Danny Skinner se levantó el primero, inquieto; le había resultado imposible conciliar el sueño. Aquello le preocupaba, pues después de hacer el amor solía quedarse profundamente dormido. Hacer el amor, pensó, sonriendo antes de reconsiderarlo. Follar. Miró a Kay Ballantyne, que dormía plácidamente con su largo y lustroso cabello negro desparramado sobre la almohada; los labios delataban todavía los vestigios de la satisfacción que él le había proporcionado. Una oleada de ternura se abrió paso desde las profundidades de su ser. «Hacer el amor», dijo con ternura, besándole la frente con cuidado, para evitar arañarla con el vello facial de su larga y puntiaguda barbilla.
Envolviéndose en una bata de tartán verde, acarició el escudo bordado en oro. Era el emblema del Hibernian Football Club, con el arpa irlandesa y el año de admisión del equipo en la Asociación Escocesa de Fútbol: «1875». Kay se la había regalado el año pasado para navidades. Aún no llevaban mucho tiempo saliendo juntos, y como regalo le había parecido muy significativo. Sin embargo, ¿qué le había regalado él a ella? Fue incapaz de recordarlo; quizá unos leotardos.
Skinner fue hasta la cocina y sacó una lata de Stella Artois de la nevera. Tras tirar de la anilla, encaminó sus pasos hacia el salón, donde rescató el mando a distancia de la televisión de los pliegues del voluminoso sofá y sintonizó Secretos de los grandes chefs. El popular programa se hallaba entonces en su segunda temporada. Lo presentaba un famoso chef, que recorría Gran Bretaña pidiendo a cocineros de cada localidad que pusieran a prueba sus recetas secretas para una partida de famosos y críticos culinarios, que a continuación emitía un veredicto.
No obstante, el veredicto definitivo quedaba en manos del eminente Alan De Fretais. El célebre chef había suscitado cierta controversia últimamente, al publicar un libro titulado Secretos de alcoba de los grandes chefs. En las páginas de aquel libro de cocina afrodisíaca, expertos culinarios internacionalmente reconocidos habían presentado cada uno su receta, explicando cómo la habían empleado para que prosperase una seducción o como condimento de un encuentro carnal. No tardó en convertirse en un éxito de ventas y permaneció durante varias semanas en cabeza de las listas de bestsellers.
Aquel día, De Fretais y sus cámaras se encontraban en un gran hotel en Royal Deeside. El chef televisivo era un gigantón de modales grandilocuentes y fanfarrones, y era evidente que el cocinero local, un joven de aspecto concienzudo, se sentía intimidado en su propia cocina.
Mientras sorbía su lata de cerveza, Danny Skinner observaba la mirada nerviosa y parpadeante y la actitud defensiva del cocinero novato, pensando con orgullo que él le había tomado la medida a aquel tirano, y que en el par de ocasiones en que habían tenido trato, se había mantenido firme. Ahora sólo tenía que esperar y ver qué pasaba con su informe.
«Una cocina ha de estar in-ma-cu-la-da», le regañó De Fretais, subrayando sus palabras con collejitas de broma en la nuca del joven chef.
Skinner observó cómo el joven cocinero le daba la razón, desesperanzado y cohibido ante la ocasión, las cámaras y la mole del obeso chef, que le acosaba y le relegaba al papel de títere infeliz. Ya se guardará de intentar algo semejante conmigo, pensó, llevándose la lata de Stella a los labios. Estaba vacía, pero en la nevera había más.