CAPÍTULO V

LIBERTAD Y LEGISLACIÓN

Una conclusión muy importante que se puede extraer de los capítulos precedentes es que la rule of law, en el sentido clásico de la expresión, no se puede mantener sin asegurar verdaderamente la certeza de la ley, concebida como la posibilidad de una planificación a largo plazo, por parte de los individuos, en cuanto a su conducta en la vida privada y en los negocios. Además, no podemos fundamentar el gobierno de la ley en la legislación, a no ser que recurramos a disposiciones tan drásticas, y casi absurdas, como las amañadas por los atenienses en el tiempo de los nomotetai.

Es típica de nuestra época la tendencia a aumentar los poderes que los funcionarios de los países occidentales han adquirido, y aún adquieren día tras día, sobre sus conciudadanos, pese al hecho de que esos poderes, habitualmente, se supone que están limitados por la legislación[58]. Un autor contemporáneo, E. N. Gladden, resume esta situación en un dilema, que formula en el título de su libro Bureaucracy or Civil Service. Los burócratas entran en escena en cuanto los funcionarios de la administración parecen hallarse situados por encima de la ley del país, sea cual fuere la naturaleza de esta ley. Hay casos en que los funcionarios, deliberadamente, sustituyen las disposiciones legales por su propia voluntad en la creencia de que, así, perfeccionan la ley y consiguen, de una manera no establecida en la ley, los mismos objetivos que, según ellos, la ley pretendía alcanzar. A menudo, es indudable la buena voluntad y la sinceridad de los funcionarios en estos casos.

Permítaseme citar un ejemplo tomado de ciertas prácticas burocráticas de mi propio país en el momento actual. Poseemos regulaciones legales acerca del tráfico de los vehículos. Éstas prevén un cierto número de castigos por las faltas cometidas por los conductores de vehículos. Los castigos, generalmente, son multas, aunque en casos excepcionales los que contravienen las normas pueden ser juzgados y encarcelados. Además, en ciertos casos previstos especialmente por otras regulaciones legales, los transgresores pueden ser privados de sus licencias de conducir —si, por ejemplo, sus faltas contra las regulaciones del tráfico causan lesiones personales o graves daños a otros, o si conducen estando bajo la influencia del alcohol—. Como el tráfico de los vehículos de motor de todo tipo aumenta constantemente, los accidentes se hacen cada vez más frecuentes. Las autoridades están convencidas de que una disciplina estricta impuesta a los conductores por los mismos funcionarios encargados de hacer observar la ley es la medida mejor, aunque no sea una panacea, para reducir el número de muertes debidas al tráfico en todo el territorio que controlan. Los miembros del poder ejecutivo, tales como el ministro del Interior y otros funcionarios estatales que dependen de él, los «prefectos», los agentes de la policía nacional del país, los funcionarios de la policía local en cada ciudad, etc., se esfuerzan por llevar a la práctica esta teoría cuando se ocupan de las transgresiones de las regulaciones del tráfico. Pero algunos de ellos, a menudo, hacen aún más. Parecen estar convencidos de que la ley del país, en relación con esto (a saber, las regulaciones legales que conciernen a los castigos que han de ser impuestos por los jueces a los transgresores y el procedimiento que se ha de seguir para ello), es demasiado suave y lenta para satisfacer con éxito las nuevas exigencias de las modernas condiciones del tráfico. Algunos funcionarios pretenden «perfeccionar» el procedimiento existente a seguir de acuerdo con la ley del país en estas cuestiones.

Un funcionario me explicó todo esto cuando quise intervenir en favor de algunos clientes míos contra lo que yo consideraba una práctica ilegal de las autoridades. La policía acusó a un hombre de haber adelantado un vehículo, violando el código de la circulación. Inmediata e inesperadamente, el «prefecto» le privó de su carnet de conducir. Como resultado de ello, ya no pudo conducir su camión, lo que quería decir que, prácticamente, se encontraba sin trabajo hasta que las autoridades consintieran en devolverle su carnet. De acuerdo con nuestras regulaciones escritas, el «prefecto» puede privar a un transgresor de su carnet de conducir en cierto número de casos, pero el adelantar otro vehículo en contra de las regulaciones del tráfico y sin producir víctimas no es uno de ellos. Cuando llamé la atención del funcionario responsable sobre este hecho, estuvo de acuerdo conmigo en que, quizás, según una interpretación correcta de las normas actuales, mi cliente no había realmente cometido una falta punible con la retirada de su carnet. El funcionario, cortésmente, me explicó también que, en otros varios casos, quizás en un 70 por 100, los transgresores estaban ahora siendo privados de su carnet de conducir por las autoridades, sin que verdaderamente hubieran cometido una falta que mereciera este castigo según la ley. «Pero usted comprenderá», dijo, «que si no hacemos esto, la gente de este país (a veces los funcionarios parecen considerarse a sí mismos nativos de otros países) no tomará suficientes precauciones, ya que les importan un comino las penas de unos pocos miles de liras, como las que normalmente impone la ley. Por otra parte, si se les retira por algún tiempo su carnet, los transgresores sienten esta pérdida mucho más, y en el futuro serán mucho más cautos». Dijo también que él pensaba que la injusticia hecha a un pequeño número de ciudadanos se podía justificar por el resultado general que se podía obtener, según pensaban las autoridades, al mejorar el movimiento del tráfico, para el interés público.

Un ejemplo aún más sorprendente en relación con esto me lo contó un colega. Había ido a protestar de que un fiscal de distrito hubiera dictado una orden de prisión contra un conductor que había atropellado y matado a alguien en la calle. Según nuestra ley, los homicidios casuales se pueden castigar con prisión. Por otra parte, los fiscales de distrito pueden emitir órdenes de prisión antes del juicio sólo en casos especiales, determinados por las normas de nuestro procedimiento criminal, siempre que consideren que la prisión puede ser aconsejable en las circunstancias precisas. Evidentemente, la prisión antes del juicio no es un castigo, sino una medida de seguridad destinada a prevenir, por ejemplo, la posibilidad de que un hombre acusado de haber cometido un crimen pueda escapar antes de ser juzgado o, incluso, cometer otros crímenes en el ínterin. Como esto, obviamente, no era el caso para la persona antes mencionada, mi colega preguntó al fiscal del distrito por qué había dado una orden de prisión en esas circunstancias. La respuesta fue que, en vista del creciente número de víctimas por vehículos de motor, era legítimo y adecuado por su parte intentar prevenir que los infractores causasen más problemas encarcelándolos. Además, los jueces ordinarios, habitualmente, no son muy severos para con las personas encausadas por homicidio casual; de aquí que un pequeño anticipo del sabor de la prisión, antes del juicio, sería una experiencia saludable para los transgresores. El funcionario interesado admitió cándidamente que se comportaba de esta manera para «mejorar» la ley, y se sentía perfectamente justificado al utilizar medios tales como la prisión, aunque no estaban prescritos adecuadamente por la ley para este propósito, con tal de alcanzar la deseada finalidad de reducir las víctimas debidas al tráfico.

Éste es un caso típico de la actitud de los funcionarios que se permiten suplir ellos mismos a la ley, violentando la letra de los estatutos para poder aplicar normas propias, bajo el pretexto de que la ley sería insuficiente si se interpretara de una manera más escrupulosa, y alcanzar así sus objetivos en una circunstancia dada. Por cierto, éste es también un caso de conducta ilegal, o sea, de una conducta de parte de los funcionarios públicos que contraviene la ley, y no debe confundirse con el comportamiento arbitrario, tal y como el que, eventualmente, sepermite a los funcionarios británicos hoy en día, teniendo en cuenta la falta de una serie de normas administrativas definidas. Como ejemplo de conducta arbitraria de la administración británica se podría citar probablemente el famoso y bastante complejo caso de Crichel Down, que levantó tantas y tan violentas protestas en Inglaterra hace algunos años. Funcionarios gubernamentales, que habían requisado legalmente propiedades privadas durante la guerra para utilizarlas como zona de bombardeo, intentaron disponer de estas mismas propiedades después de la guerra con finalidades totalmente distintas, tales como la realización de experimentos agrícolas, etc.

En este tipo de casos, la existencia de ciertas regulaciones, en el sentido de estatutos escritos y formulados con precisión, puede resultar muy útil, si no siempre para impedir que los funcionarios violen la ley, al menos para hacerles legalmente responsables de su conducta ante los tribunales ordinarios o gubernamentales, tales como el conseil d’état francés.

Pero vayamos a la parte importante de mi argumentación: la libertad individual en todos los países occidentales se ha ido reduciendo gradualmente en el último siglo, no sólo, o no principalmente, por abusos y usurpaciones de funcionarios que actúan contra la ley, sino también porque la ley, a saber, el derecho escrito, capacitaba a los funcionarios para comportarse de una manera que, según la ley anterior, hubiera sido juzgada como una usurpación de poder y un abuso sobre la libertad individual de los ciudadanos[59].

Esto lo demuestra claramente, por ejemplo, la historia del llamado «derecho administrativo» inglés, que se puede resumir como una sucesión de delegaciones estatutarias de los poderes legislativos y judiciales a los funcionarios ejecutivos. El destino de la libertad individual en Occidente depende principalmente de este proceso «administrativo». Pero no debemos olvidar que el proceso en sí mismo, sin tener en cuenta los casos de cabal usurpación (que probablemente no son tan importantes y numerosos como imaginamos), se ha hecho posible por la legislación.

Estoy completamente de acuerdo con algunos autores contemporáneos, como el profesor Hayek, que desconfían de los funcionarios ejecutivos, pero piensan que las personas que preconizan la libertad individual deberían desconfiar aún más de los legisladores, ya que precisamente es a través de la legislación como se ha conseguido, y aún sigue consiguiéndose, el aumento de los poderes (incluso los «poderes absolutos») de los funcionarios. Los jueces pueden haber contribuido también, al menos de una manera negativa, a este resultado en los tiempos recientes. Un especialista tan eminente como el antes citado sir Carleton Kemp Allen señala que los tribunales judiciales de Inglaterra podían haber entrado en conflicto con el poder ejecutivo, tal y como estuvieron dispuestos siempre a hacer en épocas pasadas, para reafirmar, e incluso extender, su autoridad, en conexión con una concepción alterada de la relación entre el individuo y el Estado. En años recientes, no obstante, según sir Carleton, han hecho «precisamente lo contrario», ya que, cada vez más, «han tendido a no inmiscuirse en las cuestiones puramente administrativas y se han abstenido de cualquier interferencia en la política ejecutiva».

Por otro lado, un magistrado tan distinguido como sir Alfred Denning, uno de los actuales lores del Tribunal de Apelación de Su Majestad en Inglaterra, en su libro The Changing Law, publicado por primera vez en 1953, nos proporciona un informe muy convincente acerca de las diversas acciones de los tribunales británicos, durante los últimos años, destinadas a mantener el gobierno de la ley utilizando el recurso de mantener bajo un control judicial ordinario los departamentos gubernamentales (particularmente después del Decreto de Procedimientos de la Corona [Crown Proceeding Act] de 1947) y esas singulares entidades que son las industrias nacionalizadas, los tribunales departamentales (contra uno de los cuales el tribunal del King’s Bench emitió un mandamiento de certiorari en el famoso proceso de Northumberland, en 1951), los tribunales privados (como los establecidos por las reglas de organizaciones del tipo de los sindicatos laborales), etc. Es difícil decidir si sir Carleton tiene razón al acusar a los tribunales ordinarios de indiferencia hacia los nuevos poderes del ejecutivo o si sir Alfred Denning la tiene al señalar su actividad en ese mismo sentido.

Muchos poderes se han conferido a los funcionarios estatales en Inglaterra y en otros países a través de la promulgación de estatutos por parte de la legislatura. Bastaría simplemente con examinar, por ejemplo, la historia de la delegación de poderes en Inglaterra en los últimos años para convencerse completamente de esto. Continúa siendo una de las creencias políticas más hondamente radicadas de nuestro tiempo que, dado que la legislación la aprueban los parlamentos, y puesto que los parlamentos los elige el pueblo, dicho pueblo es el origen del proceso legislativo, y que la voluntad del pueblo, o al menos de aquella parte del pueblo que se identifica con el electorado, prevalecerá en último término en todas las cuestiones que el gobierno haya de determinar, tal y como Dicey hubiera dicho.

No sé hasta qué punto tiene validez esta doctrina, si la sometemos a críticas tales como las sugeridas por mis conciudadanos Mosca y Pareto, a comienzos de este siglo, en sus famosas teorías de la importancia de las minorías dirigentes, o, como Pareto diría, de las élites, críticas que aún se citan frecuentemente por los sociólogos y los científicos políticos en los Estados Unidos. Prescindiendo de cualquier conclusión que pudiéramos sacar sobre estas teorías, el «pueblo» o el «electorado» son conceptos que no se pueden reducir fácilmente, o incluso hacerse compatibles, al de la persona individual, como ciudadano particular que actúa según su propia voluntad y que, por tanto, está «libre» de coacción en el sentido que hemos aceptado aquí. Libertad y democracia han sido ideales concomitantes para los países occidentales, desde los tiempos de los antiguos atenienses. Pero diversos pensadores en el pasado han señalado, como Tocqueville y lord Acton, que la libertad individual y la democracia pueden hacerse incompatibles siempre que las mayorías sean intolerantes o las minorías sean rebeldes, y en general, siempre que existan dentro de una sociedad política elementos que Lawrence Cowell habría denominado «irreconciliables». Rousseau era consciente de esto cuando indicó que todos los sistemas mayoritarios deben estar basados en la unanimidad, al menos en lo que respecta a la aceptación de la regla de la mayoría, si es que han de reflejar la «voluntad común».

Si esta unanimidad no constituye una mera ficción de los filósofos políticos, sino que pretende tener un verdadero significado en la vida política, hemos de admitir que siempre que una decisión tomada por la mayoría no sea aceptada libremente, sino sólo soportada, por una minoría, de la misma manera que los individuos aislados pueden sufrir actos coactivos para evitar cosas peores por parte de otras personas, tales como ladrones y chantajistas, la libertad individual en el sentido de ausencia de coacción ejercida por otras personas no será compatible con la democracia, concebida como el poder hegemónico de los números.

Si consideramos el hecho de que ningún proceso legislativo tiene lugar en una sociedad democrática sin estar basado en el poder de los números, debemos concluir que este proceso probablemente será incompatible con la libertad individual en muchos casos.

Estudios recientes en el ámbito de la denominada ciencia de la política y sobre la naturaleza de las decisiones de grupo tienden a confirmar este punto de vista de una manera bastante convincente[60].

Los ensayos realizados por algunos especialistas en tiempos recientes para comparar comportamientos tan diferentes como el de un comprador o un vendedor en el mercado y, por ejemplo, el de un votante en una elección política, con el objeto de descubrir algún factor común entre ellos, me parecen bastante estimulantes, no sólo por las cuestiones metodológicas implicadas, relacionadas con la ciencia económica y con la ciencia política, respectivamente, sino también por el hecho de que la cuestión de si existe una diferencia entre la posición económica y la política (o jurídica), respectivamente, de los individuos dentro de una misma sociedad, ha sido uno de los puntos más debatidos entre los liberales y los socialistas durante los últimos cien o ciento veinte años.

Esta polémica nos puede interesar en más de un sentido, ya que estamos intentando poner en claro un concepto de libertad como ausencia de coacción ejercida por otras personas, incluidas las autoridades, que implica libertad en los negocios lo mismo que en cualquier otra esfera de la vida privada. Las doctrinas socialistas han defendido desde siempre, que en un sistema jurídico y político que garantiza derechos iguales a todos, las personas que carecen de medios suficientes para beneficiarse de muchos de estos derechos no tendrían ninguna ventaja con esa igualdad de derechos. Las doctrinas liberales, por el contrario, han mantenido que todos los intentos de «integrar» la «libertad» política con la «libertad de necesidades» de los «no pudientes», tal y como sugieren o imponen los socialistas, conducen a contradicciones tan grandes dentro del sistema que, simplemente, no se puede garantizar a todo el mundo «libertad» si ésta se concibe como la ausencia de necesidades, sin que resulte de ello la supresión de la libertad política y jurídica concebida como ausencia de coacción ejercida por otras personas. Pero, además, las doctrinas liberales añaden algo más. Defienden también que no se puede verdaderamente conseguir a través de decretos y controles de las autoridades sobre el proceso económico una «libertad de necesidades» comparable a la obtenida en un mercado libre.

Lo que sí podemos considerar como un presupuesto común, tanto a los socialistas como a los liberales, es que existe una diferencia entre la libertad jurídica y la libertad del individuo concebida como ausencia de coacción, por una parte, y la libertad «económica» o «natural» del individuo, por otra, si es que hemos de aceptar el término «libertad» también en el sentido de «ausencia de necesidades». Esta diferencia la aprecian desde diferentes puntos de vista los liberales y los socialistas, pero en último análisis unos y otros reconocen que la «libertad» puede tener acepciones diferentes, y quizás incompatibles, para los individuos que pertenecen a una misma sociedad.

Indudablemente, la introducción de la «libertad de necesidades» en un sistema político o jurídico implica una alteración necesaria del concepto de «libertad», entendida como libertad de coacción que el sistema garantiza. Esto ocurre, como señalan los liberales, debido a cierto tipo especial de disposiciones de los estatutos y decretos de inspiración socialista, que son incompatibles con la libertad de los negocios. Pero también ocurre, y sobre todo, porque el simple intento de introducir la «libertad de necesidades» debe hacerse —como admiten todos los socialistas, al menos en cuanto están dispuestos a ocuparse de sociedades históricas preexistentes, y no a limitar sus esfuerzos a promover sociedades de voluntarios en alguna remota parte del mundo— primeramente mediante la legislación y, por tanto, por decisiones basadas en la regla de la mayoría, prescindiendo del hecho de si las legislaturas se eligen, como ocurre en casi todos los sistemas políticos actuales, o son expresión directa del pueblo, como lo eran en la antigua Roma y en las antiguas ciudades griegas, y lo siguen siendo en las Landsgemeinde suizas en la actualidad. Ningún sistema de mercado libre puede realmente funcionar si no está radicado en un sistema jurídico y político que ayuda a los ciudadanos a contrarrestar la interferencia en sus negocios por parte de otras personas, incluidas las autoridades. Pero un rasgo característico de los sistemas de mercado libre parece también ser que son compatibles, y probablemente compatibles sólo, con los sistemas legales y políticos que apenas recurren, o no recurren en absoluto, a la legislación, al menos en lo que concierne a la vida privada y a los negocios. Por otra parte, los sistemas socialistas no pueden seguir existiendo sin ayuda de la legislación. No hay ninguna evidencia histórica, a lo que entiendo, que apoye la suposición de que «la libertad de necesidades» socialista de todos los individuos sea compatible con instituciones tales como el sistema del derecho consuetudinario o el sistema romano, en que el proceso legislativo depende directamente de todos y cada uno de los ciudadanos, con la ayuda ocasional de los jueces y de expertos tales como los jurisconsultos romanos, sin recurrir, como norma, a la legislación.

Sólo los llamados «utópicos», que pretendieron promover colonias especiales de voluntarios para realizar sociedades socialistas, imaginaron que podían hacerlo sin legislación. Pero, en realidad, también ellos pudieron prescindir de dicha legislación sólo por cortos períodos de tiempo, hasta que sus asociaciones voluntarias se convirtieron en amalgamas caóticas de antiguos voluntarios, ex voluntarios y recién llegados sin ninguna fe especial en cualquier forma de socialismo.

Socialismo y legislación parecen estar inevitablemente conexionados, si es que las sociedades socialistas quieren seguir viviendo. Probablemente, éste es el motivo principal que explica el peso cada vez mayor que se da en los sistemas de derecho consuetudinario, como el inglés y americano, no sólo al derecho escrito y a los decretos, sino también a la misma idea de que un sistema jurídico es, después de todo, un sistema legislativo, y que la «certeza» es la certeza a corto plazo de la ley escrita.

La razón por la que el socialismo y la legislación están inevitablemente asociados es que mientras que un mercado libre implica un ajuste espontáneo de la demanda y de la oferta, basándose en las escalas de preferencia de los individuos, este ajuste no puede tener lugar si la demanda no es adecuada a la oferta, esto es, si las escalas de preferencia de los que constituyen el mercado no son complementarias. Esto puede suceder en todos aquellos casos en los que los compradores piensan que los precios solicitados por los vendedores son demasiado elevados, o en que los vendedores piensan que los precios ofrecidos por los compradores son demasiado bajos. Los vendedores que no están en situación de satisfacer a los compradores, o los compradores que no están en situación de satisfacer a los vendedores, no pueden formar un mercado, a no ser que vendedores y compradores, respectivamente, dispongan de algún medio de coaccionar a su contraparte en el mercado para que satisfagan sus demandas.

Según los socialistas, los ricos «privan» a los pobres de lo que éstos necesitan. Esta manera de hablar es simplemente un abuso lingüístico, ya que no está probado que los «poseedores» y los «no poseedores» tuvieran o tengan todos derecho a la posesión común de todas las cosas. Cierto que la experiencia histórica apoya el punto de vista socialista en algunos casos, tales como invasiones y conquistas, y en general en los casos de latrocinio, piratería, chantaje, etc. Pero estas cosas no ocurren nunca en un mercado libre, esto es, en un sistema que permite a los compradores y vendedores individuales contrarrestar la coacción ejercida por otras personas. Hemos dicho ya, a este respecto, que muy pocos economistas toman en consideración esas actividades de «mala producción», ya que en general se las rechaza como algo completamente fuera del mercado y, por tanto, indigno de la investigación económica. Si nadie puede ser coaccionado, sin posibilidad de defenderse, a pagar por los bienes y servicios más de lo que pagaría sin dicha coacción, las actividades de mala producción no pueden tener lugar, ya que en esos casos ninguna demanda se ajustará a la oferta de bienes y servicios y no se podrá llegar a un acuerdo entre los vendedores y los compradores.

La legislación puede llevar a cabo lo que un ajuste espontáneo no podría nunca hacer. Se puede obligar a la demanda a que se ajuste a la oferta, o se puede obligar a la oferta a que se ajuste a la demanda, de acuerdo con una serie de regulaciones promulgadas por los cuerpos legislativos, los cuales decidirán posiblemente, como ocurre hoy, basándose en artificios tales como la regla de la mayoría.

Lo que sobre la legislación perciben inmediatamente los teóricos y la gente común es que las regulaciones obligan a todo el mundo, incluso a aquellos que no han participado nunca en el proceso de elaborarlas, y que incluso pueden no haberse enterado nunca de él. Este hecho distingue un estatuto de una decisión dictada por un juez en un caso que las partes le han planteado. Esta decisión puede ser puesta en vigor, pero no automáticamente, esto es, sin la colaboración de las partes interesadas, o al menos de una de ellas. En cualquier caso, no se puede poner en vigor directamente para otras personas que no eran partes en la disputa o que no estaban representadas por las partes en litigio.

Así, los teóricos unen habitualmente la legislación con la puesta en vigor, aunque esta conexión no se resalta directamente, y en cualquier caso es menos apreciable en las decisiones de los tribunales judiciales. Muy pocas personas, en cambio, han señalado el hecho de que la puesta en vigor va conexa con la legislación, no sólo como resultado del proceso legislativo, sino también dentro de ese mismo proceso. Los que han participado en el proceso están, a su vez, sujetos a la observancia de las normas de procedimiento, y este mismo hecho da un carácter coactivo a la actividad entera de legislación, cuando ésta la lleva a cabo un grupo de personas según un procedimiento previamente establecido. Esto mismo es cierto de las actividades de los cuerpos electorales, cuya tarea se puede definir como la de llegar a una decisión de grupo sobre las personas que han de ser elegidas, según unas normas de procedimiento previamente fijadas por todos los que participan en la formación de esa decisión.

La existencia de un sistema coactivo en el proceso de toma de decisiones, siempre que la gente deba decidir, no como individuos aislados, sino como miembros de grupos, es precisamente lo que hace posible distinguir entre el proceso de toma de decisiones de los individuos y ese mismo proceso cuando se trata de grupos.

Esta diferencia la han ignorado los teóricos que, como el economista inglés Duncan Black, han pretendido elaborar una teoría de las decisiones de grupo que incluya tanto las decisiones económicas de los individuos en el mercado como las decisiones de los grupos en la escena política. Según el profesor Black, que acaba de publicar un nuevo libro sobre el tema, no existe una diferencia sustancial entre estos dos tipos de decisiones. Los compradores y los vendedores en el mercado se pueden comparar, si se toman globalmente, con los miembros de un comité cuyas decisiones son el resultado de las interrelaciones de sus escalas de preferencia, según la ley de la oferta y la demanda. Por otra parte, los individuos en el escenario político, al menos en aquellos países en que las decisiones políticas se toman por grupos, pueden ser considerados como miembros de comités, dejando a un lado las funciones especiales de cada comité. El cuerpo electoral puede considerarse como un «comité» más, de la misma manera que una asamblea legislativa o un consejo de ministros. En todos estos casos, según el profesor Black, las escalas de preferencia de cada miembro del comité se enfrentan a las escalas de preferencia de cada uno de los demás miembros del mismo comité. La única diferencia —de grado menor, según el profesor Black— es que mientras que en el mercado las preferencias se enfrentan unas con otras según la ley de la oferta y la demanda, en las preferencias políticas la selección de unas a costa de las otras se realiza siguiendo un procedimiento definido. Si conocemos bien el procedimiento, sostiene el profesor Black, y aún más si conocemos cuáles son las preferencias políticas que se van a enfrentar, estamos en situación de calcular con anterioridad qué preferencia saldrá a flote en la decisión de grupo, de la misma manera que podemos calcular de antemano, supuesto que conozcamos las preferencias en juego en el mercado, cuáles de entre ellas surgirán según la ley de la oferta y la demanda.

El profesor Black sugiere que se podría hablar de una tendencia al equilibrio de las escalas de preferencia en el campo político, de la misma manera que se habla de un equilibrio al que las escalas de preferencia tienden en el mercado.

En resumen, según Black, deberíamos considerar tanto la ciencia económica como la ciencia política como dos ramas diferentes de una misma ciencia, puesto que ambas tienen la tarea común de calcular cuáles serán las preferencias que se impondrán en un mercado o en el escenario político, dada una serie de escalas de preferencias conocidas y una ley definida que gobierne su confrontación.

No pretendo negar que hay algo correcto en esta conclusión. Pero lo que quiero señalar es que, al poner a un mismo nivel las decisiones políticas y las económicas y al considerarlas comparables, ignoramos deliberadamente las diferencias que existen entre la ley de la oferta y la demanda en el mercado y cualquier procedimiento legal que controle el proceso de confrontación de las preferencias políticas (y la consiguiente aparición de las preferencias que serán aceptadas por el grupo en su decisión), como, por ejemplo, la ley de la mayoría.

La ley de la oferta y la demanda es sólo una descripción de la manera como tiene lugar un ajuste espontáneo, dadas ciertas circunstancias, entre distintas escalas de preferencia. Una ley de procedimiento es algo completamente distinto, pese al hecho de que se llame también «ley» en todos los lenguajes europeos, lo mismo que el griego (al menos desde el siglo IV antes de Cristo) utilizaba el mismo término, nomos, para significar tanto una ley natural como una ley hecha por el hombre; por ejemplo, un estatuto. Por supuesto, podríamos decir que la ley de la oferta y la demanda es también una ley «de procedimiento», pero una vez más estaríamos confundiendo en las mismas palabras dos significados distintos.

La diferencia fundamental entre las decisiones individuales en el mercado y las contribuciones individuales a las decisiones de los grupos en la escena política es que en el mercado, gracias a la divisibilidad de los bienes y servicios disponibles en él, el individuo no sólo puede prever exactamente cuál será el resultado de su decisión (por ejemplo, qué clase y qué cantidad de pollos comprará con cierta cantidad de dinero), sino también poner en una relación definida cada dólar que gaste con las correspondientes cosas que puede adquirir con él. Las decisiones de grupo, por el contrario, son del tipo de todo o nada: si se está en el lado perdedor, se pierde todo el voto. No hay otra alternativa, lo mismo que no la habría si se fuera al mercado y no se pudieran encontrar bienes ni servicios, ni incluso partes de ellos, que pudieran comprarse con el dinero de que disponemos.

El prestigioso economista americano profesor James Buchanan señaló insistentemente, en relación con esto, que «las alternativas de la selección en el mercado normalmente entran en conflicto sólo en el sentido de que en ellas opera la ley de los rendimientos decrecientes… Si un individuo desea más cantidad de cierto bien o servicio, normalmente el mercado le exige únicamente que tome menos de otro bien o servicio»[61]. En contraste con esto, «las alternativas de elección en las votaciones son más exclusivas, esto es, la elección de una impide la elección de la otra». Las elecciones de grupo, en cuanto conciernen a los individuos que pertenecen al grupo, tienden a ser «mutuamente exclusivas por la misma naturaleza de la alternativa». Esto es resultado no sólo de la pobreza de los esquemas usualmente adoptados y adoptables para la distribución de la fuerza votante, sino también del hecho (como señala Buchanan) de que muchas alternativas que habitualmente calificamos de «políticas» no permiten esas «combinaciones» o «soluciones combinadas» que convierten a las elecciones del mercado en algo tan flexible, en comparación con las elecciones políticas. Una consecuencia importante, ya ilustrada por von Mises, es que en el mercado el voto del dólar nunca queda anulado: «El individuo nunca queda en la situación de tener que contentarse con ser miembro de una minoría disidente»[62], al menos en lo que se relaciona con las alternativas existentes o potenciales del mercado. Dicho de otra manera, existe una posible coacción en el voto que no tiene lugar en el mercado. El votante elige sólo entre alternativas potenciales; puede perder su voto, y queda obligado a aceptar un resultado contrario a la preferencia que ha expresado, mientras que un tipo similar de coacción nunca surge en la elección de mercado, al menos si se acepta la divisibilidad de la producción. El escenario político que, al menos provisionalmente, hemos concebido como el locus de un proceso de votación, se puede comparar con un mercado en el que se exige del individuo que gaste todos sus ingresos en un bien, o todo su trabajo y sus recursos en la producción de un bien o servicio.

En otras palabras, el votante está limitado por una serie de procedimientos coactivos en la utilización de sus capacidades de acción. Por supuesto, podemos aprobar o desaprobar esta coacción y, ocasionalmente, podemos discriminar entre distintas hipótesis a la hora de aprobar o desaprobar. Pero la cuestión es que el proceso de votación implica una forma de coacción, y que las decisiones políticas se llevan a cabo mediante un procedimiento que implica la coacción. El votante que pierde, en principio elige, pero en último término ha de aceptar lo que previamente rechazó; se ha echado por tierra todo su proceso de toma de decisión.

Ésta es desde luego la principal, aunque no la única, diferencia entre las decisiones individuales del mercado y las decisiones de grupo que tienen lugar en el escenario político.

El individuo en el mercado puede predecir, con absoluta certeza, los resultados directos o inmediatos de su elección. «El acto de elegir», dice Buchanan, «y las consecuencias de esa elección están en una relación unívoca. En cambio, el votante, aunque fuera omnisciente a la hora de prever las consecuencias de cualquier posible decisión colectiva, no podrá predecir nunca con certeza cuál de las alternativas presentadas será elegida.»[63] Esta incertidumbre, del tipo de Knight (esto es, la imposibilidad de atribuir un número a la probabilidad de un acontecimiento), debe influir hasta cierto punto sobre la conducta del votante, y no existe una teoría lo suficientemente aceptable del comportamiento de una persona llamada a tomar una decisión en unas condiciones inciertas.

Además, las condiciones en las que tienen lugar las decisiones de grupo parecen hacer difícil el empleo de la noción de equilibrio en un sentido similar al que se emplea en economía. En economía se define el equilibrio como la igualdad de la oferta y la demanda, igualdad comprensible cuando el elector individual puede articular sus preferencias de manera que cada dólar disfrute de un voto. Pero ¿qué clase de igualdad puede existir entre, por ejemplo, la oferta y la demanda de leyes y órdenes prefijadas por decisiones de grupo, si el individuo puede muy bien pedir pan y recibir piedras? Desde luego, si los miembros de los grupos son libres para integrarse en las mayorías cambiantes y participar en las revisiones de decisiones previas, esta posibilidad se puede concebir como una especie de remedio para la falta de equilibrio de las decisiones de grupo, ya que da a cada individuo del grupo, al menos en principio, la posibilidad de que, en algún momento, la decisión del grupo coincida con su elección personal. Pero esto no es un «equilibrio». La libertad de formar parte de las mayorías cambiantes es una característica típica de la democracia, tal como se entiende tradicionalmente en los países occidentales, y ésta es, por cierto, la razón por la que muchos autores creen que pueden describir la «democracia política» como algo similar a la «democracia económica» (el sistema del mercado). De hecho, la democracia parece ser, como hemos visto anteriormente, sólo un sustitutivo de la democracia económica, si bien en muchos casos, probablemente, es desde luego el mejor sustitutivo.

Así llegamos a la conclusión de que la legislación, siendo siempre —por lo menos en los sistemas contemporáneos— un producto de las decisiones de grupo, debe implicar inevitablemente no sólo un cierto grado de coacción de aquellos que han de obedecer las normas legislativas, sino también un correspondiente grado de coacción de aquellos que participan directamente en el proceso de confección de las mismas normas. Este inconveniente no se puede evitar con ningún sistema político en que se tomen decisiones de grupo, incluso la democracia, si bien la democracia, al menos tal y como se concibe en el mundo occidental, ofrece a cada uno de los miembros del cuerpo legislativo la posibilidad de formar parte, más pronto o más tarde, de una mayoría victoriosa y así evitar la coacción, haciendo que las normas coincidan con su elección personal.

La coacción no es, sin embargo, la única característica de la legislación, en comparación con otros procesos normativos, como el del derecho romano o el derecho consuetudinario. Ya hemos visto que la falta de certeza resulta ser otra de las características de la legislación, no sólo para aquellos que han de obedecer las regulaciones legisladas, sino también para los miembros del cuerpo legislativo, ya que votan sin conocer los resultados de su voto hasta que se haya llevado a cabo la decisión del grupo.

Ahora bien, el hecho de que no se pueda evitar la coacción y la incertidumbre, incluso por parte de los miembros de los cuerpos legislativos, en el proceso legislativo lleva a la conclusión de que los mismos sistemas políticos basados en la democracia directa tampoco permiten a los individuos eludir la coacción e incertidumbre, en el sentido antes descrito.

Ninguna democracia directa podría resolver el problema de evitar la coacción y la falta de certeza, ya que dicho problema no está relacionado con la participación directa o indirecta en el proceso legislativo, a través de una legislación que resulta de decisiones de grupo.

Esto constituye una advertencia para nosotros acerca de la relativa inutilidad de todos los intentos para asegurar una mayor libertad o certeza a los individuos de un país, en lo que concierne a la ley del país, permitiéndoles participar tan frecuente y directamente como sea posible en el proceso legislativo, mediante la legislación llevada a cabo a través del sufragio universal de los adultos, la representación proporcional, referéndum, iniciativa directa, deposición de representantes, o incluso recurriendo a otras organizaciones o instituciones que ponen en evidencia la denominada «opinión pública» sobre toda clase de cuestiones y aumentan la capacidad del pueblo para influir sobre el comportamiento político de los gobernantes.

Por otro lado, las democracias representativas son mucho menos eficientes que las democracias directas, a la hora de conseguir la participación verdadera de los individuos en el proceso legislativo.

Hay muchos sentidos en los que se puede entender la palabra representación, y algunos de ellos ciertamente dan al pueblo una impresión de que participan de una manera seria, aunque indirecta, en el proceso legislativo de su país, o incluso en el proceso de administrar los asuntos nacionales a través del sistema ejecutivo.

Por desgracia, lo que está verdaderamente ocurriendo en todos los países occidentales en el momento presente es algo que, en realidad, no nos ofrece ninguna base de satisfacción cuando llevamos a cabo un análisis frío de los hechos.