Los atolondrados ojos de Joyce Kibby sólo se habían apartado de la sartén de huevos revueltos durante lo que a su confusa conciencia se le antojaron uno o dos segundos, para echar un vistazo, distraída, al retrato. Ahí estaba, posado inocuamente en la balda ornamental de la cocina de estilo Tudor que su marido había construido con sus propias manos.

Era una foto en la que aparecían ella, Keith y los niños en Skegness. Debía correr el año 1989 y había llovido durante la mayor parte de la quincena. La había tomado el encargado del Crazy Golf. Barry, así se llamaba. La mayoría de las personas que visitaban el domicilio de los Kibby la habría considerado una foto de familia más, sobre todo teniendo en cuenta que la casa estaba plagada de ellas. Para Joyce, sin embargo, poseía una cualidad mágica, trascendental.

Para ella era la única foto que captaba la esencia de todos ellos: Keith, con su alegría ganada a pulso; Caroline, con aquella jovialidad pugnaz y provocadora que evidenciaba ya de niña y que jamás la había abandonado. Y luego estaba la felicidad de Brian, siempre con un matiz de precariedad, como si exhibirla de forma demasiado ostentosa pudiese precipitar la aparición de fuerzas oscuras prestas a destruirla. En resumen, estimó con desasosiego, era igualito que ella.

Un olor a quemado le hizo arrugar la nariz. «Pestes», musitó Joyce, sacando la sartén del anillo ardiente de la cocina eléctrica y rascando los huevos con la cuchara de madera para asegurarse de que no quedasen pegados al fondo. Aquellas pastillas que el doctor Craigmyre le había recetado para ayudarla a lidiar con el estado de Keith la estaban volviendo lenta, la embotaban.

¿Dónde estará Caroline?

Mujer delgada, ya muy pasados los cuarenta, con una nariz prominente, ojos grandes y una mirada inquieta, Joyce Kibby atravesó rápidamente las baldosas de pizarra. Asomando la cabeza de la cocina al pasillo gritó escaleras arriba: «¡Caroline! ¡Venga!».

Arriba, en su habitación, Caroline Kibby se apoyó sobre un codo, se incorporó lentamente y se apartó del rostro sus cabellos rubios. Desde la pared de enfrente, una sonriente imagen gigante de Robbie Williams le daba los buenos días. Aquella fotografía concreta siempre le había parecido dulce y extrañamente conmovedora. Hoy, sin embargo, a Robbie no parecía favorecerle en absoluto; quizá hasta le diera un aspecto un poco simplón. Balanceando las piernas y sacándolas de la cama, dispuso de un segundo para notar la piel de gallina que las cubría antes de que resonase de nuevo la voz chillona de Joyce: «¡Caroliiinne!».

«Ya va, ya va», protestó ésta, lanzando un murmullo de exasperación ante el gran póster.

Caroline se puso en pie; durante los pocos pasos que le costó descolgar la bata azul del gancho de la puerta y envolverse en ella, notó el frío que hacía. De forma instintiva, se la ciñó al cuerpo al salir al pasillo, desde donde pudo comprobar que su hermano ya estaba listo; había dejado la puerta del cuarto de baño abierta para que se disipara el vapor de la ducha. En el espejo se veía una chorreante estrella de David. Brian ya iba vestido con el traje azul marino que su padre había insistido en que se comprara para el nuevo empleo. Le quedaba bien; el corte le imprimía una delgadez más elegante que dolorosa, impresión esta última que era la que solía ofrecer habitualmente. Le daba mejor aspecto, pensó; desde luego, Brian había nacido para llevar traje. «Muy elegante», dijo Caroline con una sonrisa.

Brian sonrió de oreja a oreja, exhibiendo sus grandes y blancos dientes. Mi hermano tiene unos dientes bonitos, pensó ella.

Para él, aquél era un gran día. Se trataba de un puesto de funcionario en un cuerpo de inspectores más grande que el de Fife, y varios niveles más arriba en la escala salarial. Por añadidura, no había que tener en cuenta unos gastos de transporte del mismo calibre. No obstante, en cierto modo constituía un gran paso en lo referente a responsabilidades, y de un modo que asomaba quizá en la fatiga de su mirada, a Caroline le parecía que acusaba un poco la presión. No obstante, en aquellos momentos todos ellos padecían mucho estrés. «¿Nervioso?», preguntó.

«Nah», respondió Brian, antes de admitir, «bueno, quizá un poquitín».

«¡Caroline!». La voz de Joyce, aguda y nasal, volvió a ascender desde abajo. «¡Se te va a enfriar el desayuno!».

Caroline se inclinó sobre el pasamano de la escalera. «¡Vale! ¡Ya te oigo! ¡Bajo enseguida!», rezongó; Brian Kibby se fijó en la tirantez de los tendones del cuello de su hermana.

Joyce interrumpió abruptamente los característicos ruidos de preparación del desayuno; un silencio vacilante se elevó de la cocina como vapor caliente. Era como si un francotirador emboscado acabase de volarle la cabeza a un compañero que tuviese al lado.

Brian Kibby miró a su hermana con gesto consternado, pero Caroline se limitó a devolverle el mohín y encogerse de hombros.

«Venga, Caz…», suplicó él.

«A veces me pone de los nervios».

«Creo que es por lo de papá», dijo Brian, agregando a continuación: «Es muy estresante».

Había algo condescendiente y excluyente en el tono de voz de su hermano que le dolió. «Lo es para todos nosotros», replicó con brío.

A Brian le desconcertó un poco el tono de voz de Caroline. Había dado pocas muestras declaradas de que le hubiese afectado la enfermedad de su padre. Pero por supuesto que así tenía que ser; al fin y al cabo, era su favorita, pensó, un tanto melancólico. Con su acostumbrada indulgencia, Kibby lo atribuyó a la juventud de su hermana, decidiendo que ése era su modo de ser. «Y creo que está nerviosa por mí porque es mi primer día de trabajo y esas cosas…», continuó, implorando de nuevo: «Intenta no sacarla de sus casillas, Caz…».

Caroline se encogió de hombros con gesto indiferente y los hermanos Kibby bajaron las escaleras que conducían a la cocina. Brian enarcó las cejas al ver la gran bandeja de huevos revueltos, tomate asado y champiñones que había sobre la mesa. A su madre le preocupaba que estuviera tan delgado, pero era capaz de comer lo que fuera y no engordar; lo consideraba un destino metabólico compartido por ambos. «Luego te alegrarás», le aseguró Joyce de forma preventiva mientras se sentaba. «No sabes cómo será la comida del comedor municipal ese. Siempre dijiste que el de Kircaldy no estaba muy allá», rumió en voz alta, volviéndose hacia Caroline, que colocó un huevo sobre una tostada mientras dejaba a un lado una loncha de beicon.

Joyce torció el gesto, cosa que Caroline captó de inmediato.

«Ya te he dicho que no como carne», dijo Caroline. «¿Por qué me la sirves cuando sabes que no me la como?».

«No es más que una loncha», respondió Joyce con gesto suplicante.

«Disculpa, pero ¿es que no has oído lo que he dicho?», preguntó Caroline a su madre, mirándola directamente a la cara. «¿Qué crees que significa la frase “no como carne”?».

«La carne es necesaria. Sólo es una loncha». Joyce entornó los ojos y miró a Brian, que estaba ocupado untando de mantequilla una tostada.

«Yo. No. Como. Carne.», afirmó Caroline por tercera vez, ahora cambiando de tono, casi riéndose de su madre.

«Apenas es nada», dijo ésta, irritada. «Todavía estás creciendo».

«De todas las maneras equivocadas, si por ti fuera».

«Eres anoréxica, ése es tu problema», declaró Joyce. «He leído acerca de esa estúpida obsesión con el peso que tenéis las jóvenes de hoy y…».

«¡No puedes llamarme así!», exclamó Caroline, roja de ira. «¡Es como tachar a alguien de enfermo mental!».

Joyce miró con gesto atribulado a su hija. ¿Qué sabría aquella niña escuchimizada y respondona de enfermedades? «Ahí tienes a tu padre, luchando por su vida en el hospital, con goteros por todas partes; seguro que daría cualquier cosa por poder comer algo sólido…».

Caroline ensartó el trozo de beicon con el tenedor enseñándoselo a su madre. «¡Entonces llévaselo a él!», exclamó, poniéndose en pie de golpe y subiendo en tromba las escaleras hasta su habitación.

Joyce prorrumpió en hipidos pequeños y entrecortados. «Esa pequeña…, ¡ay!…». De pronto se detuvo, como si acabara de recordar que Brian estaba presente. «Lo siento, hijo, y encima en tu primer día en el nuevo empleo. Hay veces que ya no reconozco a esa chica», dijo levantando la vista hacia el techo. «Jamás se atrevería a hablar de esa manera si tu padre…».

«No te preocupes. Subiré y hablaré con ella. También está alterada, mamá. Por lo de papá. Simplemente es su forma de manifestarlo», discurrió Brian.

Joyce respiró hondo. «No, hijo, termina de desayunar. Llegarás tarde y es tu primer día de trabajo. No es justo; no, no es justo», dijo ella sacudiendo la cabeza y dejándole desconcertado, preguntándose a qué injusticia se refería exactamente.

Brian Kibby estaba ansioso por hacer eso mismo y salir de casa. Aunque iba un poco sobrado de tiempo, engulló la comida y se colocó la gorra de béisbol roja en la cabeza. El ímpetu y la emoción le hicieron recorrer Featherhall Road hasta llegar a St John’s Road con gran rapidez; allí vio cómo se aproximaba un autobús número 12. Corriendo hasta la parada para cogerlo, tuvo la suerte de encontrar asiento y se asomó por un cristal empañado a la ciudad, fría y empapada. Avanzaron muy lentamente hasta pasar el zoo, parando luego en Western Corner, Roseburn, Haymarket y Princes Street, antes de que él bajara en la estación de Waverley y subiese por Cockburn Street hasta llegar a la Milla Real. Se quitó la gorra de béisbol roja con el logotipo futbolero, ya que no hacía juego con el traje, y la guardó en su bolsa.

Su apresurada salida de casa le había hecho entrar en calor, pero al desembarcar del autobús, el húmedo frío matutino había empezado a insinuarse. Al notar cómo la llovizna y la neblina del Mar del Norte le saturaban paulatinamente la ropa, se le ocurrió que a veces salir a la intemperie en Escocia era como meterse en una sauna fría. Para matar un poco de tiempo recorrió un trecho de la Milla Real. En la papelería compró un ejemplar del Game Informer de aquel mes y lo guardó en la bolsa. Luego se metió por una bocacalle, sintiendo el palpito de la emoción en el estómago, al ver una de sus tiendas favoritas, con su pintoresco rótulo:

A. T. Wilson Hobbies y Pasatiempos

Brian se acordaba de cómo su padre disfrutaba tomándole el pelo por sus frecuentes compras en aquella tienda. «¿Conque todavía vamos a la tienda de juguetes, hijo? ¿No crees que ya vas siendo un poco mayor para esas cosas?». Keith Kibby se reía, pero con frecuencia se adivinaba en su humor un matiz burlón y desdeñoso que avergonzaba a su hijo y le hacía mostrarse más circunspecto en lo referente a sus adquisiciones.

La maqueta del ferrocarril en miniatura que ocupaba el desván de los Kibby era impresionante, aunque como Brian tenía pocas amistades, no eran muchas las personas que habían tenido el privilegio de verla. En su condición de maquinista, Keith Kibby había pensado en un principio que su hijo simplemente compartía su fascinación por las locomotoras, y le desilusionó descubrir que aquella pasión se limitaba exclusivamente a las locomotoras en miniatura. No obstante, en un bienintencionado intento de alentarle en aquella dirección, su padre, entusiasta del bricolaje, recubrió de parquet el desván, colocó una escalera de mano de aluminio y hasta puso la instalación de luz.

Brian Kibby había heredado de su padre la habilidad para la carpintería. El taller de Keith estuvo al otro lado del desván hasta que enfermó demasiado como para subir las escaleras con tanta frecuencia y empleó el cobertizo del jardín en su lugar. Por consiguiente, toda la planta quedó consagrada al complejo ferroviario y urbano de Brian, si se exceptuaban unos cuantos armarios viejos en los que había almacenados algunos juguetes y libros de la infancia, y un montón de estanterías que albergaban sus revistas de reseñas de videojuegos.

Era algo muy inusitado que alguien más subiese allí arriba, y el desván se convirtió en el refugio de Brian, un lugar de retiro cuando le acosaban en el colegio o cuando tenía cosas —o chicas— en las que pensar. Fueron pasando tardes de masturbación solitaria y culpable a medida que su febril imaginación evocaba imágenes de chicas del vecindario o el colegio, desnudas o ligeras de ropa, a las que casi era demasiado tímido para mirar, ya no digamos dirigir la palabra.

No obstante, su pasión abrumadora era el ferrocarril en miniatura. También se avergonzaba de ella; se encontraba tan lejos de las cosas con las que disfrutaban otros chicos, o al menos profesaban disfrutar, que el placer que le proporcionaba era tan deliciosamente clandestino como sus sesiones masturbatorias. De resultas, se volvió más circunspecto y retraído ante sus coetáneos; sólo se sentía libre cuando se encontraba en su desván, donde era amo y señor del entorno por él creado.

Las bromas en familia de Keith acerca de su «expulsión» del desván disimulaban ansiedades de mucho mayor calado, y no sólo relativas a su salud en declive. Le preocupaba que pudiera haber encerrado psicológicamente a su hijo en aquel espacio; al alentar aquella afición había suministrado a aquel muchacho tan tímido un medio de sepultarse en vida.

Cuando Brian alcanzó la edad en la que Keith le consideraba demasiado mayor como para que les acompañase durante las vacaciones familiares, el padre preguntó al hijo adonde pensaba ir.

«A Hamburgo», le dijo Brian con entusiasmo.

Keith se sintió preocupado por la sordidez de la industria del sexo de la Reeperbahn, pero enseguida se dio cuenta, con cierto alivio, de que aquello no era sino un rito iniciático por el que hacía tiempo que tendría que haber pasado su hijo, al rememorar sus propias aventuras adolescentes en el barrio chino de Amsterdam. Sin embargo, algo chirrió en su interior cuando el muchacho añadió: «¡Tienen el mayor ferrocarril en miniatura del mundo!».

Sabía, sin embargo, que había sido él quien había iniciado la obsesión. Había ayudado a su hijo a construir grandes colinas de cartón piedra, alrededor y por debajo de las cuales circulaban los trenes, y le había ayudado también a realizar construcciones minuciosas. El edificio de la estación y el del hotel, inspirados en los de St Paneras, en Londres, eran el orgullo de Brian. Formó parte de un trabajo de carpintería en el colegio, donde sobrevivió a varios intentos de sabotaje por parte de Andy McGrillen, un perdonavidas que había puesto especial empeño en acosarle. En cuanto logró llevarlas a casa, sanas y salvas, sin embargo, no hubo forma de detener a Brian Kibby, pues todo creció a partir de aquellas estructuras amorosamente labradas por él.

Ahora Kibbytown, como a menudo la denominaba, también albergaba un estadio de fútbol construido alrededor de un campo de Subbuteo. Junto al mismo pasaba la vía férrea, recordándole al observador Brockville o Starks Park. Su proyecto más reciente era la construcción de una ambiciosa y nueva tribuna que formaría un puente sobre la vía, tomando como modelo el estadio de Lansdowne Road, en Dublín. Incluso dejó de lado su aversión a los deportes, asistiendo a varios partidos en Tynecastle y Murrayfield para fijarse en el diseño de los estadios.

Cuando comenzaba una nueva fase de construcción, Keith siempre se encontraba ansioso. Le preocupaba que su hijo apisonase sus colinas de cartón piedra, por las que parecía desmesuradamente preocupado, pero Brian siempre edificaba alrededor de ellas. Y vaya si el chico edificaba: bloques de pisos, torres, bungalows, cualquier cosa que se le ocurriera a medida que su ciudad se extendía por el desván, reflejo del desarrollo de la parte oeste de Edimburgo en la que creció.

Ahora, bajo la lluvia matutina, en la calle y asomado al escaparate de Wilson’s Hobbies, Kibby se quedó pasmado al instante. No podía creer lo que veía, ¡pero allí estaba! La elegante locomotora de color granate y negro resplandecía mientras leía con impaciencia y anticipación lo que estaba grabado en la placa del lateral: CITY OF NOTTINGHAM. Era una R2383 BR Princess Class City of Nottingham. Había estado agotada debido a la demanda, convirtiéndose en algo excepcional de la noche a la mañana.

¿Cuánto tiempo llevo detrás de una de ellas?

Mientras miraba el reloj se le aceleró el pulso. La tienda abriría a las nueve en punto, dentro de apenas cinco minutos, pero él tenía que presentarse ante un tal señor Foy a las 9.15. Costaba ciento cinco libras, y si la dejaba allí, se la llevarían antes de que pudiese regresar a la hora de comer. Brian Kibby atravesó a toda prisa la calle para llegar al cajero y retiró su dinero, temblando de emoción y temor en todo momento, no fuese que algún otro entusiasta de los ferrocarriles en miniatura entrase a hurtadillas y le birlase el codiciado artefacto.

Mientras regresaba a toda velocidad a la tienda, Kibby vio a Arthur, el viejo propietario, llegar cojeando hasta la entrada y meter las llaves en la cerradura para abrir. Entró tambaleándose tras él, incapaz de contener su emoción, tuvo que detenerse abruptamente, pues de pronto el anciano se agachó para recoger el correo matutino. En lo que a Kibby se le antojó una eternidad, reunió toda la correspondencia y dijo después con discernimiento: «Ah, hola, Brian, hijo, creo que sé lo que buscas».

Echando un rápido vistazo al reloj, a Kibby le preocupaba ahora llegar tarde. No podía hacer algo así; no podía causar tan mala impresión en su primer día de trabajo. Era importante empezar con buen pie. Su padre siempre había hecho hincapié en la puntualidad hasta el punto de convertirla en una de las obsesiones de Brian Kibby. Cosas de maquinistas, concluyó.

El viejo Arthur pareció un poco molesto al ver que el muchacho se marchaba inmediatamente después de adquirir la locomotora, sin quedarse a charlar como tenía por costumbre. La gente joven siempre andaba con prisas, pensó con cierta desilusión, pues durante mucho tiempo había considerado que Brian Kibby estaba hecho de otra pasta.

Kibby cruzó la calle a la carrera con la caja bajo el brazo. No, no podía llegar tarde, se repitió sin cesar a sí mismo una y otra vez en un mantra nervioso. Aquella noche acudiría al hospital y tenía que ser capaz de mirar a su padre a los ojos y contarle que todo había ido bien en su primer día. El reloj del Tron le dijo que disponía de un poco de tiempo, y comenzó a relajarse y a recobrar el aliento.

Delante de las cámaras municipales se estaban realizando unas obras importantes. Siempre estaban levantando los adoquines de la Milla Real, reflexionó Kibby. Entonces reconoció a uno de los operarios. Era Andy McGrillen, su antiguo verdugo del colegio, ataviado con una chaqueta guateada sin mangas mientras manejaba un gran martillo neumático cuyo temblor ponía de manifiesto la tensión de los poderosos músculos de sus brazos. Kibby contempló sus propios y enclenques bíceps, y recordó lo ridículo que quedó que su padre le dijera: «Si alguien se mete contigo en el colegio, dales con esto», mostrando su propio puño lleno de cicatrices a modo de ejemplo.

Brian Kibby agarró con más fuerza la caja que llevaba.

Cuando McGrillen levantó la vista y le reconoció con lentitud, Kibby notó que en su interior se desencadenaba el acostumbrado relámpago de temor engendrado por la presencia de su viejo antagonista. No obstante, al contemplar a McGrillen, pareció dar paso a otra emoción, menos definible. El desprecio seguía presente en la mirada de su viejo torturador, pero esta vez, vestido con ropa de obrero, se veía frente a un Kibby trajeado, y alguna parte burguesa reprimida de su alma se sintió disminuida. Y Kibby se dio cuenta de ello; se dio cuenta de que McGrillen se veía levantando calles durante el resto de su vida, mientras él, Brian Kibby, en traje y corbata, se convertía en un hombre de provecho, ¡un inspector municipal!

Kibby no pudo reprimir una sonrisita de suficiencia, pues, después de todas las humillaciones de patio de colegio y de años atravesando la calle a la altura de la pastelería o la tienda de fish and chips, acababa de obtener cierto grado de venganza, de justicia. Aquella pequeña sonrisa de autosatisfacción, ¡menudo clavo en el corazón del pobre McGrillen!, pensó mientras atravesaba el patio delantero casi brincando de alegría, dejando de mirarle de forma instantánea y avanzando de un modo estudiadamente distraído, serio y formal, ¡como si McGrillen fuera alguien al que pensaba que conocía pero reparando de inmediato en su error!

Ya en el interior del impresionante vestíbulo, Kibby subió por una escalinata revestida con paneles de caoba hasta llegar a un grupo de ascensores. Al meterse en uno de ellos, vio a un tipo trajeado, de su misma edad o quizá un poco mayor. Kibby pensó que tenía una pinta guay, pues el traje parecía caro. Y el tipo hizo un gesto con la cabeza y le sonrió, ¡a él, a Brian Kibby! ¿Y por qué no? Ahora era alguien, un funcionario municipal, no sólo un currante sin cualificar como McGrillen.

¡A alguien como Andrew McGrillen un tío como ése no le daría ni los buenos días!

Entonces se dio cuenta de que el chico iba con una chica; pues bien, Kibby sintió cómo se le aceleraban las hormonas, y antes de empezar a hablar con el chico, ella también le dedicó una sonrisa. ¡Vaya!, pensó Kibby, admirado ante los cabellos castaño claros, los inquietos y grandes ojos marrones y los voluptuosos labios de la chica. Qué preciosidad, dijo para sus adentros, atónito, presa de una especie de subidón extático tan fuerte que por unos instantes casi se olvidó de la caja que llevaba bajo el brazo.

Al llegar a la siguiente planta subieron al ascensor dos hombres vestidos con mono azul, y acto seguido una profusa y cálida hediondez inundó el compartimento en el que estaban apiñados. Alguien había soltado un pedo. El olor era espantoso, y antes de entornar el rostro en un gesto de asco el tío del traje miró a los ojos primero a Kibby y luego a los muchachos del mono azul. Los obreros se bajaron en la planta siguiente. El joven trajeado exclamó a voz en cuello: «¡Vaya tufarada!».

Alguna gente sonrió y la chica se rió. «Danny», le reprendió.

«No es coña, Shannon», le oyó decir Kibby. «No hay derecho. Hay servicios en todas las plantas».

Shannon, pensó Kibby, demasiado excitado y aturullado para volverse y fijarse si iban a la misma planta que él. No, pensó, aquélla era su gran oportunidad. Ellos no le conocían; no iba a ser el chico tímido del colegio o el silencioso aprendiz de la oficina que preparaba el té para los viejos gruñones, como en su último empleo. Aquí iba a acceder a la mayoría de edad, iba a derrochar confianza en sí mismo, se iba a mostrar sociable y sería respetado. Acto seguido, tomó aire y se volvió para mirar al tal Danny y a la tal Shannon. «Disculpad…, ¿sabéis dónde está la sección de Sanidad y Medio Ambiente? Tengo una cita con el señor Robert Foy».

«Tú debes ser Brian», dijo la chica llamada Shannon sonriéndole, cosa que también hizo, como notó Kibby con gratitud, el chico llamado Danny.

«Síguenos», dijo éste.

¡Apenas he traspasado el umbral y ya he hecho migas con una gente estupenda!