Anoche nevó. Algunos de los camiones quitanieves están ahí fuera pero no parece que hagan falta, pues la nieve ya se ha convertido toda en fango. Cuando hace esta clase de tiempo uno siempre piensa en lo duro que debe de ser trabajar en una granja. Se hace uno una idea con el videojuego Harvest Moon. Una enorme e interminable panzada de trabajar tras la cual, antes de que uno se dé cuenta, amanece de nuevo y hay que levantarse y volver a hacerlo todo otra vez. Me molesta cuando sacan granjeros en televisión siempre de brazos cruzados, holgazaneando o bebiendo en pubs rurales. Una vez le dije a papá, «esa gente no tiene tiempo para eso», y estuvo de acuerdo. Esa clase de vida acabaría con la mayor parte de la gente. Los de ciudad, como nosotros, que nos pasamos la vida en oficinas, no sabemos lo afortunados que somos.
No, no me gustaría tener que estar a la intemperie con este tiempo. Vamos en el coche de papá; conduzco yo. Vamos camino del hospital nuevo en Little France, tomando la circunvalación. Llevamos todo el viaje muy callados. Mamá se está poniendo nerviosa; dice algo acerca de la nieve que hay sobre las colinas de Pentlands, pero Caroline, sentada en la parte de atrás, se limita a seguir leyendo su libro.
«¿Crees que volverá a nevar?», pregunta mamá, insistiendo. «Para mí que esas nubes son de nieve». Acto seguido se vuelve hacia mí y me dice: «Perdona, hijo, no debería distraerte mientras conduces. Caroline, un poquito de conversación por tu parte no estaría de más».
Caroline exhala bruscamente y deja el libro sobre su regazo. «Tengo que leer este libro, mamá. Es para el curso. ¿O sería mejor mandar la universidad a paseo sólo por no haber cumplido con las lecturas requeridas?».
«No…», dice enseguida mi madre. Está arrepentida y se nota, porque sabe lo mucho que significa para mi padre que a Caroline le vaya bien en la uni.
Las navidades tendrían que ser una buena época del año; antes siempre lo eran. Pero ahora ya no.
Tengo que tener mucho cuidado a la hora de casarme. No es una decisión que pueda tomarse a la ligera. En estos momentos he reducido el número de candidatas a cinco:
Ann
Karen
Muffy
Elli
Celia
Ann es dulce y fidedigna, pero Karen me gusta porque es muy amable. Muffy también me gusta, pero no sé. ¡Creo que es la clase de chica a la que papá calificaría de «dudosa»! Elli también es majísima, y aunque no quisiera descartar a Celia, creo que va a tener que desaparecer de la lista.
Nos metemos en el parking; mamá y yo compartimos el paraguas, pues ahora llueve con fuerza. Caroline también podría compartirlo si quisiera, pero se limita a ponerse la capucha de la sudadera roja que lleva y rodearse el cuerpo con los brazos, atravesando rápidamente el asfaltado para cobijarse debajo del baldaquino que hay sobre la puerta de la entrada.
Cuando llegamos al pabellón me siento nervioso al acercarme a la cama de mi padre. Al verle noto que se desencadena en mi interior una fuerza terrible que parece surgir del suelo de linóleo y atravesar las suelas de cuero de mis zapatos. Por un momento creo estar a punto de perder el conocimiento. Respiro hondo, pero apenas tengo ánimos para fijar la mirada sobre su rostro, fatigado y demacrado. Algo me pesa por dentro. He de reconocer algo que hasta ahora no he podido aceptar: mi padre decae con rapidez. No es más que un montón de piel y de huesos; y me doy cuenta de que todos hemos estado fingiendo —yo, mamá e incluso Caz, cada uno a su manera— que todo va a salir bien.
El declive de mi padre me impresiona tanto que me lleva un par de segundos fijarme en el tipo que está de pie junto a la cama; nunca le había visto antes. Es un hombre corpulento y de aspecto bastante tosco, aunque papá dice que no hay que fiarse nunca de las apariencias, lo cual es cierto. Él no se presenta y papá tampoco lo hace; no nos estrecha la mano, se limita a saludar con una leve inclinación de la cabeza y luego largarse enseguida. Creo que le daba vergüenza robar tiempo a la familia, pero no deja de ser amable que haya venido.
«¿Quién era ese tío, papá?», pregunta Caroline. Veo la cara de preocupación de mi madre, porque es obvio que ella tampoco sabe quién es.
«Sólo un viejo amigo», dice mi padre, casi sin aliento.
«Será alguien de los ferrocarriles», arrulla mi madre. «¿Era alguien de los ferrocarriles, Keith?».
«Los ferrocarriles…», dice papá, pero como ausente, pensando en otra cosa.
«¿Ves? Era alguien de los ferrocarriles», dice mamá, más apaciguada ahora.
«¿Cómo se llamaba?», pregunta Caroline, frunciendo el ceño.
Papá intenta hablar; parece muy incómodo, pero mamá interviene. Le coge de la mano y le dice a Caz: «No fatigues a tu padre, Caroline», antes de volverse hacia papá y preguntarle: «¿Estás cansado?».
Aquello no cuadraba, porque mi padre no tiene demasiados amigos; siempre fue muy hogareño. Pero sí, no deja de ser amable por su parte venir.
Cuando hablo sé que me esfuerzo por hacer que papá vea que todo está en orden, como si buscara convencerle de que yo estoy bien… antes de que no nos volvamos a ver, por así decirlo. Pero no estoy bien, eso lo sé. El trabajo va bien y son todos nuy majos, bueno, al menos la mayoría, aunque no me gustaría caerle antipático a Bob Foy.
Con el que no me llevo tan bien es con el tal Danny Skinner. Es curioso, porque el primer día estuvo amable conmigo, me sonrió en el ascensor y me presentó a todo el mundo. Pero desde entonces se ha comportado de un modo muy raro, un poco sarcástico. Probablemente se deba a que me llevo bien con Shannon, y tengo la corazonada de que a él, le gusta. He oído que tiene novia, pero hay mucho tipejo por ahí suelto al que eso no le importa, utilizan a las chicas y ya está.
En la prensa se lee acerca de tipos como David Beckham. Hay chicas que andan diciendo que se lió con ellas mientras su nujer estuvo embarazada. A mí en tiempos David Beckham me caía bien, así que espero que no sea cierto y que esas chicas no sean más que unas sacacuartos.
Me pregunto si le gusto a Shannon. Probablemente no; me saca dos años y medio, aunque en realidad eso no significa nada. ¡Sé que le caigo bien!
Miro a Caroline. En su mirada se percibe una tensión terrible. Sé que la situación es horrible en estos momentos, pero debería esforzarse por sonreír, aunque sólo fuera por papá, o incluso por mamá. Me preocupa que pueda andar con malas compañías. Le fue muy bien en la uni de Edimburgo, pero el otro día la vi bajando por la calle con Angela Henderson, la que ahora trabaja en la pastelería. La tal Angela es exactamente el tipo de chica que haría falsas alegaciones acerca de alguien como David Beckham si pudiera sacar tajada de ello. No permitiré que alguien de esa calaña rebaje a Caroline.
Papá respira con dificultad, de forma entrecortada; está hablando de los ferrocarriles. Parece trastornado y confundido. Probablemente serán todas esas drogas que le administran, pero a mamá parece perturbarle muchísimo. Despotrica un poco, y veo mucha agitación en su mirada, como si quisiera dejar algo muy sentado.
Me indica que me acerque a él y me coge la mano con una fuerza que uno no creería posible en alguien tan enfermo. «No cometas los mismos errores que yo, hijo…».
Mi madre oye aquello, empieza a sollozar y dice: «Nunca cometiste ningún error, Keith. ¡Ninguno!». Después se vuelve hacia Caroline y yo y fuerza una sonrisa un tanto desconcertante. «¿Qué errores? ¡Vaya bobada!».
Mi padre, sin embargo, no me suelta de la mano. «Sé sincero, hijo…», resuella mientras me mira, «sé consecuente…».
«De acuerdo, papá», le digo, y permanezco sentado a su lado hasta que me afloja la mano y se desliza hacia la inconsciencia. Aparece una enfermera pidiéndonos que le dejemos descansar un ratito. No quiero. Quiero quedarme aquí. Siento que si me marcho nunca más volveré a verle.
Pero ella insiste; dice que estará más cómodo y que necesita descansar. Supongo que ellos sabrán lo que más conviene.
Durante el viaje de vuelta estamos más callados que nunca. Al llegar a casa, subo las escaleras y cojo el gancho para abrir la trampilla del desván y bajo la escalera de mano metálica. A medida que fui haciéndome mayor me di cuenta de que a papá le dolía que yo siguiese subiendo aquí con tanta frecuencia. Oía el chasquido del aluminio de la escalera cada vez que la sacaba, así como los chirridos que hacía ésta al subir los peldaños. Sé que le molestaba, aunque rara vez me dijera algo. A veces una mera sacudida de su cabeza me hacía sentir tremendamente insignificante. Como me sentía en la calle y en el colegio. Pero allí arriba estaba fuera del alcance de todos ellos, de McGrillen y todos ésos, que se metían conmigo por no ser como ellos. No siempre sabía qué decir, no me interesaba el fútbol ni los grupos de música que les gustaban a ellos, ni los raves y las drogas; también se metían conmigo por ser tímido con las chicas. Y ellas podían llegar a ser aún más horribles: Susan Halcrow, Dionne Mclnnes, la tal Angela Henderson… todas ésas. Veo venir a esa clase de putas asquerosas a un kilómetro de distancia. Casi me muero cuando vi a Caroline con aquella sucia zorra de la Henderson. Sé que en realidad la chica no tiene la culpa, sino la familia en la que se ha criado.
Pero mi hermana es mejor que todo eso.
No obstante, aquí arriba, en la ciudad que construí con mi padre, en mi sitio, estaba a salvo. A salvo hasta de la desaprobación de mi padre, pues llegó a estar tan débil que era incapaz de trepar por la escalera. Éste fue siempre mi lugar, mi universo, y siento que ahora lo necesito más que nunca.