Si te cuento que la mejor parte de ese lugar es la estación de ferrocarril, empezarás a hacerte una idea de lo que estoy diciendo. Por supuesto, jamás permitiré que los de Leith sepan que el pueblo natal de mi madre es un auténtico cagadero: nada que ver con los paisajes toscanos bañados por una luz que corta la respiración, de los que hice creer a esos mentecatos pasmaos que procedían los Mazzola. En el que quizá sea el país más impresionante para la vista, de toda la tierra del buen Dios, este pueblo es una espina entre rosas. Incluso en la región más cutre de Italia, otros montones de mierda de la zona la miraban por encima del hombro. Hasta entiendo que la familia de mi madre se marchara de allí y se trasladara a Escocia.
De niño nunca me había parecido un sitio tan horroroso. Sabía que una gran parte de él seguía enterrado a consecuencia de un corrimiento de tierras que se produjo en los años sesenta, pero en aquel entonces me parecía un lugar místico, la ciudad subterránea de la imaginación infantil, no la cruda realidad de un antro de complacencia y corrupción municipal. Aunque difícilmente hubiera servido de inspiración a ningún artista, la vieja granja familiar se me antojaba un lugar romántico, no una chabola rural a merced de los vientos, y hasta el enorme desguace lleno de Fiats oxidados, que sigue dominando la polvorienta aldea, era, para nosotros, como un patio de recreo, no una espeluznante mancha en el paisaje. Y tampoco me había fijado en que los terrenos que rodeaban el asentamiento eran yermos, ni en que los moradores eran gente desagradable y tenían un aspecto tan deprimido que no desentonarían en Gorgie Road.
Los únicos sitios del pueblo en los que pienso con afecto son este bar de la estación, donde estoy sentado tomándome un maravilloso café italiano, y el viejo granero donde el primo Antonio tuvo la excelente idea de dejar un montón de cojines que había mangado en la iglesia antes de casarse y marcharse a Nápoles para convertirse en un funcionario de rango inferior. Siguiendo la tradición familiar, fue allí donde seduje a Massima. Antes de romper el sello, tuve que aguantar dos semanas de besos y magreos frustrantes y las mamadas católicas que ya conocía de Escocia (joder, menos mal que fui a un colegio confesional, una de las pocas cosas que sí debo al cabrón de mi padre), seguidos por abundantes súplicas, requiebros, amenazas y, por último, menciones desesperadas a las palabras «amor» y «matrimonio». ¡Y Massima tiene casi veinte años! Mi prima Carla me lo advirtió de manera muy explícita, después de poco menos que echármela encima con ese estilo de aprendiz de matriarca italiana: tiene novio. Así que nos hemos visto a escondidas como fugitivos, de la estación al granero.
Pero «persevera» es mi segundo apellido, y ahora mismo estoy disfrutando de este café sin que me moleste en absoluto que el tren de Massima, procedente de otro pueblo que se encuentra a dos paradas de aquí, se retrase casi media hora más. ¿Dónde está el Duce cuando más lo necesita uno? Da igual; no se me ocurre ningún sitio mejor en el que esperar que este pequeño bar, con su puerta de cristal y sus viejos gordos que juegan a las cartas en la mesa de al lado. Tomo café expreso y me gusta ver la máquina que los hace, reluciente y siseante, que evoca las viejas locomotoras de vapor de épocas pasadas. Se me ocurre pensar que, para los pobres cabrones de este pueblo, las cosas no parecen haber cambiado gran cosa desde entonces: ¡aquí todavía impera el compromiso de por vida por un puto polvo! Hoy es un día «C», y la palabra es:
CONTRATIEMPO. Sust. Accidente o suceso inesperado e inoportuno. 2. Disputa o desacuerdo de escasa entidad.
El subidón del café combate el efecto soporífero del sol de la tarde, que entra a chorros por la ventana. La cajera cierra la caja registradora con un «ping». Un gato gordo y pelirrojo, que me recuerda a Keezbo, se despereza en un trozo soleado del suelo embaldosado; levanta la vista y mira con gesto indolente mientras obliga a la clientela a dar la vuelta a su alrededor o a levantar los pies para pasar por encima de él.
Fuera, por la ventana, medio escarchada, veo a dos tíos jóvenes, que antes estaban jugando a la máquina del millón, dándose de empujones en broma. Uno lleva una camiseta de la Juve, el equipo del que es forofo Antonio. Parece que tienen muchos seguidores por estos lares, aunque es probable que eso haya cambiado desde que el Nápoles fichó a Maradona. Pobres cabroncetes; preveo mucha represión sexual en el futuro, fratellos. Qué rara es esa costumbre que tienen los muchachos de aquí de ir cogidos de la mano, como a veces hacen las chicas de su edad en Escocia. ¡Y lo siguen haciendo toda la adolescencia! ¡Imagínate, subir por el Walk de la mano de Renton, Spud, Tommy o Franco! Aunque seguro que a Franco le gustaría; me lo imagino con traje de marinerito, haciendo una rueda en la clase pija en el Freedom of Choice. Al pensar en Escocia, se me van los pensamientos a Mark y la rehabilitación, y saco de la cartera las páginas dobladas que me guardé. Son las que expropié de la papelera de su cuarto, las entradas de la agenda y del diario. No se merecía otra cosa, en pago a su grosería: ¡mira que quedarse frito cuando estaba intentando exponerle conceptos clave! Semejante irresponsabilidad siempre acarrea sanciones; en el mundo moderno no se puede bajar la guardia impunemente.
Día 21
Estaba soñando con Fiona cuando me desperté, a primera hora de la mañana. Le estaba metiendo mano contra una pared, pero ella se me escurría de entre las manos y adoptaba formas horrorosas, demoníacas. Aunque es un monstruo, me parece importante follar con ella antes de que me despierte…, pero en su forma ectoplásmica, es como intentar clavar una medusa a la pared… Me despierto con la polla en la mano, fláccida, con el bullicio de los pájaros al amanecer.
Después de desayunar (gachas, tostadas y té), toca el ya familiar rito de las pesas en el patio con Seeker. Vuelvo a mi cuarto con un subidón, pero estoy cansado, lo que en condiciones normales sería un estado óptimo para ponerme a leer, pero no logro tranquilizarme ni concentrarme. Me acosa un sentimiento de pavor y de pérdida terrible, tan poderoso que me estremezco. Luego tengo la sensación de no poder respirar. Parece que la habitación da vueltas y me doy cuenta de que sufro un ataque de ansiedad o de pánico o algo así; tengo que acostarme, e intento recobrar el control de la respiración, hasta que amaine. Se me pasa rápidamente y todo vuelve a estar como antes, sólo que estoy cagadísimo de miedo.
En la sesión con Tom, todo me irrita. Él se da cuenta perfectamente y me pregunta qué es lo que me molesta. Le digo que tengo remordimientos porque fui un hijo de puta total con una persona a la que amaba, pero que no puedo hablar de ello. Me sugiere que lo anote en el diario. Casi me vuelve a dar un ataque, pero esta vez de risa sarcástica, y ahí se acaba la sesión.
Estoy inquieto; algo me corroe por dentro. Vuelvo a tener la sensación de que me ahogo, aunque tengo el sistema respiratorio en mejores condiciones que nunca. Gracias a las pesas y al ejercicio, lleva días llenándose de aire igual que una jeringuilla se llena de jaco. Ahora no. Me esfuerzo por superarlo, recordando la frase de Kierkegaard: «la angustia es el vértigo de la libertad». Pero quizá no esté destinado a ser libre.
Paso horas explorando mi mente y los pensamientos me bullen a tal velocidad y con tanta fuerza que me imagino que me revientan el cráneo. Tom tiene razón: parece que no hay alternativa. Tengo que expulsar las palabras antes de que estallen por su cuenta. Acudo a las páginas del diario y escribo.
Entrada en el diario: cómo traicioné a Fiona follándome a Joanne Dunsmuir
Fui yo quien lo provocó, en el Talisman Bar de la estación de Waverley. Joanne y yo habíamos tomado algo con Bisto y Fiona en el viaje en tren desde Londres. Fue como si no pudiéramos poner fin a toda la movida, como si no pudiéramos poner fin a la maravillosa aventura que acabábamos de vivir. Nos bajamos en Waverley y dejamos a Bisto embarcado rumbo a Aberdeen. Ellos se despidieron con un besito casto, nada que ver con la pasión con que nos habíamos separado Fiona y yo en Newcastle.
Fuimos al bar de la estación y nos tomamos unas cuantas copas más. Joanne se angustió y dijo que no quería que nadie supiera que salía con Bisto. La conversación fue adquiriendo esa intensidad y profundidad que a menudo augura problemas entre los géneros. Obedeciendo a algún impulso demencial, le pregunté si podía besarla y empezamos a morrearnos. Estábamos los dos desenfrenados.
«¿Qué te apetece hacer?», me preguntó ella, mirándome con una determinación feroz.
Le dije al oído: «De verdad, creo que tendríamos que follar…». Yo estaba que casi me corría de excitación.
Nos largamos del bar y echamos a andar cuesta arriba con nuestro equipaje, ella con una mochila y yo con una bolsa de deporte cutre, hasta la entrada del parque de Calton Hill, donde acudían los bujarrones de noche. Pero no había anochecido, todavía era por la tarde y había luz de día.
Acababa de despedirme de Fiona, una chica de la que estaba enamorado. Pero aquello no iba a ser más que sexo. Fiona y yo no habíamos hecho ninguna declaración de intenciones ni habíamos negociado las condiciones de lo que iba a ser nuestra vida de pareja. Nunca dijimos que no saldríamos con otras personas. No queríamos ser unos burgueses lamentables (me avergüenza escribir esa palabra; sólo un universitario gilipollas la utilizaría, pero así lo sentía).
Así que Joanne y yo subimos en silencio las escaleras; las columnas ornamentales del monumento a Dugald Stewart destacaban por encima de nosotros, a la izquierda. Nos cruzamos con un tipo joven que llevaba un gorro de lana de viejales y, entretanto, empezó a alzarse, algo más adelante, el enorme y fálico monumento a Nelson, detalle que recordó el motivo por el que estábamos subiendo la colina. Sentí náuseas y mareos, pero seguimos adelante cargados con el engorroso equipaje, los dos al mismo paso. Me fijé en las Doc Martens rojas de Joanne, en sus medias negras, en su minifalda ceñida, en su chaqueta vaquera, en su melena, que se movía de un lado a otro, en las facciones afiladas de su perfil y en su mochila, que parecía querer penetrarla. Era todo muy irreal y onírico, y casi sopesé la posibilidad de salir corriendo como un crío. Pero, aunque en todo aquello había algo muy frío y distante, en mi puta vida había estado tan salido. El rugido del tráfico, que discurría por debajo de nosotros, en la ciudad, empezó a atenuarse. El siguiente símbolo de mi estado de ánimo, el cañón portugués, apareció ante nosotros como una acusación, cuando llegamos al monumento a Nelson.
¿De verdad necesitaba el cabrón ese tener otro aquí? Está justo encima del lugar en el que se vela permanentemente por la democracia, la sede del Parlamento escocés. Y sí, incluso habían grabado las palabras en una placa, a la entrada:
Nos detuvimos a contemplarlo, ambos estupefactos por lo fácil que podía llegar a ser joder a Escocia por todo el morro. Joanne soltó con saña: «¡Joder, cómo lo odio! ¡Es como si no fuésemos nada! ¡Aquí, en nuestro propio país! ¡Se lo quedan todo ellos!».
Me embargó un sentimiento de ira contra todo; contra mí, contra ella, contra el mundo entero. Parecía que se me habían pasado las ganas de follar hacía mucho rato. Entonces Joanne me miró y me besó ásperamente en los labios. Me excité en el acto y empezamos a darnos el lote. Joanne besaba bien. «Venga», le dije lacónicamente. Por algún motivo, pensé que ella daría media vuelta y se marcharía, pero se vino conmigo al fondo del parque, a la parte que da a Salisbury Crags.
Vimos los tupidos helechos a la derecha y supimos que ése era el sitio indicado. Entre la espesura de helechos, árboles y arbustos había un claro, un oasis ideal para follar al aire libre. Dejamos las bolsas en el suelo y nos sentamos en la hierba, como las parejas que van a merendar al parque. Con un gesto curiosamente recatado, Joanne hasta se alisó la falda. Por encima del ojo tenía una cicatriz fina en la que nunca me había fijado. La abracé y la besé. Lamí la cicatriz y le babeé toda la cara como un perro. Ella me besó a su vez y me mordisqueó el labio superior. Fui trepando con la mano rumbo a las tetas, por debajo de la camiseta, que ella se quitó de un tirón antes de desabrocharse el sostén y dejarme acariciar sus pechos, pequeños y firmes, mientras ella me desabrochaba los botones de los vaqueros, me sacaba la polla y me decía en tono apremiante: «Follemos ahora…, vamos a hacerlo ahora…». Y se detuvo para desatarse los cordones de sus Doc Martens mientras yo me quitaba las zapatillas.
Le pregunté si alguna vez le habían comido el coño y me dijo: «No, ¿vas a hacerlo tú o qué?», y le contesté: «Pues sí, sí que lo voy a hacer, joder…», y empecé a arrancarle los leotardos y las bragas y luego me abalancé sobre su dulce y aterciopelado felpudo. Con la lengua, separé los labios que rodeaban la vulva y empecé a describir círculos con ella in situ. La ferocidad de su reacción me pilló completamente desprevenido; empezó a jadear de inmediato y acto seguido se puso a gruñir: «Voy a chupar esa puta polla…, te la voy a chupar hasta que sangre…», y, con una sacudida, se puso boca arriba y empezó a moverse poco a poco, con los codos clavados en la hierba, hasta que noté que me lamía la pelotas colgantes y, luego, me agarraba la polla con la boca. Los dos nos pusimos a ello; dejé vagar la mirada por los arbustos para distraerme un poco de la intensa presión que se me iba acumulando. De repente, me empujó las caderas hacia arriba y se sacó la polla de la boca, pero al mismo tiempo que me clavaba las uñas en las nalgas. Me di cuenta de que se estaba corriendo a espasmos rápidos y violentos, así que me di la vuelta y empecé a follármela, primero despacio y luego rápido, y se corrió varias veces. Arthur’s Seat y Salisbury Crags se alzaban por encima de nosotros; nos daba igual que de vez en cuando pasara por el sendero que había debajo de nuestro refugio un transeúnte o alguien haciendo footing. Confiamos en que los sicomoros y los helechos nos ocultasen mientras follábamos hasta perder de vista la línea del horizonte de Edimburgo. Intentamos no hacer ruido, pero ella jadeaba como un epiléptico, hasta el extremo de que me sentí obligado a preguntarle si se encontraba bien, pero se puso roja como un tomate y respondió con otra explosión. «Ay, me cago en la puta…», dijo, casi odiando su orgasmo final, pero obligada a continuar hasta exprimir la última gota a su arrebato. Yo estaba exaltado, absorto en el momento; jamás me había topado con una tía tan desenfrenada a la que hubiera follado tan a lo bestia. Pero todavía no me había corrido, así que la saqué y di la vuelta a su cuerpo, fláccido y ahíto, le separé las suaves nalgas, escupí en el estrecho orificio e introduje el dedo hasta la primera falange y luego hasta la segunda. Ella guardó silencio mientras se le cerraba el esfínter alrededor de mi dedo, pero seguía bastante relajada, y eso me dejó flipao, porque cada vez que había intentado meter el dedo en el culo a una chica o que me lo metiera ella a mí, uno de los dos siempre se ponía en tensión. Le dije lo que iba a hacer y empecé a introducirle la polla en el ojete. Me costó mucho tiempo meterla, pero, poco a poco, acabó entrando. Le mordisqueé la oreja y el cuello al tiempo que le apartaba el pelo a mordiscos, y ella gritaba: «¡Acaba ya! ¡Acaba ya!», como un entrenador de boxeo, y, aunque no podía moverme bien debido a la estrechez, estaba loco de lujuria y me corrí en su culo.
Mi polla, ya fláccida, se salió, y nos quedamos tendidos el uno al lado del otro, como una pareja de víctimas de accidente ferroviario, antes de que descendiera sobre nosotros un espeso manto de pánico y asco. A mí me dejó paralizado; Joanne fue la primera en levantarse. A esas alturas yo sólo pensaba en Fiona, y luego en Bisto, que seguramente habría bajado del tren con destino a Aberdeen haría poco. Cuando me enfrenté a las repercusiones de lo que acababa de hacer, me moría del asco y el miedo que me daba yo mismo. Joanne se quedó un rato sentada, con las rodillas contra el pecho, y luego se puso el sostén, las bragas y la camiseta. Luego, las medias, y se ató los cordones de las Doc Martens. En un estado de aturdimiento total, tomé la determinación de dejar la universidad y no volver jamás, mientras pensaba «jaco, jaco, jaco»; lo necesitaba más que nunca. Empecé a recoger la ropa y a vestirme. Joanne apenas me miró. Se limitó a levantarse y decirme «Me marcho», y se fue sin mirar atrás, siquiera. Y yo me hundí cada vez más en el caos de mi propia alma al comprender que lo que ella sentía no era vergüenza; me di cuenta de que ella no quería de mí nada que no le hubiera dado ya.
FIONA.
Intenté recobrar la compostura.
FIONA…
Me arrancaría el corazón con tal de poder volver con ella, lo rompería en cachitos como si fuera una hogaza de pan y se los echaría a los patos para que se lo comieran.
ESCRIBIR ESTA MIERDA ES UN SUICIDIO.
Sólo fue sexo. Fiona y yo no habíamos hecho ninguna declaración de intenciones ni tomado ninguna determinación sobre cómo íbamos a vivir nuestras vidas.
Entonces, ¿por qué estaba tan hundido?
¿Por qué sentía que había hecho algo terrible, que había destruido algo infinitamente precioso por nada en absoluto?
Y, obsesionado por la áspera mirada de Joanne, por su mueca de desolación, bajé la colina tambaleándome hasta Leith y una muerte en la familia.
Creías que lo conocías. Mark Renton, que siguió fiel a su novieta del colegio, esa zorra cascarrabias de Hazel, que corta un ambiente de fiesta con un solo mohín. Después aburrió a todo dios a muerte con lo mucho que quería a la maciza aquella de Fiona. Tanto dárselas de varón no machista, y resulta que es un marrano tan sinvergüenza como los demás. El caso es que para la mayoría de los tíos un pequeño contratiempo de tan poca monta es algo común y corriente, pero él se pasará años angustiado, dándole vueltas al asunto, porque es un blandengue. ¡Y el muy cabrón no me mienta una sola vez! ¡A mí, que soy su gurú sexual! ¡Jamás habría tenido confianza suficiente para tirarse a nadie de no haber sido porque andaba conmigo! Como aquella vez con Tina Haig, en el parque; ¡casi tuve que sacarle la polla de los pantalones y metérsela en el coño yo! Fue como limpiar la taza de un retrete con una escobilla pelirroja. Casi me da pena; casi, porque el chu-chú ya llega al andén.
Reprimo el impulso de levantarme a recibir a Massima, aunque la veo bajar del tren al andén con mucha elegancia; mira alrededor, topa con mi mirada y sonríe de una forma tensa e inquieta que indica que pasa algo. Espero que no le haya entrado tal sentido de culpa católico que tenga que currármelo para metérsela. El sello ya está roto, así que ya no hay vuelta atrás. Por tanto, divirtámonos a tope y arrepintámonos de todas nuestras faltas de una vez por todas. ¡Lo último que he sabido es que en el supermercado del pecado no hay caja rápida para los que compran pocos artículos! Massima tiene los ojos tan abiertos que casi resulta monstruosa, tiene el pelo más negro que la tinta y unas cejas grandes en forma de media luna a juego. Últimamente me tiran más las facciones marcadas y la belleza que no responde a los cánones. Las rubias bonitas convencionales, como Marianne y Esther, son como muñequitas sosas, y es única y exclusivamente el maquillaje con el que hacen tantos aspavientos lo que les define la cara. Cuando se lo quitan antes de acostarse, cosa que me irrita mucho, es como follar con un fantasma.
Massima pasa por las puertas giratorias con un vestido corto a cuadros de color blanco y azul oscuro, que me recuerda un polo Ben Sherman que tuve hace siglos. Con ese par de pencas al aire, hasta el buey más manso se pondría como un toro.:
—Simon —me saluda con ese acento gutural y mecánico que tienen tantas chicas italianas, pero aquí hay algo que no me acaba de encajar. Se sienta con rigidez; fijo que en esos ojos veo desasosiego—. He pasado mucho miedo… —me confiesa, y luego dice algo en italiano que no capto. Deduce de mi expresión que me he quedado en la inopia, así que vuelve a probar con el inglés chapurreado—. Soy… atraso en mi tiempo.
¡Contratiempo! ¡Otra vez las fuerzas cósmicas!
—¿Quieres decir «atraso»? —le pregunto, y trago saliva—. ¿Que no te ha venido la regla?
—Sí… —dice, mirándome a los ojos con esos clisos vidriosos.
La clave está en no venirse abajo. Mantener la cabeza fría. Esto ya lo has oído otras veces y seguramente ésta tampoco será la última…, tienes piernas y hay trenes. Nunca serás de los que aceptan pasivamente cartas mal repartidas…
Así que le cojo las manos y le digo::
—No saques conclusiones precipitadas, nena. Hagámonos una pequeña prueba… para estar seguros de lo uno o de lo otro. Pase lo que pase, superaremos juntos este pequeño contratiempo. Venga —le digo, y echo una mirada alrededor—, vámonos de aquí.
Así que nos vamos del bar y de la estación y tiramos por la carretera pedregosa que sale de la ciudad, en dirección a la vieja granja, y empezamos a hacer planes por el camino. Cuando llegamos al granero de detrás de la granja, donde unas cabras piojosas pacen entre la poca hierba que hay, ya la he tranquilizado. Tanto, que los tirantes del vestido resbalan con facilidad de esos hombros tan finos; aparto el oscuro velo que forma la cascada de su pelo y dejo al desnudo ese cuello exquisito, hecho para que lo besen en plan vampiro.
—Me enseñarás Edimburgo, Simon —jadea ella, mientras la mordisqueo.
Maniobro para llevar las manos a su espalda y desabrocharle hábilmente ese sostén blanco; me maravilla lo marrones que son las aureolas de sus pezones y le susurro:
—Tú intenta impedírmelo, nena, tú intenta impedírmelo. —Pero ¿sabéis una cosa? No pienso en la iglesia, ni en bambinos, ni en verla inflarse y ganar destreza culinaria al tiempo que se conforma con el polvete matutino de los sábados que me permitirá flirtear con las beldades de la ciudad; no, no, no, esta chica me toma por otro. Puede que mis inquietudes manifiestas sean la magnífica curva, casi imposible, de su cintura, que hace intersección con su cadera, pero en segundo plano palpita sin cesar una imagen de mí montado en ese tren de cercanías que lleva a Nápoles y, de ahí, a Turín, París, Londres y Edimburgo—. Sola, cariño, siempre sola —murmuro con voz ronca al tiempo que le paso las manos por la cintura hasta llegar a las bragas—. Si llevas una vida dentro, princesa católica, vete al norte, donde algún abortista nazi de sangre fría te hará un raspado que acabe con ella, o paga el precio de vivir en un pueblo papista de mala muerte… —Ella responde algo entre jadeos; menos mal que no entiende lo que le digo, joder, porque, después de esto, me vuelvo derechito a casa echando leches; puede que sea difícil vendérselo al Santo Padre, pero éstas son mis montañas y ésta es mi cañada[191]. ¡Salve, Caledonia!