A medida que la pendiente de la colina se volvía más pronunciada, los helechos iban haciéndose más escasos. Brian Kibby, con un jersey de lana de Aran demasiado grande y un anorak impermeable ondeando bajo el viento, se enjugó un poco el sudor del ceño bajo una gorra de béisbol tan ajustada que le hacía daño. Respiró hondo y sintió cómo el aire fresco de la montaña le limpiaba los pulmones. A medida que la vida inundaba su enjuto cuerpo, se detuvo frente al mirador, volviéndose para contemplar la gran cordillera de Munros y la extensión del valle que serpenteaba bajo él.

Mientras disfrutaba de aquella idea de comunión con el universo, se apoderó de él una sensación de superioridad moral: apuntarse al club de senderismo con Ian Buchan, el único amigo de los tiempos del cole que le quedaba, que seguía siendo su compañero del alma, era lo mejor que había hecho jamás. Se habían conocido por medio de una afición común —los videojuegos— y trataron de convertirse el uno al otro a sus respectivas pasiones. Ian era una de las pocas personas a las que Brian Kibby había permitido poner los pies en su desván, donde se encontraba su muy codiciado ferrocarril a escala, a pesar de que Kibby sabía que a Ian le interesaba en muy escasa medida. Y aunque él mismo apenas toleraba la obsesión de aquél con Star Trek, la devoción que sentía por el senderismo era auténtica.

Brian adoraba los fines de semana que pasaba en compañía de aquella pandilla saludable y campechana, que se divertía de lo lindo bajo el rótulo colectivo de los Hyp Hykers. A su convaleciente padre le agradó inmensamente saber que salía más a menudo y que tenía un amigo, pese a que Keith Kibby recelaba un tanto de la naturaleza un tanto exclusiva de la amistad de su hijo con Ian Buchan y más aún de la obsesión de este último con Star Trek. Incluso en aquellas desiertas colinas, el estado de su padre rara vez andaba muy lejos de las cavilaciones de Brian Kibby. En aquellos momentos su padre se hallaba muy enfermo y, la noche anterior, cuando había acudido a visitarle al hospital, lo encontró muy débil y delicado.

Brian Kibby lamió la sal que se le había depositado en los labios, y tras el esfuerzo de la caminata por el sendero que bordeaba la colina, se llevó la botella de Evian a la boca. Asomado sobre el valle con cierta inquietud ante la mayor nube de mosquitos que jamás hubiera visto, sintió cómo el agua mineral masajeaba su garganta reseca.

Pletórico y boquiabierto, contemplaba el hondo desfiladero hasta llegar a las oscuras y amplias colinas que tenía frente a él, panorama acompañado por el álbum Parachutes, de Coldplay, que sonaba en su iPod. Apagando el aparato y sacándose los auriculares de los oídos, dejó resonar un poco el silencio de la naturaleza, roto únicamente por los leves graznidos de algunas aves que les sobrevolaban. Acto seguido, el repentino sonido del matorral crujiendo bajo unos pies indicó la presencia de alguien a su lado. Dando por supuesto que sería Ian, dijo sin volverse: «Fíjate en eso, ¿a que da gusto estar vivo?».

«Es precioso», asintió una voz femenina. Kibby sintió que en su pecho brotaban a la vez el pánico y la euforia, en pugna por la supremacía. Al volverse, notó cómo se le encendían las mejillas y se le humedecían los ojos: era Lucy Moore, con aquellos ojos de intenso color azul y esos rizos pajizos, ondeando desafiantes bajo el viento, y le hablaba a él. «Eh…, sí…», logró articular mientras posaba su mirada sobre la vaina escarlata que tenía por boca.

Lucy pareció no reparar en la torpeza y la incomodidad de Kibby. Su mirada, serena pero penetrante, escrutó las cimas de las montañas que atravesaban el valle, espolvoreadas con una capa de nieve, antes de detenerse en la más elevada de todas. «Me encantaría tratar de escalarla», dijo ella, lanzándole una mirada cómplice.

«Nah… eh… con el senderismo tengo de sobra», respondió Kibby de manera poco convincente, lamentándolo inmediatamente al cobrar conciencia de que el vago interés que Lucy había mostrado por él iba disipándose progresivamente. Peor aún, fue reemplazado por un aura de leve desprecio, emoción que parecía suscitar de forma habitual en muchos miembros del sexo opuesto. «Aunque la verdad es que me tienta…», agregó él, en un intento de arreglar las cosas.

«Me encantaría», reiteró Lucy, aventurándose de nuevo, ahora de forma más cauta.

Kibby no supo qué decir y con cierto azoro le soltó: «Sí, sería estupendo, ya lo creo».

A esto le siguió un silencio tan insoportablemente embarazoso que Brian Kibby, que muy a su pesar había conseguido atravesar la adolescencia y los primeros años de su segunda década de vida sin siquiera besar a una chica, habría aceptado sin dudarlo un instante permanecer virgen toda la vida a cambio de verse libre de aquel tormento. Se ruborizó, tenía los ojos —que parpadeaban de forma incontrolable— llenos de lágrimas, de la nariz le manaba un reguero ininterrumpido de mocos y la garganta se le secó de tal forma que tuvo la plena certeza de que, de haber hablado, la voz se le habría quebrado como ramitas secas bajo los pies.

Sólo se salió del impasse cuando Lucy le preguntó en un tono de voz cansino: «¿Qué hora es?».

Kibby sentía tal ansia de verse libre de su tormento que, en su premura por responder, se le enganchó la correa del reloj en el elástico del puño del impermeable, y la tela se desgarró ligeramente. «Ca… casi las dos», tartamudeó.

«Supongo que deberíamos regresar al refugio para comer», reflexionó Lucy, mirando a Kibby con expresión perpleja.

«Sí», gorjeó Kibby, quizá en un tono demasiado agudo, «¡si no esos triperos se lo comerán todo!».

Y algo dentro de él se vino abajo al ver la sonrisa ligeramente apesadumbrada que aquel comentario suscitó en ella. Aquella expresión le resultaba familiar. La había visto en la cara de su hermana, en la de las amigas de ésta y en la de las chicas de la oficina. La veía en los rostros de todas las jóvenes que conocía. Se quitó la gorra de béisbol roja y se la guardó en el bolsillo, dando así un respiro a sus sienes.

Los muros de piedra de la presa eran empinados y solemnes, severos como una hilera de lápidas en un cementerio. Desde la orilla del lago artificial situado enfrente, Danny Skinner echó un vistazo a los árboles marchitos que se estiraban hacia lo alto buscando luz entre la sombra premonitoria arrojada por aquellas grandes piedras. Llevaba todo el día lloviendo. Ahora ya había parado, dejando atrás un cielo cubierto que anunciaba una noche húmeda y fría.

Ya notaba cómo iba asentándose en su pecho un resfriado, agravado por el reguero de mocos farloperos que le bajaba por la garganta sin cesar. Miró a los tres hombres escasamente abrigados que le acompañaban. Observaban con gesto depredador a otros dos varones que estaban pescando en la presa, los cuales iban vestidos de un modo más apropiado para las inclemencias de la estación. Rab McKenzie, un metro noventa y dos y obeso, era su mejor amigo desde los tiempos del colegio, y seguía siendo su más querido compañero de borracheras. A Gareth no lo conocía tan bien; sólo hacía unas semanas que eran amigos, pero antes de llegar a conocerse ya le caía bien por su reputación.

El que le ponía nervioso era Dempsey. Pese a su relativa juventud, los variopintos círculos en los que entraba y salía significaban que Skinner se había topado con unos cuantos tipos duros, e incluso con algún que otro psicópata. Se había fijado, sin embargo, en que cuando alcanzaban cierta etapa de desarrollo, ya sólo nadaban en compañía de otros tiburones. Con todo, había en Dempsey algo característico y arrollador. Su presencia resultaba sin duda muy útil en cierto tipo de confrontaciones callejeras, pero en aquella situación estaba fuera de su elemento. Aunque quizá, meditó Skinner, era él quien estaba fuera de lugar.

Se conocían todos del fútbol, y los campos inundados habían aniquilado el programa de encuentros en todo el país. Pero eso es lo que hacían; se reunían los sábados y se entregaban a un poco de diversión inofensiva; de vez en cuando alguna pelea, pero por lo general sólo gestos de cara a la galería. Con todo, Skinner volvió a preguntarse qué hacía en una presa de West Lothian un sábado de diciembre por la tarde mientras caían chuzos de punta.

Respuesta: cocaína. Un poco antes, en un pub del centro, Dempsey había preparado una raya tras otra mientras los presentes se fueron reduciendo hasta quedar sólo ellos cuatro. Después propuso una pequeña aventurilla campestre. En ese momento no parecía mala idea: una confabulación fanfarrona inducida por las drogas, urdida en un pub del centro calentito. Ya allí, la cosa había pasado de emocionante a dudosa, y por último, había degenerado en aburrimiento puro y duro. Skinner se moría de ganas de estar en casa con Kay.

Le había contado que, a falta de fútbol, se iba de pesca con algunos de los chicos. Era improbable pero de hecho era casi verdad. Sin embargo, sabía que ya debería estar con ella, de modo que se puso ansioso. Recordó, esperanzado, que ella le había mencionado algo acerca de unos ensayos de danza. A veces éstos se prolongaban. Pero seguía inquieto, aunque quizá no tanto como los dos pescadores.

«Está bien llena de lucios esta presa», explicó Skinner a ambos muchachos, en un esfuerzo por distender un poco las cosas. «En tiempos, no había más que percas. De manera que echaron un par de lucios, en plan lucio-lago, lago-lucio», siguió diciendo, sin esperar reacción pero percibiendo la sonrisa retorcida de Dempsey, «y los muy hijos de puta dejaron las reservas de perca en la nada. Las diezmaron». Se volvió hacia sus amigos. «¡Las percas empezaron a escasear de tal manera que los lugareños lanzaban al agua los palos de madera de las jaulas de periquitos sólo para que pareciera que había más!» [1] Y, al oler el miedo en aumento de los dos pescadores, Skinner empezó a esbozar involuntariamente una deslumbrante sonrisa fúnebre. Se dio cuenta de que habían captado la crudeza de su aviesa reacción, y por un instante se sintió despreciable.

Y el insípido sol poniente se vio cubierto por otra oleada de renegadas nubes negras, proyectando una sombra asesina sobre el lago, lo que hizo temblar visiblemente a uno de los pescadores, el pelirrojo. McKenzie, sintiéndose llamado a reaccionar, volcó de una patada la caja de aparejos de pesca y el cebo. Los gusanos se retorcieron sobre el lodo. «Qué torpe soy, ¿no?».

Skinner apretó los dientes y le lanzó a Gareth una mirada cómplice que decía: qué típico de McKenzie dejarnos a la altura del betún con una gracia tan sosa y acompañada de forma tan grosera.

«¿Sois de la parte límite del condado o qué, chavales?», preguntó Dempsey. «No sois de ninguna cuadrilla, ¿verdad?», preguntó a los desconcertados muchachos antes de señalar con el dedo y levantarle la voz a uno de ellos: «¡Tú! ¡Capullo pelirrojo! ¡Te he preguntado que de qué puto equipo sois!».

«No me gusta el fútbol…», empezó el muchacho.

Dempsey pareció darle vueltas a aquella declaración durante un par de segundos, asintiendo con la cabeza, paladeándola del mismo modo en que un pijo habría paladeado un vino de categoría.

«Los lucios son muy hijos de puta», dijo Skinner riéndose. «Son tiburones de agua dulce. Lo son por naturaleza».

«¿Conoces a Dixie, de Bathgate?», le preguntó bruscamente Dempsey al muchacho pelirrojo; parecía no oír a Skinner, quien estaba pendiente del incremento de la tensión.

El muchacho pelirrojo sacudió la cabeza, y el otro asintió con gesto afirmativo; ambos evitaron escrupulosamente mirarse. «Sólo de oídas».

«Si le ves por ahí le dices que Dempsey le estuvo buscando», dijo éste, subrayando su propio nombre y con cierto gesto de desilusión al ver que los chicos no reaccionaban en absoluto ante aquella revelación.

Exasperado, Skinner pateó de refilón una piedra y observó cómo ésta hacía cabrillas durante un segundo sobre la superficie del lago antes de que éste la engullera con un ruido sordo. Habían tomado un par de cervezas y algo de perica y les habían engatusado para ir a West Lothian para una oscura vendetta que Dempsey tenía planeada contra un viejo conocido desde hacía años, probablemente por algo que ninguno de los dos recordaba ya. No encontraron ni rastro del tipo y empezaron a deambular sin rumbo. Aquel mezquino numerito de acoso e intimidación era resultado de la frustración de no haber logrado ningún resultado en esa dirección. Sin embargo, había algo más; también se trataba de la vieja guardia frente a la nueva generación, decidió Skinner, de un pulso entre McKenzie y Dempsey, en medio del cual se vieron cogidos aquellos dos pobres chavales. «Perdonen ustedes las molestias, muchachos, y buena suerte con la pesca», canturreó alegremente mientras le hacía un gesto con la cabeza a Gareth y ambos se marchaban. McKenzie y Dempsey se entretuvieron, lo cual no auguraba nada bueno.

Gareth hizo una mueca: «Esos dos tendrían que irse de vacaciones a un bed & breakfast y darse a los placeres griegos hasta que se les pasen las ganas».

A Skinner Gareth le caía bien, pero optó por sonreír y reservarse la opinión. «La gente tiene derecho a pescar sin que la molesten. Es un derecho humano elemental», fue su inane comentario.

Oyeron gritos y chillidos, pero siguieron caminando de forma resuelta, encaminándose con rapidez hacia el coche. Algunos instantes después, vieron por el espejo retrovisor a McKenzie y a Dempsey aproximándose hacia ellos. «Les hemos metido bien», anunció entre jadeos un aturullado Dempsey mientras subían a los asientos de atrás. Llevaba un ojo hinchado y magullado. McKenzie lucía una sonrisa de depredador.

«¿Llevaban móvil?», preguntó Gareth en tono irritado. «Porque si es así, la puta poli estará encima cagando leches».

«A lo mejor aquí no hay señal», dijo Dempsey con cierta timidez, «por lo de los muros de la presa y tal».

Gareth arrancó el coche y aceleró mientras subían por la pista hasta llegar a la carretera principal rumbo a Kincardine Bridge. «Iremos por la ruta turística. Vosotros dos, cabrones, cogéis el tren desde Stirling», dijo, indicando con un gesto de la cabeza a Dempsey y McKenzie. Skinner se preguntó si habría ofendido a Dempsey al sentarse en el asiento de delante. Era inevitable que así fuera, sobre todo teniendo en cuenta que detrás, al estar sentado al lado del voluminoso Rab McKenzie, estaría apretujado.

«¡Capullo paranoico!», protestó Dempsey.

«Vete a tomar por saco, Demps; yo no he venido a este estercolero a ver cómo te dabas de bolsazos con civiles inocentes», replicó Gareth.

«Ya, pero…», empezó Dempsey.

«Ni peros ni peras. Pensé que ibas detrás de Andy Dickson y fui lo bastante estúpido como para ayudarte a emprender esta boba caza del hombre porque iba hasta las cejas de coca y, en cualquier caso, a ese retrasado no le tengo ningún cariño. Pero¿acaso alguno de esos chavales era Andy Dickson? ¿No? Ya me parecía a mí».

«Se estaban sobrando que te cagas», le espetó Dempsey.

«Estaban pescando», le rebatió Gareth.

Por el retrovisor, Skinner vio los ojos coléricos de Dempsey clavados en la nuca de Gareth, pero el conductor no parecía consciente de ello. Entretanto, McKenzie relataba con entusiasmo la paliza que habían propinado a los dos chavales. Al darse cuenta del rumbo que tomaba aquello, uno de ellos había ido a por todas y asestó el primer golpe, sacudiéndole un buen derechazo en el ojo a Dempsey. «El capullo pelirrojo», se explayó McKenzie con cierta alegría malévola. Luego siguió explicando cómo tumbó al amigo de éste de un solo puñetazo y observó, entretenido, cómo un Dempsey fuera de sí, casi paralítico de furor y de frustración, se imponía poco a poco a su agresor y después lo reventaba a coces.

Dempsey, sentado en el asiento trasero del coche, iba más tenso que un muelle comprimido, forzado a escuchar el relato de McKenzie. Como no fuera matando al pescador, sabía que poco podía hacer para borrar de la memoria de McKenzie el recuerdo de ese primer golpe que asestado por sorpresa por el pelirrojo, pese a que el chico acabó pagando caro su coraje y su dignidad. Pero la historia de cómo aquel amodorrado capullo pelirrojo le había metido una en la presa circularía. La espectacularidad de aquel golpe se magnificaría cada vez más, mientras que la represalia de Dempsey se volvería cada vez más insignificante e intrascendente. La radiante sonrisa de McKenzie daba fe de que la anécdota acabaría tergiversada y sacada totalmente de contexto.

En el coche, Gareth, posiblemente consciente de la humillación de Dempsey e inquieto por las repercusiones, acabó por ceder y llevó a todo el mundo de vuelta a la ciudad en coche. A medida que las casas de las zonas residenciales daban paso a los bloques de apartamentos de las áreas deprimidas del casco urbano, Skinner pensaba que lo que debía hacer era volver con Kay en ese mismo momento, pero McKenzie propuso ir a tomar una pinta. Bueno, a lo mejor tomaba sólo una antes de volver a casa.