo regocijo. «No hay estigma alguno en ser virgen a los veintiún años. Para la mayoría de la gente», sostuvo presuntuosamente.
El acoso al que Skinner sometía a Brian Kibby en la oficina era más que despiadado, aunque su artífice lo presentaba hábilmente como una simple sucesión de alegres tomaduras de pelo basadas en una amistad genuina, si bien descaradamente condescendiente, antes que en una malicia verdadera. Sin embargo, en la universidad popular local, durante las horas de formación que tenían asignadas para sacarse la titulación de inspectores medioambientales, dio rienda suelta a su malevolencia. Rodeado por muchos de sus pares, el extravagante Danny Skinner se mostró implacable: interrumpía, insultaba y humillaba a un Brian Kibby cohibido y negado para el trato social siempre que podía. La cosa llegó a tal extremo que en determinados lugares —en particular el comedor universitario durante las pausas para comer y tomar café— Kibby tenía literalmente miedo a abrir la boca, no fuera a atraer sobre sí la atención de Skinner. Los demás estudiantes se convirtieron o bien en cómplices entusiastas o en títeres involuntarios, pero la mayoría se contentaba con contemporizar antes que enfrentarse a la áspera lengua de Danny Skinner.
Aquella lengua, sin embargo, también tenía un lado efusivo, que Kibby envidiaba casi tanto como detestaba su faceta más brutal. Skinner rara vez ahorraba a las trabajadoras del ayuntamiento —o, con mayor frecuencia aún, a las estudiantes Universitarias— sus atenciones verbales. A menudo parecía que Danny Skinner fuera incapaz de dejar que una muchacha pasase a su lado sin prodigarle una sonrisa, un guiño o un comentario.
La aversión que Skinner experimentaba hacia Brian Kibby, tan profunda que con frecuencia le había horrorizado y consternado, fue creciendo sin cesar durante los pocos meses transcurridos desde que se conocieron. Había llegado a un punto en el que dio por sentado que se había desarrollado hasta un umbral insuperable. Pero un solo incidente llevaría aquella animadversión a cotas aún más elevadas.
El anillo de compromiso destinado a Kay Ballantine llevaba tiempo quemándole a Danny Skinner en los bolsillos. Era un sábado frío y un vendaval cortante barría la ciudad desde el Mar del Norte, pese a que ésta, con todo, estuviese animada por el bullicio de los compradores, que habían salido a aprovechar las rebajas de enero.
«¿Por qué no damos un paseíto por los jardines?», le sugirió Skinner a su novia. Mientras descendían por las escaleras situadas junto al reloj de flores, ahora desprovisto de ellas por ser invierno, el latido de un bajo retumbó en el aire. Al parecer, algo se cocía en el quiosco de música Ross. Escucharon cómo una voz temblorosa adquiría volumen paulatinamente y vieron a algunos grupos de gente recién aseada, y vestida con ropa vaquera, de lo que dedujeron que tocaba alguna banda de gospel rock.
«Vamos a ver», sugirió Kay.
«No, sentémonos aquí un rato», dijo Skinner, indicando un banco vacío.
«Hace demasiado frío para quedarnos aquí sentados, Danny», protestó Kay, pataleando y sacándose de los ojos unos mechones de cabello alborotados por el viento.
«Sólo será un minuto, hay algo que tengo que decirte», le rogó él.
Intrigada, Kay le siguió, y se sentaron en el banco. Skinner la miró con ojos tristes. «Me he comportado como un imbécil, como un gilipollas total. Durante las navidades…».
«Mira, ya hemos pasado por esto, no quiero volver a hablar de ello», dijo Kay, sacudiendo la cabeza. «Olvidémoslo. Es sábado y…».
«Cielo, por favor, escúchame un segundo», insistió él mientras sacaba una cajita del bolsillo. «Te quiero, Kay. Quiero estar contigo para siempre».
Ella emitió un gritito de asombro cuando él la abrió y captó el destello del anillo de diamantes.
Skinner se levantó del banco y se arrodilló ante ella. «Kay, quiero casarme contigo. ¿Querrás casarte tú conmigo?».
Kay Ballantine estaba atónita. Había llegado a creer que él estaba aburrido de ella y quería poner fin a la relación, y que ése era el motivo de tanta bebida. «Danny…, no sé qué decir…».
Skinner la miró, nervioso. Por fortuna, aquélla era una de las respuestas que había tenido en cuenta en el transcurso de sus miles de ensayos. «Con un sí me valdría».
«¡Sí! ¡Claro que sí!», gritó Kay de alegría, inclinándose para besarle en la boca mientras él le colocaba el anillo en el dedo.
Brian Kibby, que había salido a dar una vuelta por Princes Street con Ian Buchan, iba luciendo su gorra de béisbol favorita. Una violenta ráfaga de viento se la arrancó súbitamente de la cabeza, tranportándola más allá de la verja y al interior de los jardines. «¡Mi gorra!», exclamó Kibby, que salió en pos de ella, atravesando varias cancelas hasta llegar a una cuesta adoquinada.
Al principio no la vio, pero luego se dio cuenta de que había ido a parar bajo uno de los bancos situados al pie de la colina, donde estaba sentada, sola, una muchacha ataviada con una chaqueta blanca. Brian Kibby se aproximó lentamente por detrás y se agachó para recoger la gorra. Al hacerlo, se llevó la sorpresa de encontrarse mirando fijamente, para incredulidad de ambos, entre las tablas del banco, directamente a los ojos de un genuflexo Danny Skinner.
Al toparse prácticamente de narices el uno con el otro, los dos se quedaron pasmados. Transcurrió un gélido instante de suplicio antes de que Kibby hablase. «Eh, hola, Danny», dijo en voz baja. «El viento se me ha llevado la gorra», explicó insulsamente mientras Kay se volvía. Kibby trató de no fijarse en que Skinner estaba arrodillado delante de una muchacha de una belleza asombrosa. Esta lucía un gorro peludo con orejeras y una chaqueta de cuero blanco con flecos de piel. Su naricita, como la de un elfo, temblaba de frío y sus ojos se abrieron, como para compensar el entornamiento de los de Danny Skinner, quien, ridículamente, fingió no ver a Brian Kibby. El juego terminó cuando Kay le empujó suavemente y señaló a su colega, quien ya se había puesto de pie, con la gorra de la discordia apretada contra el pecho.
«Ah, hola, Brian…», dijo Skinner con el mínimo de urbanidad posible.
Kay se levantó y juntó las yemas de los dedos, lo que obligó a Skinner a ponerse en pie. Inclinando a un lado la cabeza, Kay le dedicó una sonrisa entusiasta y alentadora, antes de volverse de nuevo hacia Kibby, quien quedó maravillado ante aquella deslumbrante sonrisa y aquel lustroso cabello negro, que ondeó brevemente al viento antes de caerle en cascada sobre los hombros al quitarse el gorro y las orejeras.
Pese a sentir que las palabras se le atascaban en la garganta, Skinner logró carraspear: «Eh, éste es Brian. Trabaja conmigo en el ayuntamiento». Tras lo cual, se apresuró a añadir: «Ésta es Kay».
Kay le sonrió de oreja a oreja; Kibby estuvo a punto de desmayarse.
Es preciosa, está con Skinner, y probablemente estén enamorados. No hay justicia en el mundo…, una chica como ella, saliendo con alguien de esa calaña…, tiene unos dientes tan blancos, una piel tan suave, un cabello tan hermoso…
«Hola, Brian», dijo Kay, saludando con un gesto de la cabeza a su amigo Ian, que acababa de aparecer a su lado. Acto seguido, codeó ligeramente a Skinner, que a Kibby se le antojó casi mareado de asco y de tensión, antes de proferir: «¡No puedo remediarlo, Danny, tengo que contárselo al mundo entero!».
Skinner apretó los dientes, pero Kay no se dio cuenta. Extendió la mano para mostrarle el anillo a Kibby: el anillo de diamantes con el que hacía apenas unos segundos le había obsequiado Danny en aquel exquisito instante de intimidad que para él acababa de quedar completamente arruinado.
¡Él! ¡Este puto feto lameculos con patas es la primera persona en enterarse de lo nuestro, el primero en enterarse de mi puto compromiso matrimonial! Me ha pillado de rodillas, joder…, y el capullo que le acompaña…
«¡Acabamos de prometernos!», canturreó Kay, mientras la música gospel alcanzaba nuevas cotas de intensidad.
Skinner echó una despectiva mirada de soslayo al amigo de Brian Kibby. Lo único que vio fue un par de orejas prominentes y una nuez saliente.
¡Otro puto teleñeco!
Al ser testigo de la furia silenciosa de Danny Skinner, Brian Kibby se dio cuenta de que se había inmiscuido inadvertidamente en un momento muy hermoso, de una calidad que nunca había experimentado en persona, pero que había presenciado con envidia en los enamorados que le rodeaban, y la mirada glacial y psicótica de Skinner le hizo presentir, de modo inapelable, que pagaría cara aquella transgresión. «Enhorabuena», dijo Kibby tan afectuosamente como pudo, tratando al mismo tiempo de congraciarse con Kay y de implorar una clemencia solapadamente a su enemigo. Ian hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, sonriendo torpemente, a la vez que Skinner decía algo así como «Grrrr», casi asfixiado de rabia contenida.
Es el primer cabrón en enterarse…
¡Lo más hermoso e importante que me sucede en la vida, y el primero en enterarse es él!
Kibby.
Y mientras se marchaban se estremeció, puesto en evidencia por la buena voluntad de Kay, por su sentimiento de comunión con el universo, mientras ella miraba el brillante que llevaba en el dedo y decía: «Parece un chico majo».
Skinner se fijó en Kibby, mientras su compañero de trabajo subía por el sendero adoquinado que conducía a Princes Street con la gorra en las manos, aferrado temerosamente a ella entre el viento.
Te mato, cabrón.
Skinner no dijo palabra. Cuando ella, ensanchando los ojos, le indujo a que hablase, le espetó con desenfrenada repugnancia: «Sí, no es mal tipo». Y en los ojos de Kay vio que ella había notado algo en él; algo feo de lo que no había tenido constancia hasta ese momento, ni siquiera en sus momentos más egoístas y alcoholizados, y que la presencia de Kibby le había hecho exteriorizar. Tratando de recobrar el control de sus emociones y de la situación, sugirió que fueran a Rose Street a echar un trago para celebrar su compromiso.
Una copa dio paso a varias, para Kay más que de sobra; era evidente, sin embargo, que Skinner no estaba por la labor de moverse. Ahora le tocaba a Kay tratar de recuperar el dominio de una parte de su vida, y comenzó a hablar de sus planes de futuro, de dónde vivirían y demás, y muy pronto estuvo decorando su hogar imaginario.
Aunque trató de sobrellevarlo con afabilidad, Skinner se irritó, como por lo general era el caso, cuando ella empezó a hablar de tener niños. Para él representaban la esclavitud suprema, el final de su vida social. Pero existía una preocupación más honda; antes de plantearse siquiera llegar a serlo él mismo, deseaba desesperadamente conocer a su propio padre. Empezaron a discutir, y Kay estuvo a punto de romper a llorar al ver que su día especial iba a quedar anegado por un mar de cerveza y Jack Daniels. «¿Por qué tienes que beber de esa forma?», le suplicó. «Tu madre no es así. Tu padre tam…, bueno, no sé. ¿Lo era?».
Skinner sintió que algo frío cerraba sus fauces sobre él, como si un gran insecto estuviese aplastándole el torso entre sus mandíbulas. Simplemente no lo sabía. «No», dijo, profundamente avergonzado de ignorar aquel dato, «por lo visto era abstemio, no bebía ni gota», se atrevió a decir, inventándoselo de cabo a rabo. Ahora su rabia había cambiado de rumbo, dirigiéndose contra su madre. Hijo sin padre de una hija única, Beverly y él sólo se tenían el uno al otro, y no obstante, su madre se negaba a contarle nada acerca de sus orígenes. Tenía todas las cartas en la mano, y cada vez que le había insistido, ella se había mantenido en sus trece.
Joder. ¿Es demasiado pedir? ¿Acaso es un puto violador, un pederasta o algo por el estilo? ¿Qué cojones le ha hecho?
«Pues entonces», argumentó Kay, mirando el vaso de Skinner.
Beverly le había contado que su propio padre, a quien Skinner sólo conoció cuando era muy pequeño, antes de que muriera de una apoplejía, había sido bastante aficionado a la bebida. «Mi abuelo era alcohólico», dijo a la defensiva, «la cosa se limitó a saltarse una generación».
Kay se quedó boquiabierta y sin resuello: «¡Dios mío, no puedo creerlo, te estás jactando!».
«Me gustaría poder conocer a mi padre», dijo de repente Skinner con gran tristeza. Sus palabras le asombraron a él tanto como a Kay. Dejando aparte a su madre, jamás le había dicho aquello a nadie antes.
Ella le apretó la mano y, apartándose el pelo de la cara, se arrimó más a él. «¿Alguna vez te dijo tu madre quién era?».
«Solía decirme en broma que era Joe Strummer, de los Clash», dijo Skinner riéndose de forma lastimera. «Tiene un elepé autografiado por él, es su bien más preciado. Me acuerdo de que en el colegio me zurraban por decirle a todo el mundo que mi padre era uno de los Clash», dijo, sonriendo al evocar aquel recuerdo doloroso. «Luego me dijo que era Billy Idol, Jean Jacques Burnel, Dave Vanian…, cualquier punk que hubiese tocado alguna vez en Edimburgo o Glasgow. La cosa llegó a tal punto que solía hojear todas las revistas musicales viejas para ver si encontraba alguna semejanza. Pero eso fue cuando era joven, y ella sólo me estaba tomando el pelo. De niño llegué a obsesionarme tanto que empecé a fijarme en cualquier tipo mayor que me sonriera por la calle, preguntándome si sería él. Es un milagro que no acabara secuestrándome algún pederasta», dijo con tristeza. «Ahora se niega en redondo a hablar de él». Skinner alzó su vaso y echó un gran trago. Kay se fijó en el movimiento ascendente y descendente del cartílago de su tiroides al ingerir el alcohol. «Cada pocos años yo se lo vuelvo a preguntar, ella se sale de sus casillas y tenemos otra gran bronca».
Kay volvió a apartarse el pelo de la cara con gesto nervioso, echó un vistazo a su copa y decidió que no iba a terminarla.
«Tiene que tenerle un asco tremendo».
«Pero no se puede odiar a alguien de esa forma, es irracional…». Skinner se detuvo en seco, pues la imagen del rostro de Kibby, como grabada a fuego, apareció en su cabeza, con aquellos ojos virginales de camello. «Quiero decir, después de transcurrido tanto tiempo», farfulló, incómodo.
Es cierto, odio a Kibby. Soy igualito que ella ¿Por qué él? ¿Qué es lo que me ha hecho?
Ojalá Kibby desapareciera, saliera de mi puta vida, regresara a Fife o algo por el estilo.
Las paredes estaban pintadas de color amarillo chillón. De los ventanales colgaban unas cortinas de color azul celeste. Pero la sobria decoración de la pequeña habitación era incapaz de disminuir la preponderancia de la cama de hospital. En la pared que presidía la cama había una televisión apoyada en una repisa con brazo extensible. El único elemento adicional de mobiliario era un armario con ruedas, dos sillas y una pequeña pila del lado de la pared que estaba al pie de la cama.
Keith Kibby, postrado en la cama, cada vez más débil, sentía que la vida se le escapaba de forma lenta y constante, como el aire de un neumático pinchado. El gotero vertía gota a gota la solución salina dentro de su brazo atrofiado, y cada una de éstas era para él como el tictac casi silencioso de un reloj; fuera, los árboles eran unos palos pelados y secos. Como su brazo, pensó, aunque a diferencia de éste, la primavera volvería a insuflarles vida. El último verano había sido bueno, recordó Keith entre la bruma desorientadora de la medicación, y después, como necesitado de confirmación, resolló para sí mismo: «Un buen verano…». Pero aquello no hizo sino precipitar un fogonazo descarnado y amargo de lucidez, y giró la cabeza hacia el techo mientras lanzaba una acusación: «Y sólo me han permitido ver a cuarenta y nueve de esos hijos de puta…».
Francesca Ryan, una de las enfermeras de guardia, entró en la habitación de Keith para tomarle el pulso y comprobar su presión sanguínea. Mientras ella ponía manos a la obra y enrollaba el velero alrededor de su raquítico brazo, Keith escrutó el vello facial que tenía bajo el labio. Una pequeña chispa se avivó en su interior, y pensó que si se lo depilara aquella chica no tendría mal aspecto.
Electrólisis. Eso y unos kilos menos. Entonces sería una buena moza.
Ryan apenas podía aguardar el momento de alejarse de Keith Kibby. No era su enfermedad lo que le causaba aprensión; estaba acostumbrada a la inminencia de la muerte. Tenía algo, desprendía un tufillo de ansiedad que la trastocaba. Prefería al viejo Davie Rodgers, el de al lado, pese a que éste le tomara el pelo por ser natural de Limerick, en Irlanda. «¡Si quieren evitar una masacre no dejen entrar a esta chica en el quirófano! ¡Hay mucho cuchillo suelto por ahí!»[4].
El viejo Davie sería un plasta, pero con él, pensaba ella, lo que se veía era lo que había. Cuando le daba la espalda a Keith Kibby sentía que éste la miraba.
Así que Francesca se sintió complacida cuando se presentaron la mujer, el hijo y la hija del señor Kibby. Parecían una familia muy unida, que le quería de veras y que estaba absolutamente destrozada por su enfermedad. Ella no le consideraba digno de amor en lo más mínimo, pero en fin, el mundo es muy raro.
Observó a la hija adolescente besar a su padre en la frente. Francesca había oído que era estudiante de primer año en la Universidad de Edimburgo, y que cursaba la carrera de Lengua y Literatura Inglesas. A veces asistía a fiestas organizadas por el sindicato de estudiantes; se fijó en ella para ver si ubicaba a la chica de los Kibby, pero su cara, convencionalmente bonita, no le sonaba de nada. Caroline vio a la enfermera mirándola y le dedicó una sonrisa un tanto tensa. Ligeramente aturullada, la enfermera Ryan se marchó del pabellón.
Caroline había estado sopesando la posibilidad de asistir a una velada en Teviot Row, un baile organizado por una de las sociedades, donde iba a pinchar un conocido DJ local. Pero al percatarse del rostro agotado de su padre le entraron ganas de llorar. Sólo al ver que las lágrimas se acumulaban en los ojos de su madre se sintió investida, de un modo furioso y perverso, de la fuerza necesaria para reprimir las suyas.
No soy como ella. Permaneceré incólume.
Notó que su hermano guardaba silencio, pero ahuecando una mejilla, tic nervioso que le resultaba familiar. Entonces comenzó a decirle unas palabras a su padre, algo así como: «Cuando salgas de aquí, iremos a…».
Pero Brian Kibby nunca llegó a terminar la frase, ya que en ese mismo instante su padre fue presa de un tremendo ataque. Los Kibby solicitaron a voz en grito la presencia del personal médico, el cual respondió sin demora, sobre todo Francesca Ryan en particular, aunque no pudieron hacer nada: Keith Kibby se precipitó en convulsiones ahí mismo, ante las narices de todos ellos. En su agonía, pugnó desesperadamente por aferrarse a la vida, estremeciéndose en la cama con una fuerza casi sobrenatural, con la mirada perdida, mientras, sumidos en el tormento, los Kibby rezaban silenciosamente para que se dejase ir y abandonase este mundo en paz. Para Caroline, aquel desenlace violento y paranormal exacerbó el incalificable horror de la muerte de su padre. Había dado por supuesto que se extinguiría de la misma forma que los potenciómetros que él mismo instaló en el hogar familiar: menguando de forma lenta y casi imperceptible hasta sumirse en la oscuridad. Mientras se sacudía, sin embargo, casi podía ver la vida, como si se tratara de una fuerza ajena que impregnase la carne subyacente, desgarrando su endeble prisión para liberarse.
El tiempo pareció detenerse, y los segundos convertirse en horas, cuando Keith murió, rodeado por los brazos de todos. Brian, en particular, pareció abrazar aquella huesuda carcasa de un modo que hacía pensar que trataba de llenar cualquier grieta por la cual pudiera escapar la esencia de su padre. Cuando todo hubo terminado, fue como si Keith hubiese arrancado algo de vida a todos los Kibby presentes y se la hubiese llevado con él. Transcurrió un prolongado silencio antes de que Brian Kibby, el joven flaco de largas pestañas bovinas, abrazara a su madre y a su hermana.
Caroline olió primero el sudor de su madre, fétido e inmundo —curiosamente semejante al que despedía el cadáver de su padre—, y después la loción de afeitar que desprendía el rostro de su hermano, dulce y mordaz. Al cabo de un rato fue Brian quien habló, mientras Caroline levantaba la vista y veía rodar las lágrimas sobre la pelusilla de sus pómulos: «Ahora ya está en paz».
Joyce le miró, primero con una especie de pasmado desconcierto bovino, y luego con gesto severo e implorante. «Paz», volvió a decir Brian, estrechando a su madre con más fuerza.
«Paz», repitió Joyce, abrumada por la pérdida de conciencia que induce el dolor.
«Paz», confirmó Brian una vez más, mirando a Caroline. Ella asintió y se preguntó si acudiría o no al baile de aquella noche; después oyó a su madre recitando, con voz apagada pero con un deje extraña e inquietantemente desafiante:
El Señor es mi pastor, nada me falta;
en verdes pastos me hace reposar
donde brota agua fresca.
Al oír a su hermano sumarse a ella con «mi alma resucitará…», Caroline supo que aquella noche no iba a quedarse en casa con ellos. No lo soportaría.