Había sido un viaje largo e inquietante, bajo una lluvia racheada que golpeaba el parabrisas y dificultaba la visibilidad. Le sobrevino el cansancio de forma rápida e imprevista; no se dio cuenta de que el golpeteo y el siseo de los limpiaparabrisas de goma estaban produciendo un efecto arrullador y soporífero hasta que se le escaparon varios bostezos. Movió la cabeza, parpadeó rápidamente y sujetó con más fuerza el volante. Una señal de tráfico, que emitió un destello verde luminoso bajo la luz de los faros, le indicó que estaba ya cerca de su destino.
Russell Birch nunca había estado antes en Southend y había oído que podía ser un sitio muy animado, pero nada más entrar en aquel pueblo costero de Essex, estaba muy claro que el mal tiempo había frustrado la diversión del fin de semana. Tras salir de la A13, pasó por delante de la estación de tren y bajó hasta el Western Esplanade. Aún destellaban las atracciones turísticas del muelle más largo del mundo, pero estaba casi desierto. Era como si la gente hubiera llegado a donde quería ir y se hubiera refugiado en su pub o club preferido. Sólo unos pocos juerguistas valientes y poco abrigados caminaban apresuradamente por las calles, azotados por la lluvia mientras se dirigían con estoicismo hacia el siguiente puerto de escala.
Russell iba conduciendo despacio por el paseo marítimo, buscando la salida y deteniéndose en algunos semáforos, cuando de repente dos chicas, que parecían bolsas de té empapadas recién sacadas de una tetera, surgieron de la húmeda oscuridad y se interpusieron en su camino, obligándole a frenar. «Llévanos», gritó una ellas, con los rizos rubios oxigenados empapados cayéndole en cascada sobre la cara. Casi estuvo tentado de hacerlo. De no haber tenido prisa o llevado un cargamento tan comprometedor, probablemente lo habría hecho. Pero siguió circulando, lo que las obligó a apartarse pitando. «Hijo de puta», oyó gritar a una de ellas en la lúgubre noche, mientras se alejaba a toda prisa.
Tardó un rato en encontrar el lugar de la cita, algo alejado de la ciudad. Se trataba de una taberna muy puesta con las pretensiones rústicas que caracterizan a muchos de estos lugares de la Inglaterra suburbana. Giró en un pequeño aparcamiento en la parte trasera del pub, cercado por un enrejado que trataba de contener la invasión de los setos y los árboles de los jardines colindantes. Unas pocas luces atravesaban la oscuridad casi absoluta y le mostraron el único coche que había, un BMW negro. Russell aparcó a una distancia prudencial. Tenían que ser ellos y debían de estar dentro. Abrió la puerta y caminó bajo la lluvia, consciente de que le temblaban las manos.
Aquellos hombres con los que se disponía a reunirse ¿serían delincuentes habituales o, lo que era más probable, simples mandados como él, que tenían que aguantar a alguien temible que les obligaba a hacer aquello, como le ocurría a él con su excuñado?
Entró en el pub por la puerta trasera, recorrió un estrecho porche acristalado y fue a parar a un espacioso bar de techos bajos. Aunque medía algo menos de metro ochenta, Russell aún tenía que agacharse para esquivar algunas vigas del techo. El pub estaba prácticamente desierto. Incluso con aquel tiempo monstruosamente inclemente, parecía inconcebible que un bar pudiera aguantar con aquella actividad mínima en una noche del fin de semana. Las otras dos únicas personas a las que podía ver eran dos hombres que estaban de pie junto a una chimenea encendida y un camarero que miraba absorto la televisión colocada en alto y que, de perfil, parecía el doble del actor que interpretaba a Arthur en On the Buses.
Russell decidió no acercarse ni saludar enseguida a los hombres apostados junto a la gran chimenea de piedra. Podía ser de mala educación, si es que había algún protocolo en esta clase de situaciones. Daba por sentado que lo había; todo tiene sus códigos, así que ¿por qué habría de ser diferente en aquel negocio?
Cuando el camarero se volvió para atenderle, el efecto Arthur se redujo, pero no se disipó del todo. Russell pidió una pinta de London Pride y se sintió decepcionado al advertir el acento del norte de Inglaterra del hombre, en lugar del cockney áspero de Arthur. Intentó pensar en el nombre del actor, pero no le venía a la mente.
Los dos hombres le observaban. Uno de ellos, delgado y con un peinado de cola de pato, se acercó hacia él avanzando a trompicones. A aquel infeliz títere parecía enviarle el otro hombre, un tipo corpulento y amenazador, que le sonreía regodeándose en una cordialidad psicótica. Russell pensó por un momento que le conocía de algo, pero se dio cuenta de que se trataba de la sonrisa burlona. La tenían todos los matones y camorristas que había conocido.
No parecía que ninguno de ellos llevara algo encima y se alegró de haber dejado el paquete en el maletero del coche. Lo más sensato sería hacer la transacción fuera, en el aparcamiento solitario y oscuro. Empezó a sentirse un tanto satisfecho de sí mismo, cada vez más confiado a medida que el primer hombre se situó a su lado.
—¿Qué tal? —susurró éste, con un tono de voz suave pero metálico. Su acento era algo afectado y la enfermiza debilidad que irradiaba imprimió a Russell una inyección de moral aún mayor.
—Bastante bien. ¿Y tú?
—No me puedo quejar. ¿Vienes de lejos?
—De Edimburgo.
El rostro del hombre se contrajo ligeramente al oírlo. Era a todas luces una prueba, por pobre que fuera. El hombre se presentó como Marriott, lo que hizo pensar a Russell de inmediato en Steve Marriott, de los Small Faces, una banda que siempre le había gustado.
—Tómate algo con nosotros.
Tras un trayecto en coche tan largo, no veía ningún motivo para no hacerlo. El fuego era tentador, aunque cuando Russell se acercó, el otro hombre emitió señales contradictorias. No le tendió la mano y simplemente saludó a Russell con una sonrisa maliciosa para después irse a la barra. Volvió con tres whiskies grandes.
—Escocés. Un escocés para otro escocés —observó, aparentemente complacido consigo mismo, mientras los posaba sobre la repisa de la chimenea.
Russell habría agradecido un coñac, pero en cuanto probó un sorbo del líquido ambarino se percató de que era un buen whisky de malta, cuyo aroma a humo y turba sugerían, quizá, que era de Islay. Le calentó, como el fuego que ardía junto a sus piernas. Su pinta de cerveza seguía en la barra, pero le daba igual.
—¡Salud!
El tipo robusto por fin se presentó como Gal.
—Algunos dicen que no es profesional este rollo de socializar, pero no estoy de acuerdo. Es bueno ponerle rostro a un nombre. Hay que saber con quién se está tratando. En este negocio la confianza es fundamental.
Una amenaza velada bullía bajo la superficie de su tono. Su labia no se correspondía con sus ojos hundidos, sesgados en el extremo de las cejas como si denotaran endogamia. Tenerle delante hizo que Russell maldijera en silencio a su excuñado, a su estúpida hermana y su propia debilidad, por ponerle de nuevo en aquella situación. Sabía que ahora sus padres le consideraban un fracasado, como Kristen, y no un tipo que cortaba el bacalao, como Alexander. Pero no sabían lo que hacía, cosa que hasta cierto punto le consoló. La semana anterior iba conduciendo por Leith Walk y había visto a aquella chica que se follaba su hermano mientras se dirigía al centro. Parecía cambiada: desastrada, estropeada, sin duda una yonqui, como el Marriott este. Quizá ésa fuera la lacra de su familia: sentirse fatalmente atraída por los bajos fondos.
Tras una bienvenida relativamente efusiva, ahora Marriott parecía darle de lado, como si hubiera decidido que Russell no era lo bastante importante como para tratar de congraciarse con él. Y entonces espetó de pronto:
—No me gusta demasiado la gente de Edimburgo. Una vez tuve una mala experiencia con alguna gente de allí.
Russell le miró sin saber muy bien cómo responder, pero allí quien mandaba era Gal, que miró con frialdad a Marriott.
—Estamos hablando de Seeker. Un amigo mío.
Marriott se calló.
Gal mantuvo la mirada fija en él durante un par de segundos antes de volverse hacia Russell, de nuevo con una sonrisa afable pero amenazadora en el rostro.
—Entonces, ¿conoces al jefe?
—Es mi cuñado —dijo Russell. Parecía prudente omitir el «ex».
Gal le miró de arriba abajo. Parecía decepcionado con Russell y éste imaginó que quizá también con Seeker.
—¡Pobre diablo!
Russell mantuvo el rostro inexpresivo. Tenía la impresión de que si esbozaba una sonrisa connivente o fruncía el ceño en señal de desaprobación, se podría malinterpretar.
—Bueno —prosiguió Gal con impaciencia—, no podemos estar de palique aquí toda la noche. Acabemos con esto —y se bebió el whisky de un trago, lo que incitó a los demás a hacer lo mismo. Russell se dio cuenta de que Marriott tenía problemas y le temblaba la mano, pero la agresiva mirada de soslayo de Gal no le abandonaría hasta que terminó—. Es un buen escocés —le dijo en tono acusador a su socio, que trataba a duras penas de reprimir las arcadas.
El trayecto hasta el aparcamiento fue una tortura. Russell tenía pavor a que lo próximo fuera un golpe en la nuca que le partiera el cráneo, el preludio a que le metieran en el maletero del BMW como si fuera un saco de carbón. Yacería brevemente junto al paquete guardado en la bolsa de viaje, que había sido envuelto en papel de regalo (un detalle que casi se había sentido impulsado a comentarle a Seeker, pero se había resistido), rumbo al desolado yermo que sería su última morada. O quizá le quitarían el dinero de Seeker por la fuerza y tendría que dar explicaciones. Cada paso que daba, marcado por los latidos de su corazón, mientras atravesaban el aparcamiento oscuro y desierto, parecía formar parte de un fatídico cortejo fúnebre.
Pero Gal se dirigió despreocupadamente a su coche y volvió con una caja, envuelta en un papel de regalo idéntico, e hicieron el intercambio. Russell no tenía la menor intención de abrirla y comprobar el contenido; podría haber habido cualquier cosa en los paquetes. Era evidente que ambas partes se tenían gran confianza.
—Ahora a casa sano y salvo, pero no te entretengas. Me he enterado de que tienes un montón de clientes esperándote en Edimburgo —Gal volvió a sonreír y le recordó a Russell a un viajante dicharachero—. Y dile a Seeker que el viejo Gal le manda recuerdos. —Después se volvió hacia el desdichado Marriott. Era desmoralizador para Russell ver cuánto se identificaba con aquel personaje devastado, otro pelele que se había pasado de la raya—. Venga, hijo de puta, movamos el culo.
Russell caminó rígido hasta el coche con el paquete y lo dejó en el asiento del copiloto. Observó el BMW mientras arrancaba y abandonaba el aparcamiento. Sus manos húmedas y temblorosas agarraban el volante, pero enseguida se apoderó de él la euforia. Ya estaba. Lo había hecho. Era un triunfo. Ahora Seeker estaba en deuda con él, no cabía duda. Recibiría su parte y estarían en paz.
Arrancó el coche y salió del aparcamiento, alejándose de la ciudad hacia el norte, en dirección a Cambridgeshire. Se detuvo en una vieja cabina de teléfono, fuera de un garaje más antiguo todavía. Metió el paquete en el maletero, no fuera a sucumbir a una tentación potencialmente fatídica de examinar el contenido.
On the Buses.
El protagonista era, sin duda, Reg Varney. Stan. ¿Quién interpretaba a su compinche, Jack? Blakey, aquel inspector de autobuses, el nombre del actor era Stephen no sé qué, estaba seguro. Y a Olive, la esposa de Arthur, la interpretaba Anna Karen. Se quedó rumiando lo atípico que era que se tratara de dos nombres de pila femeninos. Marcó el número en el viejo teléfono de baquelita, un artilugio de otra época que se aferraba denodadamente a su pobre cometido. Respondió su excuñado.
—¿Sí?
—Soy yo. Todo ha salido bien. Vamos, que no miré qué había dentro, sólo recogí el paquete, como me dijiste.
Se produjo un silencio enervante en el otro extremo de la línea.
—Eh, Gal te manda recuerdos.
—Que le den a Gal. Vuelve aquí ahora mismo con la mercancía.
Hablaba como si Russell estuviera a la vuelta de la esquina en lugar de a más de seiscientos kilómetros de distancia. Estaba agotado. Tenía que descansar. Era peligroso. Estaba seguro de que llamaría la atención de la policía en ese estado.
—Oye, estoy reventado. Si me paran o tengo un accidente, no va a ser nada bueno para ninguno de los dos —se quejó.
—Que vuelvas aquí ahora mismo, cojones. Si no, sí que vas a tener un accidente, ¿entendido? No me hagas repetírtelo.
Con el alcohol abrasándole el estómago y el cerebro, Russell quiso gritar: «¡Que te jodan! ¡Que te jodan, maldita escoria ignorante!». Pero le salió algo como:
—Vale, estaré ahí lo antes posible.
Mientras se cortaba la línea, y llorando de exasperación, Russell Birch pensó en el agotador viaje de vuelta a Edimburgo. Cuando colgó el auricular en el soporte, el nombre del actor que había interpretado a Arthur en On the Buses le vino burlonamente a la cabeza.