Dougie Winchester me brindó un buen consejo durante mis primeras vacaciones como empleado del ayuntamiento. Me dijo que si uno era bebedor la peor época para irse de vacaciones era entre Navidad y Año Nuevo, porque de todas formas son días de cogorza colectiva y nadie sensato da un puto palo al agua. Sólo quedan los bolingas; la mayoría de la gente a la que le va el rollo familiar —que suelen ser jefes o cretinos que desaprueban la priva en el lugar de trabajo— se queda en casa, de modo que hay carta blanca para ponerse hasta el culo.
El rollo que hay hace pensar en el último día de cole, en ese presentimiento de que va a suceder algo asombroso. En aquel entonces, por alguna razón, siempre nos pasábamos el tiempo merodeando por la tienda de mi madre; yo, McKenzie, Kinghorn y Traynor, esperando sin más. Por supuesto, rara era la vez que sucedía algo digno de nota, pero la sensación de expectativa era deliciosa.
Cuando llego tambaleándome a eso de las diez y media, cocido que te cagas tras unas navidades de mierda, no me vendría mal que sucediera algo maravilloso. Me ciega el resplandor de la nieve y llevo la boca como el fondo de la jaula de un periquito. Shannon ha ido a alguna reunión pero va a ir al sarao del Departamento de la Vivienda a la hora de comer, aunque creo que necesitaré atizarme un par de birras antes de ir a ver cómo pinta aquello. Sólo pienso en privar, privar y privar. Me pregunto si Winchester andará por aquí o si Rab McKenzie estará trabajando en el centro. El único problema es que ese pequeño hijo de puta pelotillero de Kibby está aquí, trabajando como una hormiguita. ¿Qué coño hará aquí? ¡Delatar a todo hijo de vecino a Baxter o Foy, fijo!
No han encendido los fluorescentes grandes, afortunadamente, y Kibby ofrece una excelente estampa dickensiana, sentado allí solo, trabajando a la luz de la lámpara. Repentinamente inspirado, cojo una carpeta de papel manila de mi mesa y me dirijo hacia él. Al aproximarme, me sorprende ver que Kibby parece jodido; es como si estuviera a punto de romper a llorar en cualquier momento. Tomo asiento en la silla vacía que hay delante de la suya. «¿Todo bien, Brian?».
«Sí…», dice con recelo, tensándose mientras se atusa el pelo por los lados.
Entorno los ojos ante la áspera luz que emite la lámpara de su escritorio. «¿No estás de fiesta esta semana?».
«No, mi padre no se encuentra bien de salud y voy a tener que aplazar las vacaciones», dice, arrugando la nariz, supongo que a causa del aliento a cerveza rancia que desprendo.
«Mal rollo, jefe», farfullo, recostándome y pensando en la suerte que tiene el muy cabrito de tener padre, antes de adoptar unos ademanes más serios: «Escucha, Bri, la semana que viene voy a estar un par de días de fiesta, y he oído que algunos de mis informes de seguimiento te va a tocar hacerlos a ti».
Kibby asiente con la cabeza, en un gesto de aquiescencia meditabunda, y yo le pongo la carpeta delante.
«Se me ocurrió que podríamos echarles un vistazo rápido. Mis apuntes a mano son infames», le digo, doblando la muñeca y disparando una telaraña imaginaria hacia el techo. Como Kibby pone cara de no haber captado, le amplío los detalles: «Tengo una letra bastante pachucha».
«Guay», dice Kibby, de un modo que hace que me sienta como si acabara de arañar una pizarra con las uñas, mientras él se arrellana en la silla. Ojalá supiera por qué este puto mamoncete me incordia tanto.
«Es todo bastante sencillo», le explico, cogiendo la carpeta y colocándosela delante.
La abre, y echa un vistazo de roedor a los contenidos. Este pequeño retrasado todavía tiene pecas. «¿Qué me dices de éste?», pregunta, señalando Le Petit Jardin con el dedo.
«De Fretais. Esa cocina es una puta pocilga», le explico.
El cabroncete me mira con ojos perspicaces y cautelosos. Si aparece por ahí, ese gordo maricón de De Fretais probablemente tratará de petar su escuálido culito blanco. Será él quien pase una inspección: una inspección culera. Dudo que esta nenaza-lameculos tenga pelotas para plantarle cara a De Fretais, aunque sí da la impresión de ser un cabrito perversamente meticuloso. «Pero es… famoso, vaya», dice Kibby, mirándome con cara de agobio.
«Lo sé, Bri, pero hay que llamar a las cosas por su nombre. Somos unos profesionales y estamos aquí para servir al público, no a un cocinero pagado de sí mismo. En cualquier caso, sigue yendo a parar a la mesa de Foy y la última palabra acerca del procedimiento a adoptar la tiene él».
«Pero si escribo algo demasiado crítico en el informe, ahí se queda, por escrito…», gimotea Kibby como un cordero lechal. Joder, seguro que De Fretais lo saltea y lo sirve con salsa de menta.
«Por eso lo mejor es ser franco. Si algún pobre cabrón agarra una intoxicación alimentaria —lo cual es muy probable dado el estado de ese garito— y presenta una demanda —y no olvidemos que vivimos en una era de litigios— entonces los poderes establecidos querrán echar una mirada al informe del funcionario responsable. Si tu informe no está en sintonía con el mío, o bien uno de los dos es un embustero —y mi informe lo ha refrendado Aitken— o en el plazo de tres meses De Fretais ha gastado el gordo de la lotería en su cocina».
Puedo ver girar los engranajes de la cabeza de Kibby; con una lentitud exasperante, eso sí, pero girando al fin y al cabo.
«Ya te digo, Bri, casi me cago de miedo cuando eché un vistazo dentro de una enorme y asquerosa olla sopera. Casi esperaba que saliera el monstruo de la Laguna Negra. Cojo por banda a un cocinero y le suelto: “¿Y eso qué es?”. El tío me dice: “Ah, sopa de alubias”. Yo le contesto: “Ya sé que fue sopa en otro tiempo, so capullo, ¿pero ahora qué cojones es?”».
Kibby esboza una débil sonrisa a lo largo de su careto atormentado por la duda. Este cretino no capta ni siquiera el humor más ínfimo. Me levanto de la silla, y me golpeo el trasero con la carpeta. «Ponlo a salvo, Bri, ponlo a salvo», le digo antes de arrojar la carpeta sobre su mesa con un guiño, en plan colega.
Hay algo en él… Ahora me sorprendo sintiendo lástima por él, pues el pobre cabrito parece completamente perdido. Veo un ejemplar de Game Informer sobre su mesa. Lo cojo y lo hojeo. «¿Qué opinas de Psychonauts?», le pregunto. «Se supone que es bastante ingenioso. Ya sabes, no es el rollete gilipollas de siempre acerca de frustrar los planes de células terroristas y rescatar bellas princesas».
«A ése no he jugado», dice Kibby con recelo, antes de mostrarse un poco menos reservado. «Pero mi amigo Ian lo tiene. En la reseña le dan una puntuación de 8,75», dice con entusiasmo.
«Ah…, vale», respondo con cierta desazón. «Escucha…, voy a acercarme a la fiestecilla del Departamento de la Vivienda para echar un trago. Van a ir Shannon y Des Moir. ¿Te apetece venir?».
«No, voy a tratar de acabar algunas de estas inspecciones», gimotea.
Cabroncete presuntuoso. Estarán encantados de verle por los restaurantes en esta época del año.
Mientras regreso a mi escritorio para telefonear a McKenzie, me pregunta: «¿De verdad crees que debería… con De Fretais…?».
«Lo mejor es ser francos», le digo con una sonrisa de oreja a oreja, dejándome caer en la silla y levantando el auricular. «Ya sabes lo que dicen, sé fiel a ti mismo».
Mientras bajaba por la Milla Real el cielo cubierto formaba una oscura bóveda sobre las casas de piedra que tenía a ambos lados, y en los oídos de Brian Kibby resonaban los comentarios de Danny Skinner, dejando una impresión más duradera de lo que su perpetrador habría imaginado jamás.
Danny tiene razón…, no importa que sea uno de los mejores restaurantes del país ni que sea uno de sus cocineros más célebres ¡las reglas son las mismas para todos!
Todavía era por la mañana cuando llegó a Le Petit Jardín, donde estaban preparándose para la hora de la comida. Una nutrida partida de tipos trajeados se había congregado en el exterior, a medida que iba clareando el cielo oscuro.
Kibby se dio cuenta de que era un restaurante de la gama superior al ver que hacía gala de la confianza suficiente como para hacer pocas concesiones a la temporada navideña. Sólo un modesto árbol navideño colocado en un rincón delataba la época del año. Al penetrar en el interior, sobriamente iluminado y decorado con madera de caoba y magnolio, Kibby se relajó un tanto, notando cómo sus pies se hundían en la mullida alfombra marrón. El comedor estaba absolutamente inmaculado, por lo que consideró completamente inconcebible que la cocina pudiera estar en tan mal estado como había afirmado Skinner. Su período de iniciación con Foy alrededor de algunos de los restaurantes de la ciudad había confirmado lo que aprendió como inspector novato en Fife: si el comedor está excepcionalmente cuidado, la cocina suele estar llevada de acuerdo con los más altos requisitos de higiene.
Pero para toda regla había siempre una excepción.
Kibby le mostró su pase de inspector a un maître indiferente, quien hizo un mohín a la vez que le indicaba las puertas giratorias. Al atravesarlas, se le cayó el alma a los pies: se había preparado para el golpe de calor, pero no por ello dejó de encogerse físicamente. Lo primero que vio fue al propio De Fretais, apoyado ociosamente sobre una encimera. Los aromas de diversos alimentos en proceso de fritura, asado y horneado entraban y salían danzando de sus fosas nasales; su cerebro andaba a la rebatiña con los datos sensoriales, esforzándose por identificar la miríada de fragancias. El enorme cocinero observaba a una muchacha vestida con un mono, de rodillas, que estaba descargando cosas de una pila de cajas colocadas en una carretilla y colocándolas en el estante inferior.
Kibby le oía charlar con aquella voz retumbante que conocía de la televisión, y captó la presunción y la altivez que desprendían los ojos oscuros y la boca fina del maestro cocinero. Durante una fracción de segundo, percibió una familiaridad que no acababa de ubicar en la postura que había adoptado, los chistes, las palabrotas…
Brian Kibby se aproximó al obeso cocinero con un intenso aire de temor. Aquella cocina no tenía buen aspecto. A De Fretais le entusiasmó aún menos aquella intrusión y dispensó a Kibby una somera mirada de arriba abajo. «Ah, conque eres el chico nuevo del ayuntamiento. ¿Qué tal está mi viejo amigo Bob Foy?».
«Muy bien…», dijo Kibby con un hilillo de voz, volviendo a pensar tanto en la ira de Foy como en las palabras de Skinner. Pero la cocina estaba sucia y una cocina sucia era una cocina peligrosa. Regla número uno. Aquello no lo podía obviar.
Y lo cierto es que estaba muy sucia. Quizá no tanto como había dado a entender el informe de Skinner, pero había partes del suelo y algunas superficies que no sólo necesitaban una limpieza a fondo sino una reforma. Por si fuera poco, había cajas y latas de provisiones amontonadas bloqueando los accesos, las salidas de incendios estaban abiertas con cuñas y buena parte de la plantilla parecía un tanto desaliñada en lo tocante a su aspecto. El mismo De Fretais parecía sudoroso y despeinado, como si acabara de salir de la cama o hubiese venido directamente del pub.
Imagino que será cosa de la temporada navideña…, ¡pero no deja de ser un restaurante!
De Fretais era tan enorme y obeso como delgado y frágil era Kibby. Se acercó al joven hasta el punto de hacerse incómodo, haciendo valer su amedrentadora mole. «¿Del ayuntamiento, eh? Creo recordar a una inspectora de cocina bastante atractiva…, perdón, quise decir funcionaria de Sanidad y Medio Ambiente», se corrigió burlonamente el gordinflón. Kibby captó el aliento perfumado de éste cuando se fijó en los pelos negros que le asomaban de las fosas nasales. Hacía mucho calor; el cogote le ardía como si estuviera en una playa tropical. «¿Cómo se llamaba…?». De Fretais lo meditó. «Sharon…, no, Shannon. Eso es, Shannon. ¿Sigue allí la encantadora Shannon?».
«Sí», dijo Kibby, enronqueciendo de incomodidad.
«Ya no la envían aquí…, lástima. Una verdadera lástima. ¿Sale con alguien? A menudo me lo pregunto».
«No sé…», mintió Kibby, desorientado ya por la sórdida proximidad de aquel sujeto. Para Kibby, el cocinero tenía un cuerpo en forma de lágrima, como el de los payasos, y aunque intentaba mostrarse superficialmente jocoso, sólo lograba transmitir una imagen de engreimiento y malévola grandilocuencia. Sabía que Shannon tenía novio pero no tenía intención de contarle sus asuntos a nadie, y mucho menos a De Fretais.
«De todas formas, sigue con lo tuyo, aquí estamos a tu servicio», dijo con brío el maestro cocinero, «pero quizá debería decir nuestro servicio», agregó, echando una mirada a dos pinches de cocina que estaban de pie junto a un carrito, «¡PORQUE ESO ES LO QUE PARECE ESTE PUTO RETRETE! ¡CABALLEROS! ¡HAGAN EL FAVOR!».
Los dos hombres se apresuraron a ponerse en marcha mientras Kibby, repasando diligentemente su lista, tomaba nota de los cubos de basura repletos, y de las cajas de comestibles y de productos hortofrutícolas que se amontonaban en los pasillos. En la cocina hacía ahora un calor tremendo, debilitante, achicharrante, que salía de los hornos a raudales. No importaba cuántas veces lo experimentara uno, siempre le recordaba forzosamente que nada prepara a un visitante para la temperatura y el ajetreo de la atareada cocina de un restaurante. Era ese calor extremo el que hacía de trabajar en una cocina uno de los trabajos más duros que hay. Y los cuerpos, anónimos y enfundados en sus monos, desplazándose por todas partes como hormigas, gritándose instrucciones unos a otros. Los primeros pedidos ya habían llegado, pues la gran partida de fuera, procedente del vecino parlamento escocés, ya había tomado asiento para comer.
De repente Kibby sintió que unos robustos dedos le aferraban con una familiaridad casi espantosa. De Fretais había agarrado por la cintura con ambas manos al joven funcionario. Empezó a arrastrarle por rincones y pasillos en una alocada y violenta danza, mientras los cocineros reunían sus platos y los camareros pasaban para tomar nota, llevándole de un lado a otro del local con una vehemencia brutal, todo ello bajo un endeble velo de benevolencia.
Y mientras duró aquel hostigamiento, Brian Kibby trató de permanecer atento a los indicios y se esforzó por cumplir con su obligación.
Sé fiel a ti mismo.