El implacable martilleo del despertador arrojó a Danny Skinner de un infierno a otro. Su mano salió disparada, activando de un manotazo el botón de «apagado», pero durante un rato el ruido continuó palpitando en su cerebro. Los sueños atormentados y febriles habían desaparecido, sólo para verse reemplazados por la realidad de una fría e inhóspita mañana laboral de lunes. A medida que las sombras del alba comenzaban a definir los contornos de la habitación, su cabeza, muy cargada, fue despejándose. Una oleada de pánico le atravesó cuando por instinto sacó la pierna al frío para explorar el otro lado de la cama.
No.
Kay no había regresado, no había pasado la noche allí. Solía pasar mucho tiempo en su casa, a decir verdad, la mayor parte de los fines de semana. Quizá había salido a tomar una copa con su amiga Kelly; dos chicas en forma, dos bailarinas, de marcha. A Skinner le atraía la idea. De repente, un olor amargo le llegó a las fosas nasales. En un rincón, vio un charco de vómito. Dio gracias de que estuviese confinado al suelo de madera de pino lavada y de que no hubiese llegado hasta la alfombra oriental en la que aparecían varias posiciones del Kama Sutra, la cual le había costado la mitad de su sueldo mensual en una tienda de antigüedades del Grassmarket.
Skinner encendió la radio y escuchó a un DJ inverosímilmente alegre babear durante un intervalo de tiempo espantosamente largo antes de que una melodía bienvenida y familiar aliviase ligeramente su sufrimiento. Se incorporó de forma paulatina y se fijó en su ropa, desperdigada por el suelo y colgando de la parte inferior de la cama con la desesperación con que un náufrago se aferra a una tabla. Luego contempló morbosamente la botella de cerveza vacía y el cenicero rebosante que yacían junto a la cama. Dichos restos estaban iluminados, como en una abominable composición, por el parco sol matutino que se filtraba por las raídas cortinas. A través de los marcos agrietados y vibrantes de las ventanas soplaba ruidosamente un viento fresco, azotando su pecho desnudo.
Anoche volví a acabar destrozado. El último fin de semana. No me extraña que Kay optase por volver a casa. Eres un puto cretino, Skinner… un puto fantasma, un hijo de perra inútil…, te comportas como un imbécil…
Se paró a pensar en que antes nunca le había importado el frío. Ahora notaba cómo iba socavando su energía vital. Tengo veintitrés años, pensó con nerviosa desesperación, espeso por la resaca. Se llevó la mano a las sienes para frotárselas y así disipar un puntito de neuralgia que quizá anunciase la llegada del explosivo aneurisma que habría de enviarle al otro barrio.
En este sitio hace un frío que te cagas. Frío y además oscuro. Nunca será Australia ni California. No va a mejorar en nada.
A veces pensaba en el padre al que nunca conoció. Le gustaba la idea de que quizá estuviera en algún lugar cálido, quizá en lo que denominan «el Nuevo Mundo». Como si pudiera verlo, se imaginaba a un hombre saludable y moreno, quizá con la cabeza surcada de canas y una familia bronceada, joven y rubia. Y sería aceptado en su seno en un acto de reconciliación que daría sentido a su vida.
¿Puedes echar de menos aquello que nunca tuviste?
El invierno pasado estaba pelado y había intentado quedarse en casa y dejar la bebida. Acabó escuchando a Leonard Cohen, estudiando las obras filosóficas de Schopenhauer y leyendo a diversos poetas escandinavos, en su opinión deprimidos clínicos torturados por largas noches invernales. Sigbjörn Obstfelder, el modernista noruego que escribió a finales del siglo XIX, le gustaba en especial por sus grandiosos versos de decadencia morbosa, el más memorable de los cuales, para Skinner, era éste:
El día se pasa entre risas y canciones.
La muerte siembra durante la noche entera.
La muerte siembra.
A veces pensaba que podía verlo escrito en los rostros de los vejetes de los pubs de Leith: cada pinta y cada chupito aproximando un paso más a la Parca, a la vez que alimentaba delirios de inmortalidad.
¡Ah, cuan dulces delirios!
Y se acordó de que había sacado a su novia al pub casi a la fuerza el domingo por la tarde, cuando lo único que ella quería hacer era quedarse tumbada viendo la televisión con él.
Skinner, sin embargo, sentía la imperiosa necesidad de sacudirse la resaca del viernes y el sábado noche y poco menos que la había sacado a empujones por la puerta, conduciéndola por Leith Walk hasta Robbie’s, donde se encontraban bebiendo varios de sus amigotes. Con todo, Kay, la única mujer en todo el local, permaneció allí sentada, sonriendo y sin quejarse, consentida o ignorada por aquellos hombres extraños y maravillosos que no hacían más que beber sin parar. Era como si algunos de ellos no hubiesen posado jamás sus ojos inyectados en sangre sobre una mujer, mientras que otros habían visto al menos una más de las que hubieran querido volver a ver jamás. A Kay no le preocupaba demasiado; le hacía feliz estar con el chico al que amaba, fuesen a donde fuesen. Ella no podía hacer como ellos, sin embargo. Tenía que controlarse el peso y mantenerse en forma para poder bailar. Solía decir: «Tú no lo entiendes, tengo que mantenerme en forma». Y él le contestaba: «Pero si lo estás, nena».
Pero a medida que caían las copas, Skinner se iba poniendo más bullanguero y más pedante. Discutía con su colega, Gary Traynor, un joven fibroso, de cabellos claros rapados y expresión severa pero traviesa. «Últimamente ésos no tienen una firm en condiciones. ¿A cuántos podrían reunir?».
Traynor se encogió de hombros con una leve sonrisa de suficiencia y dio un sorbo a su cerveza. Alex Shevlane, una especie de rata de gimnasio con la cabeza afeitada y aspecto de abusar de las pesas, le echó una mirada subrepticia a sus bíceps en el espejo mientras se llevaba la botella de cerveza a los labios: «La última vez que estuvimos allí los muy cabrones ni aparecieron. Una puta pérdida de tiempo», dijo entre dientes.
«Siempre estás con lo mismo», dijo Traynor sonriendo y descargando una palmada en las anchas espaldas de Shevlane. «Déjalo estar. ¿Qué quieres, demandarles por daños y perjuicios? Daños emocionales por arruinarte el fin de semana», se rió, señalando con un gesto de la cabeza a un joven elegantemente vestido y de aspecto huidizo que bebía solo en la barra. «¡Pero si es Dessie Kinghorn!».
Skinner se dio la vuelta y guipó a Des Kinghorn, que le sostuvo la mirada con gesto duro y penetrante. Skinner se levantó y caminó hacia él mientras el rostro de Traynor se dilataba de alegría.
«¿Qué tal, Dessie, colega?».
Kinghorn le miró de arriba abajo, se fijó en la chaqueta Aquascutum y las Nike nuevas, y asintió con la cabeza en un gesto pausado y valorativo. «Bien», dijo con brusquedad. «¿Trapos nuevos?».
Han pasado tres años y el muy capullo sigue mosqueado, pensó Skinner. «Sí…, ¿te apetece tomar una, colega?», le preguntó, señalando la barra.
«Nah, gracias, ya me marchaba», dijo Kinghorn, apurando su cerveza, saludando con la cabeza de manera cortante y dirigiéndose a la salida.
Mientras salía por la puerta a la calle, Traynor le echó una mirada a Skinner, frunciendo los labios y poniendo los ojos en blanco. La sonrisa de Shevlane reflejaba el retrato del tiburón que lucía en su jersey de rayas blancas y negras. Skinner se encogió de hombros y mostró las palmas en un gesto de impotencia. Kay se estaba quedando con toda la escena, tratando de determinar lo que sucedía y por qué aquel tipo había desairado a su novio. «¿Quién era ése, Danny?», preguntó.
«Sólo un viejo amigo, Dessie Kinghorn», dijo él. Al darse cuenta de que su respuesta no satisfacía a nadie en toda la mesa, y a Kay menos que a nadie, se vio obligado a contarles un cuento. «¿Recuerdas que te conté que el verano antes de que nos conociéramos me atropello un coche? ¿Pierna rota, brazo roto, dos costillas y una fractura de cráneo?».
«Sí…», asintió ella. Nunca le gustaba pensar en lesiones de ese calibre. No sólo tratándose de él sino en general. Se avecinaba una audición importante para ella. ¿Quién podría recuperarse de lesiones semejantes y volver a bailar de nuevo? ¿Cuánto tiempo llevaría? Incluso ahora, a veces imaginaba que su novio caminaba de forma un poco desigual; quizá fuera una secuela del accidente.
«Bueno, pues reclamé una indemnización por las lesiones. Dessie trabaja en seguros y él me la preparó; me pasó los formularios y todo eso, y me puso en contacto con un fotógrafo».
Kay asintió con la cabeza. «¿Para que sacara fotos de las lesiones?».
«Sí. Le estaba muy agradecido, y le dije que le invitaría a unas cuantas rondas. Bueno, pues me dieron quince de los grandes, cosa que me alegró, pero no nos engañemos, estuve seis meses sin trabajar, inmovilizado y toda la pesca», apeló Skinner. «Fui a darle quinientas libras cuando llegó el dinero de la indemnización. A ver, que apreciaba lo que había hecho, pero todo el mundo iba detrás insistiendo en que reclamase una indemnización, sólo que lo hice a través de la compañía de seguros para la que trabajaba Dessie. A mi modo de ver le di un poco de trabajo y le ofrecí una bonita mordida. El cabrón no quiso aceptarla. “Olvídalo”, me soltó. Se mosqueó y está así conmigo desde entonces». Skinner daba tragos a su pinta como si estuviese tragándose su amargura. «El puto imbécil iba por ahí haciendo correr la voz de que a él le correspondía la mitad». Skinner buscó apoyo primero en Traynor, después en Shevlane, luego en Kay y, por último, en algunos de los demás. «Se lo dije en McPherson’s. “Si quieres la mitad, te daré la mitad…, siempre y cuando me dejes romperte la pierna, los brazos, las costillas y el cráneo con un bate de béisbol. Porque son ésas las únicas circunstancias bajo las que tendrías derecho a la mitad”. Después de eso el muy cabrón se puso todo paraca; pensó que le estaba amenazando», dijo Skinner, con ojos desorbitados de indignación. «Amenazar yo a ese cabrón. Anda ya. Sólo intentaba aclararle las cosas, joder».
Kay asintió con gesto prudente. «Es horrible cuando los amigos se pelean por dinero».
Traynor le guiñó un ojo a Kay y le dio una palmada en la espalda a Skinner. «El amor y el dinero son las únicas cosas por las que vale la pena pelearse entre amigos, ¿no, chicos?», declaró entre risas estentóreas.
Dos hombres sentados en la mesa de al lado con un chiquillo que llevaba puesta una camiseta verde con el logo de Carlsberg les miraron. Los hombres bebían chupitos de whisky y pintas y el chaval bebía Coca-Cola. Skinner les echó una mirada larga y fría y apartaron la vista.
El azúcar se convierte en alcohol.
A Kay no se le escapó la fealdad de su mirada, captó los indicios. Aquel tío de la barra le había puesto de mal café. Le cuchicheó al oído en tono sugestivo: «Vámonos a casa a tumbarnos un rato en la bañera juntos».
«¿Quién coño crees que soy? ¡Sólo bebo como un pez! ¡Tumbarnos en la bañera juntos, dice!», profirió Skinner, atrayendo la atención de los presentes, pero en lugar de que la salida quedara ingeniosa, jocosa y coqueta como pretendía, la máscara del alcohol la distorsionó, convirtiéndola en una brusca reprimenda, interpretada por Kay como un alarde ante sus amiguetes para demostrar quién llevaba los pantalones. Kay sintió la humillación como una puñalada en las entrañas y se puso en pie. «Danny…», dijo suplicante, por última vez.
Skinner, sacudido de su indolencia aletargada de borrachín, se sintió impelido a añadir, en tono conciliatorio: «Tú adelántate, yo bajaré en cuanto me acabe ésta», y agitó su vaso medio lleno de cerveza.
Kay dio media vuelta, salió del bar y echó a caminar por Leith Walk. Estaba perdiendo el tiempo. Podría haber ido al estudio, trabajado en la barra y haberse preparado mental y físicamente para la audición.
«Hay que ver cómo son las tías», dijo Skinner a sus amigos. Un par de ellos asintieron con la cabeza de manera cómplice. La mayoría se limitó a sonreír débilmente. Procedían casi todos de la juventud local interesada por el recrudecimiento en boga de la violencia futbolística. La mayoría estaban impresionados con los relatos de Skinner y de Rab McKenzie acerca de sus experiencias con los muchachos de la vieja escuela de los CCS[2]. Estaban tan deseosos de escuchar el relato de su excursión por West Lothian con las instituciones del graderío Dempsey y Gareth como Skinner estaba de narrarlo sin que Kay estuviera presente. También tenía ganas de hacerse con la peli porno que Traynor le había conseguido, La resurrección de Nuestro Señor, y esconderla para que ella no la viese.
Su intención era regresar a casa después de aquella pinta, pero Rab McKenzie apareció por la puerta, se contaron más historias y cayeron más copas. No, la bebida nunca hacía preguntas.
Hasta la mañana siguiente.
A la mañana siguiente, cuando no vio a Kay por ningún lado.
Skinner se levantó despacio, se duchó y se vistió. Tenía ironía que fuese un hombre ordenado y muy exigente que pasaba horas aseando compulsivamente tanto su piso como su persona, sólo para arrasarlos ambos de forma casi total con una regularidad que a mucha gente se le antojaba sencillamente incomprensible. Contempló el desorden en el que se hallaba el piso y maldijo, entre náuseas y aborreciéndose a sí mismo, la visible quemadura de colilla que había en el sofá. Tendría que darle la vuelta al cojín, pero no, del otro lado había una peor, donde a alguien se le había caído una chinita de hachís incandescente.
¡Una puta quemadura de colilla en tu sofá! ¡Motivo de sobra para dejar de fumar para siempre jamás. Motivo de sobra para prohibir a cualquier coleguita débil y apestoso que oliese siquiera a tabaco que se acercase lo más mínimo a tu puta casa!
El mando a distancia estaba cubierto de pegajosas manchas de cerveza. Estaba atascado y costó tiempo y esfuerzo apretarlo y menearlo hasta que funcionó. El animador apareció en pantalla, presentando el programa matinal. Volviendo a echar un vistazo al despertador, Skinner luchó por ponerse la ropa y afrontar el día. Al anudarse la corbata azul y mirarse en el espejo, su confianza para capear la semana que se avecinaba fue creciendo paulatinamente.
Parezco un puto villano de opereta. Si me dejara bigote parecería Pierre Nodoyuna.
Danny Skinner sabía que si bien era relativamente joven en su departamento, su afilada lengua era respetada y temida, incluso por algunos de sus mayores y superiores, que le habían visto hacer uso de ella sin piedad en varias ocasiones. Más aún, hacía bien su trabajo: era popular, inteligente y muy querido. Y no obstante, comenzaba a percibir una creciente desaprobación por parte de algunos colegas situados más arriba en el escalafón en relación con su afición a la bebida y su actitud a menudo displicente e irreverente.
Pero gran parte de ellos eran unos hijos de puta corruptos como Foy.
Cogió el autobús número 16 y se bajó en el este de la ciudad. En Cockburn Street se encontró con su compañera de trabajo favorita, Shannon McDowall, entrando en las Chambers por la puerta de atrás; ambos cogieron el ascensor que conducía a la quinta planta. Era la única persona del trabajo con la que Skinner realmente hablaba, más allá de trivialidades, y a menudo coqueteaban de modo superficial. Le asombraba el aspecto tan repipi que tenía Shannon con aquella larga falda de color marrón, blusa amarilla y rebeca marrón claro y el pelo recogido en un moño. Lo único que delataba a la vivaracha chica marchosa de los fines de semana era la sonrisa autosatisfecha que lucía. «¿Qué tal, Dan? ¿Buen finde?».
«Debe de haberlo sido, Shan, debe de haberlo sido, pues no recuerdo nada en absoluto», dijo Skinner. «¿Y tú qué?».
«Kevin y yo estuvimos en el Joy. Fue una noche alucinante», dijo Shannon con una sonrisa lujuriosa.
«Me alegro por ti. ¿Alguna indiscreción reseñable?».
Shannon bajó la voz hasta un tono casi inaudible y miró a su alrededor, apartándose el cabello del rostro: «Sólo una pastillita, pero me mantuvo despierta toda la noche».
A una sola pastilla que le den, pensó Skinner, pero después, echando una fugaz mirada de soslayo, que le dieran también a Shannon. Aunque él jamás le pondría los cuernos a Kay y, además, Shannon tenía novio, Kevin, aquel tipo creído del peinado raro. No, él jamás engañaría a Kay, pero sería estupendo echarle un polvo de muerte a Shannon sólo para tocarle los huevos a ese capullo de Kevin, pensó Skinner antes de experimentar un acceso de vergüenza.
Shannon es estupenda, es una amiga. No se puede pensar en las amigas en esos términos. Es el alcohol: deja en la mente una mácula de sordidez y suciedad. Si lo mezclas con cocaína en grandes cantidades durante prolongados períodos de tiempo lo más probable es que encamines tus pasos hacia el pabellón de los pederastas. Joder, tengo que…
Recordó aquella vez que él y Kay estaban en un club del West End y se encontraron con Shannon y Kevin. Tendría que haber sido un agradable encuentro entre parejas, pero por algún motivo él y Kevin no llegaron nunca a congeniar, y tampoco, era evidente, Shannon y Kay. No se trató de algo tan marcado como para generar una aversión instantánea por parte de ninguna de las dos, pues en la superficie las cosas fueron bastante amables, pero la antipatía mutua saltaba a la vista.
Chicas diferentes, pensó Skinner. Kay era la más joven de su familia; tenía dos hermanos mucho mayores. La princesita mimada. Cuando Shannon era adolescente y aún iba al colegio, su madre murió de forma súbita, y su padre se vino abajo de resultas. En la práctica eso significó que tuvo que ser ella quien criase a su hermano y a su hermana pequeños. Skinner se fijó en el perfil de su rostro redondeado, captando la concentración y la fuerza que desprendía su mirada. Ella le pilló admirándola y le lanzó una sonrisa encantadora, como un sol que aparece detrás de una nube.
En la primera planta un tío flacucho con un traje azul de C&A subió nerviosamente al ascensor. Había algo en la torpeza del muchacho que hizo que a Skinner le inspirase lástima y le sonrió antes de fijarse en que Shannon había hecho lo propio.
Skinner tenía las tripas revueltas por la cerveza y el curry que había ingerido durante el fin de semana y se le escapó una ventosidad silenciosa, viscosa, de esas que hacen saltar las lágrimas, tan dolorosamente supurante como el último adiós de un amante, justo cuando el ascensor se detenía en la planta siguiente, donde subieron dos hombres enfundados en monos. Todos sufrieron en silencio. Cuando los operarios se bajaron, en la planta siguiente, Skinner se abalanzó sobre la ocasión exclamando: «¡Vaya tufarada!», mirando fijamente a los currantes recién apeados. Sabía que en materia de pedos, todo el mundo se convertía en un rancio y arcaico juez del Tribunal Supremo: siempre se sospechaba de los varones antes que de las mujeres, y siempre se culparía a los varones en ropa de trabajo antes que a los que iban trajeados. Ésas eran las reglas.
Danny Skinner y Shannon McDowall se dirigían a la oficina cuando el tío flaco del traje les detuvo y les pidió indicaciones. Era un muchacho verdaderamente escuálido, pensó Skinner, todo piel y huesos. Por delante parecía que lo hubiese atropellado una apisonadora, mientras que visto de perfil, su cuerpo presentaba la delgadez de una cerilla y acababa en una cabeza un poco más grande de la cuenta. No obstante, tenía cara de buena persona, con pecas y cabello castaño claro.
«Síguenos», dijo Skinner, antes de presentarse él y después a Shannon.
Acompañaron al chico nuevo, Brian Kibby, hasta la oficina de planta abierta. Foy aún no había llegado, así que le sirvieron un café y le presentaron a todo el mundo. «No vamos a enseñártelo todo hasta que Bob llegue, Brian», le explicó Shannon, «porque habrá preparado su propio programa de inducción laboral. ¿Qué tal el fin de semana?».
Brian Kibby empezó a relatar su finde con entusiasmo. Al cabo de poco, Skinner desconectó, al acusar el impacto de la resaca. Se fijó en el ejemplar de Game Informer que el tío nuevo había sacado de su bolsa y lo cogió. No era muy aficionado a los videojuegos, pero su amigo Gary Traynor los tenía a patadas, y a menudo le presionaba para que echara unas partidas con él. Vio la reseña de uno que Traynor había mencionado recientemente, Midnight Club 3: Dub Edition. «¿Has jugado alguna vez a éste?», le preguntó a Kibby.
«¡Es buenísimo!», exclamó Kibby con voz chillona. «No creo que haya jugado nunca a un juego que diese una impresión de velocidad como la que da éste. Y no se trata sólo de la carrera; se hace mucho hincapié en el tuning, así que te pasas un montón de tiempo en el garaje poniendo la maquinaria a punto».
«Fuaa», exclamó Skinner, «para mí sería un trabajo ideal, ¡yo siempre tengo la maquinaria a punto!».
Kibby se ruborizó hasta la raíz del pelo. «No es…, no…».
Shannon le interrumpió: «Danny sólo estaba bromeando, Brian. Es el gracioso oficial de la oficina», le informó ella con una sonrisa.
Brian retomó el hilo de su elogio del juego. La creciente falta de interés de Skinner dio paso a un ligero desprecio cuando Kibby, avergonzado, tuvo que abrir la caja que contenía el tren en miniatura, después de que Shannon insistiera en que les explicase lo que había dentro. También llevaba en la bolsa una gorra del Manchester United, se fijó McGhee. «¿Así que eres forofo del Man U, Brian?», le preguntó a Kibby.
«No, el fútbol no me gusta, pero el Manchester United sí porque es el club más importante del mundo, así que seguirles es casi ineludible», chilló Kibby con entusiasmo, recordando unas vacaciones en familia en Skegness, en el transcurso de las cuales su padre y él vieron la final de la Copa de Europa de 1999 en el hotel. Fue allí donde compró aquella gorra que, desde que Keith cayó enfermo, había adquirido valor sentimental.
Santo cielo, pensó Skinner, que hable Shannon con él. Se excusó y se dejó caer en la silla de su escritorio, junto a la ventana.
Este lugar está lleno de incordiantes cabezas cuadradas que no hacen más que ponerte la olla como un bombo con sus chorradas acerca de la casa, el hogar y el golf. Pronto llegará ese vejestorio meapilas de Aitken…
… y ahora el nuevo también nos ha salido cuadriculado que te cagas…
Skinner se sintió chafado; se daba cuenta de que, secretamente, lo que quería era un cómplice de su afición a la bebida. Se volvió y le echó un vistazo a Kibby.
Incorruptiblemente cuadriculado que te cagas. Con esa puta voz de pito…
Aquellos grandes ojos de camello irradiaban entusiasmo, pero de forma fugaz Skinner también creyó captar en ellos un cálculo taimado, el cual ofrecía quizá un rastro que conducía a una parte menos sana de la personalidad del tal Kibby.
Cuando Aitken, y tras él Des Moir, un tipo de mediana edad en estado de perpetua animación, hicieron su aparición, mojados por la llovizna, prepararon sus cafés y le estrecharon la mano a Kibby, Skinner tuvo la impresión de que él era el único capaz de ver la veta artera del novato.
No le quitaré el ojo de encima a ese cabrón.
Una lluvia de granizo hizo que traquetearan con urgencia las grandes ventanas; éstas, pese a sus dimensiones, sólo parecían dejar pasar luz suficiente en determinados intervalos del día. Ello se debía a la proximidad de edificios más altos del otro lado de la Milla Real, estrecha vía pública que discurría del castillo al palacio, otrora sede de poderes soberanos pero que en la actualidad era esencialmente un gran museo de planta abierta.
Skinner se levantó para mirar a los peatones que, abajo, corrían para ponerse a cubierto. Un hombre empapado, con el traje gris ya negro por la parte de la espalda y los hombros, y la cara roja a cuenta del bombardeo de granizo, correteó hasta llegar a una arcada próxima, mirando al exterior con impotente beligerancia frente al asalto de los elementos. Sólo cuando reunió el valor para precipitarse a la carrera por el patio delantero y empezó a vérsele el rostro con claridad Skinner lo reconoció como Bob Foy.
Complacido por la incomodidad de su jefe, Skinner se arrellanó en la silla. En consonancia con su lugar en el escalafón, ésta carecía de apoyabrazos. Sobre el escritorio había una jarra de cerveza envuelta en cuero con el emblema en blanco y negro del Notts County F. C, en el que guardaba los bolígrafos y los lápices. Cuando la luz del fluorescente del techo rebotó desde el papel que estaba sobre la mesa y penetró en su cabeza, deseó ardientemente que estuviese llena de cerveza fresquita.
Sólo una puta pinta para arrancar. Es todo lo que pido.
Pensó en echarle pelotas hasta la hora de comer, cuando quizá a Dougie Winchester le acuciase idéntica necesidad. Winchester, encerrado en su buhardilla, un pequeño despacho convertido en armario para trastos al final de una vieja escalera, era el atribulado beodo municipal para el que se había encontrado un pseudopuesto.
Un árbol caído, a la espera de que algún cabrón lo bastante despiadado como para levantar el hacha lo convierta en leña. Y no tardará mucho en aparecer, eso no lo dudes, coleguita.
Como si la viese, se imaginó la cara lívida de Winchester: ahora ya casi sin cuello, con ojos mortecinos y hundidos y un pelo cada vez más escaso, peinado sobre la calva, exhibición de vanidad tan ridícula que sólo podría ocurrírsele a un cabrón clínicamente deprimido. Skinner recordó una conversación particularmente lúgubre que tuvo con él en un pub un viernes después del trabajo. «Por supuesto, a medida que uno se hace mayor, el sexo se vuelve menos importante», aseguró Winchester. Skinner le miró, vestido con aquel traje reluciente, y pensó que estaba enunciando una obviedad. «Sí, claro, la idea del sexo te sigue gustando, pero se convierte en algo a lo que se le da muchas vueltas sin llegar a nada. Demasiado incómodo y sudoroso, Danny, hijo mío. Una buena paja o una mamada hecha por una putita que esté bien buena, hombre, claro, eso es la gloria. Pero todo ese rollo de satisfacer a la mujer es mucho curro. Demasiado agobio. Mi segunda mujer nunca tenía suficiente. Tantas marcas de roce en el nabo, el escroto y la cara interior de los muslos, ¿para qué?».
Danny Skinner se estremeció en su dura silla de oficinista, quedándose frío al tratar de pensar en el número de veces que Kay y él habían hecho el amor a lo largo del fin de semana. Sólo una: un polvo violentamente sudoroso y desprovisto de toda sensualidad para curar la resaca, el sábado por la mañana. No, también hubo un polvo alcoholizado el sábado por la noche que apenas recordaba.
Tendría que estar follando con un atleta, no con un puto bolinga…
Irguiéndose, Skinner vio aparecer a Foy y en el rostro malhumorado de éste asomó una sonrisa paternal y amistosa al reparar en la presencia de Kibby. Guiñó un ojo, se frotó las manos para hacerlas entrar en calor y acompañó al chico nuevo arriba, al entresuelo y a su despacho.
¡Otro puto clon, otro pelotillero adulador para lamerle el culo a Foy y bailarle el agua a cabrones como el sesomierda obeso de De Fretais!