Los días habían ido abreviándose hasta quedar reducidos a estrechas tiras de luz, exprimidas sin misericordia por la turbia oscuridad. Rara vez nevaba, pero la poca escarcha que llegaba a formarse relucía durante horas y antes de que el aguijón del frío desapareciese del aire, caía la noche.
Era el día de la comida navideña en la oficina y Brian Kibby estaba más animado. Su padre había pasado una noche relativamente apacible y parecía más alegre y espabilado que durante la visita anterior. Se disculpó por su comportamiento de la noche pasada con un aire de satisfacción, y dijo que tenía la mejor esposa e hijos que un hombre hubiera podido desear jamás.
Aquello le devolvió hasta cierto punto el optimismo a Brian. Quizá su padre se pusiera bien y recobrara fuerzas. Quizá estuviese siendo demasiado morboso. Y él tendría que mostrarse fuerte a su vez, y esforzarse más con gente como Danny Skinner, que le miraba con una expresión de hostilidad apenas velada, como si lo supiera todo acerca de él.
No me conoce. No sabe nada de mí. Le demostraré quién soy yo. ¡Soy tan enrollado como el que más! Sé de música. Escucho cosas.
De modo que Brian Kibby, esperanzado, entró en la oficina con gesto arrogante y aire juguetón, girando sus estrechas caderas al llegar a la altura del escritorio de Shannon McDowall, saludándola con un gesto de la cabeza al pasar. Ella le respondió con una sonrisa benévola. Durante todo ese tiempo, Kibby iba improvisando sonoros efectos percusivos con el aire que hacía pasar entre sus apretados labios. Danny Skinner se encontraba junto a la ventana, observando su entrada. Un percusionista oral: prueba concluyente de mediocridad, pensó, con un desprecio aplastante y feroz.
Kibby notó la mirada de Skinner sobre él. Se volvió y le despachó una débil sonrisa, correspondida con una lacónica inclinación de cabeza. «¿Qué habré hecho?», se preguntó Brian Kibby con ansiedad. Y Danny Skinner se preguntaba algo muy semejante, pues sus reacciones cada vez más hostiles ante el chico nuevo le asombraban tanto como a éste.
¿Por qué detestaré tanto a Kibby? Supongo que porque es un niño de mamá pelotillero que lamerá los culos que hagan falta con tal de subir.
Culo… qué gran palabra. Mucho mejor que posaderas. Las posaderas suenan más a algo para sentarse, en tanto que un culo tiene connotaciones indudablemente eróticas. Los yanquis tenían clase, de eso no hay duda. Algún día tengo que ir a América [3].
El culo de Kay… prieto que te cagas, pero al mismo tiempo terso. Uno no puede decir de verdad que ha vivido hasta que no ha recorrido con las manos un par de nalgas desnudas como ésas…
Tuvo una inmediata erección resacosa, que pugnaba con la tela de los calzoncillos y los pantalones. Incómodo, Skinner tomó un poco de aire, pero después vio a Foy dirigirse a su despacho, pensó en las navidades, y la erección (para alivio suyo) desapareció tan rápido como había aparecido.
Cuando llegaron en una flota de taxis al restaurante Ciro’s, en el South Side, Bob Foy se arrogó de inmediato el derecho a escoger el vino con el que iban a acompañar la comida. Pese a que se oyeron algunos murmullos en voz baja, en general, por deferencia, la plantilla parecía dispuesta a consentirle aquel capricho. Entre ésta corría el chiste de que Foy era el hombre idóneo para el puesto, pues no cabía duda de que conocía las cartas de vinos como la palma de su mano. Según se decía, eran varios los restauradores de la ciudad que presuntamente se beneficiaban de su laxitud selectiva a la hora de aplicar la normativa sanitaria, y que éstos a su vez no se hacían los remolones a la hora de mostrarle su gratitud.
Foy se arrellanó en su asiento y estudió la carta. Movía la boca con el irascible mohín de los emperadores romanos de las películas de Hollywood cuando, al presidir los Juegos del Coliseo, aún no habían decidido si lo que estaban presenciando era de su agrado o no. «Creo que un par de botellas de Cabernet Sauvignon», decidió por fin con aire satisfecho. «Este particular tinto californiano suele ser de fiar».
Aitken expresó su aprobación con una lenta y atormentada inclinación de cabeza, y McGhee hizo lo propio con el entusiasmo de un cachorro. Nadie más se movió. Siguió un silencio ensordecedor roto sólo por una única voz discrepante, la de Danny Skinner: «No estoy de acuerdo», dijo con firmeza, mientras sacudía lentamente la cabeza.
Un mutismo sepulcral se apoderó de la mesa mientras el rostro de Bob Foy enrojecía de ira y de vergüenza lenta pero inexorablemente, hasta tal punto que casi se asfixió de furor al contemplar a aquel joven advenedizo.
Lleva en mi sección unos cinco puñeteros minutos. ¡Es la primera comida laboral a la que el muy cabrito se digna asistir siquiera! ¿Quién cojones se habrá creído que es?
Recobrando la compostura, Bob Foy se esforzó por lucir una sonrisa paternal y amistosa. «Se trata de una pequeña tradición…», vacilando brevemente antes de optar por dirigirse a Skinner por su nombre de pila, «Danny, que en la comida navideña sea el cabeza de sección quien elige el vino», explicó, exhibiendo una hilera de dientes con funda mientras se alisaba con naturalidad una de las mangas de su chaqueta de tweed, sacudiéndose una inexistente miga de pan.
Aquella «tradición» había sido inventada e impuesta exclusivamente por Foy, pero cuando escudriñó todos los rostros presentes en la mesa, nadie le contradijo.
Salvo Danny Skinner. Lejos de sentirse intimidado, Skinner se encontraba en su salsa. «Me parece muy bien, Bob», dijo, imitando el mismo estilo presuntuoso que acababa de emplear Foy, «pero ésta es una velada social que no guarda relación alguna con la jerarquía en el trabajo. Corrígeme si me equivoco, pero todos hemos abonado la misma cantidad para costear la comida, de lo que se deduce que todos tendríamos que gozar de idénticos derechos. No tengo inconveniente alguno en someterme a tu magisterio en materia de vinos, pero es que yo no tomo tinto. No me gusta. Sólo bebo blanco. Es así de sencillo». Danny Skinner hizo una breve pausa, y vio que Foy estaba al borde de la apoplejía. Acto seguido, se volvió hacia el resto de los comensales y añadió con una fría sonrisa: «¡Y ni de coña voy a pagar para que otros tomen tinto mientras yo me quedo sin beber nada!».
A medida que en torno a la mesa las cejas fueron enarcándose de forma involuntariamente concertada y la gente tomaba aire con muda diplomacia, Bob Foy sintió pánico. Era la primera vez que alguien le plantaba cara de semejante forma. Skinner, además, poseía cierta reputación como imitador, y Foy acababa de vislumbrar un retrato poco halagüeño de sí mismo en la irreverente parodia de aquel joven. Dando un puñetazo sobre la mesa, elevó estridentemente el tono de voz. «De acuerdo. Entonces votemos», propuso con voz cada vez más chillona: «¿Quiénes están en desacuerdo con la opción del Cabernet Sauvignon?».
Nadie se movió.
McGhee asentía con gesto adusto, en el enjuto rostro de Aitken apareció una mueca de asco y Des Moir se dedicó a examinar su sorpresita navideña. Shannon miraba detenidamente a otro grupo de comensales, al parecer del parlamento escocés, que acababan de entrar y que estaban tomando asiento en una mesa próxima. Skinner levantó la vista hacia el techo, en un gesto de escarnio ante la cobarde aquiescencia de sus colegas. Foy entrecerró un ojo y, pagado de sí mismo, se dispuso a tomar la palabra.
Antes de que lo hiciera, una voz de pito dijo: «Yo estoy de acuerdo con Danny. Todos hemos pagado», expuso Brian Kibby, casi con un hilillo de voz y con los ojos llorosos. «No sé…, me parece que es lo justo».
«A mí el blanco me parece muy bien», adujo con voz cantarína Shannon McDowall, incorporándose al coro. «¿Por qué no pedimos un par de botellas de blanco y un par de tinto y vemos qué tal?», sugirió, mirando a Bob Foy.
Foy no les hizo el menor caso ni a ella ni a Skinner. Volviéndose con verdadera saña hacia Kibby, golpeó de nuevo la mesa con la mano y se levantó de golpe. «Haced lo que os dé la puta gana», dijo con un tono intermedio entre el canturreo y el gruñido, con una sonrisa no por deslumbrante y abierta menos incongruente. Acto seguido se marchó a los lavabos, donde arrancó el dispensador de toallas de papel de la pared.
¡EL PUTO CABRÓN DE SKINNER Y EL HIJO DE PUTA LAMECULOS DE KIBBY!
Bob Foy cogió una toalla de papel del montón que había en el suelo, la humedeció y se la puso en la nuca. Cuando se reunió de nuevo con el inquieto grupo de comensales, se habría dicho que ni siquiera vio las botellas de vino blanco que había sobre la mesa.
Kibby quedó atónito ante la violencia apenas contenida de Foy.
¿Qué he hecho? Bob Foy… Pensé que era un buen tipo. Voy a tener que ganarme de nuevo sus simpatías…
Foy no estaba nada contento con Skinner, circunstancia que aquel desplante había hecho muy poco por aliviar. Cuando se reunía con su propio jefe, John Cooper, y también cuando estaba en compañía de los miembros electos del comité del ayuntamiento, a menudo se sentía inclinado a desacreditar a aquel joven motejándolo de botarate. A partir de ahora redoblaría dichos esfuerzos.
En tanto que miembro impenitente del club de los sensualistas, hace largo tiempo que creo que el único placer capaz de rivalizar con el placer amatorio es el de la buena mesa. Los ruedos gemelos del auténtico sensualista han de ser, por extensión, el dormitorio y la cocina, y éste ha de esforzarse por alcanzar la maestría en ambos entornos. Al fin y al cabo, tanto las artes culinarias como las amatorias exigen el cultivo de la paciencia, el sentido de la oportunidad y cierto conocimiento instintivo del terreno que se pisa.
Danny Skinner arrojó lejos de sí el ejemplar de Secretos de alcoba de los grandes chefs, de Alan De Fretais. Opinaba que era una de las mayores colecciones de sandeces y de chorradas imaginables, pero lo cierto era que muchas de las recetas tenían buena pinta. Decidió probar algunas, pues tenía ganas de empezar a comer de una forma más saludable.
Ahora estaba en la cocina, tratando de prepararle a Kay un desayuno a base de fritanga. Muy pronto —mientras rascaba los huevos quemados del fondo de la sartén, rompiendo por descuido una de las yemas— hubo de lamentar que sus desayunos estuvieran diseñados más para resacas que para seducciones. Mientras los arrojaba sobre unos platos fríos en los que la grasa desprendida por las salchichas, la morcilla, el beicon y el tomate se coagulaba hasta adquirir la consistencia de una cera, notaba cómo se le obstruían los poros con la grasa animal en suspensión que saturaba el ambiente. Kay seguía en la cama, profundamente dormida, lidiando con una resaca mucho más discreta que la suya de un modo que nunca estaría a su alcance. Él era incapaz de dormirlas; no hacía sino retorcerse, sudar y no dejar de moverse hasta que no le quedaba otro remedio que levantarse.
Hacía una jornada de Nochebuena cruda pero sorprendentemente soleada; al día siguiente tenían previsto ir a celebrar la comida del día de Navidad en casa de la madre de Danny. A su madre le caía bien Kay, pero a Skinner las navidades siempre se le habían hecho cuesta arriba.
Aquel día, sin embargo, los Hibs se enfrentaban a los Rangers en el estadio de Easter Road. Sin duda habría algo de follón y, de no haberlo, resolvió ser él quien lo armase. Los ruidos que salían del dormitorio y del cuarto de baño le anunciaron que Kay se había levantado. No quedó impresionada por el desayuno que le había preparado; se instaló en un taburete de la larga y estrecha cocina de Skinner y comenzó a extender mantequilla sobre una tostada fría, preguntándose por qué él era incapaz de hacerlo mientras aún estaban calientes. Era como masticar cristales rotos. «No puedo comer esta mierda, Danny. Soy bailarina», dijo con una mueca. «No puedes vivir a base de morcilla, salchichas y beicon y esperar que te den un papel en Cats».
Skinner se encogió de hombros mientras extendía un poco de mantequilla sobre su propia tostada. «Menuda mierda los rollos esos de Andrew Lloyd Webber».
«Es mi trabajo», dijo ella entre dientes, mientras le miraba de forma harto significativa con aquellos ojos penetrantes y claros. Se había despertado de mal humor y no le hacía mucha gracia que él fuera a ir al fútbol. «Estamos en Navidad, Danny. Ve al partido si quieres, pero no vuelvas borracho si pretendes que mañana vaya contigo a casa de tu madre».
«¡Es Nochebuena, por Dios, Kay! ¡Tengo derecho a tomarme una puta copa en navidades!», dijo Skinner con voz entrecortada, suplicante y escandalizado, con los nervios a flor de piel por la resaca.
Levantando la vista con calma de la encimera, Kay hizo un esfuerzo simbólico y untó en la yema la esquina de la tostada. «Ahí está el problema, que crees que tienes derecho a tomarte una copa todos los días».
«Pues, hala, entonces ya puedes irte a casa de tu madre», saltó Skinner.
«Muy bien», dijo Kay, levantándose con rapidez y poniéndole en evidencia al acudir al dormitorio y meter sus cosas en la mochila. Skinner notó que algo se le agolpaba en el pecho, pero se lo tragó como si de un trozo de morcilla se tratase, y sólo sintió la necesidad de salir detrás de ella cuando cerró de un portazo la puerta principal. Apaciguó aquel impulso yendo a buscar una Stella helada a la nevera, aunque cogió el móvil y llamó, pero le salió el contestador. Se fijó en el desayuno que ella no se había comido, y lo tiró a la basura.
Skinner decidió llamarla más tarde, en cuanto ella se hubiese calmado y se diera cuenta de que estaba comportándose como una vacaburra picajosa. En vez de hacer eso, fue hasta la nevera y sacó otra lata de Stella Artois. Después cogió el móvil una vez más y marcó el número de Rab McKenzie.
«Roberto, ¿dónde hemos quedado, jefe?».
El partido iba a ser televisado, lo cual, sumado al ambiente festivo general, conspiró para reducir la presencia del elemento hooliganesco por ambas partes. La cuadrilla efectuó una batida por los tugurios de Tollcross en busca de seguidores de los Rangers que hubiesen venido a pasar el día echándole el ojo a las strippers, pero lo único que encontraron fueron unos borrachines de rostros fláccidos que canturreaban canciones sectarias y versiones de un viejo tema de Tina Turner. Después de zurrar con muy poco entusiasmo y por puro aburrimiento a unos cuantos fanáticos de paisano, pusieron de nuevo rumbo a Leith para ver el partido, pero al cabo de veinte minutos, Skinner, McKenzie y algunos otros se marcharon, irritados y aburridos, y regresaron al pub que habían elegido como la base de operaciones previa y posterior al partido.
En el bar, sin darse cuenta de lo que hacía, Skinner se sorprendió a sí mismo fumando un cigarrillo. Se suponía que tenía que haberlo dejado la semana anterior, pero antes de darse cuenta de lo que sucedía había encendido un B&H y le había dado dos caladas. «Capullo», maldijo, haciendo rechinar los dientes mientras en el pecho se acumulaba el áspero asco que sentía por sí mismo.
Las cervezas fueron cayendo una tras otra con una facilidad pasmosa y Skinner se sintió feliz de poder aguantar el ritmo de McKenzie. Más tarde, Gary Traynor y su adlátere más reciente, un tipo de constitución fuerte llamado Andy McGrillen —al que Skinner recordaba, con vaga hostilidad, de un encuentro de carácter negativo que tuvo lugar en su adolescencia—, sugirieron ir a un bar del centro. Skinner tenía intención de telefonear a Kay, pero por el camino hicieron efecto el alcohol y la cocaína, distorsionando su sentido del tiempo y comprimiendo las horas en bloques de quince minutos. «¿Quién es el mejor personaje de dibujos animados de todos los tiempos?», le preguntó Traynor a Skinner, pasándose la mano por su cráneo rapado.
Skinner lo pensó durante un segundo. Como no se le ocurrió nadie, se encogió de hombros.
«A mí me gustaba aquel patito tan mono que salía en Tom y Jerry», dijo McKenzie.
Skinner le echó una mirada a Traynor; ambos estaban totalmente atónitos de que el grandullón pudiera ser tan sentimental. McGrillen, que se sentía intimidado por McKenzie, mantuvo un silencio estudiado. A fin de evitar que se le escapase una sonrisita, Traynor presentó una propuesta: «Nah, un carajo, tiene que ser Sawtooth, el de los Autos Locos».
«¿Sawtooth? ¿Y ése quién coño es? No recuerdo haberle visto en Autos Locos», declaró McKenzie con expresión dubitativa.
«Eso es porque es poco conocido», explicó Traynor. «Es el compañero de Rufus Ruffcut, ¿te acuerdas? El del coche de madera con las ruedas en forma de sierra circular. Todo dios se acuerda de Pierre Nodoyuna y de Patán, de Penélope Glamour, de Pedro Bello, del profesor Locovich y de Matthew y sus Pandilleros, pero siempre se olvidan de Rufus Ruffcut y de Sawtooth».
«¡Ah, sí! Rufus Ruffcut era el leñador y Sawtooth era la ardilla que iba con él en el carro. Ahora caigo», dijo McKenzie.
«Que no, hombre, que Sawtooth no era una ardilla, joder», le dijo Traynor a la vez que sacudía la cabeza. «Era un puto castor. ¡Díselo tú, Skinner!».
«El mejor felpudo de castor americano nunca visto hasta que apareció Pamela Anderson», se rió Skinner.
Luego, mientras salían del bar, Skinner vio a McGrillen darle a un tío un empujón, lo que desembocó en una ráfaga de golpes entre ambos. McKenzie y Traynor se lanzaron a ayudarle, pero algo indujo a Skinner a mantenerse al margen y quedarse viendo cómo sus tres colegas se enfrentaban a cinco tíos. No es que necesitasen mucha ayuda, pero Skinner no estaba dispuesto a ofrecérsela; no a McGrillen, en cualquier caso.
Después se inventó una sarta de mentiras harto inverosímiles, a saber, que estaba pegándose con otro tío en la puerta, pero por la silenciosa desilusión mostrada por sus amigos se dio cuenta de que éstos sabían tan bien como él que se había rajado. Ese instante de temor, de vacilación, podía costarle a uno la credibilidad, pensó, con desprecio por sí mismo. Pero ¿por qué? Se trataba de algo más que el hecho de que la bronca la hubiese instigado McGrillen, que no le caía bien y al que no consideraba uno de ellos.
Por un instante, lo único que podía ver era a Kay, mi madre, mi empleo, mis navidades y toda mi puta vida: todo ello yéndose al traste. Dejé que me obsesionaran todos esos elementos de la vida real de los que intentamos alejarnos riñendo. Qué cojones estoy…
Cuando llegó a casa, no vio ni rastro de Kay. Skinner permaneció levantado bebiendo la mayor parte de la noche, antes de dormir malamente en el sofá. Un viaje al retrete le ayudó a orientarse, y acabó en la cama. Al despertarse completamente vestido unos quince minutos más tarde, destrozado y deshecho, trató de llamar a Kay al móvil pero volvió a saltar el contestador. Le envió un mensaje de texto, preguntándose si lo habría deletreado correctamente:
K, llámame. Danny. Besos.
Se duchó, se vistió, salió a Duke Street, y de ahí a Junction Street. «Feliz Navidad, hijo», le dijo al pasar una anciana achaparrada de cabellos blancos. La reconoció, era la señora Carruthers, que vivía en la escalera de su madre.
Aunque se sentía como un cadáver hecho al microondas, Skinner logró soltarle un cortés y elegante: «Lo mismo digo, guapa».
Al llegar al bloque de pisos donde vivía su madre, se encontró con Busby, el viejo empleado de seguros al que detestaba de todo corazón, quien salía justo en ese momento.
¡Ese tipejo de andares patizambos y sonrisa asquerosa, saliendo de la escalera de mi madre! Hay seis pisos en la planta donde vive mi madre, pero yo sé cuál ha ido a visitar Busby. ¿Qué querrá a estas horas ese pesado de mierda…?
Skinner detestaba a Busby por motivos que era incapaz de expresar. Al pensar en ello, sentado en el acogedor living/cocina de su madre, comenzó a reírse para sus adentros cuando ella sacó dos platos repletos de pavo y guarnición y los colocó sobre una mesa plegable empotrada en un hueco en la pared que había decorado especialmente para la ocasión.
Era obvio que iba bien mamada, puesto que también había puesto cubiertos para Kay. Danny Skinner se fijó en sus manos hinchadas, en sus dedos, colorados como salchichas crudas, mientras depositaba enérgicamente los platos sobre la mesa. Hasta que cumplió los cuarenta, Beverly Skinner jamás había sido una mujer corpulenta; a partir de ahí se fue hinchando hasta llegar a la obesidad. Ella le echaba la culpa a una histerectomía prematura, en tanto que Skinner culpaba a las pizzas y las cenas precocinadas que consumía. Su madre siempre decía que cocinar para uno solo no tenía ningún sentido.
Beverly se había tomado muchas molestias para preparar aquella comida, y además se había puesto un vestido nuevo, a pesar de que éste, según se fijó Skinner, era negro, como todos los demás. Su disgusto por la incomparecencia de Kay flotaba en el ambiente; sabía quién era el culpable, dijese lo que dijese.
Regresó al horno para apagarlo, señalando con el dedo al gato que estaba tumbado delante del fuego eléctrico. «No dejes que Cous-Cous se suba al sofá, está mudando el pelo».
En cuanto ella se hubo metido en el área de la cocina, el gato persa de color azul se levantó y se estiró, arqueando el cuerpo. Acto seguido se subió al sofá de un salto, al lado de Skinner. Caminó sobre las piernas de éste y luego dio la vuelta y repitió la maniobra. Éste sacó un mechero del bolsillo y le chamuscó la piel de la barriga, que crepitó y despidió un olor desagradable. El gato huyó y se refugió en un rincón. Skinner se puso en pie y derribó una vela encendida sobre la mesa de centro, derramando la cera.
Beverly se asomó desde el área de la cocina, con un plato lleno de coles de Bruselas en las manos. Arrugó la nariz ante el olor a pelo quemado. «¿Qué ha sido eso?».
«El gato», dijo Skinner señalando la mesa de centro. «El muy gilipollas ha tirado la vela».
«Ay, Cous-Cous, no…», regañó al animal mientras dejaba las coles sobre la mesa.
Madre e hijo se embarcaron en el rebuscado ritual de abrir una sorpresa cada uno y colocarse gorritos de papel en la cabeza. La frívola vacuidad de aquel gesto parecía ridiculizarlos a ambos, pues el día ya había sido un chasco tanto para el uno como para la otra. Skinner deglutió cautelosamente durante toda la cena, tratando de concentrarse en la película de James Bond que echaban por la tele, a la vez que se iba preparando para el inevitable e inminente asalto verbal. Cuando éste llegó, comenzó de forma discreta: «Apestas a bebida otra vez. No me extraña que esa chica haya salido corriendo», comentó Beverly como quien no quiere la cosa, enarcando las cejas mientras se servía otra copa de Chardonnay.
«No ha salido corriendo», protestó Skinner, repasando la mentira ya ensayada. «Ya te lo he dicho, su madre no se encuentra bien, así que ha ido a casa de su familia a ayudar a preparar la cena. Además, no puede ponerse morada durante las vacaciones de Navidad, tiene una audición importante para el día de Año Nuevo. Les Miserables. Y la bebida que has olido es de anoche. Sólo me he tomado una pinta antes de venir aquí, eso es todo. ¡Estamos en Navidad! ¡Llevo trabajando todo el año!».
Pero Beverly se limitó a fulminarle con la mirada: «A ti te importa un pepino la época del año que sea, para ti no es más que otro fin de semana perdido», saltó ella.
Skinner no dijo palabra pero intuyó que su madre tenía ganas de bronca y que no se quedaría satisfecha hasta que lo lograra.
«Tu…, pobre chavala…, ¡no la culpo por no querer pasar las navidades con un crápula!».
En el pecho de Skinner se encendió una ardiente chispa de ira: «Será un rasgo de familia», le espetó con una sonrisa malévola.
Su madre le sostuvo la mirada con una expresión belicosa de cosecha propia, tan fría que hizo que Skinner desease no haber respondido de aquella forma. La resaca; le ponía a uno nervioso. Odiaba acudir a casa de su madre con resaca. No se podía lidiar con la gente que no estaba en el mismo estado; constituían una raza hostil de depredadores demoníacos que querían arrancarte el alma. Olían la debilidad que emanabas, lo diferente y lo sucio que eras. Y su madre era un adversario formidable en cualquier momento.
«¿Y eso qué quiere decir exactamente?», le preguntó Beverly. Sus palabras le fueron taladrando lentamente.
Pese a que en ese instante pensaba que lo más prudente habría sido dar marcha atrás, de forma inexplicable, Skinner se sorprendió a sí mismo diciendo: «Mi padre. No tardó mucho en darse el piro, ¿verdad?».
El rostro de Beverly, que ardía de indignación, enrojeció, contrastando con el papel crepé verde que le cubría la coronilla. Era como si tratase de respirar de modo uniforme, pero dicha acción parecía absorber todo el oxígeno que había en aquella pequeña estancia.
«¡Joder! ¡Cuántas veces te he dicho que no menciones nunca…!».
«¡Tengo derecho a saberlo, joder!», saltó Skinner. «¡Tú al menos sabes quién es Kay!».
Beverly miró a su hijo con una expresión que Skinner sentía que no podía ser más que de aborrecimiento. Cuando por fin habló, fue entre dientes: «¿Quieres saber quién fue tu padre? ¿De verdad?».
Danny Skinner miró a su madre. Ésta había ladeado la cabeza. Se dio cuenta de que después de todos aquellos años, quienquiera que fuese su padre, el odio en estado puro que ella sentía por él —absoluto, abyecto— jamás había remitido ni por un segundo. Peor aún, aquella mirada le decía que también él podía acabar siendo igual de detestado si insistía más de la cuenta. Sintió deseos de decirle: vale, olvidémoslo, tengamos la fiesta en paz, pero no pudo pronunciar una sola palabra.
«Yo», dijo Beverly señalándose vigorosamente a sí misma. «Tu padre soy yo, y tu madre también. Yo ponía la comida sobre la mesa y la preparaba. Te llevaba al fútbol en el colegio y pateaba un balón contigo en el patio. Te tejí la bufanda y te llevé a los partidos. Iba al colegio cuando se metían contigo. Puse en marcha un negocio para poder vestirte y darte de comer. Lavé y corté el pelo de todas las sarnosas cabezas de Leith para que tú pudieras seguir estudiando y sacarte los diplomas necesarios para conseguir un empleo decente. Te llevaba de vacaciones a España todos los años. ¡Pagué la fianza para sacarte de aquella puñetera comisaría de la High Street cuando participaste en aquellos estúpidos follones y además pagué la multa! ¡Yo! ¡Lo hice yo! ¡Yo y nadie más!».
Skinner tuvo que esforzarse por mantener la boca cerrada. Pero era cierto. Miró a aquella mujer dura, amargada, cariñosa y maravillosa, que había consagrado su vida entera a su bienestar. Pensó en la forma en que se había criado, con ella y sus amigas Trina y Val, sus tías punkis sustitutas, que le cuidaban y nunca le hablaban en un tono condescendiente, valorando su opinión y tratándole como un adulto aún cuando no era más que un niño. Lo único malo era cuando trataban de inculcarle la música que les gustaba a ellas. Los grupos de los que no paraban de hablar, los Rezillos, los Skids y los Old Boys. Pero aquello era pecata minuta, porque el meollo del asunto era que su madre se aseguró de que tuviera oportunidades no sólo igual de buenas sino mejores que las de los chavales con padre y madre que le rodeaban. Bajó la vista, vio la comida que Beverly le había preparado, cerró el pico y comió.