«TRAINSPOTTING»[205] EN LA ESTACIÓN CENTRAL DE GORGIE

Incluso inmerso en pleno sueño, Renton notó el comienzo del mono, ese momento en el que su cuerpo adormilado lo advirtió de un desequilibrio crítico en unas células privadas de jaco. Pese a su cansancio, sintió el imparable ascenso de su ser a la superficie, desde algún lugar en el tejido del colchón o, aún a más profundidad, desde debajo del entarimado del edificio, enterrado en la tierra cálida y blanda, subiendo, más y más, hacia aquel cuerpo destrozado y despellejado.

Había estado soñando con la heroína (¿o pensando en ella?). En estar al borde del éxtasis, con la mirada fija en la pared, sus pensamientos refluían lentamente por todas partes, como melaza derramándose de un tarro volcado. Al darse cuenta de pronto de lo inconexas que eran aquellas cavilaciones le siguió el regreso de aquel odioso picor: la punzada solitaria en un cuerpo hasta entonces relajado, benignamente saciado por el sueño de una noche tranquila. Rascarse aquella picazón no haría sino empeorarla y entonces empezaría el verdadero tormento. Aun estando terriblemente cansado, no logra ponerse cómodo. Al picor lo desplaza un intenso calambre: primero, en las piernas, y luego, en la espalda. Cuando empiezan los escalofríos, sabe a ciencia cierta que no se trata de su imaginación, es el bacalao, que está abandonando su organismo.

Se despierta en la cama, temblando, junto a otro cuerpo. Es Hazel. «¿Joder, qué hora…?», se oye suplicar con voz titubeante y ronca.

Siguiente reflexión: no hemos follado. Ni de coña. Al menos, eso era imposible. Durante tres semanas ha estado pegándole a saco al jaco tras haber resistido unas ocho horas desde que le dieron el alta en St. Monans. En dos ocasiones habían conseguido copular como de costumbre, de forma tensa e insatisfactoria. Pero de eso hacía ya más de quince días. Desde entonces se ha repetido la escena de «búscame la vena, ponme un pico, hazme el noventa y seis»[206], que se les había ocurrido a él y a Sick Boy como respuesta de humor patibulario a aquella camiseta provocativa de «invítame a beber, dame de comer, hazme el 69»[207] que circulaba por ahí.

Pero ella sigue ahí. Aparece de vez en cuando, unas veces con comida, y de vez en cuando con paracetamol, mucho más apreciado. La mira mientras duerme con una fugaz sensación de sobrecogimiento: bella, serena, temporalmente ajena a la causa de su tormento.

Huele su pelo. El aroma se mezcla con otros olores, menos dignos, en la cama que suele compartir con Sick Boy o Spud, acostados pies con cabeza. Piensa que, en cierto modo, Hazel prefiere que sea un yonqui asexuado, ya que así no supone ninguna amenaza. Recuerda aquella terrible conversación cuando ella fue a verle la primera noche que él estaba colocado después de la rehabilitación, y que lo más seguro era que no habría dicho nada si él no hubiera estado puesto.

—El sexo no me sienta bien. No tiene que ver contigo ni con los tíos en general…, es sólo que mi padre… solía…

La oía, pero sin querer hacerlo: la información le llegaba desde una enorme distancia a través de los amortiguadores psicológicos y de las drogas. Le había repetido varias veces: «No pasa nada. Lo siento…».

—No tiene que ver contigo. Sólo quiero que lo sepas. He intentado que me guste, pero no lo consigo. Te lo digo porque sé que sales con otras chicas.

—Vale…, bueno, en realidad no —dijo, agradecido por la salida que le estaba ofreciendo. Le hacía parecer una especie de semental, como Sick Boy. Lo cierto era que ligaba más que, digamos, alguien como el pobre Spud. En ese momento pensó en Charlene, cuyo rostro crispado contrastaba con la extravagante abundancia de los rizos que lo enmarcaban. También en Fiona, con aquella zona grasa en la frente que tanto adoraba, y de la que se había librado cuando se libró de él. Y en cómo había tenido demasiado miedo para aceptar el amor que ella le había ofrecido.

Un cobarde y un vicioso.

—¿Y qué pasó con ella en Aberdeen? Parecíais muy unidos.

—Bueno, ya sabes…, las drogas —mintió. Un cobarde y un vicioso—. A ella no le molaban. —Miró los ojos verde claro y tristes de Hazel. Siempre pensaba que tendrían que haber sido castaños. Quizá por el cabello; tal vez había nacido con una espesa mata de pelo castaño. Ese pensamiento repentino casi le produjo náuseas: la madre mostrando al bebé a un padre pederasta sonriente, quien quizá comentara: «Tiene un precioso pelo castaño. Deberíamos llamarla Hazel». Se le hizo un nudo en la garganta y preguntó acto seguido—: ¿Por qué sales conmigo, quiero decir, por qué sigues viéndome?

Ahora contempla el haz de luz que le atraviesa la cara como un láser, filtrándose por esas cortinas de color azul oscuro que nunca se pueden correr del todo. Tiene los ojos cerrados y los dientes, pequeños y ligeramente salidos, le brillan.

—Me gustas mucho, Mark —le dijo.

—Pero ¿cómo puedo gustarte? —insistió él, afligido y confuso.

—Eres un tío majo. Siempre lo has sido.

Estas palabras llevaron a Renton a pensar que, por muy chungo que te sientas, alguna gente nunca respetaba las reglas del juego. Aquella noche le dijo: «Duerme conmigo. No te tocaré».

Ella sabía que lo decía en serio.

Y desde entonces yacieron juntos en la cama la mayoría de las noches, el yonqui y la víctima de incesto, el voluntario y la recluta forzosa del ejército de los sexualmente disfuncionales, y se ayudaban a dormir. No sabían si lo suyo era una especie de relación amorosa, pero sí, desde luego, que eran presa de algún tipo de necesidad.

Renton se inundó las fosas con el olor de su pelo. ¿Silvikrin, Vosene o Head & Shoulders? Recuerda, con penosa vergüenza, que en una ocasión trató de animarla a tomar heroína. Creía que sería algo que podrían compartir. Ella se negó en redondo y él se sintió bastante ofendido. Pero ya no lo estaba. Ahora no le daría nada a nadie. No tenía nada que dar.

Le acaricia suavemente el cabello, maravillado de lo fino que es. Recuerda la primera vez que Hazel se le acercó; ella estaba en primero y él, en segundo. Ella no había dejado de sonreírle, por los pasillos, en el patio, en la calle. Más tarde, le hizo llegar una nota a través de un amigo que iba a clase con él:

Mark:

Sé mi novio.

Hazel xxx

Después de aquello, ella y sus amigas estallaban en risitas tontas en una conspiración nerviosa cada vez que se cruzaban con él. Los amigos de Renton empezaron a burlarse de él y a tomarle el pelo. La gente empezó a decir que eran novios, que «salían» juntos.

Mark y Hazel, subidos a un árbol, B-E-S-Á-N-D-O-S-E

Esto le mortificaba: apenas habían hablado. Hazel era una chica dulce y menuda con gafas, que a los trece años parecía tener nueve.

«Mátala a polvos», recordó que le había dicho amenazador Sick Boy, «si no, lo haré yo».

Pero el encaprichamiento pasó. Apenas volvió a verla hasta que ella terminó el segundo curso. Había cambiado físicamente: ahora tenía tetas, llevaba maquillaje, lucía unas gafas más chulas, que le ponían cachondo (las lentillas vendrían más tarde), y sus piernas habían adquirido esa definición en las pantorrillas que redirigía el flujo sanguíneo desde el cerebro hasta la polla. Pero también había perdido algo. Una vez evaporado el atrevimiento, parecía que ya no quería tener un novio, sino un amigo. Y en eso se convirtieron, en amigos. Se grababan cintas, iban a conciertos y surgió entre ellos una intimidad afectiva mientras fingían ante el resto del mundo que eran una pareja de novios convencional; iban juntos a fiestas de decimoctavo y vigesimoprimer cumpleaños, bodas y funerales con una extraña intimidad y un incómodo resentimiento. Aquel puto animal la había destrozado, a su propia hija. Renton se alegraba de haberle hecho aquella llamada de teléfono a Begbie. Ahora aquel pedófilo estaría sintiendo dolor de verdad.

Renton sale de la cama como puede. Hazel ha empezado a emitir pequeños ronquidos sibilantes. Coge los vaqueros como un gorila cogería a un joven renegado que estuviera lanzando golpes como un loco en una discoteca, inmovilizándolos e interrogándolos, registrando cada bolsillo con arremetidas que parecen golpes. De la primera salen algo de cambio, un billete de cinco libras arrugado y un calendario de partidos de los Hibs; de la segunda, una papela, que le levanta el ánimo antes de ver que no sólo está vacía, sino lamida a conciencia. Vuelve a mirar a Hazel; ahora está demasiado chungo para ser amigo de nadie. Tiene que salir a buscar jaco.

Se pone la ropa desparramada y se va al cuarto de estar, donde topa con la presencia encogida de Sick Boy, que tirita bajo el edredón, un recordatorio visual inmediato de su propio estado. Siguiendo su misteriosa costumbre, cuando se le excluye de la cama, duerme en el suelo en lugar del sofá, atravesado sobre el puf rasgado con las bolitas de poliestireno diseminadas por la raída alfombra marrón; es como si fueran larvas que salieran de su cuerpo. Por si hubiera alguna duda, los ojos de Simon Williamson se abren de golpe, en un estado de furiosa alerta, al captar la presencia de Renton durante un instante antes de conminarle:

—¡Vuelve a llamar a Seeker!

—Será el mismo puto rollo que anoche. —Renton coge el abrigo de detrás de la puerta y distribuye el peso sobre sus hombros quejumbrosos. La estufa eléctrica, con la que se hicieron después de que les cortaran el gas por impago de las facturas, lleva encendida toda la noche, arrojando un calor seco a la habitación, que huele a rancio. Pero tirita.

—¡Llámale ya!

Las palabras de Sick Boy son innecesarias. Los nervios de Renton tocan la misma canción con más eficacia. Atraviesa la habitación como un fantasma, coge el teléfono de plástico y marca el número. Experimenta un alivio sorprendente cuando la voz áspera de Seeker le gruñe al oído:

—¿Sí?

—Seeker. Soy yo, Mark. ¿Todavía nada?

La prolongada exhalación al otro lado de la línea: Renton casi puede verla surgiendo de los agujeros del auricular y escaldándole la oreja.

—Oye, ya te he dicho que te llamaría en cuanto pudiera. No te estoy dejando tirado, joder. Vivo de esto. No hay nada en esta puta ciudad. ¿Te enteras?

—Sí…, lo siento. Sólo se me ocurrió pegarte un telefonazo…

—Skreel dice que en Glasgow pasa lo mismo. Llama a quien te dé la gana, no te valdrá de una mierda. Ya te diré algo cuando haya novedades. Ahora no me incordies, Mark, ¿vale?

—Perfecto. Nos vemos.

Se corta la línea.

Para ese cabrón no es problema, piensa Renton; ha seguido al pie de la letra el programa y ha dejado de consumir. Con la pasta que ha ahorrado, va a comprarse un apartamento en Gran Canaria. Su plan es vivir allí entre noviembre y marzo, para evitar el embate del mal tiempo contra su cuerpo. Desde que ha salido de la rehabilitación, Seeker describe despectivamente el jaco como cosa de pringaos y hace todo lo posible para que así sea: vende mercancía bien cortada a los chicos a cambio de pasta y a las chicas se lo trueca a cambio de polvos y mamadas.

Una noche, cuando Renton acudió tembloroso al piso de éste en Albert Street para pillar, interrumpió a Molly, que estaba temblando en la cocina, vestida con una camiseta de tirantes y unas bragas descoloridas, haciendo unos huevos revueltos. Su vivacidad a flor de piel se había desvanecido, dispersa por lugares oscuros muy alejados de aquellas calles desoladas, prácticamente desiertas. Parecía vieja y agotada, con el pelo rizado ligeramente estirado y encrespado con alguna sustancia grasienta y el rostro pálido, pero sudoroso; le miró con ojos sepulcrales antes de esbozar una débil sonrisa a modo de saludo. Él desvió la mirada, consciente de que si uno se asoma demasiado tiempo a un abismo, él te corresponde. En cualquier caso, la sonrisa glacial de Seeker le dio a entender que había un sheriff nuevo en la ciudad. Para asegurarse de que no hubiera el menor malentendido, informó a Renton de que «había tenido unas palabritas» con su exnovio chulo/ camello. Cuando se le curasen las fracturas de los pómulos, iba a ponerse a trabajar para Seeker.

Más que nunca, Seeker estaba hecho una mole esculpida en el gimnasio. Apretó los bíceps evanescentes de Renton y le dijo que debería dejar el jaco y volver a hacer pesas. Pese a que se había convertido en un cliente preciado, Seeker hacía que Renton sintiera como si de algún modo le decepcionara por estar enganchado, como si fuera mejor que eso. «Mark Renton», le dijo con una sonrisa, «eres un tipo muy raro. No logro entenderte del todo».

Como todo lo que decía Seeker, Renton sabía muy bien que encerraba una amenaza apenas velada. Pero era de suponer que aquello era lo más cerca de la amistad y el respeto que podía llegar Seeker. Renton declinó su oferta de acostarse con Molly previo pago, y se sintió aliviado de que Hazel se hubiera negado a probar la heroína. No quería que anduviera con ninguno de ellos. Puede que sus heridas parecieran hechas a medida para que se diera al jaco, pero sólo las habría agravado; haría todo lo posible para mantenerla alejada de él.

Sick Boy se levanta y se envuelve en el edredón como si fuera una capa. Después, se desploma en el sofá y lanza una lastimera súplica desesperada:

—¿Qué vamos a hacer?

—Y yo qué coño sé. Voy a intentarlo de nuevo con Swanney… —Renton coge el teléfono, marca y sólo oye el mismo sonido vacío. Vuelve a dejar el auricular en el soporte.

—Vamos allí.

—Vale. Hazel está dormida.

—Déjala —dice Sick Boy—, aquí nadie va a molestarla —y mira a Renton acerbamente—. Cavoli riscaldati, o col recalentada, como decimos en Italia. Nunca funciona.

—Gracias por el consejo —responde lúgubremente antes de encaminarse al dormitorio. Hazel sigue dormida, aunque sus suaves ronquidos han dado paso al silencio, y le garabatea una nota:

Hazel:

He tenido que salir con Simon a hacer un recado. No sé cuándo volveremos. Nos vemos luego.

Gracias por grabarme todos esos discos. Significa mucho para mí. Me has devuelto algo precioso que había perdido por culpa de mi propia estupidez. Antes pensaba que los elepés me gustaban como objetos, por sus portadas desplegables, las listas de canciones, las notas de producción, las ilustraciones, etc. Pero ahora me doy cuenta de que una cinta con los títulos de las canciones escritas por ti a mano acompañadas de uno de tus dibujos y tus reseñitas es lo que más me encanta poseer.

Con cariño,

Mark xxx

P. D. Creo sinceramente que eres la mejor persona que he conocido nunca.

La deja sobre la almohada, junto a su cabeza, y vuelve con Sick Boy, con el corazón roto, destrozado. Se están embarcando en una búsqueda que ambos saben que será inútil, pero parece preferible a no hacer nada. Toman dos Valium cada uno y salen del piso, de camino hacia Leith. Es desalentador, pero emprenden una lúgubre marcha en silencio, que ni siquiera interrumpen con una risita o un asentimiento irónico cuando pasan delante de la lavandería Bendix.

Van a casa de Alison en Pilrig. Tiene un aspecto espantoso: sin maquillaje, vestida con una larga bata azul, con las facciones cada vez más demacradas realzadas por el cabello recogido en un moño, con ojeras. Renton tiene que mirarla dos veces para cerciorarse de que realmente es ella. Alison se sorbe la nariz, incapaz de contener el hilillo de mocos que le gotea de una de las fosas nasales, que se ve obligada a limpiarse con la manga.

—He cogido un maldito resfriado —se queja, respondiendo así a sus ceñudas miradas, cínicas y ávidas. Le piden que llame a Spud a casa de su madre, dando a entender que la voz de ninguno de los dos sería bien recibida si respondiera Colleen Murphy—. Danny ha vuelto a pelearse con ella —les dice Alison—. Anoche se quedó aquí, en el sofá. Ahora está en casa de Ricky Monaghan.

Llaman a casa de Ricky y coge el teléfono Spud. Antes de que Sick Boy pueda preguntar, le espeta:

—Simon, ¿tienes algo de jaco? Estoy más chungo que una rata envenenada, tronco.

—No, estamos todos en las mismas. Si te enteras de algo, asegúrate de que sepan que nos apuntamos. Te llamo luego. —Cuelga el teléfono. Durante la conversación, no ha dejado de mirar a Alison en ningún momento—. ¿Estás segura de que no hay nada por ahí? —le pregunta, en un tono mordaz y suplicante a la vez.

—No. Nada —le responde con un insulso encogimiento de hombros.

—Vale… —dice Sick Boy torciendo el morro, y él y Renton se marchan sin más dilación. Alison se alegra de que se vayan, Simon incluido, porque había estado en un tris de revelar el alijo de morfina de su madre. Que se jodan: no había forma de saber cuánto iba a durar la sequía y ansía la aguja de plata de su madre muerta, e imagina una última gota de sangre materna alojada en ella deslizándose dentro de sus propias venas ávidas. Mamá querría que la tuviera yo.

Renton y Sick Boy se encuentran de nuevo en el trillado camino hacia Tollcross. Suben por el Walk y después a The Bridges, y atraviesan los Meadows sin intercambiar una sola palabra y sin apenas mirarse. Su silencio es un pacto serio; todavía están en la fase en la que, con esfuerzo mental, pueden intentar negar lo peor de su desdicha individual. Llegan a casa de Swanney, que parece tan vacía como un plató de cine desierto.

—¿Y ahora qué? —dice Sick Boy.

—Vamos a seguir dando vueltas hasta que veamos algo o se nos ocurra algo, o simplemente nos tiramos en el suelo y morimos como perros.

Camina a través del viento…

Camina a través de la lluvia[208]

Billy y yo nos aburríamos durante aquel paseo bajo la lluvia a primera hora de la mañana y estábamos hartos de esperar al abuelo, que jadeaba todo el rato. Era ridículo. Él ya no podía hacer aquello. Entonces, nada más pasar la torre, se detuvo de pronto, se quedó rígido e inspiró con fuerza. Era como si estuviera intentando empujar la metralla alojada en las profundidades de su cuerpo. Una extraña sonrisa apareció en sus labios antes de que una tos carrasposa la borrara mientras se iba combando hacia delante, antes de desplomarse en una especie de cámara lenta sobre el asfalto del paseo marítimo. «¡Quédate aquí!», ordenó Billy. «¡Voy a buscar ayuda!». Echó a correr por el paseo, habló con dos adolescentes de aspecto desmañado, los dejó y cruzó la calle a toda velocidad. Sólo iba a donde las tiendas para que alguien llamara por teléfono, pero en aquel momento pensé que se estaba escapando y que iba a dejarme allí para lidiar con el bochorno yo solo.

Aunque tus sueños se rompan en pedazos[209]

Así que vi cómo moría mi abuelo, echando a veces un vistazo al mar, cuando aquel grotesco y desconcertante suceso se volvía insoportable. Porque, mientras él luchaba por respirar, con su rubicundo rostro cada vez más rojo y aquellos ojos de anfibio en blanco desorbitados, como si quisieran abandonar el cráneo, tuve la sensación de que había surgido del océano, arrastrado a tierra por la marea. Quise decirles que lo llevaran al agua, aunque en realidad no tuviera ningún sentido. Me di cuenta de la presencia de la mujer antes de verla; era de la edad de mi madre, quizá un poco más joven, y me consoló, acallando con su pecho los sollozos en los que había prorrumpido sin darme cuenta, mientras dos hombres intentaban ayudar al abuelo. Pero se había ido.

Camina…

Billy volvió corriendo por el paseo y me lanzó una mirada acusadora, como si tuviera ganas de zurrarme por no haber logrado mantener al abuelo Renton con vida hasta que llegara la ambulancia. Recuerdo que aquella mujer quería que me fuera con ella y en cierto modo yo también quería porque era amable, pero Billy la miró con cara de pocos amigos y me tiró de la mano. Pero cuando se llevaron al abuelo, me pasó el brazo por los hombros y luego compró un cucurucho para cada uno durante aquel trayecto en silencio de vuelta a la pensión. Mamá, papá y la abuela Renton se habían ido, pero la tía Alice seguía allí y se hizo cargo de nosotros.

En el autobús de vuelta, con la abuela Renton en estado de shock, mis padres no paraban de mirarme mientras pegaba en el álbum los cromos de futbolistas de Shoot. Manchester City: Colin Bell, Francis Lee, Mike Summerbee, Phil Beal, Glyn Pardoe, Alan Oakes. Kilmarnock: Gerry Queen, John Gilmour, Eddie Morrison, Tommy McLean, Jim McSherry. «¿Por qué no dice nada, Davie?», recuerdo que preguntó mi madre, con Davie gorjeando absurdamente en el regazo. Mi padre estaba en trance y apretaba de vez en cuando la mano de su madre. «Es la impresión…, ya se le pasará…», dijo con voz ronca.

Camina…

Caminan durante lo que parece un siglo, tiritando, insertando monedas en cabinas telefónicas, con la moral alta y expectantes en cada ocasión, pero topando siempre con el mismo desolador mensaje: nada que hacer, no había lugar para ellos en la posada[210]. Aquellas voces cansadas, vencidas en el otro extremo de la línea, gimiendo como si reconocieran que la Muerte ya está trazando cruces con tiza en sus puertas. Siguen andando; caminan por caminar, carne, huesos y respiración inconscientes, privados de voluntad, avanzando hacia la inercia, con el intelecto, la sensibilidad, la esperanza y la conciencia embotados. Todos sus cálculos son puramente biológicos.

Mirando de soslayo su reflejo en los escaparates de las tiendas por las que pasan, Renton se acuerda de un orangután, con los brazos balanceándose como si llevara brazaletes de plomo y mechones grasientos de cabello pelirrojo sobresaliendo de una maraña de sudor y suciedad.

Al cabo de un rato, se dan cuenta de que están en Gorgie. Esta parte de la ciudad les hace sentirse como unos intrusos. Aquí es como si pudieran husmear que somos del Hibernian, reflexiona Renton; no sólo los tipos que salen de las casas de apuestas y los garitos, sino también las madres jóvenes con chándal que empujan cochecitos de niño, y curiosamente, lo peor de todo, esas marujas con bocas que parecen ojetes de gato, que les lanzan miradas de bruja mientras caminan arrastrando los pies, con el mono a cuestas y paranoicos.

¿Quiénes son esas personas, esos extraños, entre los que nos movemos con tanta tristeza?

Renton cree que han estado deambulando sin rumbo, sin un plan. Pero en su cerebro febril han ido cuajando fragmentos de información e hipótesis que guían sus piernas cansadas. Sick Boy lo percibe y le sigue como un perro hambriento en busca de un amo borrachín callejero que todavía pueda proporcionarle algún tipo de comida. Recorren Wheatfield Road sumidos en una calma letal, que para Renton significa H-E-R-O-Í-N-A mientras huele el mismo desolador tufillo a jaco de Albert Street. «¿Qué hacemos aquí?».

Continúa caminando y Sick Boy aún le sigue como un cachorro psicópata, con los tendones del cuello hinchados. La hierba crece espesa y áspera entre los adoquines. Pero las viviendas victorianas parecen huir del sol mientras las dejan atrás, y ven el estadio de Tynecastle y la parte trasera de la tribuna de Wheatfield, recordando viejas batallas de días de derby bajo su larga techumbre en los tiempos previos a la segregación. La destilería se alza al fondo de una calle en la que reina un silencio letal y hay una estrecha vía de acceso a la izquierda que serpentea bajo el puente ferroviario; es muy fácil no reparar en ella, medita, si uno no supiera que está.

—Es aquí —dice Renton—, aquí es donde la hacen.

Pasan por debajo y sólo unos metros más allá se alza sobre ellos un segundo paso ferroviario. Encastrado entre los dos puentes, a la derecha, un edificio victoriano de tres plantas, de arenisca roja, luce el rótulo BLANDFIELD WORKS.

Este edificio es el primero del complejo farmacéutico y alberga las oficinas donde se recibe a los agentes comerciales de la empresa y se atienden las consultas. Los siguientes, pasadas varias vías férreas, son menos gratos, rodeados de elevadas vallas perimetrales y coronados con alambre de cuchillas. Renton ve de inmediato la gran cantidad de cámaras de seguridad que les apuntan. Se da cuenta de que Sick Boy está haciendo lo mismo, que sus ojos grandes y saltones escudriñan y su mente febril procesa la información. Los trabajadores deambulan, yendo y viniendo de los diferentes turnos.

Mientras caminan, Renton expresa en voz alta sus pensamientos.

—Aquí debe ser donde Seeker y Swanney conseguían el suministro original de jaco, aquella blanca fabulosa. Está claro que Seeker le apretó las tuercas a algún pobre capullo que trabajaba aquí.

—Sí. Tiene que salir de aquí —dice nervioso Sick Boy—. ¡Vamos a llamarle otra vez!

Renton descarta la propuesta mientras su mente calenturienta intenta atar cabos. Seeker y Swanney debían de tener cada uno a algún pobre primo aquí dentro y hacían que los tipos asumieran grandes riesgos sacando la manteca al exterior. Pero ya no: sus contactos estarán en la cárcel, se habrán largado o algo peor. La empresa había descubierto el chanchullo y había incrementado la seguridad, impidiendo que los trabajadores puedan sacar mercancía del complejo. Ahora Swanney y Seeker ocupaban la base de una pirámide nacional que importa el turrón de Afganistán y Pakistán, en lugar de ser los mandamases locales que vendían un producto puro. Renton mira con gesto denodado a través de la alambrada fortificada, al interior de la planta.

—Está allí dentro. El mejor bacalao, el más puro que nos hayamos metido o vayamos a meternos nunca. Detrás de esas vallas, esas verjas y esos muros.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Les pedimos a los capullos de ahí dentro que nos pasen un poco? —replica Sick Boy con sorna.

Una vez más, Renton le hace caso omiso y continúa caminando nerviosamente por el recinto, apremiando a Sick Boy a que le siga. Los ojos atareados de éste siguen la línea de visión de su amigo y abren una ventana a los pensamientos que rondan su cabeza.

Este capullo no puede estar hablando en serio, joder…

Pero Renton nunca había hablado más en serio. La parte lógica de su cerebro ha cedido ante el imperativo del síndrome. Los músculos tensos, los huesos doloridos y los nervios de punta gritan sin parar: SÍ SÍ SÍ…

La fábrica de opio. Aquellas vías férreas parecen definir el lugar: algunas de ellas separan la planta de la destilería; las otras la dividen en dos. Pasan por delante del aparcamiento de los empleados y miran por encima de la gran valla el edificio más asombroso en un recinto que alberga muchos ejemplos dispares de arquitectura industrial: una gran caja plateada con multitud de tuberías y conductos relucientes sobresaliendo de uno de los lados, algunos de ellos apuntando hacia el cielo.

—Parece que el procesamiento químico se lleva a cabo allí —dice Renton—. ¡Tiene que ser ahí donde fabrican el puto jaco!

—Ya…, pero… ¡no podemos entrar, joder!

Lo siguiente que a Renton le llama la atención es una zona de carga con grandes contenedores de plástico amontonados unos encima de otros.

—El almacén. Me pregunto qué coño habrá en esas cajas.

Miran boquiabiertos los recipientes apilados detrás de las alambradas de espino y las cámaras de seguridad. Sólo con el contenido de una de ellas tendrían para mucho, mucho tiempo.

—Pero no puedes… —comienza a decir Sick Boy, protestando débilmente.

Mientras merodean por el solar contiguo, donde una valla publicitaria les informa de que está destinado a la construcción de un supermercado nuevo, intentan analizar detenidamente la situación.

—Ahí es donde la fabrican y la almacenan —cavila Sick Boy, y se da cuenta de que se ha convertido. Están en pleno mono y no hay otra opción.

—Lo primero es averiguar la forma de entrar —asiente Renton—. Lo segundo, cómo acceder a la morfina.

—Seguro que esta planta fabrica toda clase de productos farmacéuticos, no sólo jaco. Sería como buscar un cociente intelectual de tres cifras en Tynecastle, joder —espeta Sick Boy—. ¡Si tuviéramos información privilegiada…!

—Pues no vamos a recurrir a Swanney o a Seeker para conseguirla —dice Renton.

—Ni de coña.

Siguen deambulando despacio por el exterior de la planta y llegan a la Western Approach Road, hundida y muy transitada, contemplando los vehículos que se adentran en la ciudad. En otro tiempo también fue una línea de ferrocarril que conducía a Caledonian Station, ya desaparecida, situada en el extremo occidental de Princes Street. Soy un puto trainspotter, piensa Renton, mientras mira hacia arriba y observa un tren de mercancías pasando por encima de sus cabezas. Las dos líneas que atraviesan la planta debían formar parte de la antigua red de cercanías de Edimburgo, que ya no se usa para el transporte de pasajeros, sino sólo de mercancías. Sin embargo, esta parte de la línea no la habían transformado en un carril bici público ni alojaba una nueva urbanización, como ocurría en la mayor parte de la antigua red ferroviaria de Edimburgo. Y los terraplenes estaban fortificados. ¿Por qué la línea circular sur de cercanías seguía intacta mientras el resto de la red ferroviaria urbana de Edimburgo había sido despedazada sin piedad por la infame «hacha de Beeching»[211] en los años sesenta? Tenía que ser la planta de jaco. Querían mantener a la gente lejos de ella.

—Ésta es la manera —dice Renton—, entramos por la vía de ferrocarril.

—Sí, está muy blindado por aquí, pero no pueden proteger toda la puta vía. Encontraremos la manera —dice Sick Boy, sacando desafiante el mentón.

Pero la confianza de Sick Boy suscita de inmediato las dudas de Renton.

—Es demasiado. ¿Nos rajamos a la hora de cruzar la aduana en Essex con un par de paquetillos de mierda y ahora vamos a entrar en una planta fortificada?

—Sí, vamos a hacerlo. —Sick Boy mira el cielo azul claro y después a las vías que discurren sobre sus cabezas—. ¡Porque tenemos que hacerlo!

No ven ningún acceso o salida de la planta desde la Western Approach Road, donde los coches circulan veloces, iluminados por el sol. Cruzan en dirección al estadio de Murrayfield, que se alza imponente enfrente del complejo fabril, y suben por un sendero que traza una curva junto al terraplén. Desde esta atalaya, el edificio dominante del complejo es una construcción victoriana de ladrillo rojizo y tejado acanalado que da por la parte de atrás a la carretera y está rodeada por un muro perimetral de piedra rematada en una enorme alambrada de púas; una barrera similar impide el acceso a la vía de ferrocarril. Un grupo de trabajadores ferroviarios con casco, que están junto a una caseta prefabricada, los miran con recelo.

—Joder, será mejor que nos rajemos —dice Sick Boy.

—Tranquilo. Deja que hable yo —dice Renton mientras se acerca uno de los hombres.

—¿Qué queréis?

—Perdona, colega, ¿es una propiedad privada?

—Sí, es propiedad de los ferrocarriles —les explica el hombre.

—¡Qué lástima! —dice Renton con aire melancólico, mientras mira la parte vieja de la planta, esa cuya parte de atrás da a la Western Approach Road—. Soy artista. Aquí hay una arquitectura victoriana fascinante, unos edificios magníficos.

—Así es —asiente el tipo, que parece cogerle simpatía.

—Me habría encantado hacer algunos bocetos. Bueno, perdone por la intrusión.

—No te preocupes. Si quieres, puedes presentar una solicitud en el departamento de relaciones públicas de los ferrocarriles en Waverley Station. A lo mejor te facilitan un pase.

—¡Estupendo! Seguramente eso haré. Gracias por decírmelo.

Sick Boy se encuentra demasiado mal para disfrutar de la actuación de Renton. De sus intestinos machacados brota un gemido, sus carnes adormecidas claman por heroína y su cerebro se inflama mientras percibe un hedor a podrido que emana de su cuerpo y de su ropa. Se quita una legaña costrosa del rabillo del ojo.

Siente un alivio indescriptible cuando concluye la breve conversación y regresan por el camino hasta la carretera, cruzando hasta el descampado y rodeando de nuevo el perímetro de la planta. Renton se detiene de nuevo a echar un vistazo al espacio cercado que hay entre los edificios de oficinas victorianos, el terraplén y el puente elevado. Es entonces cuando lo ve; se lo señala a Sick Boy.

Se trata de un vulgar edificio anexo de ladrillo rojo rematado por lo que parece un tejado de fieltro. Tiene una pequeña puerta rectangular pintada de verde y está situado junto a los escombros de un edificio más antiguo, convertido ahora en un montón de ladrillos y de tablas podridas cubiertos de algas, limo y malas hierbas. Se paran a mirarlo a través de la valla y reemprenden la marcha rápidamente cuando de las oficinas salen dos tipos trajeados que se dirigen al aparcamiento situado sobre la carretera, absortos en conversaciones de negocios. Pero ahora saben lo que van a hacer. Vuelven a Gorgie Road, entran en la ciudad y se detienen en Bauermeister’s, en el puente George IV, para robar el mapa del Servicio Oficial de Cartografía de este segmento deprimido del sector occidental del casco viejo de Edimburgo que ahora les obsesiona.

Cuando vuelven al piso de Montgomery Street, Hazel ya no está. Renton no dice nada. Apenas se han acomodado cuando alguien llama tímidamente a la puerta. Al abrirla se encuentran con Spud y Keezbo, unos Laurel y Hardy llorosos, enfermos y temblorosos por carencia de jaco. Renton y Sick Boy empiezan a exponerles su propuesta en el salón cuando, de repente, oyen otra inquietante llamada a la puerta. Es Matty, que parece totalmente destrozado. Renton advierte que ni siquiera ha intentado disimular las entradas que tiene ahuecando hacia los lados el pelo del centro de la cabeza con el secador. Huele como podría oler un cadáver exhumado y un lado de la cara le palpita con un espasmo semipermanente. Parece encontrarse más chungo que ninguno de ellos. Se miran entre sí y deciden que no pueden excluirle. Así que Renton sigue poniéndoles al corriente.

—Es una locura, tío, no funcionará nunca, cumpliremos una condena gordísima, te lo advierto, y nos la comeremos a pulso. Ya te digo, ni de coña, tío, ni de coña… —dice con voz entrecortada Spud.

—Como lo vemos nosotros, no tenemos elección —dice Renton, encogiéndose de hombros—. He hablado con gente de Glasgow, Londres y Manchester. Últimamente la pasma y los de aduanas han hecho un montón de decomisos y no hay nada de turrón. Es una sequía total. Así que o nos la jugamos con el palo este o pasamos el mono a pelo. Así de simple.

—Me he estado metiendo demasiado bacalao para planteármelo siquiera —dice Sick Boy sacudiendo la cabeza. Suda a chorros y su cuerpo se rebela ante la sola idea de esa opción—. Nos mataría. Y no creo que Amelia y Tom de St. Monans tengan muchas ganas de volver a acogernos en rehabilitación. ¿Y cuánto tiempo va a pasar hasta que otro capullo se atreva a traer otro cargamento o la poli la ponga a circular de nuevo por las calles? Para mí, demasiado. De eso estoy seguro que te cagas.

—¿Qué pensáis vosotros, muchachos? —dice Renton, fijándose en las caras tensas y los ojos nerviosos.

—Si el plan es bueno, me apunto —dice Matty sin convicción.

—Yo también, Mr. Mark y Mr. Simon —confirma Keezbo.

Todo el mundo mira a Spud.

—De acuerdo —dice con un estertor derrotado y apenas audible.

Renton les muestra dos planos, que despliega en el suelo. Uno es el mapa del Servicio Oficial de Cartografía, al que ha añadido anotaciones con rotulador. El otro es un dibujo que para ellos no tiene ni pies ni cabeza.

—Por supuesto, no mencionéis esto a nadie, ni siquiera a los colegas. —Los mira a todos de uno en uno—. Menos mal que Franco está entre rejas. Nos llamaría de cabrones para arriba y luego insistiría en tomar el mando. ¡Y nos diría que tenemos que liarnos a tortas con los guardias de seguridad en lugar de evitarlos!

Todos fuerzan una débil carcajada, salvo Matty. Renton se da cuenta de que ya ha empezado a comportarse como un capullo. Tiene cara de mal humor y no deja de suspirar despectivamente. Aun así, Renton señala las líneas de ferrocarril en el mapa.

—Llegamos hasta la línea ferroviaria de la antigua estación de Gorgie, cerca de Gorgie Road. Aparcamos el buga, colocamos los tablones en el terraplén y caminamos con ellos por las vía hacia Murrayfield…

—¿Tablones? Joder, ¿qué putos tablones? —dice Matty.

—Perdonad, se me ha olvidado mencionar que dentro de un rato vamos a ir al almacén de maderas para que nos corten dos tablones de cuatro metros y medio.

—Joder, Renton, tú sí que estás hecho un buen tarugo.

Renton recuerda lo buenos amigos que habían sido antes. Aquel verano de 1979 cuando fueron a Londres siendo dos punks adolescentes. Ahora parecía que hubiera pasado una eternidad. Reprime la rabia.

—Ten un poco de paciencia, colega. La línea se divide antes de Murrayfield. La bifurcación de la derecha separa la fábrica de la destilería. Cogemos la de la izquierda, porque lleva hasta la planta química; hay un punto en el que la valla está muy cerca del terraplén. —Lo señala en el plano—. Al otro lado de la valla, a unos pocos metros, se encuentra este edificio anexo. Cogemos un tablón y lo apoyamos en la valla desde la vía…

—Me cago en la puta —masculla Matty.

—… luego subimos por el tablón hasta la parte de arriba de la valla. Uno de nosotros se queda allí y los demás le pasan el otro tablón. Después lo tendemos desde encima de la valla hasta el tejado del edificio y bajamos por él.

—Joder, como el puto Spiderman —se mofa Matty.

—¿Pero no estará demasiado alto, y tal? —pregunta Spud, con los ojos llenos de lágrimas.

—No, será fácil. Además, eres el mejor escalador de todos nosotros —dice Renton.

Spud tiende una mano temblorosa delante de él.

—Pero no así, tío…

—No nos engañemos, no va a estar tirado; si lo estuviera, ya lo habría hecho algún otro capullo. Pero no es para nada imposible —insiste Renton, que vuelve al mapa—. Hay una tubería de desagüe en el edificio por la que podemos bajar para entrar en la planta. Después encontramos la droga, que es posible que esté en los contenedores almacenados en esta zona de carga —y señala la zona en el mapa—, o en este edificio de aquí, que probablemente sea donde la fabrican.

Matty mira a Renton y después a los demás. Sacude la cabeza.

—¡Joder, menuda mierda de plan!

—Oigamos el tuyo, entonces, Matty —le reta Renton.

—No te hagas el listo porque hayas ido a una estúpida universidad de follaovejas de mierda, Mark —dice Matty sacudiendo despectivamente el mapa con el dorso de la mano—. Esto no es el asalto al tren de Glasgow ni tú eres Bruce Reynolds. ¡Te pareces más a Bruce Forsyth, joder, haciendo melonadas con estúpidos mapas y planos de mierda!

Spud y Sick Boy se ríen un poco, mientras Keezbo sigue con cara de palo. Renton coge aire y dice:

—Mira, no estoy jugando a ser ningún genio del crimen. Necesito jaco y —señalando la planta en el mapa—, ahí lo tienen.

—Joder, para ti es como si fuera un puto proyecto escolar. Será como buscar una aguja en un pajar. ¡Joder, ni siquiera sabes dónde está el puto jaco! Tienen guardias, y seguro que perros también… —dice Matty mirando a los demás en busca de apoyo.

—A la primera señal de problemas, salimos de aquí cagando leches —dice Sick Boy—. Ningún perro ni ningún capullo retrasao de uniforme van a venir detrás de mí por un tablón.

—¡Sigo diciendo que es una puta locura! A ver, joder, ¿qué coño saco yo de todo esto?

Renton aspira el aire fétido de la habitación. Matty le está sacando de quicio. La abstinencia le está corroyendo el cerebro y los huesos y, cuando uno se encuentra así, es fundamental emplear las fuerzas en los hilos de conversación correctos.

—Muy bien. En ese caso pasa el mono a pelo —dice bruscamente.

Entonces Sick Boy la toma con Matty.

—¿Nunca has oído hablar del elemento sorpresa? ¿De la carga de la Brigada Ligera? ¿De los trescientos espartanos? ¿De Bannockburn? Joder, la historia está llena de tíos que dieron la vuelta a los pronósticos simplemente porque tuvieron las putas narices de intentarlo. ¿Acaso han cambiado el lema de Leith de «persevera» por «cágate patas abajo» cuando yo no estaba mirando?

Matty se sume en un silencio que durante unos segundos es contagioso, hasta que el estridente timbre del teléfono lo quiebra y les crispa los nervios. Tanto Renton como Sick Boy se abalanzan sobre él, pero Renton llega antes, y se queda chafado de inmediato al oír la voz de su padre al otro lado de la línea.

—¿Mark?

Las sinapsis de su cerebro chocan unas con otras.

—Papá… ¿qué pasa?

—Necesitamos jaco —oye a Sick Boy diciéndole a Matty—. La tienen ellos y ningún capullo más. Punto.

—¿En qué andas? ¿Estás pasando de esa basura? —le pregunta su padre.

—No queda otra. No hay nada —le anuncia con frialdad, mientras oye desatarse una acalorada bronca a sus espaldas.

—¡Pues a ver si no parece que te disgusta tanto!

—¿Qué quieres, papá? ¿Te ha estado calentando los cascos mamá?

—¡Esto no tiene nada que ver con tu madre! Hazel está aquí y está destrozada. Nos ha contado que has vuelto a pillar esa mierda.

Puta chivata hecha polvo y frígida de los cojones…

—Oye, eso es una tontería. Dime qué quieres o cuelgo ya.

—¡A mí no se te ocurra colgarme, hijo!

Una bienvenida descarga de adrenalina hace estremecerse a Renton y cortocircuita brevemente el mono.

—Lo voy a hacer dentro de diez segundos, a menos que me convenzas de lo contrario.

—Estás arruinando la vida de todo el mundo, Mark…, la de tu madre, la mía… Después de lo de Davie, no ha sido…

—Nueve…

—… ¿te hemos pedido alguna vez algo?

—Ocho…

—No te importa, ¿verdad? Antes pensaba que para ti era todo un juego…

—Siete…

—… pero ahora ya sé que simplemente…

—Seis…

—… ¡TE DA IGUAL! ¡TE DA TODO IGUAL!

—Cinco. ¿Qué quieres?

—¡Quiero que lo dejes! ¡Quiero que dejes de hacer esto! Hazel…

—Cuatro…

—¡VUELVE A CASA, HIJO! ¡VUELVE A CASA, POR FAVOR!

—Tres…

—¡TE QUEREMOS! Mark, por favor…

—Dos…

—No cuelgues, Mark…

—Uno…, así que si no hay nada más…

—¡MAAARK!.

Renton deposita suavemente el auricular sobre la base. Se vuelve y ve a los muchachos mirándolo fijamente, boquiabiertos como peces de colores gordos en un estanque botánico a la hora de comer.

—El viejo anda en plan patrulla vecinal, así que quizá sea una buena idea pirarnos de aquí a toda pastilla por si se presenta. Ahora no tenemos tiempo para esta mierda.

Puesta de sol, y la barriga de las nubes se tiñe de rosa. A Renton se le ocurre que por muy pronto que te levantes o muy tarde que te acuestes, nunca ves ese momento en el que empieza la luz o el primer cardenal de oscuridad sangra bajo su frágil piel; la belleza y la aterradora, insondable sabiduría de la transición. Salen del almacén en la furgona de Matty, se detienen en el Canasta Cafe de Bonnington Road con el pretexto de comer algo, pero en realidad para repartir el Valium que Renton ha expropiado del botiquín de su madre. Tragan las pastillas con café con leche.

Renton ve a Keezbo comerse dos donuts y lamer el azúcar del tercero y el cuarto. El poder del jaco: es increíble, pero el gordo cabrón parece estar perdiendo peso. A él mismo le cuesta tragar un huevo revuelto en una tostada reblandecida. Aun así le dan retortijones. A Sick Boy le pasa lo mismo. Spud y Matty sólo pueden con el café y seis cigarrillos cada uno. Al anciano propietario del local le alteran las sacudidas de la taza de Matty en la mesa de formica. Sick Boy le tranquiliza diciéndole:

—È stanco: influenza.

—Llevas años yendo a ver a Swanney —le cuchichea Renton a Matty—. Tienes que saber dónde consigue la mercancía.

Matty contrae la boca en una mueca maliciosa y mordaz.

—¿Crees que me lo diría a mí?

—Tienes ojos y oídos. Y no eres tonto, Matty.

Keezbo se levanta y se va al baño. Matty le mira, después se encoge de hombros y se me acerca.

—Joder, esto que quede entre nosotros, ¿vale?

—Sí…, tranqui —dice Spud.

—El colega de Swanney, un tal Mike Taylor, trabajaba en la planta. Estaba en el almacén. Tú lo has visto —le dice en un tono medio desafiante a Renton, que asiente con la cabeza, pero no logra ubicarlo—. El colega de Mike trabajaba para un servicio de catering que repartía comida en la cantina de la empresa. ¿Sabes el papeo que va en esas grandes bandejas de aluminio?

—¿Como en las comidas del colegio? —pregunta Spud.

—Exacto —concede Matty, aunque claramente molesto por la interrupción—. Pues el jaco salía en esas bandejas. Mike lo organizó todo para Swanney y había alguna peña más implicada. Pero le trincaron y, resumiendo, despidieron al capullo sin denunciarle. Se lo callaron porque era mala publicidad para ellos. Pero ahora los controles de seguridad para el personal son increíbles: cámaras por todas partes, registros aleatorios, de todo. Joder, ahora no podrías sacar ni un pedo en los pantalones.

—¿Y qué pasa con Seeker? —pregunta Sick Boy.

—Joder, no quieras saberlo —dice Matty estremeciéndose. Aprieta los dientes amarillentos y marrones para impedir que castañeteen—. Va por libre. Ni siquiera tipos como Tyrone el Gordo han podido mangonear a ese cabrón.

Keezbo regresa del baño y Matty cierra el pico intencionadamente. Pagan y salen a la calle. En el quiosco, un anuncio del periódico local declara:

LAS CALLES DE LA CIUDAD «INUNDADAS DE HEROÍNA».

Lo observan y sueltan unas risas lúgubres y burlonas.

—Ojalá —se mofa Sick Boy.

Van al almacén de maderas, donde piden que les corten dos tablones de cuatro metros y medio de longitud. Vince, un fornido operario con el pelo negro encrespado, se da cuenta de que no andan metidos en nada bueno, pero conoce a Renton, Matty y Keezbo de cuando todos vivían en The Fort y no va a chotarlos. El ruido y la implacable potencia de la sierra angustian a Spud. Imagina que la madera fuesen sus extremidades, amputadas con violencia. Matty está jodido; se queda fuera, en el patio, intentando desesperadamente encender un cigarrillo, malgastando una cerilla tras otra. Desiste y le pide a Sick Boy su mechero. Mientras cargan los tablones en la parte trasera y sobre el asiento del copiloto, les revela que está demasiado hecho polvo para conducir. El Valium no ha surtido ningún efecto.

—No puedo hacerlo.

Se miran entre ellos y Keezbo extiende una mano fofa. Matty duda, pero los demás le apremian y deja caer las llaves en ella. Se sienta delante con Keezbo, mientras los demás se montan detrás, apretujados e incómodos, con los tablones colocados en diagonal. No logran cerrar las puertas traseras y Keezbo tiene que salir y unirlas con una cuerda.

—Joder, nos van a trincar antes de que nos acerquemos siquiera —se queja Matty.

Sick Boy le hace una peineta en la nuca mientras Keezbo regresa, pone en marcha la furgona y arranca. Renton se fija en las gotas de sudor que salpican su cabeza afeitada y su cuello como si fuera una botella de cerveza fría. Mientras salen a Ferry Road ven a Segundo Premio haciendo footing y la mayoría de ellos miran para otro lado con cierta vergüenza. Cuando pasa junto a la furgoneta, absorto en su propio mundo, Renton se percata del buen aspecto que tiene.

Salen de Gorgie Road a un camino junto a un descampado y aparcan la furgoneta contra un muro. Pueden oír el murmullo del tráfico en la calle, pero no se puede ver a Renton y Sick Boy cuando salen de la parte trasera de la furgoneta con dos bolsas de viaje Sealink. Aunque ha perdido la suya, Renton se enteró de que Sick Boy birló unas cuantas durante el breve tiempo en que estuvieron trabajando allí. La más pesada de las dos contiene una pequeña palanqueta. Sick Boy echa una ojeada a los gruesos maderos y opta por las bolsas. Coge la bolsa de Renton y echa a andar, dejando que Renton y Matty carguen con el primer tablón cogiendo cada uno un extremo, y Keezbo y Spud con el segundo. Sufren calambres, sudan y tiritan mientras se abren paso lentamente por el sendero cubierto de matojos rumbo al terraplén.

—Joder, esto no es buena idea —repite Matty.

—¿Se te ocurre a ti una mejor? —replica Renton una vez más, mientras cargan fatigosamente los maderos en dirección a la vía férrea cercada.

Sick Boy, que se ha adelantado corriendo por el terraplén, ha encontrado un agujero en la maraña de vallado de metal y madera, matas y alambre de púas. Lanza las bolsas de Sealink al otro lado y entra gateando por el agujero. Consiguen pasar todos, aunque tienen que levantar la valla para que Keezbo entre arrastrándose sobre el vientre en plan comando. Matty hace una mueca de dolor al estirar la mano y sentir el picor causado por una mata de ortigas. Se queja mirando lastimeramente cómo brotan granitos blancos venenosos.

—Joder…

—Te has ortigado —le informa amablemente Spud, mientras la misantropía escuece a Matty como el veneno que le inflama la mano. Pero el magro éxito que han obtenido desata un arrebato de euforia, que comparte a su pesar: están en el terraplén. Sienten crecer la expectación mientras miran hacia la vía férrea bordeada de árboles y arbustos bajo la luz que se desvanece.

Corren como la sangre de una herida profunda por el terraplén cubierto de grava. Tras continuos traspiés, desisten y toman el camino más fácil, caminando a grandes zancadas por las traviesas de madera mientras la suave curva de la vía férrea guía sus fatigosos pasos hasta el brumoso punto de fuga.

El borde del mundo se oscurece mientras el sol se hunde detrás de los bloques de viviendas ruinosos y del antiguo castillo; el aire fresco apenas contiene ya ozono, al aumentar los humos que la planta química y la destilería cercanas vomitan constantemente hacia el cielo en forma de unos zarcillos nebulosos, casi fantasmales. Un poco más adelante está la planta. ¿Por qué aquí, por qué en esta ciudad?, se pregunta Renton. La Ilustración escocesa. Se podría establecer el linaje entre aquel periodo de grandeza mundial de la ciudad hasta la actual capital europea del sida, que pasaba directamente por esa amalgama de plantas de procesamiento y almacenes ubicados detrás de aquellas vallas de seguridad. Era un parto peculiar del ingenio de Edimburgo para la medicina, la inventiva y la economía, de las mentes analíticas de los Black y los Cullen, filtradas a través de las especulaciones de los Hume y los Smith. De las reflexiones y los actos de los mejores hijos de Edimburgo en el siglo XVIII a sus hijos más pobres, que se envenenan con heroína a finales del XX. Le tiembla un ojo.

Nosotros, en Escocia…

Siguen avanzando por las vías, en medio de una oscuridad sólo interrumpida por alguna que otra luz que emana de las viviendas.

—Tenemos que estar pendientes de los trenes de carga, que en esta línea llevan residuos nucleares —susurra Renton.

A medida que van recorriendo las vías, el ambiente de optimismo se esfuma. Comienzan a acusar tremendamente el peso de los tablones que llevan sobre los hombros. Se ven obligados a pararse y hacer una pausa, sentados en las traviesas que sobresalen de los raíles. Instan a Sick Boy, que lleva las bolsas y finge que son más pesadas de lo que son, a tomar el relevo.

—Se me ha clavado una puta astilla en la mano —protesta, chupándose un dedo.

—¿Y cómo coño te has clavado una astilla? Si no has llevado ningún tablón —le espeta Renton.

—Lo he hecho antes —gime Sick Boy, mirando a Renton, que le lanza una mirada de reproche y desconfianza—. ¿Qué? ¡Vale, ya lo intento, joder!

Matty se estira, encuentra unas hojas de acedera y empieza a frotárselas en la mano. Le duelen los hombros más que nunca por culpa del tablón. Que les jodan si piensan que va a seguir cargando con él. Spud mira nervioso a Renton.

—Estoy fatal, Mark, esto es lo peor. —Sus ojos atormentados se dilatan—. ¿Crees que vamos a morir?

—No, tranqui, colega, estaremos bien. El mono duele, pero no mata, no es como una sobredosis.

Spud, con los ojos del tamaño de pelotas de tenis, se limpia una cascada de mocos de debajo de la nariz con la manga de su andrajoso jersey amarillo y le dice a Sick Boy:

—¿Y tú qué harías si sólo te quedaran unas semanas de vida y tal? Quiero decir, a estas alturas podríamos tener el cowie ese. Lo ha pillado un montón de peña.

—Gilipolleces.

—Pero ¿qué harías si sólo te quedaran unas semanas? Es un suponer.

Sick Boy responde sin dudarlo:

—Me compraría un abono de temporada para el estadio de Tynecastle.

—¿Estás de coña?

—No, porque al menos moriría con la satisfacción de saber que quedaría uno menos de esos cabrones.

Spud fuerza una sonrisa tétrica. Keezbo mira un instante a Sick Boy como si fuera a decir algo y después se vuelve y contempla los raíles de la vía: marrón oxidado y plata brillante. Parece desquiciado por el sufrimiento de la abstinencia, desencajado y delirante de insomnio.

—Es nuestro jaco por derecho. Lo fabrican en nuestra ciudad…

—Así es, Keezbo —bufa Sick Boy, encendido de indignación—: ¡Los asquerosos accionistas de Glaxo se forran mientras nosotros sufrimos! ¡Estamos chungos y la necesitamos, joder!

—Este jaco pertenece por derecho a los habitantes de Gorgie —dice Spud—, porque está en la parte Jambo de la ciudad. Como el petróleo de Escocia. Si viviéramos en una sociedad verdaderamente socialista y tal.

¡Noticias de las diez! —exclama Sick Boy, y tararea la sintonía—: ¡Ding! ¡No es el caso!

Renton ve la expresión de desconsuelo de Spud e intenta animarle.

—Keezbo es un Jambo y le estamos ayudando a conseguir su parte. Intenta verlo de ese modo.

—No sé cómo un capullo de Leith puede ser de los Hearts —dice Matty.

—Pues yo lo soy y su hermano también —dice Keezbo, levantándose y mirando a Renton.

—Joder, construyeron la planta de jaco a lado del Tyney porque sabían que tendrían enseguida una clientela de gilipollas que necesitaría algo para aliviar el dolor de vivir —dice Matty mofándose con gesto desafiante de Keezbo, que sigue respirando con dificultad, con las manos en jarras.

—Drew Abbot me contó que por tradición Leith era territorio Jambo —explica Spud—, y que sólo el último par de generaciones se ha vuelto más Hibby porque el estadio queda cerca.

—¿Sí? —pregunta Sick Boy con cansancio.

—Sí, los estibadores siempre fueron Jambos, porque para trabajar en el puerto y en los astilleros había que ser masón.

—¿Podemos dejar esta puta discusión para otro momento? —salta Renton, exasperado—. ¡Si quisiera una jodida lección de historia me habría quedado en la universidad! ¡Andando!

—Era un decir —protesta Spud con un mohín.

—Lo sé, Danny —dice Renton, pasándole el brazo por encima de los hombros. Una luna gibosa creciente, que se ha ido abriendo paso entre las nubes, los baña con su luz plateada. Debajo, se oye el suave rumor del tráfico—. Pero ésta es nuestra gran oportunidad. Tenemos que seguir centrados en esto o la habremos jodido. Eres mi mejor amigo, tío, perdona que te haya gritado. —Frota la espalda de Spud. Es tan flaca y enclenque que le cuesta creer que pertenezca a un ser humano.

—Lo siento, Mark, es que me he desinflao y me he acojonao, ¿sabes? Sólo intentaba distraerme, porque me estoy cagando patas abajo, tío.

—Va a ir todo bien —dice Renton, agarrando un tablón y mirando a Sick Boy, que chasquea la lengua pero coge el otro extremo. Spud y Keezbo vuelven a colocarse el tablón sobre los hombros. Avanzan despacio por las vías. Esta vez es Matty quien descansa llevando las bolsas.

Camina unos pasos por detrás de Renton y, de pronto, le espeta:

—Joder, Rents, en tiempos tú llevabas una camiseta de los Rangers. En primaria.

—Mira, se lo he dicho a todo dios un centenar de veces, mi viejo nos compró a Billy y a mí camisetas de los Rangers y nos llevó a Ibrox cuando éramos unos chavalines para intentar que nos hiciéramos hunos —resopla Renton, insistiéndole a la voz incorpórea a sus espaldas—. Billy quería apoyar a un equipo de Edimburgo, así que mi padre nos llevó al Tynecastle y nos compró camisetas de los Hearts. —Se da la vuelta, mira a Matty y después a Spud, que camina al lado, cargando el otro tablón con Keezbo—. Yo odiaba ir allí, odiaba aquel asqueroso granate y el olor de la destilería nos ponía Zorbas[212] que te cagas. Así que le pedí a mi tío Kenny que nos llevara a Easter Road. Luego, cuando crecí un poco más, empecé a ir con todos vosotros, cabrones —y mira a Spud y de nuevo a Sick Boy—, con todos salvo contigo, Matty, ¡porque tú nunca vas de todas formas! —grita Renton, beligerante y cáustico, a la cara a Matty—. Joder, rechacé tanto a los hunos como a los Jambos tomando una decisión informada del carajo, así que eso me convierte en un Hibby más de verdad y más auténtico de lo que tú serás jamás. ¡Conque a ver si te callas de una puta vez, mangui de los huevos!

Matty deja caer las bolsas y da un paso al frente, tenso, lo que obliga a Renton y también a Sick Boy a hacer otro tanto con los extremos respectivos del tablón que llevan entre los dos.

—¿Conque yo soy un puto mangui? Joder, mírate tú últimamente, asqueroso de mierda…

—¡BASTA! —grita Spud, mientras él y Keezbo dejan caer los extremos de su tablón y se interponen entre ellos—. ¡Dejad esa mierda, tíos! ¡Odio ver discutir a los colegas!

—Sí, comportaos, putos zumbaos —dice Sick Boy señalando con la cabeza la parte de atrás de un bloque de viviendas que hay encima de ellos con las luces de la cocina encendidas—. ¡Bajad la voz si no queréis que llamen a la poli! ¡Cojamos los putos tablones!

—Está saliendo todo mal… —se lamenta Spud, pero Matty, aunque masculla entre dientes, lo releva cogiendo el tablón y se ponen de nuevo en marcha.

—Todo va a salir de puta madre, Mr. Danny —cuchichea Keezbo mientras Spud, abatido pero agradecido, coge las bolsas—. Nos hacemos con un montón de bacalao, nos quedamos una parte para pasarlo y el resto nos lo guardamos para ir desenganchándonos poco a poco.

—¡Eso es! —dice Renton como si se tratara de un revelación—. Nos racionamos la cantidad justa cada día, todo muy científico, una cura de reducción. La vamos dosificando científicamente.

—Científicamente… —repite Spud con la mirada perdida.

Matty camina sumido en un infierno silencioso. El tosco madero le raspa el cuello, pero apartarlo del hombro supondría destrozarse la mano ya envenenada. El cielo azul oscuro de delante está ahora iluminado por la luz siniestra de la planta. Piensa en Shirley, en Lisa y en el piso de Wester Hailes. Aquel diminuto cubículo parecía una cárcel, pero ahora daría cualquier cosa por estar allí con ellas. Le da un espasmo repentino y deja caer el tablón, lo que lleva a Keezbo a soltar instintivamente el otro extremo.

Renton y Sick Boy hacen lo mismo.

—¿Qué pasa?

—Joder, no puedo… no puedo seguir con esto —dice Matty acuclillándose y agarrándose el vientre—. ¡Me están matando los retortijones!

—Tenemos que hacerlo. Es lo único que podemos hacer. —Spud se acerca y coge el extremo de Matty. Piensa en lo mal que debe estar Matty; ha estado consumiendo más y durante más tiempo que ninguno de ellos.

Sick Boy se coloca el tablón en el hombro y mira a Matty.

—¡No te rajes!

Matty se vuelve y camina varios pasos detrás de ellos, aguantándose el estómago. Se da cuenta de que se ha olvidado las bolsas, por lo que da la vuelta, trastabillando abatido, para recuperarlas y después les sigue. No consigue dejar de rascarse la piel, haciéndose grandes postillas y luego arrancándolas y arañando la carne viva e infectada con unas uñas mugrientas. Tiene los ojos enrojecidos y cansados.

Se arrastran como pingüinos estreñidos hacia el punto donde el terraplén discurre cerca de la valla. Ven el edificio anexo, que a Sick Boy le parece más grande que nunca. A Renton le duelen los ojos; tarda un poco en enfocar, pese a que los reflectores iluminen la planta desierta. No hay ninguna señal de vida. Es como un campo de concentración, medita Renton, y ellos parecen unos supervivientes de Belsen que intentaran entrar en lugar de escapar.

Aparece ante la vista el enorme edificio plateado con forma de caja, las tuberías que asoman como espaguetis, la gran y lustrosa chimenea y los demás conductos que apuntan hacia el cielo. Luego se oye un débil sonido y ven unas nubecillas de vapor procedentes de un conducto contra el negro telón de fondo. Salvo unas pocas nubes oscuras aisladas, el cielo luminoso es cavernoso y transparente, y resplandece con nuevas galaxias, un milagro que se produce a escasísima distancia de los sucios bloques de viviendas en ruinas.

—Fuaa, tío…, ¿creéis que habrá un turno de noche? —pregunta Spud, jadeante.

—Nah —dice Matty sin aliento—, serán las máquinas en plan robot, que seguirán procesándolo todo. No pueden apagar la maquinaria y volver a ponerla en marcha cada día. Se quedan funcionando toda la noche.

Sick Boy hace una improvisada imitación de Begbie:

—Como algún puto robot zumbao se ponga chulo lo apuñalo, joder, me da igual que sea un puto androide o no.

Se ríen pese a lo chungos que están, unidos de nuevo, hasta que Spud sufre un acceso de tos seca y áspera que a punto está de provocarle un ataque. Están preocupados por él, después de su convalecencia, pero se calma de golpe, con los ojos llorosos, mientras se esfuerza por insuflar bocanadas de aire en sus pulmones obstruidos.

—Uf, tío… —dice una y otra vez, sacudiendo la cabeza.

—¿Estás bien, colega? —pregunta Renton.

—Sí…, recobrando el aliento… Uf, tío…

Renton mira a Sick Boy, que asiente, y colocan el tablón a la mitad del empinado terraplén y lo impulsan para que caiga sobre la tupida alambrada de la valla. El extremo del tablón impacta contra la valla con un golpe seco, provocando un estentóreo chirrido metálico antes de posarse y asentarse sobre el alambre de púas. Temiendo que los descubran, trepan de nuevo hasta los raíles, donde se tumban boca abajo, mirando el interior de la planta desde la vía.

Todo está en calma.

Al cabo de unos minutos, Renton se levanta y se desliza pendiente abajo hacia el tablón. Se sube encima, probándolo con su peso, y luego camina precariamente por la pendiente de cuarenta y cinco grados hasta el alambre de espino, que resplandece bajo la luz de las estrellas, mientras el metal afilado clavado en la madera mantiene el tablón en su sitio. Renton, con los carrillos inflados, se sube encima de la valla, iluminada por el blanco resplandor de la luna blanca, que despunta brevemente entre la espesa capa de nubes, y acto seguido baja corriendo hasta el terraplén.

—Todo bien —les dice a los demás, que ahora están de pie y le observan maravillados, como si fuera un trapecista—. La clave está en no mirar abajo. ¡Pasadme el extremo del otro tablón!

Él agarra uno de los extremos y Matty el otro. Debido al peso añadido del segundo cuerpo y del tablón, el primero se comba ligeramente. Renton camina con tiento hasta la parte superior de la valla. Mantiene un equilibro precario en una posición de boxeador, con un pie delante del otro, mientras Matty empieza a acercarse a él y le pasa el tablón.

—Suelta… —murmura Renton, mirando la cara de zombis de sus amigos, mientras intenta combatir la idea que le obsesiona: ya no somos humanos. Hemos mudado nuestras pieles como lagartos, despojándonos no sólo de nuestro pasado, sino también de nuestro futuro. Somos sombras. Le tiemblan las manos mientras mira a Matty, en el otro extremo del segundo tablón, y lo transportan manteniéndolo en equilibrio sobre el primero. Por un instante parece a punto de caerse, pero Matty logra sujetarlo. Renton, con un equilibrio y una fuerza que nunca había sospechado que tuviera, aguanta el extremo y sigue pasando el tablón. En la cima, lo deja caer; su corazón parece saltarse un par de latidos mientras teme que el extremo del tablón no llegue a aterrizar en el tejado del edificio y se precipite irremediablemente en tierra de nadie, abortando la misión, pero cae sobre el tejado de lona alquitranada con un golpe sordo. La euforia vence al miedo y él se queda encaramado encima de la valla, a la espera de las alarmas, los guardias y los perros.

Pero no ocurre nada y los muchachos se reúnen en torno a la base del tablón en el terraplén. Lanza el otro tablón desde encima de la valla hasta el tejado, que cae con una pendiente menos acusada que el otro; es como si los tablones fueran las manillas de un reloj parado a las cinco menos veinte.

—Venga —musita en la oscuridad.

Pese al malestar, Matty se mueve con la agilidad de un felino y se une a él en cuestión de segundos. Empiezan a pasarse las bolsas de viaje de Sealink. Sólo ahora, cuando el plan parece tener al menos alguna posibilidad de éxito, Renton se permite pensar en lo estúpidos que han sido llevando unas bolsas tan reconocibles: habría sido mejor que fueran de Adidas o de Head. Espera que eso no suceda mientras siente el crujido del fieltro quebradizo y granuloso del tejado bajo las suelas de sus gastadas zapatillas de deporte.

Ahora le toca a Spud entrar en la planta; al principio avanza lentamente, un paso tras otro, con parsimonia, para después cobrar velocidad en la pendiente. Al coronar la cima de la valla, parece estar a punto de tambalearse antes de emprender un rápido descenso por el tejado hasta caer en los brazos de Renton.

Sick Boy le sigue, mirando malhumorado y asqueado, como si estuviera atravesando en calcetines un campo lleno de mierda de perro, pero logra franquear el paso y se acuclilla en el tejado jadeando nerviosamente. Miran hacia abajo, a la planta sumida en una calma letal, iluminada por las luces nocturnas que brillan tenuemente en torno a ellos. Ven dos cajas de metal que contienen ojos electrónicos, pero que apuntan en dirección contraria, hacia las puertas por las que entran y salen los trabajadores. Renton piensa en los hombres invisibles que, encerrados en un cubículo en alguna parte, se dedican a mirar las imágenes con grano de aquellas pantallas. Al cabo de unos días, ¿qué se puede distinguir salvo interferencias borrosas en blanco y negro?

—Que algún cabrón le diga a ese puto gordo que espere allí —gruñe Matty, mirando a Keezbo, que se ha subido al primer tablón—. ¡No conseguirá pasar, coño! ¡Joder, el capullo romperá el puto tablón y nos dejará a todos atrapados aquí!

Se miran boquiabiertos por el pánico.

—Nos retrasará a todos —reconoce Sick Boy, volviéndose hacia Renton, pero Keezbo ya ha iniciado el ascenso.

—Venga, Keith —susurra Renton para animarle—. ¡Los elegidos de Wigan!

Sick Boy se da una palmada en la cabeza, mirando a Matty, mientras el tablón se comba bajo el peso de Keezbo. Pero el batería sigue avanzando, como un elefante sobre la cuerda floja.

—Cuando llegues arriba del todo, no te detengas: baja corriendo al otro lado —grita Matty, rígido de tensión, y abriendo y cerrando las manos junto a los costados.

—¡El espíritu del Wigan Casino, Keezbo! —sigue animándolo Renton.

Keezbo llega a la cima. Mientras observan su avance, sienten un vuelco en el corazón cuando se tambalea durante dos espantosos segundos al cambiar de tablón, pero luego desciende disparado hasta ellos, mientras el tablón golpea la valla, con la boca abierta y los ojos fulgurantes.

—Los esquiadores más duros, Keezbo Yule. —Renton estampa un beso sonoro en la frente sudorosa de Keezbo en cuanto llega al tejado rechinante. Sick Boy, encantado, agarra sus dos voluminosas nalgas y le pega un empujón con la pelvis.

Están en el edificio anexo, una anodina construcción de ladrillo rojo que mide unos cuatro metros y medio de altura y seis metros de planta. Desde esta atalaya, miran a su alrededor en busca de algún tipo de vigilancia. Nada. Ninguna de las cámaras les enfoca. Se miran entre sí con una especie de asombro infantil. Son cinco yonquis de Leith, encerrados en el interior de un complejo que contiene la mayor cantidad de morfina pura de esas islas.

Renton baja gateando por la tubería de desagüe. Es de plástico, no de metal, como había imaginado. Le preocupa que no pueda soportar el peso de Keezbo, pero no dice nada. Matty baja tras él, seguido por Spud y después por Sick Boy. Vuelven a mirar horrorizados a Keezbo y luego los edificios principales de la planta, presintiendo que la tubería se va a desplomar y van a quedar todos atrapados allí, indefensos y enfermos, dentro de aquella Venus atrapamoscas, hasta que llegue el turno de mañana y dé la alarma. Sin embargo, Keezbo baja a trompicones hasta la mitad de la tubería y salta el resto de la distancia, aterrizando de pie con una gran sonrisa.

—Estamos dentro, Mr. Mark, Danny, Simon, Matthew.

Renton se limita a celebrarlo propinándose un único golpe en el pecho. Los ojos de Sick Boy parecen a punto de salirse de las órbitas y se agacha apoyado contra el edificio durante un instante, como si sufriera un enorme dolor, antes de ponerse de pie de golpe. Se encaminan hacia las torres de reflectores, hacia la zona de carga y descarga situada en uno de los laterales de la planta de procesamiento, donde las cajas de plástico están apiladas en palés de madera.

—Ahí dentro no habrá jaco —dice Matty—, será todo productos farmacéuticos. La morfina estará guardada bajo llave —gimotea.

Admitiendo que lo que dice es lógico, Renton insiste:

—Pero estarán cerradas —y saca la palanqueta de hierro de su bolsa de Sealink—. Deberíamos asegurarnos antes de entrar en los laboratorios y los almacenes…

Keezbo y Spud dan vueltas cogidos de las muñecas, inmersos en un baile rabioso, nervioso.

—Allá vamos, allá vamos, allá vamos… —jadean eufóricos, antes de que el sonido estridente y cortante de una alarma turboalimentada irrumpa en la noche silenciándolos por completo. Parece surgir de debajo del suelo, vibrando a través de sus suelas de goma, y dejándolos inmovilizados por la impresión más paralizante que hayan experimentado nunca. Les rompe los tímpanos hasta dejarles casi sin sentido. Apenas pueden oír los gritos de los hombres y los ladridos de los perros por encima de ese estrépito mientras el miedo les empuja a huir de la paralizante cacofonía atravesando la explanada en dirección al edificio anexo.

No miran atrás, ninguno de ellos; Renton llega el primero, pero ahueca las manos para propinar a Sick Boy y después a Spud un fuerte impulso y auparlos por la tubería. Cuando él llega gateando hasta el tejado, ve el esqueleto iluminado por la luna que supone que es Daniel Murphy desvaneciéndose en el cielo, lo que significa que Sick Boy ya ha llegado al terraplén.

Renton se permite entonces mirar atrás. Parece que hay demasiados perseguidores corriendo por el tenebroso patio para que sea viable: perros y hombres, ladrándose palabras de aliento e instrucciones psicóticas unos a otros. Ignora los gritos y gruñidos a sus espaldas, y recorre a toda velocidad el tablón. Una vez arriba, mira por encima del hombro y grita a Matty y Keezbo que se suban al tejado. Entonces una linterna le ciega y se tambalea sobre la tabla, esperando caer al vacío en el lado seguro de la barrera, pero consigue hacer todo el recorrido hasta el empinado terraplén y nota que Spud le agarra el brazo y le guía hasta las vías. Se tumban y contemplan la silueta marfileña de Sick Boy alejándose por la línea de cercanías sur.

Renton y Spud ven a Matty encaramarse al tejado, mientras las linternas de los guardias de seguridad le iluminan. Keezbo es el último en subir por la tubería, con los guardias pisándole los talones y un pastor alemán intentando morderle el pie y fallando por pelos. Mientras Matty sube corriendo por el tablón hasta la valla, Renton y Spud ven a Keezbo elevar milagrosamente su enorme mole hasta el tejado del edificio entre los gruñidos de los perros. Parece que hay unos ocho hombres y cuatro perros, que se aúllan entre sí mientras sus adiestradores hablan a gritos por los walkie-talkies por encima de la alarma, que grazna como un monstruoso pájaro mecánico cuyos huevos corrieran peligro. Keezbo está en el tejado. Pero cuando Matty se sube encima de la valla para iniciar el descenso, un giro del talón hace que el primer tablón se deslice hacia abajo y caiga estrepitosamente en el espacio negro situado entre el edificio y la valla. Keezbo se ha quedado atrapado.

Mientras los perros ladran y dan vueltas al edificio, ven a Keezbo mirándoles, primero serio y después triste, desde el otro lado de la valla. Sus facciones se han contraído en una mueca de profundo dolor y traición. Después, de golpe, dan paso a una expresión de derrota y resignación, mientras Keezbo se sienta en el tejado como un Buda yonqui vencido, rodeado de hombres que vociferan y perros que gruñen abajo.

—Me cago en la puta…, Keezbo… —dice Spud, resollando, mientras Matty se une a ellos en la vía.

De pronto, Renton se pone en pie y brama al complejo:

—¡DEJADLE EN PAZ, PUTOS CABRONES FASCISTAS DE MIERDA! ¡ES NUESTRO PUTO JACO! ¡LO NECESITAMOS! ¡ES NUESTRO PUTO DERECHO! —Coge piedras del terraplén y las arroja por encima de la valla contra los guardias y los perros. Una de ellas alcanza a un perro en el flanco y le arranca un gañido—. ¡VENID AQUÍ, PUTOS CABRONES SARNOSOS!

Matty tira de él.

—¡Venga! Joder, tenemos que dividirnos —y ven a Spud correr por las vías y le siguen. Renton mira hacia atrás un par de veces y después acelera para atrapar a los demás.

—Gordo cabrón…, más vale que no… nos chotes —dice Matty con voz áspera, mientras corren sin aliento hasta las ruinas abandonadas de la estación de Gorgie, donde se detienen para recuperarse. Sick Boy espera en la oscuridad. Renton nota que la cabeza le da vueltas por el devastador esfuerzo de la huida mientras trata de llenarse los pulmones de aire.

—Aquí nadie va a chotar a nadie —protesta Spud ante Matty, mientras respira hondo y la mirada de Sick Boy va saltando de uno a otro—. Keezbo es legal.

—¿Qué le ha pasado al puto tablón? —dice Renton, resollando—. ¿Cómo es que no ha podido subir?

—Se ha caído después de subir nosotros —se queja Matty. Advierte que Renton le juzga con la mirada—. ¡Fue un accidente! Joder, ¿qué insinúas?

Renton desvía la mirada, guardando un silencio elocuente, pero Sick Boy tercia rápidamente.

—Te voy a explicar lo que «insinúo» yo: un vulgar chorizo no está en condiciones de llamar soplón a nadie.

—¿Qué? —dice Matty.

—Aquel jersey azul cielo Fair Isle que tenía. —Señala a Matty, torciendo el gesto en una mueca acusadora—. Ya sabes, el que tú me mangaste del tendedero en los Banana Flats aquella vez.

—¡Yo no robé tu puto jersey! —Matty se vuelve hacia Spud en busca de apoyo—. Joder, eso fue hace siglos, éramos unos críos, todo dios mangaba ropa entonces.

—Sí, ¡pero no se ponían lo que mangaban! Lo vendían y compraban prendas nuevas. Sólo un mangui de mierda se pone lo que ha robado —declara Sick Boy, encendiendo un cigarrillo y dando una calada—. Me acuerdo de cuando le dije a mi madre: «Matty Connell me ha birlado ese jersey que me compraste, se lo vi puesto en el colegio» —y esboza una leve sonrisa—. ¿Sabes lo que me dijo? Soltó: «Deja que se lo quede, hijo. Los Connell son una familia pobre, a ese chico le hace más falta que a ti». Eso fue lo que me dijo. Mi madre estaba dispuesta a vestir a un mangui, a un zarrapastroso infestado de piojos —y asiente ligeramente mientras pronuncia cada palabra—, sólo porque le daba pena.

—Así que eso piensas de nosotros, ¿eh? ¿Eso es lo que has estado pensando de mí todos estos putos años?

—Exacto —dice Sick Boy, encogiéndose de hombros—, así que ahora ponte sensiblero, como de costumbre. Pobrecito Matty. ¡Pobrecito zarra-pas-troso de mierda!

Matty mira lastimeramente a Spud y Renton.

—¿Sabes lo que opino yo de todo esto, Matty? —pregunta Renton, agachado y con las manos sobre las rodillas, pero mirándole con dureza—. ¿Lo que opino de esa maldita obsesión que tienes de poner a parir a Keezbo? Tiene que ver con que estuvo saliendo con Shirley. ¡No eran más que unos críos cuando salieron juntos, joder! ¡Ahora está contigo! ¡Supéralo de una puta vez!

—¿Qué…? Eso no tiene nada que ver —se queja Matty, dolido y débil.

Sick Boy la toma con él.

—Tengo entendido que Keezbo y ella lo hicieron todo.

—¿Queeeé…? —grita Matty, incrédulo. Mira a sus amigos, desencajado, espectral, con los ojos gélidos y la palidez de un zombi, y preferiría haberse quedado a enfrentarse a los perros.

—Sólo estoy repitiendo lo que oí —dice Sick Boy haciendo una mueca.

—Se lo oíste ¿a quién? —replica Matty, furioso—. ¡¿A ESE GORDO CABRÓN?!

—Las tías también hablan.

—¿Qué coño quieres decir, Williamson?

Sick Boy le echa una mirada muy estudiada a Matty.

—Su primera vez fue cuando salía con Keezbo. Una enorme polla gorda llena de pelos coloraos, dentro de ti, poniendo fin a tu virginidad, y tu sangre goteando de su verga. Para ella debió de ser memorable. Es normal que piense en ese momento cada vez que ve a Keezbo. Seguro que por eso no se te quita de la cabeza, colega, lo entiendo perfectamente.

Matty se queda clavado en el sitio, paralizado por una espantosa incredulidad.

—¿Queeeeé…? —repite sin dar crédito.

Spud gimotea lastimeramente:

—Nah, tíos, venga, venga…, esto es una sobrada…, no está bien… —mientras Renton y Sick Boy saborean el desmoronamiento subconsciente de Matty ante ellos.

—No. Se. Te. Quita. De. La. Cabeza —pronuncia lentamente Sick Boy.

Matty parece bullir lentamente antes de explotar:

—QUE TE DEN POR CULO, PUTO CHULO PROVOCADOR —echando el cuello en tensión hacia delante mientras le gotean mocos de la nariz. Después echa un vistazo a las piedras que tiene a sus pies e intenta coger una. Renton se precipita hacia él y lo agarra—. Vete a tomar por…

—JODER, ¡VOY A MATARLE, COJONES! ¡VOY A MATAR A ESTE PUTO CHULO CABRÓN Y MENTIROSO! —y se abalanza sobre él mientras Renton y Spud lo sujetan.

Sick Boy mantiene una postura relajada y da una calada exageradamente despreocupada a su cigarrillo.

—Ya, ya, ya. Seguro.

—¡ERES HOMBRE MUERTO, WILLIAMSON! —Matty medio brama y medio chilla mientras da media vuelta y se aleja en la noche.

Sick Boy finge despectivamente que le alcanza un disparo. Spud sigue la sombra en retirada de Matty.

—Eh, Matty, espera, tronco…

—Spud… —se queja débilmente Renton.

—Pasa de esos capullos. —Sick Boy agarra la muñeca de Renton para refrenarle—. De todos modos, es mejor que nos separemos. Cuatro tipos juntos van a llamar la atención.

Miran a Spud bajar por la pendiente detrás de Matty, y desaparece de su vista en Gorgie Road, siguiéndole no hasta la furgona, sino por la calle, más allá del Stratford’s Bar, sin saber por qué Matty va en esa dirección y menos aún por qué le sigue Spud.

Renton y Sick Boy siguen alejándose de la planta por las vías del tren, que serpentean sobre el pub y a nivel de la calle. La luna, agazapada tras una maraña de nubes, recuerda a Renton por un instante la cara pálida y compungida de Spud mientras desaparecía de su vista.

—Matty, ese puto roedor ponzoñoso —dice Sick Boy mientras caminan deprisa por las vías—. ¿Quién ha sacado de quicio a ese cabrón? Estamos todos chungos hasta la médula, pero al menos intentamos comportarnos como hombres.

—Siempre pasa lo mismo con ese cabrón picajoso, tenga el mono o no —dice bruscamente Renton, que ahora desearía haberle partido la boca a Matty antes—. Siempre tiene que hacer de puto aguafiestas. ¡Keith va a pasar una buena temporada en la cárcel por todos nosotros y lo único que se le ocurre a ese cabrón es ponerle verde!

El dolor es cada vez más intenso y Renton maldice la locura de toda aquella empresa inútil, que ha quemado aún más restos de heroína en su organismo. Pronto estarán totalmente inmovilizados. Tienen que volver a por el Valium. Abrazados a sí mismos, siguen las vías hasta que llegan al viaducto del Union Canal, precedidos por una energía de ultratumba en aquel vacío terrestre fantasmagórico que parece separado de las somnolientas calles de la ciudad por otras dimensiones que la mera altura. Pero cuando el canal desciende hasta el nivel de la calle, esas vías y callejas frías y grises a las que han sido expulsados resultan igual de infernales, mientras Renton y Sick Boy sudan y se rascan como polluelos que acabaran de salir del cascarón.

En Viewforth abandonan el canal y empieza a caer una lluvia fría. Mientras caminan dando tumbos hacia Bruntsfield, contemplan las manchas anaranjadas de las lámparas de sodio que salpican las calles mojadas, antes de cortar por los Meadows y dirigirse hacia el North Bridge. Las aceras están desiertas, salvo por algún que otro borracho descarriado que busca un taxi, bares nocturnos o fiestas. Una sirena de los servicios de urgencias irrumpe en la noche desatando el pánico y haciéndoles salir disparados como ratas por los callejones apenas iluminados de la Milla Real, que bajan nerviosos rumbo a Calton Road.

—Yo el rollo este de la vida no lo pillo —dice Sick Boy en voz alta y tembloroso.

Mientras caminan por las calles oscuras y desiertas, a Renton le asaltan los recuerdos de su hermano Davie. La casa está vacía y desangelada sin su caos y la familia, destrozada. Algo puede parecer inútil, ineficaz o improductivo, pero en cuanto desaparece todo empieza a desmoronarse y se vuelve una mierda. Finalmente responde a la afirmación de Sick Boy.

—Es rarísimo que por un momento estemos aquí y al siguiente hayamos desaparecido. En un par de generaciones, a nadie le importará una mierda. No seremos más que unos gilipollas con ropas graciosas en fotografías descoloridas que un triste descendiente con demasiado tiempo libre saca del aparador para mirar de vez en cuando. No creo que a ningún capullo famoso se le vaya a ocurrir hacer una película sobre nuestras vidas, ¿verdad?.

Renton ha asustado a Sick Boy, que se detiene bruscamente en la calle vacía.

—Te has rendido, colega. Eso es lo que pasa, que te has rendido.

—Quizá —admite Renton. ¿Se ha rendido? Seguramente, llega un momento en que ya no te quedan ni lágrimas ni excusas.

—Eso me repatea que te cagas. Si te rindes, estamos todos jodidos —dice, poniéndose en marcha de nuevo, mientras pasa a su lado un ruidoso coche solitario—. Sé que echamos pestes el uno del otro, Mark, pero tú eres el que vale de verdad. Aquella vez que allanamos aquella casa, tú salvaste a la chica, tú y Tommy. Begbie la habría dejado palmar, y Spud, Keezbo y yo no teníamos ni puta idea de qué hacer. Pero tú te hiciste cargo. ¿Cómo supiste hacer eso?

Davie…

Renton siente una quemazón y se encoge de hombros, como si dijera: ni puta idea. Después mira a su afligido compadre[213].

—Tú eres el que controla, Si. Estás a años luz del resto de nosotros. Siempre ha sido así. Con las tías y tal…

—¡Joder, pero he hecho tantas cosas malas, Mark! —exclama Sick Boy golpeándose la cabeza con una violencia repentina, mientras salen a la entrada trasera de la estación de Waverley—. ¡La he cagado a lo grande!

Una fisura de dolor se abre en Renton y responde con un pánico ciego, interrumpiendo de inmediato la confesión de Sick Boy.

—¡Yo también! ¡Sé lo que quieres decir!

—¿Te refieres a lo de Olly Curran? Habíamos quedado en…

—¡Que le den por culo a ese cabrón! —gruñe Renton maliciosamente—. Él se lo buscó con su mierda racista de cabeza cuadrada. ¡A mí ese gilipollas de mierda no me inspira la menor compasión! Hablo de Fiona —y siente que algo se rompe en su interior, como un dique que se desmorona—. ¡La quería y la cagué! Cuando estuvimos de vacaciones, ya me lo veía venir —y eleva la mirada hacia el Calton Hill, que se alza sobre ellos—, yo y ella, para siempre. Y me asusté…, me cagué de miedo. Cuando volví… —los ojos de Renton están enrojecidos e hinchados—, aquella chica de la que te había hablado, la de Paisley, que salía con mi colega…, estábamos borrachos, empezamos a tontear y la llevé allí —dice señalando la colina oscura y tenebrosa mientras salen a la vía de acceso que lleva a Leith Street—, o ella me llevó a mí, porque Fiona debió decirle que habíamos echado un polvo en aquel parque de Berlín Este…, me utilizó para quedar por encima de su amiga y yo quería hacerlo, así que me la follé en el parque… a la chica de mi colega…, la tía ni siquiera me gustaba…

—Pero me apuesto algo a que el sexo estuvo guapo —dice Sick Boy, intentando fingir cierta curiosidad en su voz. Al fin y al cabo, conoce la historia con todo lujo de detalles. Estaba allí, en la propia letra de su amigo, en aquella hoja arrugada y desechada del diario que había sacado furtivamente de la papelera de la habitación de Renton, en el centro de rehabilitación de St. Monans, cuando su amigo se había quedado dormido. Quedó sorprendido por la minuciosidad y la fluidez de la prosa de Renton; cómo le habían salido aquellas frases sin editar, con aquellos trazos gruesos y floridos. La había estado guardando para reírse algún día, pero se da cuenta de que éste no es el momento de mencionarlo, ahora que del pecho de Renton brotan grandes sollozos secos.

Renton se siente miserable y lamentable. Había engañado a Fiona, así que tuvo que poner fin a la relación. Y había traicionado a Bisto, por lo que no podía volver a mirarle a la cara. No tenía excusa alguna. Él era así, podrido hasta la médula, piensa con tristeza, antes de recordar las palabras de Tom Curzon: quizá sólo sea una fase por la que estoy atravesando

Y mira a Sick Boy, que ahora ha inclinado la cabeza y parece entenderlo todo…

—¿Y qué? ¿Qué has hecho tú? —Renton se detiene en la calle oscura y mira a su amigo.

Sick Boy nota que algo se revuelve en su cuerpo e intenta salir por su boca, y que tiene que contenerlo. En su lugar, dice con voz entrecortada, para despistar.

—Matty…

—Que se joda.

Y ahora Sick Boy agradece aliviado la interrupción de Renton, que ha impedido que confiese. Menos mal que siempre tiene que hablar de él, joder.

—Pero… creo que fue ese capullín… el que delató a Janey Anderson por el fraude de las prestaciones. Se lo mencioné de pasada en una ocasión, fue una estupidez. —Mira a Renton, probando una mentira que le conviene—. Creo que fue él quien se chivó, Mark.

—No… —dice Renton con la voz temblorosa—, ni siquiera él caería tan bajo.

Sick Boy se dobla, permitiendo que la fuerza de voluntad que mantiene unidos su cuerpo mareado y bilioso y su alma se relaje para poder castigarse con el siguiente ataque de náuseas.

—Estoy tan chungo…

—Yo también. Pero ya casi hemos llegado, colega. Sólo tenemos que ponernos las pilas un poco más.

Se avecina Elm Row, seguida por Montgomery Street. Intentan recomponerse ante el portal

—Cuando hayamos echado al coleto el último Valium —dice Sick Boy con los ojos húmedos—, ya está. Se acabó, Mark. Ya me he metido todo el jaco que pienso meterme en la vida.

Una convicción tan fuerte y una certidumbre tan absoluta conmueven a Renton. Nota que se le humedecen los ojos mientras la imagen de Keezbo, perdido en tierra de nadie, arde en su cerebro.

—Eso es —dice, tocando en el hombro ligeramente a su amigo—, hasta aquí hemos llegado —y ambos miran al cielo, incapaces de entrar en el portal, completamente agotados y espantados ante la idea de tener que subir aquella fría multitud de escaleras para llegar hasta su apartamento en el último piso.

Hasta aquí hemos llegado.

Y con esta certeza, contemplando la munificencia y el resplandor de las estrellas, Renton se siente exaltado, como si le estuvieran recompensando con una especie de infancia eterna; la idea de poder heredar toda la tierra y compartirla con todo espíritu humano. Pronto volverá a ser libre. Recuerda que, al final de su vida, Nietzsche comprendió que no bastaba con dar la espalda al nihilismo; había que convivir con él y, con suerte, salir del otro lado, habiéndolo dejado atrás.

Heroína.

Aquella chica de la casa que allanaron. ¿Cómo supo qué hacer?

Davie.

De no haber estado en aquella casa, viéndoles ocuparse de él, nunca habría establecido la fría conexión: se ha metido mierda, hay que sacársela. ¿Cómo? Agua salada. Aquellas vías neurales habían sido fraguadas en su cerebro por los gritos agudos de su hermano cuando estaba alterado, imprimiéndole los conocimientos de cómo cuidar de alguien en apuros. Una estrella brillante refulge ante él en el cielo, como un guiño de reafirmación. Y no lo puede evitar, no puede resistirse a la idea: el peque.

Sick Boy se ve a sí mismo como un prisionero de su boca embustera. Cada día ve ante el espejo unos ojos que se vuelven más fríos y despiadados como consecuencia de los dictados de la droga y la brutal ordinariez del mundo. Pero son las mentiras que se ha contado a sí mismo y a los demás las que le permiten semejante lujo. Ahora siente que se agita en su alma algo conmovedor y esta vez se da cuenta con júbilo de que incluso podría ser una verdad intentando salir a la superficie. La expulsa tosiendo y tembloroso de su garganta.

—Una cosa, Mark, sé que pase lo que pase, pese a las idioteces que podamos hacer cualquiera de los dos, tú y yo siempre estaremos unidos y nos apoyaremos —afirma, mientras su pecho sube y baja lentamente—. Superaremos esto juntos —y se acerca a las escaleras, forzando a Renton a seguirle.

—Ya lo sé, colega —dice Renton, casi distraído bajo la luminosidad de las estrellas, hasta que la pesada puerta, que se cierra sola tras ellos, extingue su luz—. Hay mono en el menú y nos lo vamos a comer, eso está claro de cojones. Por mi parte, hasta aquí he llegado —dice sonriendo en la oscuridad, dando patadas a los escalones de piedra bajo sus pies—. He estirado el tema este del jaco todo lo posible. Ha sido una fase chula pero la heroína no puede enseñarnos nada nuevo, aparte de más miseria, y yo de eso ya he tenido más que suficiente.

—Y que lo digas —coincide Sick Boy—. Los esquiadores más duros.

Guiados por la débil luz de la bombilla de la escalera, llegan hasta su rellano. En el momento en el que abren la puerta y entran en el frío apartamento, el teléfono estalla en un timbrazo que les sacude los huesos.

Se miran entre sí durante un instante interminable en el que el tiempo se desintegra.