«La cocina de De Fretais es un puto estercolero, eso es lo que es». El joven de complexión pálida se mantenía firme. No es que su atuendo —una mezcla elegantemente combinada de ropa de diseño de marca— insinuase unas pretensiones por encima de su posición social y de su salario: las proclamaba a gritos. Levantando del suelo apenas un metro noventa, a menudo Danny Skinner parecía más grande: su presencia quedaba subrayada por unos penetrantes ojos castaños, y por las cejas negras y pobladas que los dominaban. El ondulado cabello azabache tenía la raya a un lado, lo que le daba un porte de pilluelo, casi de arrogancia, impresión realzada por un rostro angular y el deje de unos finos labios, que sugerían un carácter frívolo hasta en los momentos más lúgubres.
El fornido hombretón que tenía delante rondaba ya el medio siglo. Tenía un rostro rubicundo, angular y con manchas hepáticas, rematado en una melena de cabellos color ámbar, peinados hacia atrás con gomina; en las sienes asomaban ya las canas. Bob Foy no estaba acostumbrado a que lo desafiasen de aquella forma. Enarcó una ceja con gesto de incredulidad. Y no obstante, en aquel movimiento y en la expresión adoptada por aquellos flácidos rasgos, se traslucía una pizca de duda, incluso de leve fascinación, lo que permitió a Danny Skinner continuar: «Me limito a cumplir con mi trabajo. La cocina de ese hombre es una vergüenza», adujo.
Danny Skinner había sido funcionario de Sanidad y Medio Ambiente en el ayuntamiento de Edimburgo durante tres años, y de ahí había pasado a desempeñar un puesto de directivo en formación. Un tiempo muy corto, en opinión de Foy. «Hijo, estamos hablando de Alan De Fretais», resopló su jefe.
La discusión tenía lugar en una espaciosa oficina de planta abierta, dividida por pequeñas mamparas en terminales de trabajo. Por las grandes ventanas de uno de los lados entraba luz, y aunque habían instalado dobles ventanas aún podía oírse el ruido procedente del tráfico del exterior, en la Milla Real de Edimburgo. Los sólidos muros estaban abarrotados de anticuados archivadores, heredados de distintos departamentos de la autoridad local, y una fotocopiadora que daba más trabajo a los del servicio de mantenimiento que a los empleados de la oficina. En un rincón había un fregadero en perenne estado de suciedad, junto a una nevera y una mesa de barniz muy desgastado, sobre la cual reposaban una tetera y una cafetera. Al fondo había una escalera que conducía a la sala de juntas del departamento y el espacio de otra sección, pero en medio había un entresuelo con dos oficinas independientes más pequeñas.
Mientras Foy dejaba caer ruidosamente el informe que tan meticulosamente había preparado sobre la mesa que separaba a ambos, Danny Skinner echó una ojeada a los lúgubres rostros que le rodeaban. Podía ver a los otros dos, a Oswald Aitken y Colin McGhee, mirando en todas direcciones menos hacia él y hacia Foy. McGhee, un nativo de Glasgow bajito y achaparrado, con pelo castaño y un traje gris demasiado ajustado, simulaba buscar algo entre la montaña de papeles amontonados sobre su mesa. Aitken, alto y de aspecto tísico, pelo ralo de color rubio rojizo y con una cara surcada de arrugas y de expresión casi afligida, miró brevemente a Skinner con expresión de desagrado. En él veía un joven gallito cuyos ojos preocupantemente inquietos delataban que el alma que se ocultaba tras ellos se hallaba en perpetua pugna con una cosa u otra. Los jóvenes de esa clase siempre daban problemas, y Aitken, que ya contaba los días que le faltaban para jubilarse, no quería saber nada de ellos.
Al darse cuenta de que no podía contar con apoyo alguno, Skinner dedujo que quizá había llegado el momento de despejar un poco el ambiente. «No estoy diciendo que hubiera humedad en la cocina, pero en la ratonera no sólo me encontré un salmón, sino que encima el pobre estaba asmático. ¡Estuve a punto de llamar a los de la protectora de animales!».
Aitken hizo un mohín, como si alguien se hubiera tirado un pedo ante sus narices en la iglesia de cuyo consejo rector él era miembro. McGhee ahogó una risotada pero Foy se mantuvo inescrutable. Después dejó de mirar a Skinner y posó la vista en la solapa de su propia chaqueta a cuadros, de la cual retiró un poco de caspa, ligeramente preocupado de que sus hombros pudieran estar cubiertos de ella. Tenía que acordarse de decirle a Amelia que cambiara de champú.
A continuación Foy volvió a mirar directamente a los ojos a Skinner. Éste conocía muy bien aquella mirada inquisitiva, y no sólo por su jefe: era la mirada de quien trata de ver más allá de lo que le dejas ver, que trata de leer en tus entrañas. Skinner la sostuvo con firmeza mientras Foy apartaba la vista para hacerle un gesto con la cabeza a Aitken y McGhee, quienes captaron la indirecta y, muy agradecidos, se marcharon. Acto seguido reanudó el contacto visual con intensidad centuplicada. «¿Es que has estado de pedo o qué?».
Skinner se enfureció, y de forma instintiva sintió que el ataque era la mejor defensa. En su mirada apareció una chispa de ira: «¿Pero tú de qué coño vas?», saltó.
Foy, acostumbrado a que sus empleados le tratasen con deferencia, quedó un tanto desconcertado: «Disculpa, eh, no quería insinuar…», empezó, antes de adoptar un tono más cómplice: «¿Has bebido algo a la hora de comer? Entiéndeme, ¡estamos a viernes por la tarde!».
En su calidad de encargado jefe, el propio Foy solía pasarse los viernes por la tarde de tragos; de hecho, a partir del mediodía aproximadamente, solía estar en paradero desconocido; aquél era uno de los raros viernes en los que se dedicaba a deambular de forma ostentosa, asegurándose de que tanto superiores como subordinados le viesen atareado y sobrio. Por lo tanto, Skinner se sintió lo bastante relajado como para hacer la siguiente revelación: «Dos pintas en el bar durante la comida, eso es todo».
Aclarándose ruidosamente la garganta, Foy adelantó su propuesta: «Espero que no inspeccionaras el local de De Fretais con priva en el aliento, por poca que fuera. Está acostumbrado a detectarla entre su propia plantilla. Y sus cocineros también».
«La inspección tuvo lugar el martes por la mañana, Bob», dijo Skinner antes de recalcar: «Sabes que jamás acudiría a ningún local bebido. Esta tarde sólo tenía que ponerme al día con unos papeles, así que me permití un par de pintas», bostezó Skinner, «y he de reconocer que la segunda fue un error. Con todo, una taza de café lo solucionará enseguida».
Recogiendo de la mesa la delgada carpeta que contenía el informe de Skinner, Foy dijo: «Bueno, ya conoces a De Fretais, es nuestro famoso local y Le Petit Jardin es su buque insignia. Tiene dos estrellas de la guía Michelín, hijo. ¿Cuántos restaurantes de este país pueden presumir de lo mismo?».
Skinner meditó brevemente al respecto antes de decidir que no lo sabía y que le importaba un comino. Soy inspector de Sanidad, no groupie de un puto cocinero.
Mordiéndose la lengua, Foy rodeó el escritorio, y estrechó los hombros de Skinner con el brazo. Pese a tener menos estatura que su joven subordinado, era un verdadero morlaco, cuyo cuerpo se deterioraba de forma lenta y a regañadientes, y Skinner notó su fuerza. «Me dejaré caer por allí y charlaré tranquilamente con él para que se ponga un poco las pilas».
Como siempre que se sentía desautorizado y desamparado, Danny Skinner sintió que el labio inferior se le curvaba hacia fuera. Había cumplido con su obligación. Lo que había dicho era cierto. No era ni bobo ni ingenuo, estaba al tanto de la real politik de la situación: algunos siempre eran más iguales que otros. Pero le sacaba de quicio que si un inmigrante de Bangladesh tuviese un puesto de currys de madrugada con una cocina tan cochina como la de De Fretais, lo más seguro es que en aquella ciudad no volvería a hacer ni un huevo pasado por agua. «Muy bien», dijo, abatido.
Pero quizá había exagerado un poco. De Fretais no le caía bien, pese a reconocer que tenía algo extrañamente cautivador. Su ejemplar de Secretos de alcoba de los grandes chefs había sido una de esas compras de la hora del almuerzo de las que se avergonzaba, y lo tenía escondido en el maletín. Recordó el párrafo inicial del prólogo, que con tanto desagrado había leído:
Los más sabios de entre nosotros saben desde hace mucho tiempo que las preguntas más simples son con frecuencia las más tendenciosas. Yo intento iniciar mis relaciones con todos los estudiantes de las artes culinarias que entran en mi órbita con la siguiente pregunta: ¿Qué es un gran chef? Las respuestas nunca dejan de ser instructivas y enigmáticas, pues para ayudarme en mi búsqueda de la excelencia culinaria, ésta es la pregunta a la que me veo abocado a responder sin cesar.
Sin duda, el gran chef ha de ser un artesano que se sienta orgulloso de los meticulosos y a menudo rutinarios detalles de su oficio. Desde luego, el gran chef también ha de ser un científico: es un alquimista, un hechicero y un artista, pues sus creaciones no están pensadas para remediar los males del cuerpo o de la mente, sino para atender a la tarea, mucho más sublime, de elevar el alma.
Nuestro vehículo para alcanzar dicha meta es, pura y simplemente, la comida, pero este recorrido ha de llevarnos por los senderos de nuestros sentidos humanos. Así pues, a menudo sostengo ante mis desconcertados discípulos, y ahora ante ti, querido lector, que si algo ha de ser un gran chef es —ahora y siempre— un sensualista total y absoluto.
¡No es más que un puto cocinero, y anda que no se lo tienen creído tantos de esos capullos!
¡Y qué decir de la puta guía de comida erótica esta! ¿Ese gordo cabrón? ¡Venga ya! ¡La de años que llevará ese fantasma sin verse la polla si no es con la ayuda de un espejo! Claro que unos yuppies anodinos y asexuados de mierda reaccionarían ante algo así: lo comprarán a millares y convertirán a un gordo cabrón, rico y caprichoso, en alguien todavía más gordo, rico y caprichoso. ¡Y aquí me tenéis a mí, habiendo apoquinado un puto ejemplar!
Mientras observaba el enrojecimiento progresivo de la faz de Skinner, Foy sintió cierto desasosiego y retiró el brazo. «Danny, en esta época del año no podemos hacer olas, así que nada de indiscreciones de barra de bar acerca de lo mal que está la cocina de nuestro amigo De Fretais, ¿vale?».
«Ni que decir tiene», respondió Skinner, tratando de disimular el creciente morbo que le producía pensar que aquella noche en el pub se lo cascaría a todo aquel que quisiera escucharle.
«Así se habla, Danny. Eres un buen inspector y no nos sobran precisamente. Ahora mismo sólo tenemos cinco», dijo Foy, sacudiendo la cabeza con expresión de desagrado, antes de animarse súbitamente: «Eso sí, el chico nuevo, el de Fife, empieza mañana».
«¿Ah, sí?», dijo Skinner, enarcando las cejas de forma inquisitiva e imitando inconscientemente a su jefe.
«Sí…, se llama Brian Kibby. Parece un chaval majo».
«Muy bien…», dijo distraídamente Skinner, mientras sus pensamientos vagaban en torno al fin de semana. Aquella noche echaría unos cuantos tragos; las cuatro pintas de la comida le habían dado mucha sed. Después, hecha la salvedad del partido del sábado, pasaría el resto del fin de semana con Kay.
Todo el mundo tenía su propia opinión acerca de dónde terminaba Edimburgo y empezaba el puerto de Leith. Oficialmente, se decía que en el viejo Boundary Bar de Pilrig, o donde comenzaba el código postal EH6. Sin embargo, cuando Skinner bajaba por el Walk, nunca se sentía del todo en Leith hasta que notaba la grandiosa sensación de la pendiente nivelándose bajo los pies, como si su cuerpo fuera una nave espacial que aterrizase en su hogar tras un largo viaje por tierras inhóspitas. Por lo general, dicha sensación comenzaba a partir del Balfour Bar.
Por el camino de vuelta a casa, Skinner decidió parar en casa de su madre, que vivía al otro lado de la calle de la peluquería regentada por ella, en un pequeño callejón adoquinado que salía de Junction Street. Allí fue donde se crió, antes de marcharse el verano anterior. Siempre quiso tener su propio espacio, pero ahora que lo tenía, echaba de menos su hogar más de lo que nunca habría imaginado.
Mi vieja ha terminado el turno y apesta a líquido de permanente. Ya había olvidado hasta qué punto el garito entero olía así, cómo lo impregna todo. Aún lleva en el antebrazo el tatuaje casero ese de tinta china que dice BEV; no hace el menor esfuerzo por ocultarlo, pese a trabajar en contacto directo con la clientela en un negocio del sector servicios. Aunque, claro, hay que reconocer que no hablamos de una base de clientes muy exigente: está a un millón de leguas del ganado que frecuentaría, por ejemplo, el restaurante del tocino de De Fretais.
Yo me crié en esa tienda, donde todas las viejas gallinas cluecas que constituían la clientela regular eran mis tías o abuelas suplentes. Me frotaban, como si fuera un ungüento de lujo, contra todas aquellas voluminosas delanteras. Un chavalín sin papá: objeto de lástima, de mimos y hasta de cariño. El viejo y soleado Leith: no hay lugar que ame tanto a sus bastardos como un puerto.
El fuego eléctrico, con su falsa pantalla de carbones, da cierto calor, pero el enorme gato persa azul está tendido en la alfombra delante de él, absorbiendo todo su calor como un cabronazo egoísta, que es lo que es. La repisa de la chimenea suele ser el centro de la habitación, pero ahora ha cedido la preeminencia al abrumador y gigantesco árbol de Navidad que hay en el rincón. En la pared, sobre el fuego, cuelga una copia enmarcada del álbum de los Clash London Calling. Garabateado en él con rotulador se lee:
Para Bev, punk n.° 1 de Edimburgo.
Con cariño, Joe S.
20/1/80
Mi vieja presume de ser una estudiosa de la naturaleza humana, pues está convencida de que, gracias a su trabajo, es capaz de leer a las personas como si fueran ejemplares del Hola. Cuando entran y le cuentan que quieren que les haga esto o lo otro a sus grasientas, secas o lacias greñas, ella les mira a los ojos y les suelta: «¿Estás segura de que eso es lo que quieres?». Ellas la miran con nerviosismo y enumeran algunas posibilidades hasta que ella asiente con un gesto de aprobación y dice: «Eso». Después acelera, susurrando «Es muy bonito», o «Te va mucho, nena». Y siempre vuelven. Como acostumbra a alardear la vieja, «Las conozco mejor de lo que se conocen ellas a sí mismas».
Sin embargo, en el trato con su única y bastarda descendencia semejante actitud está de más. Se sienta en la silla mientras yo me desplomo en el sofá, cojo el mando a distancia y pongo el telediario. «Me imagino que el dinero aquel de la indemnización», empieza, entornando la mirada bajo esas grandes gafas, «ya estará todo en manos del sector hostelero, ¿no?».
La vieja se está poniendo fondona. Siempre fue una retacona, pero ahora la cara se le está poniendo cada vez más carnosa. Como siempre le ha gustado vestir de negro, ahora que con los años ha ido engordando, no puede valerse del efecto adelgazante de dicho color. «Esa observación me parece muy injusta», respondo mientras echan el resumen deportivo de la jornada y otro gol de Riordan se estrella en la red, «son muchos los corredores de apuestas que se han llevado su tajada».
Pero me está vacilando. Sabe cuánto me costó dar la primera entrada para el piso. ¡Fueron quince de los grandes los que me dieron a cuenta del accidente, no ciento quince!
«¿De modo que lo has despilfarrado todo?», me pregunta, pasándose la mano por su cabellera carmesí.
No pienso entrar en este tema con ella: «Parafrasearé a un gran futbolista: “La mayor parte me lo gasté en bebida, en mujeres y en las carreras. El resto lo despilfarré”».
«Ya, claro», gruñe la vieja, levantándose y apoyando las manos sobre las caderas, imitando sin darse cuenta la pose de Jean Jacques Burnel en el póster de los Stranglers que hay a sus espaldas. «¿Y supongo que te quedarás a cenar?».
Eso no acostumbra a ser el placer gastronómico que ella se imagina. «¿Qué es lo que hay?».
«Salchichas».
Que alguien me sujete. «¿De ternera o de cerdo?».
La vieja se quita las gafas, lo que deja a ambos lados de su nariz unas hendiduras de color vino. Se esfuerza por enfocarme de nuevo, como si acabase de despertarse, y se limpia las gafas sobre la blusa. «¿Te quedas a cenar o no?».
«Vale…, está bien».
«No me tienes que hacer ningún favor, Danny», comenta, antes de soplar sobre las gafas y volver a frotarlas. Vuelve a ponérselas y se va a la cocina, donde abre la nevera.
Yo me levanto y me acerco al área de la cocina, apoyándome sobre la barra de desayunar. «Quizá tendría que haber invertido mi dinero en productos concretos, en algo popular y duradero», digo estirándome y pinchándole con el dedo el tatuaje del brazo, «como la tinta china».
Ella se aparta, y me fulmina con la mirada tras las gafas.
«No empieces con eso, hijo. Y no te pienses que puedes andar sableándome a todas horas. Tienes un buen empleo; puedes pagarte los recibos de la tarjeta por tus propios medios».
Cada vez que vengo aquí me recuerda lo de los putos recibos. A mi vieja le gusta imaginarse que sigue siendo punk, pero es pequeña empresaria hasta la médula.