Día 1
Me quedé más colocado que un piojo después del chute que me puso Johnny. Sabía que sería el último durante bastante tiempo y empezó a abandonar mi organismo casi tan pronto como me di cuenta de lo bien que me sentía. A las pocas horas me retorcía de malestar. Me pasé la mayor parte del día en mi camita, intentando recobrar el aliento y sudando como una puta en turno de noche, mientras el vigor abandonaba mi sangre poco a poco.
Las ventanas estrechas, que no se pueden abrir, están rodeadas de grandes e imponentes árboles que se alzan sobre el jardín amurallado y bloquean casi toda la luz. Es como si en el edificio no hubiera aire: lo único que se oye son los perturbadores gemidos de algún pobre pringao en una de las habitaciones de al lado. Evidentemente, no soy el único capullo que se está desintoxicando.
Conforme el atardecer plomizo va avanzando, en el exterior los murciélagos danzan en una parcelita iluminada que los árboles no logran tapar. Voy de la cama a la ventana y de ahí a la cama otra vez, caminando de un lado a otro como un demente pero demasiado asustado para salir de la habitación.
Día 2
QUE LES DEN POR CULO A TODOS.
Día 5
Han dejado este enorme diario de anillas en el escritorio, pero los últimos dos días he estado demasiado hecho polvo para escribir nada. Ha habido momentos en los que me quería morir, de lo intenso e incesante que es el puto dolor que produce el síndrome de abstinencia. Me han dado unos analgésicos, que seguramente son unos placebos de mierda. Acabas teniendo la impresión de que quieren que experimentes el tormento completo.
Si ayer hubiera tenido los medios y la energía necesarios para quitarme de en medio, me hubiera sentido muy tentado de hacerlo. Estos últimos días he tenido la sensación de que podría ahogarme en mi propio sudor. Mis putos huesos…, es como estar metido en un coche que estuvieran aplastando en un desguace. Joder, qué implacable es. Pienso en Nicksy y Keezbo, y en que si yo me hubiese sentido como ellos habría saltado. ¿Por qué cojones soportarlo?
NECESITO UN PUTO CHUTE.
Lo necesito de mala manera.
Sólo salgo de la habitación para ir al baño, o para desayunar, el único momento del día en que los que nos estamos desintoxicando tenemos la obligación de estar con los demás. Me tomo el té con cinco azucarillos, y Coco Pops con leche, y me lo papeo tan rápido como puedo. Es prácticamente lo único que puedo comer aquí; suelo comer lo mismo para el almuerzo y la cena, que siempre tomo en mi cuarto.
Anoche, o la noche anterior, me levanté a mear. En el pasillo, a la altura del rodapié, hay un par de luces nocturnas que emiten un leve resplandor, y casi me cago al ver a una bestia sudorosa e iluminada desde abajo avanzando a trompicones hacia mí. Alguna parte de mi cerebro me dijo que siguiese caminando y el monstruo me miró brevemente, murmurando algo al cruzarnos. Le dije: «¿Todo bien?». y seguí andando. Por suerte, cuando salí del tigre había desaparecido. No sé si fue un sueño o una alucinación.
Día 6
Una agresiva tormenta de trinos de pájaros me despierta de un sueño irregular y lleno de pesadillas. Me obligo a levantarme. Apenas puedo mirarme en el espejo. He estado demasiado desasosegado para intentar afeitarme y me ha salido una barba fina, rala y de color canela que parece más roja y más espesa de lo que es por los granos que tengo en la cara. Los que están llenos de pus amarillento ya son bastante repulsivos de por sí, pero son los dos grandes granos rojos con pinta de forúnculos que tengo en la mejilla y en la frente los que más asco me dan. Palpitan bajo la superficie de la piel como una línea de bajos de Peter Hook, y me duelen cada vez que intento mover la cara. Pero los que me asustan de verdad son mis ojos: parece que los lleve completamente incrustados en las cuencas, y tienen un aspecto mortecino y derrotado.
El «monstruo» de la otra noche era el motero grandullón, Seeker. El muy cabrón no tiene mejor pinta a la luz del día.
Sick Boy se ha estado camelando a la chica borde, Molly. «El amor es la droga más peligrosa de todas», declaró solemnemente, con toda seriedad. Por supuesto, ella se traga toda esa mierda, y no para de asentir. Yo estaba demasiado hecho polvo para reírme con sus chorradas y Spud estuvo venga a comerme la oreja con que lo de la desintoxicación no estaba tan mal. «Es que no paro de pensar que es guay que alguien se preocupe, Mark».
Cuando me levanté de la mesa oí a algún capullo presuntuoso, seguramente Swanney o Sick Boy, refiriéndose a mí como Catweazle[177], por el borrachín chalao aquel de la tele. Con mi pelo y mi barba desgreñados y mis andares encorvados, tengo la impresión de que ésa es exactamente la pinta que tengo. Me alegra y me alivia volver a mi habitación.
Me ha vuelto a evaluar el doctor Forbes, que vino de la clínica de rehabilitación de la comunidad. En resumidas cuentas, me hizo las mismas preguntas de mierda que la otra vez. No podía dejar de fijarme en su cabeza: es demasiado grande para su cuerpo, en plan títere de Gerry Anderson, el de la serie Thunderbirds.
Más Coco Pops para cenar antes de retirarme a mi suite. Días felices. Aparece Len y hablamos un ratillo, sobre todo de música. Discutimos desganadamente sobre Beefheart y los méritos de Clear Spot (yo: es un disco de puta madre) frente a Trout Mask Replica (él: una mierda de elepé). Me vuelve a hablar de la guitarra que hay en la sala de recreo.
Día 8
Comí unas poquitas gachas para desayunar. Con sal. Flacucha Gafotas hizo algún comentario sobre echarle sal a las gachas (ella le echó azúcar a las suyas) y estuvimos burlándonos en plan de coña de sus costumbres inglesas. Ella insistió en que era escocesa, pero Ted y Skreel le dijeron que, a todos los efectos, los escoceses pijos eran igual que ingleses. Yo mencioné que en Inglaterra también había gente de clase obrera y la clase social sustituyó a la nacionalidad como parámetro de discusión. (Me cago en la puta: ¡fijaos en el capullo universitario este!).
Tom escuchó con atención, al igual que Seeker y una chica nueva, morena, de barbilla puntiaguda y ojos azules que Flacucha Gafotas nos presentó como «Audrey, de Glenrothes», como si fuese una concursante de The Generation Game[178].
¡QUÉ AGRADABLE VOLVER A VERLES! ¡QUÉ AGRADABLE!
Audrey sustituye a Greg «Roy». Castle, que fue el primero en abandonar el programa de rehabilitación. Por lo visto, no pudo soportarlo más y prefirió pasar a residir en Saughton por cortesía de Su Majestad. Audrey nos saludó con una nerviosa inclinación de cabeza y se sentó en silencio a comerse las uñas. Me dio pena; acaba de salir, entre temblores, de la cápsula de desintoxicación constituida por su habitación, y era prácticamente la única chica del grupo. Tenía incluso peor pinta que yo, y temblaba horrores.
«Estoy seguro de que aquí serás feliz, Audrey», dijo Swanney rezumando sarcasmo, y luego añade: «No es imprescindible ser adicto a las drogas duras para estar aquí, ¡pero ayuda!».
Día 9
Se avecina otra mañana sosa y aterradora. Fuera, la blancura de las margaritas sobre el césped cubierto de rocío y crocos amarillos, blancos y violetas se extiende como una ola a los pies del muro de piedra. No está tan mal.
Aquí estoy, escribiendo esta mierda y preguntándome por qué lo hago, seguramente porque no hay otra puta mierda que pueda hacer. Las carpetas que nos han dado tienen dos secciones: una agenda, con una página por cada uno de los cuarenta y cinco días del programa, y apéndices en los que está lo que llaman el «diario». Flacucha Gafotas nos explicó que son para «tocar cualquier tema de la agenda en el que queramos indagar más». Al parecer las agendas son sólo para nosotros y podemos escribir en ellas lo que nos apetezca. Si queremos, podemos leer los diarios en las siguientes sesiones de grupo. Pero nadie va a escribir una mierda (al menos nada importante): aquí las puertas no tienen cerrojo y no hay nada seguro. Los cabrones que llevan el centro este no tienen ni puta idea de cómo son los capullos que hay aquí dentro. ¿Llevar un diario personal con Sick Boy y Swanney sueltos por ahí? ¡Sí, ya!
En lo único que soy capaz de pensar es: ¿por qué cojones estamos aquí? ¿Cómo coño he acabado aquí?
Día 12
¿QUÉ COJONES QUIEREN DE NOSOTROS ESTOS CABRONES?
Día 13
«Sinceridad», dice Flacucha Gafotas cuando saco el tema durante el desayuno. Un huevo poco pasado por agua con picatostes. «Lo entenderás mejor cuando te incorpores al grupo de revisión del proceso».
Bueno, pues ya me lo han dicho. Debí de ponerle cara chunga porque añadió: «Para eso están la agenda y los diarios».
Pero cuando vuelvo a mi habitación me pongo a anotar cosas inmediatamente. Si los demás capullos no están escribiendo nada (como parece ser la opinión general), entonces yo voy a apuntarlo todo.
Flacucha Gafotas se pasa por la habitación y me dice que le gustaría que me uniese al grupo de meditación. Yo acepto, más que nada por pasar más tiempo en su presencia. Nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas, mientras ella pone una cinta y se coloca delante de nosotros. Miro lujuriosamente sus pechitos, que se transparentan a través de su top negro elástico, flipando con la forma en que se estira, en plan gata, arqueando la espalda antes de adoptar cada posición. Nos manda hacer unos ejercicios de respiración y nos da instrucciones para tensar y después relajar diversos grupos musculares. Se supone que tendríamos que cerrar los ojos, pero yo la miro a ella, luego veo que los clisos de Johnny enfocan el mismo sitio. Me lanza un guiño cómplice de pervertido sexual, así que cierro los ojos y respiiiiiiiiroooo…
Después de la sesión, me quedo charlando con ella un rato. Me dice que si aprendemos a relajar los músculos, más adelante podremos reducir nuestro nivel de agitación. No me fío de ninguna teoría que invierta la causa y el efecto, y lo que dice no me entusiasma demasiado, pero cuando vuelvo a mi habitación intento hacer los ejercicios otra vez.
Keezbo nos ha abandonado. Me lo contó Spud después del almuerzo, mientras estaba leyendo a Joyce y mirando por la ventana. El Gordo de The Fort casi había acabado de desintoxicarse, pero se lo han llevado al hospital, debido a supuestas «complicaciones médicas». A saber qué leches querrá decir eso. Dicen que pronto volverá con nosotros. Ahora que su organismo ya está libre de productos químicos seguro que el tocino Jambo ya estará en el Village Inn con una pinta de rubia fresca delante.
«¿Es guapo el libro ese, Mark?», me pregunta Spud, como si se estuviese planteando algo en una de las cámaras más misteriosas del laberinto que tiene en el cráneo.
«Sí».
Acto seguido se larga, y yo vuelvo a ponerme delante del escritorio. ¿Sobre qué escribir? Sobre nuestros sentimientos, dice Flacucha Gafotas. ¿Y cómo me siento? Pues salido que te cagas. Me doy cuenta de que me estoy desintoxicando no sólo porque unas veces me siento deprimido y otras desgraciado, y luego ansioso y excitable, sino también porque el único alivio que tengo son mis obsesiones carnales cada vez mayores. Pienso en Lesley en la cama en casa de Sully en Año Nuevo, y lamento no haberle lamido la pepitilla, haberle metido la polla entre esas tetas tan grandes o incluso que me la hubiera chupado. Ahora parece una oportunidad perdida y me siento idiota y débil, reconcomido por los remordimientos. Otra oportunidad desaprovechada. PEDAZO CAPULLO PEDAZO CAPULLO PEDAZO CAPULLO PEDAZO CAPULLO PEDAZO CAPULLO.
Esa misma tarde, un rato después, me masturbé pensando en Joanne Dunsmuir.
Aparte de leer a Joyce y pelármela, estoy tranquilo, desintoxicándome y cumpliendo condena.
Día 14
Al releer todo esto me doy cuenta de que, al repetir los diálogos que he oído, esto se parece más a una novela o a una serie de cuentos que a un diario. Y me parece muy bien. Nunca me tomaría la molestia de escribir un diario convencional.
He asistido a mi primera reunión del grupo de revisión del proceso. ¡Vaya una puta flipada! La peña se saltó a la yugular sin cortarse ni media; Johnny Swan y la tal Molly acabaron a grito limpio, lo que obligó a Tom y a Flacucha Gafotas a intervenir. Demasiado para mí tal como estoy, así que opté por almorzar en la intimidad de mi habitación, un poco de pescado soso al vapor que no debería comer, ya que soy vegeta.
Esta noche me he unido temblorosamente a todo el mundo en la sala de recreo. La bola rayada amarilla de la mesa de billar no está. Sospecho que Johnny Swan, que pasó una mano atenta por mi cabeza recién rapada, la habrá lanzado maliciosamente por encima del muro del jardín, dado que es el único que no juega al billar. Sick Boy y Swanney estaban en plena conspiración, hablando de Alison. Sick Boy decía: «Lozinska, la gran feminista. ¿En qué contribuye chupar pollas a cambio de heroína a la causa de la emancipación de la mujer? Que alguien me lo explique, por favor. Fue todo porque me estaba follando a otra además de ella; lo único que hacía la zorra resentida esa era intentar alejarme del chocho más prieto que nunca he gozado. Te agarra como un torno».
«Un coño de calidad», concordó Johnny.
Quién cojones sabe de quién estarían hablando, pero debe de ser muy especial para que los dos estén de acuerdo. Sin embargo, vi a Spud haciendo oreja hasta que hizo una mueca y se volvió para otro lado, más mustio que un hámster metido en un microondas.
Volví a mi cuarto, pensando en machacármela otra vez pensando en Joanne Dunsmuir.
Joanne Dunsmuir.
¿Qué tiene de fascinante? Ni siquiera es especialmente guapa y, desde luego, no es una chica agradable, pero me hago muchas más pajas pensando en ella que en ninguna otra tía.
Estoy preparando la escena y meneándomela a gusto. En mi imaginación Joanne está boca abajo y yo le estoy quitando la falda de cuadros marrones y negros y bajando sus braguitas negras brillantes para revelar un curvilíneo par de nalgas prietas.
Y hasta ahí llegué, porque llamaron a la puerta y entró Spud de sopetón. Estaba bastante alterado y no se dio cuenta de que tenía las manos dentro del pantalón del chándal. Se sentó en una sillita de mimbre, todo nervioso, y se mordió el labio inferior. «La gente anda diciendo cosas…, este sitio es una pesadilla total…, me siento como una mierda total, Mark, y la gente anda contando mentiras».
Le dije que no se preocupara, que no eran más que Sick Boy y Swanney fanfarroneando. Que eran todo faroles.
«¿Pero por qué tiene que decir esas cosas sobre Alison? ¡Alison es una chavala de puta madre!».
«Porque es un gilipollas hecho polvo, macho. Todos lo somos. Pero con un poco de suerte iremos mejorando. Olvídate de toda esa mierda machista, no es más que postureo. Puede que todos estos zumbaos hablen como violadores cuando están entre ellos, pero acabarán todos convertidos en maridos calzonazos que se preocupan por sus hijas que te cagas. Es pura pose».
Me echó una mirada melancólica y de reproche, como un crío al que le acabaran de contar que Papá Noel no existe. No dejó de mirarme primero a mí y luego al suelo, y después a mí otra vez, como si estuviese haciendo acopio de fuerzas para decir algo, y por fin lo soltó: «Tú y Matty… ¡robasteis el dinero de la Liga Protectora de Gatos de la señora Rylance! ¡La de la tienda!».
JODER.
«Claro que sí. Así es como acabé aquí, por un poco de cochino dinero. Cuando pienso en lo que nos costó abrirla…». «Claro que sí. Así acabé aquí, por cuatro putas libras metidas en una hucha de plástico de mierda. Con lo que nos costó abrirla… ¡así es como acabamos en el puto calabozo! ¡Por alguna vieja pelleja que quería escarmentar a los drogatas! ¡Por una puta hucha de mierda!».
«Pues no deberíais haberlo hecho, Mark», baló Spud. «Ni a la señora Rylance ni a los gatos…, porque no es como robar en las tiendas y tal, es una colecta caritativa, ¿no?, y ella es una viejecita que hace todo lo que puede por los animales abandonados. Una obra de caridad para los animales y eso».
«Capto, colega, capto», le dije levantando una mano para subrayar mis palabras. «Cuando esté forrao extenderé un gran cheque a nombre de la Liga Protectora de Gatos y del Servicio de Rescate de Gatos de Lothian».
«Un cheque…», repitió como en blanco. La idea pareció tranquilizarlo, aunque nuestros amigos felinos serán los últimos capullos en recibir dinero alguno de mi parte A LOS QUE YO VAYA A SOLTARLES GUITA. (Eso se parece más a como hablo yo en mi cabeza. A veces. Más bien. A veces. ¿Para qué intentar sonar diferente? ¿Para qué cojones ser como todos los demás capullos? Quiero decir, ¿a quién coño le beneficia?).
Así que le digo a Spud: «Verás, yo la idea que llevo es desengancharme, y luego controlar el hábito. O sea, no pasar nunca de, digamos, dos o tres gramitos a la semana. Y convertirlo en una regla inviolable. Mantenerme en el punto en que esté colocado, pero si hay sequía, que el síndrome de abstinencia sea supersuave y lo pueda pasar a base de analgésicos y Valiums hasta que las cosas vuelvan a la normalidad. Es ciencia, Danny. O matemáticas. Todo tiene su punto óptimo. Yo simplemente me pasé de listo y sobrepasé el mío».
«La chica esa nueva que ha venido, la tal Audrey esa, parece una tía guay, ¿no? Se sentó a mi lado en el desayuno y todo», me soltó con ese aire de chavalín de primaria que a veces se le pone cuando aparece alguna titi en escena. «No habla mucho, ¿sabes?, así que me la quedé mirando y le dije: “No tienes que decir nada, pero si te apetece hablar, en privado y tal, aquí me tienes, ¿vale?”. Asintió y punto».
«Muy atento por tu parte, Spud. Yo estoy salidísimo, colega. Me la tiraba pero ya. Echando leches».
«Nah, la cosa no va por ahí», protestó él tímidamente, «es una chica maja, y yo sólo intentaba ayudar, ¿me entiendes?».
«Aun así, tú saldrás enseguida, Spud, y gozarás de toda libertad para impresionar a todas las bellas damiselas del viejo puerto con tus historias de experiencias cercanas a la muerte y de la rehabilitación».
«Nah, no quiero volver a Leith. Allí no hay nada que hacer», dijo cabizbajo. «No estoy preparado, tío…».
Luego se metió la cabeza entre las manos y me quedé de piedra al ver que se echaba a llorar. A llorar de verdad, con sollozos ruidosos, como de crío pequeño. «La he liado de mala manera… con mi madre…».
Lo rodeé con el brazo, y era como abrazar el martillo hidráulico de un currela. «Bah, venga, Danny, calma, colega…».
Él me miró fijamente, con la cara roja y la napia llena de mocos. «… si al menos pudiera encontrar curro, Mark…, y una novia…, alguien de quien cuidar…».
Entonces abrió la puerta Sick Boy. Puso los ojos en blanco, en plan amanerado, mientras Spud se frotaba sus propios clisos, enrojecidos e inyectados en sangre. «¿Interrumpo algo?».
Spud se puso en pie de golpe. «¡Deja de poner a parir a Alison! ¡Cierra la boca y no hables de ella, ¿vale?! Tu rollo con las tías… NO MOLA, ¿SABES? ¡NO MOLA NADA!».
«Daniel…», soltó Sick Boy con las palmas mirando hacia arriba, «¿… cuál es el problema?».
«¡TÚ! ¡LA GENTE COMO TÚ!».
Se encararon y empezaron a gritarse a sólo unos centímetros el uno del otro. «¡A ti lo que te hace falta es un puto polvo!», se mofa Sick Boy.
«¡Y a ti aprender a tratar a la gente con más respeto!».
«Ahórrame los axiomas trillados».
«No creas que puedes salir de ésta con palabrería», gritó Spud, con la cara toda roja y los ojos lagrimosos. «¡He dicho que tienes que aprender a tratar a la gente con más respeto!».
«¡Ya, como que a ti te va de puta madre así!».
«¡TÚ TAMBIÉN ESTÁS EN REHABILITACIÓN, CHAVAL!».
«¡AL MENOS YO NECESITO MÁS DE UNA MANO PARA CONTAR LOS POLVOS QUE HE ECHADO!».
«¡UNO DE ESTOS DÍAS TE VAN A CERRAR ESA BOCAZA!».
«¿Y VAS A SER TÚ EL QUE LO HAGA O QUÉ?».
La pajarraca debió de oírse a través de las paredes de papel de fumar del centro y Len y Flacucha Gafotas se presentaron a todo correr para tratar de calmar la situación. Ni de coña me iba yo a meter en medio: por mí que se inflasen. Aunque es un alma cándida, Spud pelea bien cuando tiene motivos justificados y apuesto a que podría con Sick Boy. Habría sido un espectáculo cojonudo verlos darse de leñazos.
«No es así como manejamos los conflictos, a base de gritos y amenazas, ¿verdad, Simon? ¿Verdad, Danny?», preguntó retóricamente Flacucha Gafotas, en plan maestra de escuela de las de antes.
«¡Ha empezado él!», chilló Spud.
«¡Y una mierda! ¡Yo he venido a ver a Mark y tú has empezado a llamarme de todo!».
«Porque estabas…», titubeó Spud, «¡… porque estabas poniendo a parir a otra gente!».
«¡De verdad, tío, lo que te hace falta es meterla en caliente!».
Mientras Spud se daba media vuelta y salía por la puerta, yo aventuré: «Creo que a todos nos hace falta, es un axioma general», quedándome así con la última palabra que Sick Boy obviamente ha descubierto en su diccionario, con la vana esperanza de que Flacucha Gafotas se pusiese coqueta o al menos graciosa conmigo, pero pasó deliberadamente. El pobre Spud estaba que trinaba, pero se pegará los diez años siguientes disculpándose con Sick Boy, en cuanto le entre el sentido de culpa católico. Si de todas todas vas a acabar pidiéndole disculpas a este cabrón, al menos deberías aprovechar para arrearle; un error de cálculo por su parte. Len salió detrás de él, mientras Flacucha Gafotas nos miraba a Sick Boy y a mí como si fuésemos a contárselo todo.
Nosotros nos quedamos mirándola. «Es una disputa doméstica, Amelia», sonreí, «una cosa como muy de Leith».
«Pues entonces que no salga de Leith», saltó ella.
«Eso no es tan fácil cuando medio Leith está metido aquí dentro», comentó Sick Boy mientras Flacucha Gafotas lo miraba con cara de malas pulgas antes de salir detrás de Len.
Sick Boy se asomó al pasillo para echarle un vistazo a Flacucha Gafotas según se iba. Amelia, Amelia, déjame meterte mano, joder[179], le dijo al vacío, enarcando las cejas y tocándose el paquete. «Yo creo que se dejaría hacer… si las condiciones fuesen favorables».
Día 15
Los pájaros que montan bulla son urracas negras, blancas y azules que anidan a sus anchas en el árbol que hay junto a mi ventana. Llevo aquí poco más de dos semanas pero parece que hayan pasado dos años.
Tengo los sentidos prácticamente abrumados por olores del pasado: el intenso y rico aroma de la tarta de chocolate de mamá, el penetrante olor a amoniaco de los meados de Davie, que te hacían llorar los ojos cuando estabas viendo la tele.
Me parto de risa con la forma en que el capullo de Sick Boy se cambia de ropa continuamente. Por las noches se pone elegante, como si fuese a ir a un night club y apesta a tope a aftershave. De día lleva pantalones de chándal y camisetas. Los dos utilizamos mucho la lavadora, por lo del sudor. Vi a Molly ahí después de desayunar, cargando algo de ropa interior. No me cae bien, pero la imagen me forzó a volver a mi cuarto y hacerme una paja. Con tanto palomino, la moqueta esta parece la pista de hielo de Murrayfield.
Molly está en el grupo de meditación, igual que Sick Boy, que va minando continuamente sus defensas. «Después de lo que me pasó con Brandon, paso de los tíos», la oigo declarar. Él responde con un: «No tienes derecho a decir eso. Tienes corazón y alma, y una vida emocional. Eres una chica guapa que tiene muchísimo que ofrecer. Algún día aparecerá el tío indicado», proclama, mientras mantiene esa penetrante mirada de rectitud. Como quien no quiere la cosa, ella se lleva una mano al pelo, mientras cuchichea: «¿De verdad lo crees?».
«Lo sé», declara él pomposamente.
El grupo de revisión del proceso me recuerda por qué me drogo. Se supone que estamos examinando el modo en que interactuamos los unos con los otros aquí en el centro, pero suele degenerar en auténticas pajarracas, que invariablemente se «resuelven» con abrazos falsos instigados por Tom o Amelia. No obstante, recuerda un poco al Cenny, al Vine o al Volley a la hora de cerrar. Las cosas positivas que nos animan a decirnos unos a otros parecen poco más que la expresión de nuestros deseos piadosos o falsos elogios. Por ejemplo, lo más agradable que Molly es capaz de decir acerca de Johnny en una de sus histriónicas reconciliaciones es que le gusta su jersey de aros blancos y azul marino. Su principal motivo de discordia es que Johnny trapichea, cosa por la que le dan bastante caña. Finalmente él se levanta y anuncia: «Que le den por culo a este rollo. No pienso aguantar esta mierda. Me largo».
«Quiero largarme significa quiero meterme», le dice Tom a modo de súplica a su silueta en movimiento. «No lo hagas, Johnny. No huyas. Quédate con nosotros».
«Sí, claro», dice él, y se marcha dando un portazo.
«Cuando empezamos a distanciarnos recurriendo a comportamientos que nos aíslan es cuando corremos el riesgo de recaer», explica Tom. La reunión finaliza entre la confusión y el caos. Tom cree que hemos «hecho progresos» y califica de «saludable» que aflore este tipo de conflictos.
Por decirlo con las inmortales palabras del Cisne Blanco: sí, claro.
Nos habían dejado grabar cintas para ponerlas en la sala de recreo. Swanney, a quien encontramos ahí de solateras después de hacer mutis por el foro, se ha traído una C45 con «Heroin» de la Velvet, «Cocaine» de Clapton, «Comfortably Numb» de Pink Floyd, «Sister Morphine» de los Stones, «The Needle and The Damage Done» de Neil Young y algunos temazos más. En la cara B están grabados «Suicide is Painless» (la sintonía de MASH), «Seasons in the Sun» de Terry Jacks, «Ode to Billie Joe» de Bobbie Gentry, «Honey» de Bobby Goldsboro y «The End» de los Doors, entre otras. Flacucha Gafotas confisca inmediatamente la cinta con el argumento de que es «inapropiada».
Ahora me paso la mayoría de las mañanas en el patio trasero. En un rincón hay un estante con mancuernas de distintos pesos. El motero grandullón, Seeker, es el único que las usa, así que me uno a él. Hace frío, pero al cabo de un rato no lo notas porque sudas bastante.
Pollo asado para almorzar. Me lo como.
Estuve haciéndome pajas y leyendo casi toda la tarde. Me disponía a meterme en la piltra cuando Swanney, con los ojos como platos, como si estuviera colocado, entra en mi habitación y se sienta en mi cama a despotricar. Me entero de que Raymie está en Liverpool (¿o era Newcastle?), y que Alison «se ha vuelto una cuadriculada y una vendida».
«Vino la poli y puso el piso patas arriba. Por suerte había sequía y lo único por lo que pudieron trincar al Cisne Blanco fue por un poco de jaco para consumo propio y un pelín de speed. Me ofrecieron una mierda de trato. Me han pillado con las manos en la masa, Rent Boy», me dice. «No puedo estar sin chutarme. Lo odio. Sin el jaco me rallo demasiado con todas las mierdas del día a día. ¡Lo necesito!».
«Te entiendo».
«Pero fijo que algún cabrón ha cantado. Esa redada de la bofia tenía toda la pinta de ser un soplo de manual, estoy seguro. ¿Pero quién?, pensé yo. En fin, a mí no me va lo de dar nombres, así no es como se lo monta el Cisne Blanco, que prefiere navegar elegantemente por el río del amor y la iluminación, pero ¿quién es el único capullo al que han trincado últimamente y no ha acabado en el maco o aquí?».
Sé en el acto a quién se refiere, pero decido hacerme el tonto.
«El capullo insidioso de Connell, mira tú por dónde. Sé que Matty es colega tuyo, Mark, y entiendo lo de las viejas lealtades de The Fort y eso, pero siempre anda merodeando por ahí haciendo todo tipo de preguntas, como dónde consigo el material y toda esa mierda».
Pienso en una vieja foto en la que salimos Matty y yo junto a los muros de The Fort con nuestras camisetas de los Hibs. Tendríamos unos ocho años. «Es un tea leaf. Sólo quería meter la cuchara en el pastel, Johnny. No le daría información a la poli».
Lo digo en serio. Como a la mayoría de la gente, me pareció raro que a Matty sólo le cayera una suspensión de condena y unos cuantos míseros días de preventiva en lugar de la cárcel o la desintoxicación, pero no lo veo haciendo de chota.
Día 16
He ido a mi primera sesión de terapia individual con Tom Curzon, la «superestrella de la rehabilitación», según Flacucha Gafotas. Está claro que le pone.
Por lo visto, Tom esperaba que fuese yo el que hablase todo el rato. Ni de coña: me cerré en banda. Debió de ser como intentar sacarle el agua a un coco de Aberdeen[180]. Fue una sesión bastante dura, en la que estuvimos poniéndonos a prueba en una batalla de voluntades encubierta.
Día 17
Los pájaros parlanchines me han vuelto a despertar. Me fui a dar un paseo por el jardín, aunque estaban cayendo chuzos de punta. Vi un espectáculo perturbador bajo un arbusto junto a la pared del fondo: un cuervo patoso atraviesa una y otra vez con el pico el pecho de una paloma muerta, hasta que localiza un rollo de tripas, arranca un trozo viscoso y comienza a devorarlo. La escena me deja pasmado y me pregunto si la paloma seguía viva, agonizando pero sin haber muerto todavía, cuando el cuervo le hizo los primeros agujeros en el pecho.
Pienso en esto durante el desayuno y me siento indispuesto y angustiado.
Keezbo ha vuelto, pero está metido siempre en su habitación y nunca sale. Me niego a llamar a su puerta, es mejor darle algo de espacio al capullo gordinflón, evidentemente es lo que necesita. Ted, el de Bathgate, me dice que tiene entendido que Begbie reventó a alguien a leches en Saughton, pero por lo visto no fue Cha Morrison.
Un tipo al que le he cogido cariño es al Weedgie, Skreel. Lo empapelaron por intentar largarse de un taxi sin pagar. Estaba viviendo en varios albergues para sintechos de por aquí y de Glasgow, y todavía lleva moratones negros y amarillos en los ojos de las bullas en las que se metió. Al llegar aquí le raparon la melena porque la tenía infestada de piojos (le dijimos que no esperábamos menos de un Weedgie). En mi vida había visto a alguien que tuviera más abscesos en las manos, los pies, los brazos y las piernas, y él los luce como si fueran medallas de honor. Cojea un poco a causa de una mala caída, y porque como casi no le quedaban venas utilizables en las piernas y los brazos, empezó a pincharse en las arterias. Se jactaba de que el año pasado se metía 750 mg de heroína al día, cosa que no dudo. Tiene los dientes podridos, lo que le produce dolores constantes; él le echa la culpa a los barbitúricos, que le gustan tanto como el jaco. No puedes por menos que respetar a Skreel, es la leche. Una cosa tengo que decir a favor de los Weedgies: no son gente de medias tintas.
«Pronto estaré muerto, jefe», me informa alegremente durante un almuerzo en el que a mí me sirvieron una ensalada de queso poco menos que incomestible y a los demás pastel de carne y patatas fritas con alubias. (Skreel, que mide un metro ochenta y tres, me saca un par de centímetros). «Lo único que quiero es seguir puesto hasta las cejas hasta que pase, ¿sabes cómo te digo?».
Día 18
Me despierto ante un sol dorado que resplandece en un cielo azul. En el patio, me maravilla sentir su calor en los brazos desnudos mientras escucho a las urracas excitadas que anidan en el sicomoro; su canto recuerda las carracas del fútbol de los cincuenta. Siento el impulso de ir más allá del delgado filo del horizonte que hay tras esos grandes muros de piedra oscura y ese denso follaje.
Me estoy aficionando cada vez más a las pesas. Seeker y yo solemos hacer unas cuantas series juntos por la mañana y por la tarde, después del desayuno y del almuerzo. Me gusta la disciplina que conlleva: empujar hacia arriba, sentir la sangre circulándome por el cuerpo y la cabeza a la vez que percibo el vaivén de fuerzas eternas y misteriosas en mi interior. Seeker levanta mucho más peso que yo y ha empezado a ponerse cachas de verdad; tiene ese tipo de físico, pero yo noto que me salen pequeños cúmulos de músculo en los brazos y los hombros. Molaría tener el aspecto lustroso y felino de Iggy Pop: musculoso y definido pero delgado y ágil a la vez. Seeker me enseña a ser sistemático: series, repeticiones y todo eso. Antes me habría limitado a levantarlas hasta cansarme o aburrirme. Esta interacción es cosa seria, pues Seeker no es un tío hablador, de hecho su comodidad con el silencio quizá sea el único punto que tiene a su favor. Lleva gafas de sol hasta en el interior.
Una sesión espinosa con Tom: me pregunta por mis conversaciones con el bobo chorra del doctor Forbes, el de la clínica. «¿Estás deprimido, Mark?».
«Estoy en rehabilitación por adicción a la heroína», le contesto. Luego añado, bromeando sólo a medias: «En Fife».
«Quiero decir antes de eso. Tu hermano murió el año pasado. ¿Lo lloraste?».
Me dan ganas de preguntarle: «¿Por qué, mecagüen todos los santos, iba a llorar el fin de una humillación y vergüenza incesantes? Si tú hubieras sido un crío desgarbado y sensible pero tremendamente egocéntrico criado en Leith, ¿no te habrías alegrado de que una de las fuentes de tu sufrimiento hubiese desaparecido?». Pero en lugar de decirle eso, le digo: «Por supuesto. Fue una pérdida muy triste».
Día 19
¡Canté victoria antes de tiempo! ¡Seeker habla! Me cuenta que tuvo un accidente de moto muy chungo hace unos años. Le pusieron una placa de metal en el tarro y un tornillo en la pierna. En verano el dolor era soportable, pero en invierno lo único que se lo quitaba era el jaco, y acabó enganchándose. También me enteré de que lleva las gafas de sol porque desde el accidente es hipersensible a la luz. Pues me parece muy bien, qué cojones; los neones de aquí dentro son supermolestos, y para cuando me voy a planchar la oreja suelo tener un dolor de cabeza sordo, que no llega todo al nivel de una migraña. Descubrimos que los dos somos madrugadores, así que quedamos en hacer una sesión de pesas más larga antes de desayunar.
Ahora sé cómo se siente Tom con el resto de nosotros. Creo que esto ha sido un logro.
Día 22
La chorrada esta del diario se está volviendo tan adictiva como el jaco. Pero también es igual de peligrosa, por las mierdas personales que te sientes como obligado a poner por escrito en él. Ayer tuve que arrancar la página de la agenda, y un par de las de la sección del diario personal; las hice una bola y las tiré a la papelera. ¿Y si algún capullo las hubiera leído? Dicen que es confidencial, ¿pero qué significa eso aquí dentro?
Len me ha visto haciendo pesas con Seeker, así que me consideran preparado para las sesiones de grupo sobre problemas de adicción…, ¡PERDÓN!…, problemas de drogodependencia.
Mientras que en el grupo de revisión del proceso se analiza nuestro comportamiento general, éste se centra exclusivamente en el problema de nuestra drogadicción y en las cuestiones directamente relacionadas con ella. Nos sentamos en semicírculo, yo con los huesos de mi flaco culo apretados contra el asiento curvado y resbaladizo de la silla de chapa laminada. El único instrumental restante eran una pizarra de papel y unos rotuladores. Tom se sentaba con sus largos dedos entrelazados encima de la rodilla, igualmente incómodo, y la fricción y la tensión de su cuerpo desgarbado desmentían el aire desenfadado que pretende exhibir. Llevaba zapatos sin cordones, sin saber, el muy capullo, que eso significaba que cerca del ochenta por ciento de los presentes pensaría automáticamente que es un gilipollas sin remedio.
A mí la sesión de grupo me daba pavor, porque aquella mañana había habido mucho griterío en el grupo de revisión del proceso; Ted es un hijo puta bastante agresivo, y él, Sick Boy y Swanney se habían estado dando caña a tope. Sólo pararon cuando Seeker dijo de repente: «Bajad el puto volumen. Me estáis poniendo la cabeza como un bombo». Y lo hicieron, porque a Seeker todo el mundo le tiene miedo.
Tom me presentó, aunque ya conocía a todo dios. «Me gustaría darle a Mark la bienvenida al grupo. Mark, ¿puedes decirnos lo que esperas de estas sesiones?».
«Sólo desengancharme y ponerme las pilas, y ayudar a otros a hacer lo mismo», oí proferir a una voz de boy scout chillona procedente de algún punto situado entre mi boca y mi nariz. Swanney soltó una risita y Sick Boy frunció los labios.
Pero al menos eso le dio vidilla a la cosa: todo el mundo empezó a participar, aunque el grupo consistió en debates sin orden ni concierto que no iban a ninguna parte.
Luego decidí ir a ver a Keezbo, que se había largado corriendo a su habitación.
Cuando entré estaba sentado en la cama, mirando un álbum de fotos. Por lo menos las viejas fotos me ayudaron a sacarle al muy capullo un poco de conversación. Había montones de ellas de cuando éramos críos en The Fort. Yo soy el más alto y entonces mi pelo parecía mucho más zanahorio.
Una de las fotos me llamó la atención, simplemente porque no la había visto antes. Varios de nosotros de chavalines en el descampado que había junto a The Fort. Era una foto de equipo con la elástica de los Wolves que todos habíamos quedado en pedir por Navidad. Tendríamos unos nueve años.
A mí me acabaron gustando los Wolves porque machacaron totalmente a los Hearts en la Copa Texaco en Tynecastle, ¡incluso después de dejarles ganar la primera vuelta a los pasmarotes en Molineux! En esa foto salimos yo, Keezbo, Tommy, Segundo Premio, Franco Begbie y Deek Low de pie al fondo y, en cuclillas delante de nosotros, Gav Temperley, George «el inglés». Stavely (que acabó mudándose de vuelta a Darlington), Johnny Crooks, Gary McVie (que murió en un accidente que tuvo con un coche que había robado hace unos años), el mulato Alan «Conguito». Duke (producto de algún marinero caribeño al que la deriva llevó al puerto) y Matty Connell.
«Nunca había visto esa foto», le dije a Keezbo. Me dio la impresión de que en aquellas viejas fotografías Matty ya había empezado a difuminarse, cual borrón fantasmal o, como en ésta, escabulléndose, con la cara diseccionada por el borde blanco de las fotografías Instamatic, con sólo un ojo furtivo visible.
«Tienes que haberla visto», dijo Keezbo mirándome directamente por primera vez. «¿Sabes quién la hizo?».
«No. ¿Tu padre?».
«No: el tuyo».
«¿Y cómo es que la tienes tú?».
«Me hice una copia con los negativos. Tu madre se los pasó a la mía porque en el carrete también estaban las fotos de aquella fiesta de Fin de Año que hicimos en nuestra casa». Pasó la página y me enseñó algunas fotos de mis viejos y los suyos, con otros amigos y vecinos, poniéndose hasta el culo. Entre ellos estaba el capullo fascista de Olly Curran, con la misma pinta de indeseable que siempre pero con el pelo negro en lugar de plateado. Pero la instantánea que me produce un nudo en el estómago es otra. Casi se me para el corazón por un segundo cuando la magnífica sonrisa bobalicona de Davie, en aquel cuerpo que era como un acordeón, llena el marco de la reluciente foto Kodak. Mi padre lo mira con una mezcla de amor y tristeza. Es una instantánea que siempre me ha resultado irresistible y repulsiva a partes iguales. Quise decirle algo a Keezbo pero lo que me salió fue: «Es curioso que no haya visto esa foto antes».
Para cenar había haggis con puré de colinabos y patatas. Intenté no comerme el haggis, pero era eso o un huevo frito, que habría sido de lo más chungo con el puré, así que no me lo pensé dos veces.
En la sesión individual de esta tarde Tom me preguntó por la agenda. «¿La llevas al día?».
«Sí. Todos los días anoto algo».
«Bien. ¿Y qué me dices del diario?».
La sección esa del fondo. La mía está sobre todo llena de palominos y de material para hacerme pajas (literalmente), pero Tom puso una cara tan seria e interesada que decidí mentir. «Me queda más novelístico o ensayístico. Supongo que estoy experimentando, trabajando algunas cosas».
«¿Qué cosas?».
«Un trabajo que no fui capaz de terminar en la uni», empecé a tirarme el rollo, mientras me animaba y me iba soltando, «a ver, que lo entregué, pero tenía la impresión de que en realidad no había llegado a terminarlo. Era sobre F. Scott Fitzgerald. ¿Conoces su obra?».
«Tengo que confesar que no lo he leído. Ni siquiera El gran Gatsby». Hizo un amago pasable de lamentarlo.
«Yo prefiero Suave es la noche», y mientras hablaba noté una sacudida en el pecho que sólo podría describir como suave, cuando se me apareció por un fugaz instante una imagen de Fiona apartándose el pelo de la cara en el ferry del Bósforo bajo un chorro de luz radiante. Hasta colocada parecía serenísima y digna. La amaba la amaba la amaba quería fundirme con sus huesos. Ahora su ausencia me hacía sentir como si me hubiesen devorado por dentro. No lograba entender cómo había pasado de estar con ella en las residencias universitarias de Aberdeen a estar aquí con Tom. Por mi mente desfiló una rápida procesión de rostros: Joanne, Bisto, Don, Donna, Charlene… y tragué saliva cuando un oscuro recuerdo me cayó encima como un avión abatido. A diferencia de lo que sale de nuestras bocas cochinas y charlatanas, que envilecen nuestras vidas con nubes de gases tóxicos, negras como el carbón e indisolubles, lo que diga el lápiz se puede borrar. Fuera, un repentino y furioso chaparrón golpeó la ventana como suplicando que lo dejáramos entrar. Mientras lo observaba, Tom me miraba con furia e impaciencia, exhortándome para que continuase.
«Ésa era la novela sobre la que estaba escribiendo», adorné la mentira para desviar su atención de mi ansiedad. «Estar aquí dentro me ha hecho darme cuenta de que no había entendido el libro en absoluto, un poco quizá como el propio F. Scott».
«¿En qué sentido?».
Y mientras estaba allí inventándome todo aquello, me quedó claro, como en una epifanía rabiosa: un reestreno de algo de lo que me percaté por primera vez mientras estaba de tripi en aquel barco en Estambul, la mierda que tendría que haber escrito. «Fitzgerald creía estar escribiendo sobre la enfermedad mental de su mujer. Pero de hecho estaba escribiendo sobre su descenso hacia la enajenación alcohólica. La segunda parte del libro no trata más que de un tío rico embolingándose a lo bestia».
¿CÓMO SE ME PODÍA HABER ESCAPADO ALGO TAN ELEMENTAL Y EVIDENTE?
«Interesante», dijo Tom escrutándome con aire inquisitivo. «Pero ¿no cabe la posibilidad de que fuera la enfermedad mental de su mujer una de las razones que le llevaron a beber en exceso?».
Vi adónde quería llegar el muy capullo con aquello. Donde dice mujer que sufre una enfermedad mental, léase hermano discapacitado fallecido. Pensé: a la mierda. Momento pantalla de humo. «Existe una teoría según la cual F. Scott fue un tanto avasallado y maltratado por Hemingway, un personaje más dinámico, a cuya aprobación aspiraba. Pero es errónea. Viene a ser como insinuar que el declive de E. M. Forster se vio precipitado por la aclamación con que los críticos acogieron a D. H. Lawrence, menos inhibido. Pero lo que dio pie a ambas cosas fueron el alcoholismo de Fitzgerald y el temor de Forster, que era un bujarrón de tapadillo…», entonces Tom me miró con cara de desconcierto, «… perdón, homosexual, a las consecuencias de expresar su sexualidad. Pero eso no quiere decir que Hemingway y el bueno de D. H. no fueran unos cabrones perfectamente capaces de detectar y explotar las debilidades de sus colegas más frágiles. Al fin y al cabo, las rivalidades literarias son iguales que las demás».
«Tendré mucho interés en echarle un vistazo a esos libros. Sí que leí Lady Chatterley en la universidad…».
«Hijos y amantes es mejor».
«Lo leeré», declaró Tom y, al calor del momento, me entregó un ejemplar de El proceso de convertirse en persona de Carl Rogers. Me pondré con ello cuando acabe con James Joyce.
Más tarde, Sick Boy vino a mi habitación y le conté lo de mi sesión. «Se creen que todo tiene que ver con el sexo», dijo agitando la mano despectivamente. «Y es verdad, pero no de la forma que ellos imaginan. Nunca conseguí llevarme bien con el capullo ese de Tom, por eso pedí que me transfirieran a Amelia. Durante la primera sesión, Tom me dijo que quería que fuera sincero con él. Así que le dije que quería follarme a casi todas las mujeres que conocía. Y no sólo eso, sino que quería que ellas me suplicasen que lo hiciera. Me dijo que era un explotador y que padecía una disfunción sexual. Yo le dije: “No, colega, se llama sexualidad masculina. Todo lo demás es engañarse”. ¡Eso no le gustó un pelo! No le gustó que la realidad interfiriera con su universo de lector de The Guardian meticulosamente edificado en torno a chorradas pretenciosas de clase media».
«Me alegro por ti…», bostecé, cansado y deseando que se fuese para poder sobar un rato «… me sorprende que Amelia te aceptase después de eso».
«En efecto…, o soy un reto para ella o le molo. Sólo puede ser una de las dos cosas. Y ambas situaciones pueden obrar a mi favor».
Enarqué las cejas con aire dubitativo, pero vi que no bromeaba.
«Oye, hablando de cuestiones de sexo…». Bajó la voz de forma cautelosa. «Quiero saber lo que opinas de algo. He oído una historia sobre un menda…, un tío que se dejó encular por una tía…».
«¿De qué cojones hablas? ¿Una tía enculando a un tío? ¿Era esa supuesta tía un travelo o algo?».
«Nah…, era una tía de verdad. Se fueron juntos a casa de la tía y ella se puso un consolador grande y se lo folló por el culo…».
«Buah…». Noté que se me contraía involuntariamente el esfínter.
«… y a él le gustó…, o al menos eso dijo ella».
«¡A mí me parece bastante sospechoso!».
«Pues sí…», dijo él, pero acto seguido lo reconsideró: «… bueno, el tío dijo que no querría que se la metiera por ahí un tío, que sólo le dejaría hacerlo a una tía».
«Vale…».
«Entonces, ¿el tío es gay o hetero?».
«¿Al tío lo conozco?».
Sick Boy apretó bien fuerte los labios. «Sí. No digas nada…». Hizo una pausa, como si estuviese reordenando los muebles de una habitación en la cabeza, «… pero me lo contó Alison».
«Un momento… ¿Ali fue la tía que se tiró al tío ese con un consolador?».
«Sí…, dijo que la única manera de conseguir que el tío se acostase con ella era haciéndole eso. ¡Ya te puedes imaginar de quién estamos hablando!».
Se me vino inmediatamente a la cabeza la cara de mi antiguo compañero de grupo, contraída y sudorosa, como cuando se pavoneaba en aquel escenario del Triangle Club en Pilton. «¿Hamish? ¿HP?».
Sick Boy sonrió enigmáticamente. «Heterosexual Princesa de nombre y, por lo visto, también de condición. Alison insistió en que nunca se lo montaba con tíos. Personalmente, yo tengo mis dudas. ¿Tú qué crees: que es un marica sin remedio o que es hetero y sólo estaba experimentando?».
«¿No se tiró a Alison después de que ella lo enculara?».
Sick Boy dudó un segundo: «No…». Y acto seguido dijo más enfáticamente, «no, ni de coña se la tiró».
«Si se la hubiera tirado después, yo diría que estaba experimentando. El hecho de que no lo hiciera me lleva a inclinarme más por maricón perdido que por heterosexual».
«¡Eso es exactamente lo que pensé yo!», exclamó Sick Boy con gesto triunfal, aparentemente convencido de la importancia de ese detalle. «No es el hecho de que experimentase con ella metiéndose el consolador por salva sea la parte lo que lo convierte en una reinona total, a Hamish, digo, ¡sino que no se la follase después! Huyó de su raja como si fuese un agujero negro en el espacio, ¡la puta nenaza! Y eso me lo contó ella misma. Por supuesto, como yo no voy contando las intimidades de los demás por ahí, confío en que serás discreto».
«Eso es de cajón», mentí.
La historia era bastante interesante, sin duda, pero luego tardó siglos en irse. Me habló de chicas, de su familia, de los Hibs, de Leith, de Begbie y luego de chicas otra vez: «… uno de los inconvenientes de tener una polla tan enorme es que a veces les puedes hacer daño…», de lo que fuese, en definitiva, con tal de mantenerme despierto. Me quedé dormido y cuando me desperté unas horas más tarde, con la luz todavía encendida, esperaba verlo sentado en mi cama, soltando paridas, pero ya se había ido.
Entrada del diario personal: Alan Duke
Siempre me sentí mal por cómo traté a Alan «Conguito». Duke cuando éramos críos. Por entonces, el padre de Matty, Drew, me llamaba cariñosamente «Coco Canela». Los demás chavales de The Fort adoptaron el mote pero a menudo de forma peyorativa. Una vez estábamos en las escaleras de la Biblioteca de Leith y me estaban dando un poco de caña, así que me volví hacia Dukey y le dije: «Lárgate, “Conguito”». Aquello suscitó inmediatamente el cachondeo general y transfirió el acoso de mí hacia él.
Lo vi sufrir mientras crecíamos. Se convirtió en un cabeza de turco. Matty, un mangui malnutrido y zarrapastroso que siempre llevaba ropa de segunda mano, Begbie, con un padre presidiario y alcohólico, Keezbo, con sus rollos de seboso, su madre amante de los periquitos que tenía una pajarera en casa y yo, el del hermano espástico, podíamos meternos con Dukey cada vez que las cosas se ponían feas para nosotros. Más adelante, gente como los Curran lo maltrataron de manera más abierta y hostil.
Aunque cualquiera podría haber puesto en marcha la bola de nieve de «Conguito», el culpable fui yo. Siempre me he sentido bastante chungo por haberlo hecho.
Día 23
¡Tengo correo! Es una cinta grabada por Hazel. (Con grupos como Psychedelic Furs, Magazine, Siouxsie, Gang of Four… Hazel siempre ha tenido buen gusto para la música). Me la entregan un día tarde después de revisarla para asegurarse de que no lleva drogas escondidas. Si conociesen a Hazel no se habrían molestado; la única droga que hemos compartido es el vodka. Es agradable recibir correspondencia. Por supuesto, el capullo que parece recibir mogollón, y todo de chicas de tías, es Sick Boy.
De vuelta en mi habitación, mientras Bowie canta sobre estrellarse siempre en el mismo coche, leo la nota:
Querido Mark:
Espero que la rehabilitación vaya bien, y que encuentres fuerzas para seguir adelante. Vi a tu madre en Junction Street el otro día. Me dijo que iba a la iglesia a encender una vela y rezar por ti. Sé que eso te hará reír, pero demuestra lo mucho que le importas, igual que a toda tu familia. Igual que me importas a mí.
Sigo en Binns y tengo previsto hacer un viaje a Mallorca con Geraldine Clunie y Morag Henderson. Geri trabaja conmigo y seguro que te acuerdas de Morag de cuando íbamos al colegio.
¡Vi a Roxy Music en el Playhouse! ¡Vaya conciertazo, Mark! Luego vi unas cuantas caras conocidas en el pub Mathers, en Broughton Street: Kev Stewart, Gwen Davidson, Laura McEwan y Carl Ewart; todos preguntaron por ti y dijeron que te echaban de menos, igual que yo.
¿Podemos, POR FAVOR, recuperar al Mark de siempre?
Cuídate.
Con cariño,
Hazel XXXX
Al leerla, sentí que se me encogía algo en el pecho. Hago una bola con ella y la tiro a la papelera vacía (evidentemente, la de la limpieza se ha llevado la hoja de la agenda y los kleenex sucios), pero luego la recojo inmediatamente, la aliso y me la guardo en el bolsillo de atrás.
¿El Mark de siempre? ¿Y ése quién cojones es?
Me recompongo y me voy a meditación con Spud y Seeker. Luego, tras un descanso y un café, durante el que Seeker nos habla de las motos que ha tenido, Flacucha Gafotas nos dice que la sesión de revisión del proceso está a punto de empezar, así que nos dirigimos como zombis agotados a la sala de reuniones. Es empalagosamente positiva, y tiene un rollito sensiblero de lo más baboso: montones de abrazos y veneración fingida. Pero lo único que consigue es diferir la agresividad al grupo de problemas de adicción de la tarde.
Tom parece un pelín más inquieto de lo habitual. Su camisa de leñador negra y roja está cubierta de migas de las galletas mantecadas que nos comemos a montones en estas sesiones. «Me gustaría presentaros a Audrey, que participa por primera vez en el grupo. Hola, Audrey».
«Disfruta de la rehabilitación», dice Swanney con un acento jamaicano de pega. Ahora sé de dónde saca Matty esa enojosa costumbre. Dice odiar a Johnny pero le gustaría ser él.
A Molly, a cuyo lado se sienta Audrey, le mola Tom, y por lo visto nadie más, exceptuando a Sick Boy. «Bueno», dice en tono pomposo, «he venido aquí para ponerme las pilas y estoy dispuesta a mantener una actitud abierta y darle a Tom la oportunidad de que haga su trabajo. Y estoy segura de que Audrey también».
Todas las miradas están sobre Audrey, que guarda silencio mientras se muerde las uñas y nos mira con sus enormes y torturados ojos azules.
«Gracias…, Molly», dice Tom mientras en la sala se oyen tremendos suspiros y alguna que otra risita burlona. Tom me está mirando fijamente, como animándome a hablar pero, lo siento compañero, yo he puesto rumbo a Puerto Silencio. Seeker estira las piernas, se coloca los brazos detrás de la cabeza, suelta un enorme bostezo, y luego se echa su melena de motero hacia atrás. Parece un león que acabara de comerse a un pitbull.
No puedo dejar de lanzarle miraditas a hurtadillas a Audrey. Tiene una pinta un poco desastrada, pero después de desintoxicarse todo el mundo tiene esa pinta. Como su nombre completo es Audrey Todd, Sick Boy ya le ha puesto mote: «Tawdry Odd»[181]. No me extraña que se quede en su habitación casi todo el tiempo. Lleva unos vaqueros desteñidos y se nota que tendría unas piernas guays que te cagas si las pudieras ver como es debido. Tom mira a los demás, y luego otra vez a mí: «… ¿Mark?».
La intromisión me crispa, tanto más porque me ha pillado mirando lujuriosamente a Audrey. ¿A que no mola un pelo? Hora de desviar rápidamente la atención: «A mí no me vas a poner bien, colega. Olvídalo».
«Yo sí que te iba a poner…», interviene Swanney, «¡… un pico como una casa! Si tuviera jaco, claro».
Le obsequian con unas cuantas risotadas macabras.
«Yo nunca dije que te pudiera poner bien», dice Tom negando con la cabeza. «El único que puede hacerlo eres tú.».
Asiento, aceptando la evidente verdad de lo que dice, y añado: «Eso me lleva a la pregunta siguiente: ¿tú qué haces aquí?».
Oigo a Molly chasquear la lengua ante mi pregunta.
«Yo estoy aquí para ayudar», dice Tom.
«A ver, un momento», me descubro diciendo, «tú no puedes hacer que me ponga bien, pero puedes ayudarme a ayudarme a mí mismo. Capacitarme. Facilitarme las cosas. ¿Ése es el rollo?».
«Así es».
«¿Y por qué ibas a querer hacer eso?».
«Entiendo. ¿Estás cuestionando mis motivos?».
«No», sonrío, «sólo estoy aclarando las cosas».
Ésa es una de las armas del arsenal interpersonal de Tom. Indaga hasta que te enfrentas a él y luego te suelta: «Sólo estoy aclarando las cosas». No le gusta que la utilicen contra él. Hincha las fosas nasales y expulsa aire lentamente. «Mark, tenemos este tipo de discusiones circulares constantemente, y no llegamos a ninguna parte. Dejemos estas cosas al margen del grupo y reservémoslas para las sesiones individuales, como habíamos acordado».
«Como tú habías acordado».
«Como quieras, pero dejémoslas fuera del grupo».
Molly exclama entonces: «¡Ja! Eso ya me gustaría verlo. ¡El problema es que Mark siempre tiene que ser el centro de todo!».
Encantado de hacer sparring verbal con la guarra cortita esta. «Guau. ¡Un yonqui egocéntrico! ¡Parad las rotativas!».
«Al menos algunos ponemos de nuestra parte. Tú sólo quieres tirarte el pisto con tus colegas», dice mirando despectivamente al resto del semicírculo. Audrey le pega otro bocado a las uñas.
En realidad Molly ha dado en el clavo. Creía que su educación se detuvo al llegar a lo de hacer mamadas en el cuarto de las bicicletas, pero ese vidente que me había equivocado; tiene cierta perspicacia. El único objetivo real que tienen estas sesiones para mí es echarme unas risas con los colegas. Pero no me hará ningún bien dejar que Tom se dé cuenta, así que me veo diciendo con tanta seriedad como puedo: «Mira, es sólo que me está costando hacerme con todo esto», y echando un vistazo a mi alrededor, añado: «e intentar averiguar de qué va cada cual, eso es todo».
Pero Tom se enrolla bastante bien; enarca las cejas, levemente exasperado, y echa una mirada alrededor del círculo. «De lo que quiero hablar hoy es de detonantes. ¿Cuáles son los detonantes que os llevan a querer consumir?».
«Un día con una “í” en medio», dice Spud, y su comentario detona sonrisas generalizadas. Tom hace caso omiso de Spud (pese a que lo había dicho completamente en serio) porque no es eso lo que estaba buscando. Necesita algo con lo que poder trabajar.
«Poner el pie en la calle», dice Keezbo, también totalmente en serio. Me preocupa un poco el grandullón. Ha perdido por completo el sentido del humor, cosa que para él es superimportante.
Esta vez, sin embargo, Tom responde a la intervención. «Gracias…, Keith».
«Pasar el rato con estos capullos», dice Sick Boy mirándonos a mí, a Spud y a Swanney.
«Bueno, ahora sí que estamos llegando a algo», declara Tom incorporándose y echándose un poco hacia delante. «Keith ha dicho salir a la calle. El lugar donde vivimos. El entorno. Simon se ha referido a relaciones concretas, a amistades. A la presión del grupo que refuerza este comportamiento inadecuado y autodestructivo».
No puedo dejar de soltar una ráfaga de carcajadas burlonas al oír eso. «¡Ah, pues entonces encerrarnos a todos juntos en una residencia es una idea de puta madre!».
«Rents tiene razón», suelta Skreel. «He conocido a peña superlegal aquí dentro, no me entendáis mal», y mira a su alrededor para asegurarse de que, efectivamente, nadie se ha ofendido, «pero ni uno de ellos me va a ayudar a dejar el caballo».
Aun así, Tom mantiene la compostura. Quizá Flacucha Gafotas no se estaba marcando un farol cuando dijo que era «de lo mejorcito que hay en este campo». «Evidentemente, toda prestación de servicios tiene factores que la limitan. Pero, y esto no es más que una idea que os lanzo al tuntún: ¿no os parece que también sería posible utilizar los grupos formados por pares y amigos para reforzar conductas positivas?».
«¿Como la abstinencia o la sobriedad?», me lanzo de cabeza. Como si alguno de los capullos que están aquí quisiera estar sobrio.
«Pero ¿tú quieres desintoxicarte?».
A esa pregunta le sigue un largo silencio sepulcral mientras nos miramos unos a otros, con La Gran Mentira flotando en el espacio que nos separa. En los labios de todos. La Gran Mentira que hacía posible el juego de la rehabilitación, que subyacía a aquella secta estúpida y ridícula. ¿Qué decir? Swanney se percata de que es mucho lo que hay en juego, así que interviene para quitarle hierro al asunto. Luce una sonrisa en el careto pero a la vez habla completamente en serio. «He jodido a tanta gente que si dejara de picarme la culpa y el remordimiento me matarían, joder. Sencillamente no vale la pena».
«No le falta razón», digo yo, precipitándome otra vez y odiándome por ello. Pero lo que digo lo digo con toda sinceridad, porque sé que Johnny también lo ha hecho. ¿Con cuántas arrobas de arrepentimiento tendría que cargar durante el resto de su vida? O aprendes a ser mejor persona y afrontar lo que has hecho, o aprendes a pasar de todo.
«Bueno…, sí…», dice Tom, «pero no olvidemos que ésta es una unidad experimental. Si no produce resultados, podéis estar seguros de que la cerrarán».
Sick Boy decide ir a por Tom, quizá un pelín mosqueado de que el papel de cínico burlón lo haya copado yo. «¡Así que tenemos que hacer todos piña por el bien de la unidad! ¡Ésa sí que es buena!».
Pero lograr que Tom se inmute no es fácil. «Ya sabes cuál es la alternativa…, Simon. A todos los aquí presentes os han suspendido una condena, de manera oficial o extraoficial».
Eso siempre nos centra. Por chungo que sea el rollo este, está tirado comparado hasta con el maco más blandito. Una cosa tengo clara, aunque no sea más que por las pocas noches de borrachera que he pasado en el calabozo: el talego sencillamente no es lo mío. Lo juré entonces y lo juro ahora: JAMÁS ME VAN A ENCARCELAR POR EL JACO. Antes de pasar un puto minuto entre rejas firmaré en la línea de puntos de cualquier rehabilitación de mierda que el sistema me ofrezca.
Tom se dirige a Skreel. «Martin…».
«Llámame Skreel».
«Skreel, perdona. ¿Qué te gustaría sacar a ti de este grupo?».
«Yo sólo quiero dejar de picarme y ponerme bien otra vez», miente.
Tom asiente lentamente, manteniendo la mirada durante un segundo antes de volverse hacia Johnny.
Swanney es un cabronazo total, bendito sea. Sabe perfectamente cómo vacilarle a todo el mundo. «Por supuesto que es difícil», dice encogiéndose de hombros, «porque todos sabemos lo guay y lo de puta madre que puede ser meterse un pico, sobre todo cuando estás chungo», y se relame los labios antes de esbozar una gran sonrisa; parece un lagarto que acabara de atrapar una jugosa mosca en pleno vuelo. Skreel empieza a retorcerse y la palidez del careto de Molly se asienta. Audrey le da un poco de tregua a las uñas y empieza a mordisquearse las puntas del pelo, mientras Spud se sienta con la cabeza entre las manos gimiendo con suavidad. Johnny continúa: «… esa hermosa y arrebatadora sensación de alivio que te proporciona cuando te fluye por las venas hasta llegarte al cerebro, y la increíble euforia que te entra cuando los problemas del mundo, toda la mierda, se desvanecen y se convierten en polvo a tu alrededor. Cualquier dolor desaparece. A cambio de un chutecito de nada, un solo chutecito…», cavila pornográficamente mientras Molly, Audrey, Spud, Ted y Skreel se revuelven en sus asientos.
«Ya basta, Johnny, por favor», dice Tom.
«Sólo quería decir», dice Swanney luciendo una sonrisa prefabricada, «que no todo es malo, porque si lo fuese, nadie se metería».
«Ni ganaría dinero con ello», le espeta Molly, deseosa de volver a librar una vieja batalla.
Tom le indica que lo deje estar: «Te entiendo, Molly, pero por ahora quiero centrarme en las pérdidas. Me gustaría que pensaseis en lo que habéis perdido por culpa del consumo de heroína». Se levanta, se acerca a la pizarra y coge un rotulador.
«Guita», grita Sick Boy.
Tom se vuelve con cara de desconcierto. «¿Ésa es tu novia?».
«La mejor que he tenido nunca», dice Sick Boy sonriendo, mientras todo el mundo se ríe. El pobre Tom se queda más tieso y más parado que un vibrador sin sus Duracell.
«Eh, tela», dice Spud con ánimo de ayudar.
Su intento de echarle un cable es bien recibido, aunque mientras escribe «DINERO» en mayúsculas, el cuello de Tom adquiere un tono más rojizo de lo habitual.
«Colegas», dice Ted.
Tom anota con su rotulador negro: «AMIGOS».
«No sé los demás», dice Keezbo, mirando con tristeza a Sick Boy, «pero lo que acabas de decir sobre las novias, Mr. Simon…», y entonces mira a Audrey y a Molly, «o los novios, por no ser sexistas…, pero las ganas de follar se esfuman».
Eso desata unas risillas nerviosas en toda la sala.
«No necesariamente», tercia Swanney. «El mejor sexo que he tenido fue puesto de jaco, al principio y tal».
«Ya, al principio», se mofa Sick Boy. «Seguro que ésa fue la única vez que has echado un polvo sin pagar».
Swanney le hace una peineta. «¿No fue ésa la vez que estabas con el monazo y llamaste a mi puerta?».
Sick Boy se revuelve en el asiento y se calla. De repente se hace el silencio. Es como si todos sintieran cierto hormigueo en los pantalones, esas pollas que llevan tiempo sin usarse y que están pidiendo marcha a gritos. O, en el caso de Molly y Audrey, coños que no se han usado demasiado o, lo que es más probable, que se han usado mogollón, pero que no han sentido gran cosa.
Así que seguimos hablando un rato más de las chorradas habituales. Pero nos cansamos con facilidad, y nuestros bostezos, cada vez más frecuentes, se convierten en la señal para hacer una pausa para tomar café: el elixir más aceitoso y alquitranado que quepa imaginar, tan cargado de cafeína que te pega un pelotazo que parece que fuese speed en base. Lo acompañamos con unas cuantas galletas azucaradas y, sobre todo, con pitillos. Casi todo quisque que está aquí dentro padece una adicción grave a la nicotina, Tom incluido. A mí me miran con suspicacia porque odio el fumeque.
Sin embargo, los descansos son los mejores momentos. Todo el mundo acaba contándoles a todos los demás cuando menos la versión apta para todos los públicos de su historia personal. Todos menos Audrey, y vista la concurrencia, admiro su prudencia. Sick Boy y Maria Anderson habían tenido un rollito bastante obsceno y cuando la madre de Maria salió de la cárcel, se la llevó de vuelta a casa de su hermano en Nottingham. Sick Boy finge estar indignado. «Me acusaron de ser su chulo», le dice a Seeker bufando. «La histeria antidrogas lleva a cierta gente a imaginarse cosas muy, muy escabrosas».
«De todos modos, es lo mejor que hay para tener bajo control a una zorrita», le dice Seeker; el cabrón este es realmente inquietante. «Engancharla al jaco. Entonces te montas tu pequeño harén personal. No tienes más que tirar del sedal invisible», dice imitando el gesto de un pescador de caña, «y cuando terminas, las vuelves a echar al agua».
Sick Boy se hace el desdeñoso, pero es evidente que disfruta con las peroratas misóginas de Seeker. A Molly la sacan de quicio y Tom hace un intento caballeroso de distraerla dándole conversación. Pero ella no quiere saber nada del tema, y mira a Seeker y le dice: «¡No se puede caer más bajo que tú!».
«¿De verdad? Eso son palabras muy prepotentes para una puta», sonríe, luego la pincha: «Pero fijo que así era el rollo que os llevabais entre tu maromo y tú».
«¡No sabes nada de nosotros!».
Seeker la mira impasible. «Sé que tú eras la que se abría de piernas y se dejaba machacar el coñito por rabos de todos los tamaños y colores y que él era el primero en meterse cuando había Salisbury Crag».
«¡Brandon estaba enfermo! ¡¿Qué otra cosa podríamos haber hecho?!».
«Ese tío hizo un buen trabajo contigo», observa Seeker apreciativamente. «Todavía te tiene donde quiere».
Molly se lleva ambos puños al pecho, uno encima del otro, como intentando arrancarse una lanza clavada. Rompe a llorar, se da media vuelta y sale por la puerta rumbo a su habitación. «Estas cosas no nos ayudan en nada», le dice Tom a Seeker y hace ademán de salir tras ella antes de que Sick Boy, que ha visto su oportunidad, lo detenga. «No pasa nada», le dice a Tom para tranquilizarlo, «ya hablo yo con ella».
Los demás nos terminamos los cafés y volvemos al trabajo en grupo. Al cabo de unos minutos, Sick Boy y Molly vuelven con nosotros. Me ha decepcionado, estaba convencido de que ya se habría metido en sus bragas. Debatimos sobre cómo nos hacía sentir la heroína y sale a relucir el término «anestesia». «Si la heroína es un anestésico, ¿ante qué nos estamos anestesiando?».
¿Cuándo se convirtió el vosotros en nosotros, oh, Gran Motivador Blanco?
Así que el muy capullo nos divide en dos grupos, reparte rotuladores y hojas de papel grandes, y nos dice que hagamos brainstorming o asociación libre con nuestras respuestas. El Grupo Uno está formado por Spud, Audrey, Molly, Ted y Keezbo. En el Grupo Dos estamos los señoritos más conflictivos: yo, Seeker, Sick Boy, Swanney y Skreel.
Los grupos vuelven con sus propuestas, que se cuelgan con Blu Tack de la pared.
GRUPO UNO | GRUPO DOS |
SOSIEDAD | SERES HUMANOS |
PROBLEMAS Y TRIVULACIONES DE LA VIDA | MENTIROSOS |
LOS AGOBIOS DE LOS DEMÁS | AMBICIÓN |
EXTINCIÓN DE LOS ANIMALES (LA CODICIA DEL HOMBRE) |
DINERO |
NÚMEROS ROJOS | COCHES |
AGOBIOS DEL PARO Y DE SUBSIDIOS | ORDENADORES |
POLÍTICOS | TELÉFONOS |
ABURRIMIENTO | TELEVISIONES |
QUE PIERDA TU EQUIPO | DENTISTAS |
LOCUTORES INGLESES | TIEMPO |
MEDIOS PARTIDISTAS | ESPACIO |
NOVIAS/NOVIOS | MÚSICA |
AGOBIOS FAMILIARES | SEXO |
HISTORIA | |
JAMBOS | |
RUGBY | |
BARBAS | |
ZAPATOS SIN CORDONES | |
REHABILITACIÓN |
Tom observa detenidamente las listas mientras se acaricia la barbilla como si fuera un chochito, con expresión inquieta. «¿Algún voluntario del Grupo Uno dispuesto a explicarnos sus ideas acerca de estos temas…?».
Nombran portavoz a Spud, que se pone en pie y empieza a divagar sobre los animales. «Verlos sufrir me deprime a tope, tío. Es que me supera, no lo soporto. Sólo de pensar que hay animales extinguiéndose por la codicia del hombre…».
Se oyen unas cuantas risas, pero Tom anima a Spud a continuar. Todo lo que dice parece acabar en «agobio». «Así que supongo», dice a modo de resumen, «los agobios en general y tal».
Cuando le llega el turno a nuestro grupo, nadie está dispuesto a ponerse en pie y presentar la lista. Cese de comunicaciones total. Tom nos pregunta uno por uno, pero todos pasamos de él. Finalmente, Spud, en un intento de ayudar, señala la lista de nuestro grupo y dice: «Estoy de acuerdo con lo de los ordenadores, pueden ser un agobio total, como cuando los del paro te envían a uno de esos cursillos».
Entonces se desata un largo y farragoso debate sobre el paro y los programas de formación que parece que no vaya a acabar jamás.
El reloj de la pared necesita pilas nuevas; se ha parado a las cuatro y media. De repente, Tom, visiblemente cansado, da por terminada la reunión y salimos de allí arrastrando los pies para pasar a la siguiente casilla rutinaria de nuestro horario.
Tanto al canto.
Sick Boy se esfuma inmediatamente con Molly. Jamás debí dudar de ese cabrón. Vaya chorra que tiene.
«Le estreché entre mis brazos sí y le apreté contra mí para que sintiera mis pechos todo perfume sí y su corazón parecía desbocado y sí dije sí quiero Sí.»[182]
Al volver a mi habitación me pongo a oír el Kill City de Iggy Pop y James Williamson con los cascos en mi radiocasete de mierda. Estoy especialmente obsesionado con «Johanna», una canción que me hace pensar en Joanne Dunsmuir.
Casi me arranco el capullo masturbándome mientras pienso en ella.
Ensucio los retretes con un logo, con el único objetivo de dar pie a un debate sobre grafitis.
Día 25
Esta mañana sigue haciendo un tiempo plomizo, pero por lo menos la lluvia ha amainado. Como de costumbre, quitándome a mí, Seeker es el único que ya está levantado, y hacemos nuestra rutina de ejercicios en silencio.
El resto de la mañana escribo, escribo y escribo. Disfruto todo el rato con la forma en que la afilada y suave punta de este boli conduce mi mano por la página. He llegado a la conclusión de que todo lo que escribes, da igual lo mierdero o lo trivial que sea, significa algo. Redactar la entrada de ayer en el diario me hizo recordar que las navidades que nos regalaron la elástica de los Wolves fueron las inmediatamente anteriores a cuando los Hibs ganaron a los Hearts 7-0 en Tynecastle.
Habíamos bajado a la calle para hacernos aquella foto de equipo: sólo una, porque hacía un frío que pelaba. Después de Año Nuevo le tocó a Billy ir a los almacenes Boots, en Kirkgate, para que revelaran el carrete de fotos de las fiestas. Pero yo nunca llegué a ver esa foto de equipo de los Wolves. Recuerdo que Begbie me pidió que se la enseñara, y me pellizcó y retorció la piel de la muñeca cuando le dije que no había salido. Creyó que le estaba engañando.
El cabrón de Billy debió de destruirla como venganza por mis constantes tomaduras de pelo por la paliza que les habían metido en el derby.
Misterio resuelto. Puto gilipollas.
Pero el muy pasmarote se olvidó de los negativos, y mi madre se los pasó a Moira Yule. De manera que, más de una década después, veo la foto en el álbum de Keezbo.
Gloria a los Hibees. Un golazo de Steve Cowan a partir de un pase de Jukebox Dury en Fir Park.
En todas partes hay alguien que corta el bacalao y aquí adentro el mandamás es Seeker, y se nota que a Swanney no le hace demasiada gracia. Parece obvio que ambos rivalizan por el acceso a heroína procedente de la misma fuente y se tratan con mucha frialdad.
El sábado por la tarde, mientras los demás nos vamos a la sala de recreo para ver los resultados del fútbol, Sick Boy estuvo ausente; estaba cepillándose a Molly, y luego volvió para tirarse el pisto con Seeker sobre nuestra ruinosa experiencia en el ferry de Essex, aunque no llegó a mencionar a Marriott, y ni siquiera a Nicksy por su nombre. Eso sí, se notó que tanto Seeker como Swanney estaban interesados. Skreel empezó a hablar de Glasgow y de unos tíos de Possil a los que conoce. Ted, aunque es de Bathgate, pasó una temporada en Dundee y cree que allí arriba hay tema. Yo saqué a relucir a Don, el de Aberdeen, lo que al parecer impresionó a Seeker. «Menudo tío, ese».
«¿Cómo está?».
«Ni puta idea». Una pantalla de frialdad le cubrió el careto de repente.
A la hora de la cena, un hígado que huele a pis y a cebolla sella mi regreso definitivo al vegetarianismo. Para ser justo, hay unos cuantos carnívoros empedernidos que también arrugan la nariz al verlo y miran con envidia mi quiche, apenas más comestible y más seca que el chumino de una monja vieja.
Aunque a veces me abrume la agudeza de mis sentidos, sigo alegrándome de haber dejado la metadona: era como tener un condón gigante cubriéndote toda la piel. Los tembleques han amainado bastante, pero todavía sigo con altibajos anímicos. Hay momentos en que la vida no parece tener sentido y al siguiente estoy rebosante de optimismo y pensando en el futuro. Keezbo está de lo más aguafiestas en lo que a planes para el grupo se refiere, y eso que suele ser lo único de lo que le apetece hablar. Quería charlar con él sobre música y sobre mi canción «Cigarettes R’ Us», pero Keezbo me soltó: «Chitón, Mr. Mark, ¡están echando Only Fools and Horses!»[183] Así que volví a mi habitación a seguir leyendo el Ulises.
Al poco rato, Seeker llamó a mi puerta y se sentó en la sillita, llenando el cuarto con su corpachón. En cuanto yo dejé el libro lo cogió él. «¿Alguna vez has leído Los Ángeles del Infierno?».
«¿De Hunter S. Thompson? Sí, me encantó».
«Ese cabrón es un fantasma. Se lo inventó casi todo. Yo conozco a un par de tíos de Oakland».
«¿De verdad?».
«Sí», soltó Seeker, y a continuación declaró rotundamente que iba a dejar el bacalao: a partir de ahora sólo piensa dedicarse a trapichear. «Si no, es verdad lo que dicen: no haces más que colocarte con tu propia mercancía. De todas formas, es una droga de mierda. La primera vez es la mejor. Luego no haces más que ir detrás de ese primer cuelgue».
Es extraño lo absolutamente de acuerdo que estaba con todo lo que me decía, pero sin dejar de pensar que ahora mismo había muy pocas cosas que no estaría dispuesto a hacer a cambio de un poco de jaco. Hay algo moviéndose subrepticiamente debajo de mi piel, información bioquímica que me recorre el organismo. Es algo puramente físico, como eso que los boxeadores llaman «memoria muscular».
Seeker se quedó mirando fijamente la portada del Ulises con una intensidad que daba miedo, como si intentase absorber mentalmente el contenido del libro. Luego levantó la vista, se echó la melena hacia atrás y dijo: «Creo que esa mierda de Fools and Horses ya ha acabado».
Recuerdo que esta mañana me eché una enorme cagada de campeonato después de desayunar. Las cosas realmente empiezan a funcionar como deberían. Todavía estoy nervioso, pero como bastante guay al mismo tiempo. Decir que me siento eufórico sería exagerar, pero sin duda estoy expectante. ¡Me siento tan bien que me apetece salir y pillarme un pedo del carajo!
¡He ahí el problema!
Día 26
El aislamiento y la forma en que llueve sin parar ahí fuera me llevan a especular con la hipótesis de que el mundo entero se hubiera ahogado y nosotros fuésemos los únicos supervivientes. ¡El futuro de la humanidad está a salvo en nuestras manos! Los lúgubres y titubeantes acordes de la obra maestra de Bowie, «Low», se entremezclan con el repicar del tremendo aguacero que está cayendo ahí afuera.
Nos despedimos de Spud. Durante el desayuno le entregamos una cartita en la que le decíamos por qué lo íbamos a echar de menos. Fue otra operación diseñada por Tom, el Capo de la Rehabilitación, en el que cada uno teníamos que terminar la frase que aparecía en la tarjeta:
Voy a echar de menos a Danny porque…
Yo puse:
… es mi mejor amigo.
Spud la leyó y nos miró a todos, incapaz de decir palabra, pero fijándose sobre todo en Audrey y Molly. Molly estaba arrancando un cupón de alguna revista, y Audrey se estaba mordiendo el nudillo del pulgar derecho. Spud no paraba de mirar a una y luego a la otra. Mientras íbamos abrazándolo por turno, estrechó entre sus brazos primero a Audrey, que pareció asustarse, y luego a Molly, durante un rato larguísimo, y hasta hizo lo mismo con Flacucha Gafotas. Se le veía lloroso y confuso cuando lo llevaron hacia la salida, se volvió y miró a las chicas con una expresión enternecedora. Sick Boy estaba en un rincón con las mandíbulas apretadas, pero esa mirada ya me la conocía, ¡sabía que el cabrón había hecho alguna de las suyas!
Había llegado un taxi y la madre de Spud, Colleen, entró y se lo llevó. No pude evitar encogerme bajo su mirada reprobatoria cuando me despedí de él con la mano desde el umbral de la puerta. Mientras el taxi recorría el camino de gravilla, y Spud seguía mirando hacia atrás con cara triste y confusa, Sick Boy me llevó a su habitación. Se estaba tronchando de la risa, con la cara contraída, apenas capaz de articular palabra. «¿Has visto… has visto la cara que llevaba? En serio, ¿lo has visto…? Dios mío… ¿lo has visto… mirando a las tías con esos ojillos de cordero degollado? ¿Estrechándolas en ese abrazo desesperado?». Estalló en una sonora risotada. Poco a poco empecé a comprender lo que había pasado.
«Le puse en la tarjeta: “Voy a echar de menos a Danny porque… es el chico más majo que he conocido en mi vida, y creo que me he enamorado de él”. ¡Sabía que iba a creer que había sido una de las chicas! ¡Qué puntazo! En serio, ¿has visto el careto que ha puesto el pobre tontolculo?».
No pude evitar reírme con él. Pobre Spud. «Mira que eres hijo de puta…, el pobre capullo se estará volviendo loco…».
«Pero es afirmación positiva, de eso va el grupo», bramó Sick Boy.
«Sí, pero basada en la sinceridad».
«Sólo estaba engrasando un poquito los engranajes de la maquinaria social».
Así que nos fuimos a la sala de recreo riéndonos como críos atontolinados, y Tom comentó lo mucho que se alegraba de vernos de tan buen humor.
Durante la reunión de revisión del proceso estuvimos hablando de los diarios, y Tom nos animó a compartir su contenido con los demás. Por supuesto, ni dios, quitándome a mí, había escrito una puta mierda, o si lo habían hecho, no dijeron ni pío. Como yo. Empecé a darle vueltas a la idea, perversa pero plausible, de que todo dios tiene un Guerra y paz yonqui guardado en su habitación.
Otra desilusión para Tom (¡vaya un oficio más jodido el suyo!), y la reunión terminó tras los habituales encogimientos de hombros, mordeduras de uñas, chistes de mierda y tópicos virtuosos.
Sick Boy y yo habíamos tenido una pequeña ocurrencia, así que le pregunté a Tom si podíamos utilizar la máquina de escribir eléctrica de la oficina. «Estoy listo para empezar a escribir, pero tengo tan mala letra que necesito usar máquina».
«¡Por supuesto!», dijo, sin duda con los pezones duros como piedras ante la perspectiva de un jugoso banquete de confesiones íntimas. «Toda tuya. ¡Me encargaré de que no te molesten!».
Toda tuya.
Pobre Tom, el diario y la agenda jamás verán la luz, pero le había hecho creer al muy capullo que se avecinaba alguna clase de progreso decisivo. La verdad era que, animado por Sick Boy, había decidido devolvérsela a los Curran, mis antiguos vecinos de The Fort, por el numerito que montaron en el funeral de Davie, y más en general por calumniar al clan de los Renton. Saqué el papel del Departamento Municipal de Vivienda que me consiguió Norrie Moyes. Sick Boy, con su fiel diccionario Collins en el regazo, me ayudó a redactar la carta.
Departamento de Vivienda del Consejo Municipal
de Edimburgo
Waterloo Place, Edimburgo
Teléfono: 031 225 2468
Director: J. M. Gibson
Señor y señora Curran
D 104 Fort House
Leith
Edimburgo EH6 4HR
25 de marzo de 1985
Estimados señor y señora Curran:
PROGRAMA VECINAL DE ALQUILER CONJUNTO
Como es muy posible que sepan, la política del gobierno central, orientada a favorecer la venta de viviendas municipales, ha tenido como consecuencia una reducción en las existencias de viviendas del Consejo Municipal de Edimburgo, y principalmente en las de inmuebles de gama superior. Evidentemente, dicha coyuntura ha tenido repercusiones adversas en nuestra capacidad de cumplir nuestras obligaciones con los ciudadanos necesitados en materia de alojamiento.
En respuesta a estas circunstancias y en cumplimiento de nuestro compromiso con la igualdad de oportunidades y el fomento de la multiculturalidad en Edimburgo, el ayuntamiento ha diseñado un programa innovador, el Neighbourhood United Tenancy Scheme (NUTS)[184]. El objetivo de dicho programa es integrar a las familias sin techo en las listas actuales de provisión de vivienda (adjudicando puntos especiales a las familias pertenecientes a minorías étnicas), en función de las existencias de viviendas disponibles en toda la ciudad, así como de la urgencia y las necesidades de cada caso.
Se nos ha notificado que su hija ha contraído matrimonio recientemente y que ya no reside en su piso de alquiler de tres dormitorios, sito en la dirección consignada en el encabezamiento de la presente.
Tomen nota, por favor, de que a partir del lunes, 15 de abril de 1985, dicha habitación será adjudicada al señor y la señora Ranjeet Patel.
En principio, la cocina y el cuarto de estar seguirán siendo de su uso personal exclusivo, ya que en la habitación asignada a la nueva familia se instalará equipo de cocina y refrigeración. Tomen nota, sin embargo, de que esta disposición está sujeta a revisión. Se espera, por supuesto, que compartan ustedes las instalaciones del cuarto de baño con el señor y la señora Patel, sus hijos y sus parientes de la tercera edad.
A fin de facilitar una transición eficaz y sin contratiempos al programa NUTS, el ayuntamiento, en asociación con el Departamento de Educación de Lothian, ofrece clases elementales de lengua y cultura bengalí en un centro próximo a su domicilio, a las que, en cumplimiento de las condiciones de arrendamiento de su vivienda, se espera que asistan. Se organizarán bajo el título de Plan de Unificación Cultural para Nuevos Arrendatarios. En breve se les notificarán las fechas y el espacio en el que se impartirán dichas clases.
Disponen ustedes de tres días hábiles para recurrir este fallo. A tales efectos, pónganse en contacto con el señor Matthew Higgins en el número de teléfono consignado en el encabezamiento de la presente, extensión 2065, citando la referencia: D104 FORT/CURRAN/ CAPULLOS.
Agradeciéndoles de antemano su colaboración en esta materia y deseoso de trabajar con ustedes y otros arrendatarios de la zona para asegurar el éxito de este emocionante e innovador proyecto, les saluda atentamente,
J. M. Gibson
J. M. Gibson
Director del Departamento de Vivienda
El contacto, Higgins, era supervisor de otra sección. Norrie lo odia, así que también le hacíamos un favor a él. Habíamos terminado y nos estábamos partiendo de risa. Atraídos por nuestra vociferante frivolidad, de pronto aparecieron Flacucha Gafotas y Tom, quien preguntó: «¿Qué pasa aquí?».
«Nada, sólo estamos metiendo entradas en el diario, como dijiste».
«No me imaginaba que pudiera llegar a ser tan divertido…».
«No deja de tener su faceta entretenida», replicó Sick Boy, mirando a Amelia Flacucha Gafotas enarcando una ceja en plan Roger Moore.
«Muy bien, nos vendrá estupendamente un poco de alegría, dentro de un orden, para la reunión del grupo», dijo cortésmente Tom, mientras Flacucha Gafotas le lanzaba una mirada de admiración propia de una groupie dispuesta a chupársela en ese instante.
Día 27
Por desgracia, mis traviesos divertimentos con Sick Boy supusieron que ahora tuviera que ponerme las pilas y redactar algo para Tom. Así que anoche me quedé hasta tarde escribiendo y contemplando la luz de la luna, que se filtraba entre los árboles delgados e iluminaba el jardín amurallado. El viejo muro de piedra es señal de que, casi seguro, aquí había una casa muy antigua, que sería una casona de campo, y que la derribarían para erigir esta espantosa construcción utilitaria de mierda.
Ahora bien, armado con este bolígrafo y este cuaderno en blanco, sin hacer otra cosa que asomarme al exterior, nunca había estado tan centrado ni tan vivo. Casi era igual que cuando redactaba trabajos para la uni, pero esto es diferente. En lugar de ir reuniendo datos con los que formular, refutar y finalmente plantear una hipótesis, escribir de manera subjetiva y en estilo libre en mi diario me acerca más a alguna forma de veracidad. Cuando escribes, puedes recurrir a tu propia experiencia, pero desgajándola de ti mismo. Das con determinadas verdades. Otras te las inventas. Esos incidentes que te inventas clarifican y explican tanto, si no más, como los que realmente ocurrieron.
Luego me pongo otra vez a leer Ulises. Si logro superar esta mierda, será gracias a Jimmy J y a su Dublín; sienta de maravilla sumergirse en él. Algún día iré allí a conocer la ciudad de primera mano.
Cuando por fin logro conciliar el sueño, Sick Boy me despierta —parece que el muy cabrón no soba nunca— para decirme que lo han expulsado de las sesiones privadas con Flacucha Gafotas y que ahora tiene que volver a trabajar con Tom. Decir que no se ha quedado muy a gusto sería un eufemismo. Según ella, me estaba comportando de manera inapropiada. A ésa lo que le pasa, por supuesto, es que tiene miedo de que su fachada de doncella de hielo se venga abajo. Sólo ha sido porque se lo dije sin rodeos: «Tengo que ser sincero contigo, Amelia. Tenemos un problema. Me inspiras sentimientos intensos». Por supuesto, ella me suelta de inmediato: «Eso es inapropiado». Joder, parece una Dalek[185]. «I-NA-PRO-PIA-DO… I-NA-PRO-PIA-DO».
«Me cago en la puta, Williamson, estoy cream crackered[186]. Acababa de quedarme frito. ¿No podemos dejarlo para mañana?».
Para el caso que me hace, como si hablara yo solo.
«Así que le dije: “No puedes decirme que te exprese mis sentimientos y luego esconderte detrás de los roles cada vez que lo hago. No puede ser que sea yo el que levante barreras y que luego tú pongas fronteras cada vez que te conviene, porque eso apesta a hipocresía. Es fraudulento de raíz”. Vaya, se notó que eso le llegaba al alma que te cagas».
Pese a lo agotado que estaba, aquello empezaba a interesarme. «¿Qué te dijo ella?».
«Ah, pues las chorradas habituales: que si ella estaba aquí para facilitar mi rehabilitación y que si era yo el que manipulaba y hacía trampas; ya sabes cómo intentan distorsionar la realidad. Me dijo que me convenía averiguar por qué soy incapaz de relacionarme con una mujer si no es sexualmente».
Intenté poner cara de póquer: «¿Y tú qué le dijiste?».
«Le dije que quién estaba hablando de sexo. Que no pretendía seducirla cínicamente y que, con toda franqueza, me ofendía que hubiera llegado a semejante conclusión. Le di la razón en que sería completamente inapropiado mantener aquí dentro cualquier otra relación que no fuese la de paciente/profesional de la salud, porque eso pondría en peligro tanto mi recuperación como su puesto en esta institución, y que la respetaba demasiado para hacer algo así. Que sólo había sacado a colación esos sentimientos para tratar de dar cierta transparencia a lo que podía llegar a convertirse en una situación complicada. Así fue como conseguí que las aguas volvieran a su cauce».
«Magnífico. Eres un puto enfermo pero también un puto genio. ¿Y ella qué dijo? ¿Cómo reaccionó?».
Noté que le costaba contener la indignación y que había optado por limitarse a aceptar los elogios. «Se quedó aturullada, así que entré a saco. “Cuando todo esto haya terminado, me gustaría mucho que nos viéramos fuera de aquí”, le dije. “Puede que tengas pareja, o hasta una relación estable…”. Ella puso cara de póquer, pero a mí me pareció que en ese momento no tenía a nadie a mano. “… Es decir, en plan amigos, para tomar café y charlar de vez en cuando. Es lo único que te puedo pedir en este momento”. Conque ella me mira de esa forma inescrutable y me dice: “Eres muy joven, Simon…”. “Y tú también”, respondí yo. Ahí me dio la impresión de que se esforzaba por no sonrojarse como una nena, pero quiso ir de sofisticada y me dijo: “Creo que soy mucho mayor de lo que imaginas”. “Es curioso…, yo hubiera dicho que éramos más o menos de la misma edad”, le dije yo. “A juzgar por los títulos que tienes, sólo puedes ser uno o dos años mayor que yo…, pero todo eso es irrelevante”. “En efecto”, contraatacó de inmediato esa zorra glacial, “no cabe duda de que es así. Lo que sí es relevante es que todo esto ha puesto en peligro nuestra relación profesional. Por tanto, voy a ocuparme de que vuelvas a recibir terapia privada con Tom”. Joder, me entró un pánico acojonante mientras intentaba hacerla cambiar de actitud. “Es que no consigo relacionarme con él de la misma manera que contigo”. ¿Sabes lo que me contestó?».
«No. ¿Qué?».
«“Aquí de lo que se trata precisamente es de cómo te relacionas”. Y se negó en redondo a seguir hablando del tema».
Una vez más, Sick Boy se pasó casi toda la noche hablando, soltando apaciblemente un monólogo compuesto casi de principio a fin por chorradas que no tenían más objetivo que justificarse a sí mismo. Al cabo de un rato, yo ya no entendía una sola palabra de lo que decía, pero lo raro era que ya no quería que se marchara, porque su voz me resultaba curiosamente relajante y me ayudaba a conciliar el sueño. Pero el muy cabrón me chasqueó los dedos delante de las narices un par de veces, así que lo mandé a tomar por culo. Eso sí, en cuanto se largó, ya no pegué ojo.
Día 28
¿Cuánto rato tiene que seguir lloviendo, joder? Es como si no hubiera parado de diluviar desde que llegué. ¿Cuánto tiempo puedes pasar regalándote la vista con las raquíticas ramas de los árboles o viendo a los pájaros descender del cielo? ¿O contemplando oscuras formaciones rocosas y reprochándote a ti mismo la mala vida que llevas?
Estoy deprimido que te cagas. Me recuerdo a Neil Armstrong, cuando se movía con un pesado traje espacial, separado del resto del universo por una lámina de cristal empañado. En la luna sería más feliz que aquí. Armstrong, Aldrin y el otro pobre hijoputa al que no conoce ni dios, que hizo todo el recorrido hasta allá sin que le dejaran abandonar la nave nodriza…, al final uno se pregunta para qué se molestaron en volver.
Día 30
Desayuno: gachas, tostadas, té.
Meditación: una paja precaria, mal hecha y decepcionante en mi habitación.
Grupo de revisión del proceso: Molly trata a Audrey de forma pasivo-agresiva, la incordia adrede con sus intentos de obligarla a abrirse. «Me da pena que te quedes ahí sin decir nada, Audrey, porque creo que tienes muchísimo que aportar al grupo, pero ahora mismo no lo estás haciendo. Además, me siento aislada, porque la única chica del grupo que habla soy yo».
Auds se queda en su sitio mordisqueándose los pellejos de las uñas. Sin comentarios.
Tom asiente lentamente y luego se dirige a Audrey: «Audrey, ¿a ti cómo te sienta oír eso?».
Audrey lo mira e, inalterable, dice: «Hablaré cuando a mí me apetezca, no cuando les apetezca a los demás». Y acto seguido le echa a Molly una mirada acerada. Molly se queda tan atónita como los demás, se echa visiblemente hacia atrás y se encoge en el asiento. ¡Qué guay ha sido!
¡VIVA AUDREY!
Sesión del grupo de drogodependencia: Después del vapuleo psicológico que le dio Auds, Molly Bloom vuelve a la carga y la emprende contra el patriarcado. Tiene en el punto de mira a sus viejos adversarios, Seeker y Swanney. «¿Cómo pueden estar en este grupo y seguir siendo traficantes? Si se ganan la vida manteniendo la adicción de otra gente, lo siento mucho» y mira a Tom antes de añadir: «¿drogodependencia? No lo veo claro. Es que no lo entiendo».
Seeker y Swanney se repantingan impasiblemente y disfrutan con su ira. Pero a mí me ofenden un pelín las constantes críticas de Molly a nuestros compadres que se dedican al suministro y la oferta. ¿Qué sería de nosotros sin ellos? ¡Sólo de pensarlo… da miedo! Jaco, jaco, jaco, cómo nos gustaba; aquella manteca pura y blanca que con tanto entusiasmo le pillábamos a Johnny. Él la llamaba China White, pero el bacalao aquel jamás había estado en Oriente y era un secreto a voces que procedía de un lugar mucho más próximo. Para mí, fue amor a primer chute, matrimonio al primer chino. Es cierto: adoro el jaco. La vida tendría que ser como es cuando uno va puesto. «Quizá lo fundamental es que todos, cada uno a su manera, mantenemos la adicción», me aventuro a decir, y me asusto en cuanto me doy cuenta de que lo que acabo de decir es muy propio de Tom.
Y el susodicho especula: «¿Acaso no radica ahí la naturaleza de esta enfermedad?».
«No es una enfermedad».
«Vale, trastorno, si así estáis más cómodos», dice simulando unas comillas imaginarias con los dedos. Y pasea la vista en torno al mar de hombros que se encogen y de caras que dicen: «llámalo como te dé la puta gana». «No funcionamos según un modelo estrictamente médico de drogodependencia», reconoce Tom; no puedo evitar contonearme triunfalmente en la silla mientras en el estadio se levanta un coro de «Ooohs» ante este paso en falso.
Aunque es un gran profesional, Brian, creo que a Curzon le disgustará más que a nadie este error obligatorio.
Terapia individual: estaba hecho una mierda y no dije nada «relevante». Luego Tom me preguntó por mis relaciones. Me incomodaba mucho hablar de mi familia, de Fiona o de Hazel, así que me pasé la mayor parte del tiempo mareando la perdiz a costa de hablar de Charlene; le dije que era «el amor de mi vida». Le conté que era ladrona profesional, que robaba en tiendas, pero no pareció inquietarse apenas.
«¿Qué fue lo que te llevó a enamorarte de ella?».
«Su pelo. Era increíble, un auténtico fenómeno de la naturaleza. Además tenía un culo guay».
«¿Qué facetas de su personalidad te atraían?».
«Me gustaba su profesionalidad; la facilidad con que identificaba a los seguratas de paisano. Solían ser hombres de entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años y su lenguaje corporal se parecía al de los chorizos aficionados. Hacían como que miraban los productos, pero no paraban de echar ojeadas a los clientes; los juzgaban por la ropa que llevaban y luego se fijaban en la cara y en las manos. El simple hecho de ir bien vestido te eliminaba del radar de un ochenta por ciento de ellos, más o menos. Vigilaban a los que llevaban chándal de acetato o las marcas barriobajeras. Un logo de Adidas en una prenda siempre disparaba las alertas. Para dar una imagen sana y deportiva, Charlene solía llevar una raqueta de bádminton asomando por la boca del bolso de mangar. Se maquillaba estupendamente cuando salía a robar, y eso la hacía subir como la espuma en la escala social: de habitante de las barriadas de pisos subvencionados del estuario del Támesis a Joven Conservadora. Eso sí, mi indumentaria no le impresionaba, precisamente. “Pareces un yonqui manguta, Mark”», me decía.
A Tom se le aflojaron lentamente los músculos de la cara y se le quedaron fláccidos.
Entrada en el diario: percepción de mi trastorno
Reconozco que de alguna forma y por algún motivo oscuro y profundo, esto que me hago con la heroína me lo hago yo solo. No voy a seguir el rollo a esa mierda impotente y de fracasados de que si esto es una enfermedad.
Y UNA MIERDA ES UNA ENFERMEDAD.
Esto me lo he hecho yo solito. Podría estar a punto de licenciarme en la universidad, o quizá de contraer matrimonio con una chica guapa. Cierto, podría hablar sin parar de la adicción como dolencia y dejarme absorber por el modelo médico, pero ahora que me he desintoxicado, oficialmente he dejado de ser un adicto a la heroína. Y sin embargo, la anhelo más que nunca; todo el rollo social de pillar, prepararla, chutarse y pasar tiempo con otros espectros jodidos y hechos polvo, de arrastrarme por ahí de noche como un vampiro, de ir a pisos cochambrosos de barrios de la ciudad venidos a menos para hablar de chorradas con otros fracasados perturbados e inestables. ¿Cómo podría alguien en sus cabales preferir esa clase de actividades a estar con —a hacer el amor con— una dulce muchacha, ir al cine o a un concierto, o tomarse unas cervezas e ir al fútbol FURBO FURBO PUTO FURBO con los colegas? Pero lo que es yo, yo sí lo preferiría. Tengo una dependencia psicológica mayor que nunca. La heroína me está destrozando la vida, pero la necesito.
No estoy preparado para dejarla.
Ahora, si le dijera eso con toda sinceridad a Tom y a Amelia, se acabó lo que se daba.
Día 31
Swanney se marcha; su estancia aquí ya ha tocado a su fin. Es un alivio para la mayoría, porque ha sido un poco cabrón con ellos. Creo que para él es un mecanismo de defensa. Algo que le asusta, algo enterrado muy profundamente en su interior, pero que se percibe. Conmigo suele portarse bien, como cuando nos conocimos jugando al fútbol. Cuando pasa por mi habitación para despedirse, me cuenta que quiere reunir un poco de guita y largarse a Tailandia. Empieza a babear acerca de las chicas orientales y a decir cosas como que si tienen la raja del coño de este a oeste, y no de norte a sur, y me doy cuenta de que desconecto. Cuesta escuchar las fantasías libidinosas de los demás cuando las tuyas son tan crudas y gráficas.
Joder, ahora mismo mataría por echar un polvo.
Entrada en el diario: sobre el allanamiento de morada
Tengo que ser sincero y reconocerlo: ¡me encanta allanar casas ajenas! Y mi principal motivación no es siquiera la ganancia material o la política de la guerra de clases (aunque nunca he dado el palo, ni tenido intención de darlo, más que en casas grandes y pijas). No, ante todo tiene que ver con la curiosidad por ver cómo viven los demás. Por lo general, trataba con respeto las casas en que allanaba y animaba a mis cómplices a hacer lo mismo. En una de ellas, a juzgar por las fotografías de las paredes y la nevera, la familia que se encontraba de vacaciones parecía de lo más maja, así que les dejé una nota disculpándome por cualquier posible molestia o trauma que pudiera haberles ocasionado. Insistí en que no se trataba de algo personal, sino que necesitábamos el dinero, les conté cómo habíamos entrado y hasta les di algunos consejos elementales sobre la seguridad en el hogar.
Mi comportamiento en la última casa que allané, el queo del Queen’s Council, donde escribí lo de Cha en la pared (fundamentalmente para aplacar a Begbie, que me pareció que se estaba poniendo peligroso), fue bastante impropio de mí.
Sabía que no era el caso, pero siempre me he considerado más huésped que ladrón.
Día 32
Echo de menos a Spud y a Swanney (seguramente soy el único en lo que a este último se refiere). Keezbo está muy deprimido. Repite las mismas chorradas una y otra vez. Siempre da la impresión de que quiere decirme algo profundo, así que me siento a su lado, todo oídos, pero luego siempre acabamos volviendo a la vieja historia de cuando Moira y Jimmy lo encerraron en el balcón en The Fort. Lo adoro, pero empieza a hincharme las pelotas y lo evito siempre que puedo.
Ahora me entiendo mejor con Tom y Flacucha Gafotas; seguro que a ellos también les gustaría. Pero que se jodan, para algo les pagan por hacerlo, leches.
Entrada en el diario: acerca de mi madre y de la suya
Mi madre me iba a llevar al dentista. Yo tendría unos diez años. Hacía un día muy caluroso, así que paramos en Princes Street Gardens a tomarnos un té y un zumo. Un grupo de turistas nos preguntó unas direcciones en inglés chapurreado y ella empezó a hablar en un francés impecable y sostuvo una conversación larga con ellos.
Cuando se fueron, vi que se sentía culpable, como avergonzada de haber hecho aquello delante de mí. Yo no paré de preguntarle cómo era que sabía tanto francés y no quise dejar el tema. Finalmente me confesó que le habían concedido una beca para la escuela de señoritas James Gillespie, pero que la hijaputa de su madre, la abuelita Fitzpatrick, no la dejó ir. Dijo que estaba «demasiado lejos» de Penicuik, a «dos autobuses» de distancia. Lo peor de todo es que me acuerdo que mamá me dijo: «Supongo que fue para bien».
Incluso entonces yo ya pensaba: y una polla fue para bien.
Día 33
Después del desayuno llegan a la unidad un par de novatos. Un tipo pequeñajo, reducidos los andares a un lento arrastrar de pies y una marcada tendencia a babear, y una chavala increíblemente gorda, más que Keezbo incluso. Ni de puta coña podía ser picota esa tía. Pero la política de la situación tiene muy poco interés para mí, porque no veo el momento de darme el piro, y estoy decidido a aguantar lo que me echen.
Y sin embargo, por raro que se me haga, esta pareja que parece tan solitaria y asustada me ofende. Es lamentable tener este sentimiento, pero para mí estos capullos son unos extraños que se han inmiscuido en nuestra pequeña movida.
Día 34
Siempre hay algún cabrón que ha molestado a alguien el día anterior, así que el desayuno suele ser el enervante momento de las disculpas. Esta mañana las gachas están buenas; han salido espesas en lugar de ralas o grumosas.
A Seeker, que, como macho alfa, evidentemente cree que tiene derecho de pernada sobre cualquier chavala con ganas, le irrita que Sick Boy se tire regularmente a Molly. Por desgracia para él, en las sociedades humanas la cuestión de la dominación siempre es un poquitín más compleja que en el reino animal. Los tíos más duros no son forzosamente los que más éxito tienen con las chicas; es más: muy rara vez se da el caso. En la cola de los folladores a veces van por detrás del tipo apuesto o del capullo parlanchín y arrogante, e incluso del deportista, del gracioso o del intelectual. No es de extrañar que se pongan tan tensos a menudo.
Seeker y yo seguimos haciendo pesas. Este rito es lo que me permite tirar palante, mucho más que las sesiones de grupo o las individuales con Tom, y sobrellevar esta depresión asquerosa que me debilita tanto. El otro día, cuando quise decirle que no estaba en condiciones, el cabrón hizo oídos sordos. «Venga. Vas a hacerlo». Gracias a Begbie, conozco a los psicópatas lo suficiente para darme cuenta de cuándo llevan puesta la careta no negociadora, así que me levanté y, aunque me costó lo mío, me hice mis series. Y la verdad es que, al obligarme a hacerlo y notar la quemazón en los músculos y la circulación de la sangre, empecé a animarme bastante.
¡Así que me ha salvado el mayor traficante de la ciudad!
Me mira desde arriba en plan gallinita clueca, por los cristales fríos y oscuros de sus gafas, preparado para coger las pesas en cuanto llegue al punto en el que no pueda más. Irónicamente, gracias a esta actividad, me están saliendo venas más gruesas en los brazos; se van abriendo paso hasta la superficie de la piel. Me pregunto si la verdadera motivación de todo esto no será precisamente ésa.
La semana pasada encontré una comba en un cajón y me puse a saltar: tres minutos y uno de descanso, como los boxeadores; he ido subiendo poco a poco hasta llegar a seis asaltos después de hacer pesas; además, sigo con las flexiones de brazos y los burpis. Así que decido devolver el favor a Seeker y, pese a su cinismo inicial, le he liado con la comba. Queda raro verle saltar en el patio trasero, desnudo de cintura para arriba, con el pelo recogido en una coleta y las gafas de espejo puestas.
He empezado a anotar más cosas en el diario, intento reflexionar sobre cómo me metí en este fregao. Lo único que me salió fue lo de la vez que fui con el viejo a Orgreave.
Día 35
¡Estoy de putísima madre otra vez! La comba mola mazo. No he parado de rajar en la sesión privada con Tom. Aunque seguramente mañana lo veré de otra forma, ahora mismo me parece un tío majísimo. Ha leído Suave es la noche y es cojonudo que aquí haya alguien con quien poder hablar de libros, películas y política. Tuvimos un largo debate sobre Scorsese y De Niro; él insistía en que la mejor colaboración entre ambos fue Taxi Driver, y yo sostenía que había sido Toro Salvaje. «Taxi Driver fue la película de Schrader», insisto yo, «él fue el genio en la sombra».
Después de cenar, mientras todos los demás se van de cabeza a ver la tele, yo me voy al jardín. La noche oscurece las ramas de los árboles y los gorriones revolotean y se posan en el suelo para alimentarse de nuestras migajas. Apenas oigo las voces divagantes y contenciosas de los yonquis por encima de la voz estentórea del presentador de las noticias.
Entrada en el diario: cuando apuñalé a Eric Wilson, alias Eck, en el colegio
Fue en segundo curso, en clase de Dibujo Técnico; el profesor había salido a hacer no sé qué. Me pegaron dos capones en la cabeza, por detrás, acompañados por las consabidas risotadas de burro. No era la primera vez que pasaba y supe en el acto quién había sido. Me volví y saqué instintivamente la navaja automática.
¡ZAS! Untada en la mano para Eck Wilson. ¡Horror! Tendríais que haberle visto el careto. ¡ZAS! En el pecho. ¡ZAS! En la tripa. Ésa fue la puñalada más canalla y despiadada; con ésa sí que quise hacerle daño de verdad; el tío se quedó paralizado de miedo.
No fueron heridas graves, pero le sangraban bastante y Eck sufrió un shock. Igual que yo. Entre los testigos estaba el ladrón de coches de The Fort Gary McVie (RIP), que se quedó con la navaja. «Dame eso, Mark», me dijo, y se la guardó en el bolsillo. Mandó sentarse a todo el mundo a gritos, y que cerraran la puta boca, y eso hicieron, menos un par de pelotas ñoños que todavía seguían cacareando cuando volvió el profesor, el señor Bruce. Me preocupaba que Bruce viera la sangre y que llamara a la policía y me metieran en el trullo. Pero, cuando sonó la campana, Eck salió por su propio pie, ligeramente encorvado. Nunca se chivó, pero me lanzó amenazas furibundas de que me mataría en la calle y luego se fue a algún sitio a que le curaran las heridas.
Un par de días después le vi en Geografía. Yo no iba armado, me entró un miedo tan espantoso que se me hizo un nudo en las entrañas. Visualicé una pelea a golpes y estaba seguro de que Eck me iba a reventar a leches. Pero no lo hizo: se sentó a mi lado y empezó a hacerme la pelota, me invitó a caramelos —de limón, si mal no recuerdo— y me decía: «siempre hemos sido amigos…», lo cual, por supuesto, era una estupidez mayúscula.
Me quedé en silencio, disfrutando de la sensación de poder que me producía su mirada desesperada de miedo y saboreando el caramelo, alojado en el paladar, que iba disolviéndose lentamente en una ráfaga efervescente.
Día 36
Sick Boy se marcha; está recogiendo sus pertenencias, entre ellas el infausto y sobadísimo diccionario Collins. Lo que en manos de la mayoría de la gente sería una herramienta para instruirse, en las suyas resulta más letal que un revólver cargado. Su hermana Carlotta viene a recogerlo en un Datsun. Qué sexy es…, ¡esta noche me la voy a pelar cuarenta veces pensando en ella! ¡Vaya que sí, joder! A él no le hizo maldita la gracia verme flirtear a saco con ella. En un momento determinado, me encontré sobándole los brazos desnudos de arriba abajo al tiempo que me impregnaba las fosas nasales del aroma que desprendía su lustroso pelo negro: sólo pretendía recabar todos los datos sensoriales posibles, para luego. Ella se reía y Sick Boy salió del clinch en el que estaba trabado con una desconsolada Molly y medio en broma, medio de mala leche, me arreó una patada en la espinilla.
«Cuídame a este hombre», le digo a Carlotta, al tiempo que doy a Sick Boy un abrazo de amigotes y disfruto de lo incómodo que le resulta y de sus inútiles intentos de escabullirse de mis brazos, ahora más fuertes que los suyos.
Al principio sólo me hice amigo de este cabrón para poder ir a buscarle a casa y comerme con los ojos a sus hermanas, y a su madre también, antes de que engordara. En aquella casa sólo se podía entrar cuando el gilipollas borde del padre estaba fuera. Si salía a abrir la puerta él, iba y me decía: «Conque tú eres el chaval de The Fort, ¿no?». en un tono de lo más esnob, ¡como si los Banana Flats fueran el puto Barnton o algo así! Me dejaba esperando en la calle hasta que Sick Boy terminaba de arreglarse, y los piraos de los vecinos, que sabían que venía del otro lado de Junction Street, siempre acababan buscándome las cosquillas.
«Pórtate bien», me dice Sick Boy clavándome la mirada, «y nos vemos dentro de unas semanas».
«Salgo la semana que viene», le recuerdo.
«Me voy una temporada a Italia, pero esta vez lo digo en serio. Me hará bien salir de esta bárbara ciénaga picta», dice, al tiempo que echa una mirada desdeñosa al cielo nublado y gris que se ve por encima de los árboles; luego se vuelve a Molly, que está hecha polvo.
«¡Llámame en cuanto vuelvas!», le dice ella, rodeándolo con sus delgados brazos.
Por encima del hombro de Molly veo el rostro de Sick Boy. Me echa un guiño y abre los ojos como platos antes de cuchichearle al oído: «Tú intenta impedírmelo, nena. Tú intenta impedírmelo». Acto seguido, se separa de ella bruscamente y se va al coche.
Los vemos marchar. Molly vuelve dentro corriendo. Tom me apoya suavemente la mano en el hombro. «Has perdido a Danny, a Johnny y, ahora, a Simon. Pero alegra esa cara: el siguiente serás tú».
Ya en la sala de juegos, a Molly se la ve desolada, pero la está consolando Keezbo, lo que me evita tener que toparme con ese tocino Jambo.
Vuelvo a mi habitación y me pongo a leer.
Me interrumpe Flacucha Gafotas, que ha venido a decirme que tengo sesión con Molly. Me pregunto de qué cojones me habla, y entonces ella se da cuenta y dice: «Perdona, me refería a la otra Molly».
La otra Molly es una inglesa tiesa, con cara de caballo, cuyo nombre completo es Molly Greaves, y es psicóloga clínica interina. Nada más lejos de nuestra queridísima Molly, aunque se lo propusiera. La primera vez que la vi fue en la clínica, donde respondí a su insistente e inquisitivo interrogatorio en un estado de dócil aturdimiento. Ahora estoy mucho más irritable y recalcitrante y ofrezco mucha más resistencia al tono invasivo de su voz, por lo que la cosa no va tan bien.
Por las noches me siento en el porche de la parte de atrás a rasguear la guitarra bajo la capa del cielo, un cielo negro como la tinta, pero se me ha roto una cuerda y, como no tenemos repuesto, se acabó la fiesta.
Día 38
Tom empieza a tocarme las narices. Se supone que me dan el alta la semana que viene, pero además de colocarme una cita para otra sesión infructuosa con la psicóloga clínica, ha decidido dejar de lado sus tácticas de buen rollo. Hoy me ha mirado a los ojos y me ha dicho, de manera distante y fría: «No te engañes, Mark».
«¿Qué?». Me pilló a contrapié, y pensé, una vez más, en La Gran Mentira. Y en si pretendía regañarme por ello.
«Ayúdame».
«¿Qué quieres decir?».
«Tú eres un tío inteligente, pero no tanto como te crees. Porque, aunque eres muy leído y tienes estudios, eres incapaz de resolver el enigma de por qué te haces esto a ti mismo».
«¿Tú crees?», pregunté yo en tono desafiante, consciente en todo momento de que el cabrón había puesto el dedo en la llaga.
«No sabes por qué eres yonqui y eso te repatea que no veas. Es algo que ofende tu vanidad intelectual y tu sentido de la identidad».
Aquello me sentó como un puñetazo en la boca del estómago. Porque era verdad. Estaba perplejo, pero no sólo eso; me sobresalté un poco, tanto por el giro de ciento ochenta grados que acababa de dar hacia un enfoque más agresivo como por lo que había dicho.
CABRÓN.
Apenas podía oír mis propias palabras porque me hervía la sangre, y empecé a despotricar. Lo que dije fue poco más o menos algo así: «No consigo ver el valor del mundo en el que vivimos. No me vale este sitio de mierda que hemos creado y que somos incapaces de mejorar. Eso es lo que me ofende. ¡He decidido no luchar, o salirme del sistema, si te gusta más esa expresión hippie de mierda!».
Y eso hace que parezca más elocuente de lo que fue en realidad.
«No es normal que una persona joven hable así», respondió Tom. «Lo que pasa es que estás deprimido. ¿Qué es lo que te deprime, Mark?».
No se me ocurría nada que decir. «El mundo».
«A ti lo que te deprime no es el mundo», dijo Tom en tono categórico. «Sí, el mundo está fatal, pero las personas como tú tendrían que intentar mejorarlo. Además, eres lo bastante inteligente para arreglártelas y prosperar en cualquier tipo de sociedad. ¿De qué se trata?».
«El jaco da buen puntazo», le dije. Lo que fuese, con tal de pinchar el globo y no tener que enfrentarme a la Gran Mentira. «Siempre me ha gustado un buen colocón».
«Así que estás en una edad en la que descubres que el mundo está hecho un asco y que no tiene fácil arreglo. Pues apáñatelas. Crece de una puta vez». En sus ojos vislumbré una dureza que no había visto hasta ahora. «Tira palante, tío. ¿Qué me dices?».
«Pues esto». Me remangué y le enseñé las cicatrices de los pinchazos.
La Gran Mentira.
Todos participábamos en un puto juego: el juego de la rehabilitación. Nosotros teníamos que confabularnos con los empleados de la casa y sacar adelante el mito de que queríamos dejar de consumir heroína. Pero a muy pocos de nosotros, si es que había alguno, les importaba un carajo. Lo que queríamos era desengancharnos para poder volver a meternos, pero en dosis más moderadas. Pero ni de coña queríamos dejarlo. Queríamos hacer borrón y cuenta nueva para poder picarnos sin que la cosa se nos fuera de las manos. En aquel juego, el éxito radicaba en nuestra capacidad para engatusar al personal de la casa, y en la suya para dejarse engañar y tragarse el mito de que realmente queríamos abrazar la gilipollez aquella de una vida sin drogas.
¿PARA QUÉ?
Sólo Seeker quería otra cosa: encontrar un sitio en Tenerife donde el espantoso frío invernal no afectara al metal que llevaba en el cuerpo.
Escribí más acerca de aquel viaje a Yorkshire que hice con mi padre. Me refugio en la escritura; sin ella, no podría soportar la vida aquí. Por motivos experimentales, intenté darle una estructura narrativa y escribir en función del modo en que los acontecimientos me habían ido afectando.
Entrada en el diario: a propósito de Orgreave
Ni siquiera la rigidez de tabla de este viejo e inflexible sofá puede impedir que mi cuerpo se escabulla hacia la salvación. Me recuerda las residencias universitarias de Aberdeen; tendido en la oscuridad, y regodeándome en la gloriosa ausencia de ese miedo que se acumulaba en mi pecho como las espesas flemas en el suyo. Porque ahora, oiga lo que oiga ahí fuera, el chirrido de los neumáticos de los coches en las estrechas calles de bloques de viviendas de protección oficial (que a veces barren con sus faros el aire rancio de esta habitación), borrachos desafiando al mundo o cantándole serenatas, o los desgarradores maullidos de gatos entregados a sus angustiantes placeres, ese ruido sé que no lo voy a oír.
Ni una tos.
Ni un grito.
Día 39
Dramón al canto, pues a última hora de la noche de ayer se descubrió que Skreel se había ausentado sin permiso. Volvió a primera hora de esta mañana, completamente colgado, arrastrando los pies, con una sonrisa boba en la cara y un poco de sangre goteando de la narizota, que traía reventada. Respondió a todos los interrogatorios con bruscos encogimientos de hombros. Por lo visto, logró pillar jaco en Kirkcaldy. Tal como lo veo yo, el cabrón se merece una medalla por haber emprendido semejante iniciativa. Sólo está por aquí media hora, cabe suponer que a modo de ejemplo negativo para todo el mundo, antes de que aparezca la poli y se lo lleve a la cárcel.
Celebramos una reunión de urgencia del grupo de revisión del proceso para debatir, como era de suponer, «nuestros sentimientos» respecto al incidente. Los ánimos están muy exaltados y Ted, que se había hecho muy amigo de Skreel, discute a grito pelao con Len, Tom y Amelia, y se larga de allí como una exhalación llamándolos «chivatos hijos de puta». Molly, en plan loro y en tono estridente, nos suelta que Skreel «ha decepcionado a todo el mundo». Vaya, a mí sí que me ha decepcionado, porque no me contó que se iba a dar el piro y que tenía un contacto por allí. Yo habría saltado el puto muro ese con él sin pensármelo dos veces. Como soy perverso por naturaleza, no digo una puta mierda, y como también soy filosófico, digo: «Ya no está aquí. No veo qué sentido tiene andar haciendo pesquisas y reproches. Sigamos con lo nuestro».
La chavala gorda —Gina se llama— que acaba de desintoxicarse pero sigue con unos tembleques que te cagas, no para de gimotear: «No puedo con todo esto…», a la vez que se balancea, sentada sobre las manos y con los rollizos brazos pegados a los lados. El tipo pequeñajo que está con ella se llama Lachlan, o Lachy, según nos dice tímidamente. Para mí a partir de ahora será Lacayo del Estado, porque depende de una agencia estatal.
Ahora Molly y Flacucha Gafotas Amelia son muy amigas; la señorita Bloom es ahora poco menos que un clon, después de robar desvergonzadamente las poses y gestos a su hermana más pija. Esa misma noche, en la sala de juegos, empieza a parlotear sobre «relaciones destructivas que fomentan conductas negativas», y nos asegura que ella «jamás volvería a tener nada que ver con tíos como Brandon o incluso Simon… que sólo intentan engañarte con palabras».
¡Ay, qué pronto se olvidan! Lo cierto es que al oírlo no pude dejar de reírme perversamente por dentro, pues sabía muy bien que si Sick Boy hubiera entrado por esa puerta en ese momento, ella habría acabado con las bragas en la mano en cuestión de segundos.
«Cuánto me alegra que hayas aprendido la lección», dice Seeker, y luego me dedica una lúgubre sonrisa de complicidad, mientras Keezbo se mordisquea los pellejos resecos de las uñas, que le sangran profusamente.
«¡Pues sí que lo he hecho!», exclama ella en tono agresivo, echándonos una mirada desdeñosa, y se larga echando humo por las orejas.
Día 40
Hoy, en el mercado de traspasos yonqui: SALE: Seeker; ENTRAN: el viejo y apestoso hippie de Leith Dennis Ross y un mal bicho con cara de roedor, que es de Sighthill y responde al nombre de Alan Venters.
Desde luego que echaré mucho de menos a Seeker (vuelvo a ser un club de un solo miembro), sobre todo porque sé que me costará más motivarme para hacer ejercicio todas las mañanas y todas las tardes.
Día 41
Hace una mañana agradable y me levanto prontito para hacer pesas y saltar a la comba. Con gran sorpresa por mi parte, llaman a la puerta del patio y aparece Audrey. Me la imagino como la niña de Bowie con ojos grises, di algo, di algo…, mientras se une a mí con su silencio habitual para hacer unas pesas y saltar otro poco. Luego nos sentamos en el jardín y charlamos. Audrey no lo dice, pero es evidente que Seeker no le caía muy bien. Supongo que es comprensible. Al cabo de un rato vamos a desayunar mientras los demás se levantan entre gemidos y bostezos.
El menú de hoy: huevos revueltos y unas salchichas vegetarianas sorprendentemente buenas, acompañadas de montones de salsa HP. Único inconveniente: el sujeto ese, Venters, ahí sentado a su bola, pero dando mal rollo. Está claro que tanto a Audrey como a Molly les da repelús. Ese cabrón sólo va a traer problemas. Ahora, a mí me resbala.
Después de haberme metido a Joyce entre pecho y espalda, por fin paso a leer a Carl Rogers. Es más interesante de lo que esperaba: quiero terminarlo antes de marcharme, para dar una alegría a Tom.
Día 42
Caen chuzos de punta cada media hora, hasta que la lluvia se repliega de nuevo tras un cielo plateado, lleno de nubes deshilachadas.
Audrey ha sustituido a Seeker como compañero de ejercicios. Después de cada sesión nos sentamos y hablamos de música y de la vida. Me cuenta que estuvo trabajando de enfermera, con enfermos terminales, pero que cayó en una depresión grave y empezó a arramblar con la morfina que guardaban en el gabinete de las drogas, bajo control.
En definitiva, Audrey se ha hecho amiga mía, lo que la elimina ipso facto de mi gramola de J. Arthureo[187]. Es imposible hacerse pajas pensando en los colegas, ni siquiera en los que tienen tetas y coño: a mí sencillamente no me sale.
Molly y Ted se largan. Su estancia aquí ya ha terminado. Ted se acerca y me suelta: «Al principio no me caías bien, porque me parecías malicioso y arrogante y notaba que siempre te escabullías para ir a tu bola y no mezclarte con los demás. Pero luego me di cuenta de que sólo querías tener un poco de tranquilidad y pasar la cosa esta a tu manera». Le doy un abrazo sorprendentemente sentido. Alucino todavía más cuando Molly me abraza, me da un beso en la mejilla y me dice: «Voy a echar de menos las discusiones contigo, zumbao». Yo también la beso y le deseo lo mejor. De toda la peña de la cuadrilla original, Ted y Molly son los que menos me molaban, pero los echaré de menos, pues el último fichaje no me ha impresionado en absoluto. Menos mal que el jueves me piro, coño. Joder, qué ganas tengo.
Me quedo levantado hasta tarde, alternando la lectura de Rogers con la escritura sobre Orgreave.
Día 43
Keezbo se gradúa con matrícula de nuestro centro de consumidores de drogas/drogodependientes, pero no parece muy emocionado. «Alegra esa cara, coleguita», le digo, «la sección rítmica de The Fort volverá a estar en activo muy pronto. Los esquiadores más duros».
«Los esquiadores más duros», contesta con tristeza[188].
¿Qué le pasa a ese tocino Jambo? ¡Hay que ver el puto careto que lleva! ¡Me parte el corazón! Antes de marcharse me abraza, y es como ser agredido por un oso gordo, afeitado y sudoroso. «Te echaré de menos», me dice, ¡como si nunca más fuéramos a vernos! Acto seguido, el gordo cabrón me pasa un sobre. Lo abro después de que se haya ido; contiene una foto de equipo de toda la banda, con la elástica de los Wolves.
Día 44
Brian Clough estuvo en el Leeds United cuarenta y cuatro días. Yo habría preferido estar en sus botas que en las mías. Es poco tiempo para darle la vuelta a un club. Es poco tiempo para darle la vuelta a una vida.
Me acuerdo de aquel magnífico tema de John Cooper Clarke, «Beasley Street», y de la letra: «Hot beneath the collar, an inspector calls…»[189] Pues que me jodan si hoy no vinieron a vernos tres: uno del Servicio Nacional de Salud, otro del Departamento de Asistencia Social y otro del Scottish Office. En el Daily Express han publicado un artículo sobre la «fuga» de Skreel y un reportaje sobre el «hotel de cinco estrellas para yonquis», acompañado por un comprensivo editorial que dice que deberían cerrar el centro. Len me cuenta que un tipejo sórdido con pinta de pederasta estuvo merodeando por la entrada, acosando a los empleados para obtener declaraciones.
Es increíble que semejante escoria indecente (la prensa) publique tanta bazofia, que acto seguido unos retrasados dementes (el gran público) pongan el grito en el cielo y que inmediatamente después unos babosos repugnantes y oportunistas (los políticos) se suban inmediatamente al carro. Pero así es la vida en Gran Bretaña. De manera que en breve se hará «una evaluación exhaustiva del centro».
Lo cierto es que la noticia nos une más. Estamos como si fuéramos famosos y decimos cosas muy elogiosas de la unidad. En calidad de máximo veterano, soy el que más habla, aunque ahora Audrey también tiene cosas que decir, y Dennis Ross, en cuanto miembro más anciano, maduro y elocuente de la nueva generación, hace una aportación muy destacada. (En el jardín de los eunucos, ni siquiera el que tiene una polla de cinco centímetros puede dejar de fanfarronear). Les insistimos a los taciturnos burócratas que esto que estamos haciendo no es nada fácil y que no es exactamente pan comido.
Es evidente que Tom, Amelia, Len y el resto de los empleados están inquietos. Podrían acabar cerrando la unidad. Puesto que mañana vuelvo a casa, me niego a asistir a la «reunión de urgencia de la casa»; prefiero ver las noticias. Ha habido una gran redada por heroína y la policía y los políticos hacen cola para chuparse la polla y lamerse el coño unos a otros mientras proclaman sin descanso que están ganando la «guerra contra las drogas».
Sí, ya. Claro que sí. No tenéis ni zorra, cabrones.
Día 45
Y el próximo concursante del Juego de la Rehabilitación es… ¡ni más ni menos que mi viejo amigo Mikey Forrester! Una vez más, se pasará toda la semana gruñendo y sudando en su habitación, lejos de todo el mundo, asustado hasta de su propia sombra.
Capté la expresión de ansiedad y de confusión que tenía en la mirada y me fijé en su esquelético cuerpo. No podía haberle pasado a nadie mejor, pensé.
Cuando me vio, se le iluminaron los ojos, se acercó a mí arrastrando los pies y me soltó: «Mark…, ¿qué tal, colega?». Miró alrededor con suspicacia e inquietud. «¿De qué va el rollo este?».
Me acordé de que, hacía muy pocas semanas, yo tenía exactamente la misma pinta que él y que estaba igual de asustado. Así que lo llevé a mi habitación; allí se sentó y le entró el tembleque y se le puso la carne de gallina. Le di al menda mi opinión sincera acerca de la situación. Por lo visto, el muy cretino intentó asaltar una farmacia en Liberton. «Había visto Yo, Cristina F. en vídeo, ¿sabes?».
El puto tarao siguió rajando sin parar; yo intentaba escucharle, pero ansiaba que apareciesen máter y páter con el carro y me llevaran lejos de todo aquello. Dicho y hecho, vino Len a la habitación y a Mikey se le escapó un gemido cuando pasé a Len el testigo de médium-rehabilitador para que se llevara al retrasao aquel a su habitación y aprendiese a afrontar los largos días de desintoxicación que tenía por delante.
Pero yo me iba a largar ya, así que me puse a hacer las maletas y a guardar hasta la última de mis putas pertenencias. Lo último que eché a la bolsa fue el diario. Ha sido un buen amigo, pero dudo que volvamos a vernos. La vida sólo se puede entender de forma retrospectiva, pero hay que vivirla mirando hacia delante.
Me despido de Audrey, a la que todavía le queda otra semana aquí, y le digo que su estrategia de no decir una puta mierda y pasar desapercibida es la mejor. Le doy un beso y un abrazo, nos damos los números de teléfono, y me paso por la oficina a buscar el alta.
Posdata – Día 45 (por la tarde).
Es cierto eso que dicen: jamás de los jamases pongas la oreja detrás de las puertas, porque puede que oigas cosas de ti que no te apetece oír. Había recogido mis bártulos y estaba haciendo tiempo hasta que llegaran mi madre y mi padre, así que me dije: «Voy a devolver a Tom el libro de Carl Rogers». Tenía la puerta del despacho entornada y oí a Amelia decir el nombre de Sick Boy. Vale, no es que lo dijera precisamente, pero no tuve la menor duda de que estaban hablando de él. «… es muy manipulador. A mí me parece que casi se cree su propia propaganda».
Condenado a sufrir, como una polilla que revolotea alrededor de una llama, me acerqué un poco más. De repente la oí cambiar de tercio. «… pero Simon es así. Luego está Mark, que se marcha hoy».
Me quedé parado.
«A largo plazo a mí él no me preocupa demasiado», declaró Tom con voz suave y atiplada. «Si logra llegar a los veintiséis o veintisiete años, su sentido de la moral empezará a hacerse oír, dejará de lado toda esa angustia existencial y estará perfectamente. Si hasta entonces consigue evitar una sobredosis y el VIH, la adicción a la heroína sencillamente se le quedará pequeña. Es muy inteligente y tiene muchas tablas y, con el tiempo, acabará aburriéndose de jugar a ser un fracasado».
Así que entré a la vez que llamaba a la puerta y los pillé in fraganti. «Mark…», dijo Flacucha Gafotas ruborizándose. A Tom se le dilataron mucho las pupilas. Los dos parecían avergonzados que te cagas. ¿Era porque los había pillado hablando de mí o porque los había pescado utilizando una palabrota tan gruesa como «adicción»? ¿O quizá sería por emplear una expresión tan poco profesional y peyorativa como «fracasado»? En cualquier caso, saboreé aquel instante, y le tiré a Tom al regazo El proceso de convertirse en persona. «Un libro muy interesante. Tendrías que echarle un ojo algún día».
Y acto seguido di media vuelta y me dirigí a la sala de juegos, donde me despedí someramente de los demás cabrones, de los que pasaba mucho; sólo Audrey me importaba, y a ella le había dicho adieu en condiciones. Tom se quedó en el despacho, seguro que tan avergonzado que ni se atrevió a salir a marcarse uno de sus faroles de despedida.
Saco mis cosas a la calle y me dispongo a esperar a mis padres. El cielo azul claro está salpicado de nubes que parecen batido de vainilla, y el sol lo tapa un gran roble.
A mi espalda, alguien hace crujir la gravilla con sus pisadas; veo a Tom, que se acerca sigilosamente y luciendo una expresión dolida y confusa en el careto. Es evidente que quiere hacer las paces: «Oye, Mark, lo siento…».
Pues que se vaya a tomar por culo y, de paso, que se meta directamente en su culo hipócrita y manipulador todos sus babosos lugares comunes y sus abrazos falsos. «Tú no entiendes la rabia interior y nunca la entenderás», le digo, mientras pienso en Orgreave y luego, por algún motivo, en Begbie. «Yo me hago daño y me saboteo a mí mismo para no hacer daño a nadie que no se lo merezca. Porque no se lo puedo hacer a gente como tú, que tenéis a la ley de vuestra parte». Noto que me sube la bilis. «¡Si de verdad pudiera destrozar vuestro puto mundo, no perdería el tiempo jodiéndome la vida!».
En ese preciso momento, un carro conocido hace crujir la gravilla de la entrada, y los rostros emocionados de mamá y papá desmienten gran parte de lo que acabo de decir. El dolor que les he causado a ellos deja en mantillas no sólo mi presunción y mi vanidad, sino también la noción de que mis acciones poseen alguna clase de nobleza intrínseca. Pero que le den por culo a todo eso. Le doy la espalda a Tom y al centro y echo a andar hacia el buga.
«Buena suerte, Mark», dice Tom. «Te lo digo de corazón».
Estoy cabreado conmigo mismo, pero con este cabrón estoy furioso. Puto burócrata embustero, empalagoso y cobarde. «Tú estás a leguas de lo que pretendes decir. Eso, suponiendo que alguna vez tuvieras intención de decir una puta mierda», le suelto mientras mi padre baja del coche. «Si quieres hacer algo útil, no pierdas de vista a ese cabrón de Venters». Doy un puñetazo al aire despectivamente. Mi viejo frunce el ceño, pero los dos están encantados de verme, igual que yo a ellos, y subo a la parte de atrás del coche.
«Mi niño, mi niño, mi niño…», dice mi madre, estirándose desde el asiento del copiloto para abrazarme y lanzarme una andanada de preguntas, mientras mi padre habla con Tom y firma unos papeles. No tengo ni puta idea de lo que puede ser esa documentación. ¿Autorizaciones?
Al cabo de un rato, mi padre vuelve al coche y se monta en el asiento del conductor. «¿Qué ha pasado ahí entre el señor Curzon y tú?».
«Nada. Sólo una discusión boba e insignificante. Ahí dentro a veces las cosas se ponen un poco tensas».
«Es curioso, eso es exactamente lo que ha dicho él», dice mi padre con una sonrisa casi de incredulidad. A mí se me cae el alma a los pies.
«Ay, hijo, hijo, hijo», dice mi madre, con lágrimas rodándole por las mejillas y sonriendo de oreja a oreja. Eso le quita años, y me doy cuenta de que llevaba mucho tiempo sin verla así. «¡Qué buen aspecto tienes! ¿A que sí, Davie?».
«Pues sí, la verdad es que sí», dice el viejo, volviéndose; me agarra por el hombro, ahora más voluminoso, y me mira como un granjero ojearía a un toro de primera en la feria ganadera del Royal Highland Show.
«¡Gracias a Dios que ya se ha terminado esta maldita pesadilla!».
Durante un par de segundos tengo el corazón en un puño, porque me preocupa que el buga achacoso no vaya a arrancar, pero mi padre pone el motor en marcha y afortunadamente nos marchamos del centro. En las escaleras se han congregado algunas personas, pero no vuelvo la vista atrás. Mamá sigue sujetándome la mano en el regazo mientras apaga un pitillo y enciende el siguiente; sigue prisionera del tabaco. Volvemos a Edimburgo y cruzamos el puente en el mismo momento en que en la radio empieza a sonar una canción conocida que habla, muy tentadoramente, de coger la autopista de las rayas blancas[190].
Ellos no se enteran porque están muy ocupados charlando del día tan bonito que hace y de que ahora todos podremos volver a mirar hacia delante. Pero mi cuerpo y mi mente, prístinos pilares del templo de la abstinencia durante seis semanas, se sacuden en sintonía, como una caja de ritmos, ansiosos por esa primera bolsa de jaco. Sólo de pensarlo, me da tanta emoción que echo sudor frío a chorros por los poros. Joder, qué ganas tengo. Pero me propongo intentarlo, aunque no sea más que por ellos. Por algún motivo, el viejo le está metiendo al buga una caña tremenda, y la vieja y yo chocamos el uno contra el otro cada vez que, con los neumáticos chirriando, tomamos una curva.
Junio de 1969, Blackpool. La luna todavía era un queso, pero faltaba muy poco para que unos astronautas yanquis la envolvieran, la etiquetaran y la almacenaran en un frigorífico. Un paseo por la Milla Dorada. La diferencia que había entre la respiración agitada y fatigosa del abuelito Renton y la última vez que recorrimos el paseo marítimo era mucho mayor que sólo un año. Me acuerdo del día en que estábamos mirando las medallas que guardaba en aquella lata, y de su irónico comentario: «Sólo quieren ponerte la chatarra esta en el pecho para tapar las cicatrices que te deja la que llevas dentro». Me acuerdo que en aquel momento pensé: no, no, abuelo, ésos fueron los alemanes. ¡Las medallas te las dieron los británicos!
Ahora me doy cuenta de que el pobre viejo lo tenía muy clarito.
Cruzamos la ciudad rumbo al puerto de Leith. No es muy tarde; los dueños de las tiendas del Walk bajan ya las persianas metálicas con ganas. Cuando llegamos a casa, tengo la corazonada de que hay algo preparado. De pronto se encienden las luces del cuarto de estar y veo un mar de caretos: Hazel, Tommy, Lizzie, Segundo Premio (con aspecto de estar en forma y con una rubia guapa a remolque), Billy, Sharon, Gav Temperley, la señora McGoldrick, nuestra vecina, los colegas de Billy, Lenny y Granty; todos deshechos en sonrisas, dedicándome brindis con copas de champán; bueno, todos menos Segundo Premio, que bebe zumo de naranja. En la cocina, la mesa está llena de esos pasteles, emparedados y mini hojaldres de salchicha que dan en las bodas y funerales, y una pancarta casera con letras verdes sobre fondo blanco:
No es exactamente la fiesta de graduación que mis padres tenían en mente, pero en fin. Mi viejo me pasa una copa de champán. «Parriba, pabajo, pal centro y padentro. Pero tómatelo con calma, ¿vale?».
Tómatelo con calma.
Me quedo mirando el opaco resplandor macilento anaranjado de los troncos de plástico de la chimenea y doy sorbitos a mi copa; la bebida me baja por la garganta y me entra en el estómago, el hígado y los riñones, hasta llegar al torrente sanguíneo. Las burbujas me estallan en la cabeza mientras Hazel me acaricia el brazo con gusto y sonríe discretamente. «Oye, ¿eso son músculos?».
«Algo así», admito, y me voy a por otra copa, perfectamente consciente de que, lejos de saciarme, me va a agudizar una necesidad que sé que me acecha sigilosamente. Vuelvo enseguida al lado de Hazel, pero Tommy me intercepta y me inmoviliza en un abrazo de colegui. «Pasa de esa mierda, Mark», me dice con voz entrecortada.
«No hace falta que lo jures, Tam: ya he aprendido la lección». Eso no es exactamente mentira, porque sí que he aprendido una lección. Sólo que no es la que ellos tenían en mente. «¿Cómo está Spud?».
«No preguntes. Peor que nunca. Imagínate, pasar por la mierda esa de la rehabilitación para nada».
«Ah, ya», digo, todo abatido, aunque por dentro estoy eufórico. ¡A saco, Murphy, muchacho! «¿Y Matty?».
«Igual que Spud, pero en Wester Hailes».
Entiendo lo que quiere decir Tommy. Así que las cosas casi no podrían estar peor para el señor Connell. Veo que Hazel se ha puesto a hablar con Segundo Premio y su chica, así que cojo la bolsa de deporte y voy a mi antiguo dormitorio; dejo el diario en la parte de abajo de un armario lleno de libros y otros trastos viejos.
Cuando vuelvo al cuarto de estar, me encuentro a mi madre discutiendo con Billy y agitando una tarjeta que quiere que le firme. «Ni hablar», dice él con gesto rotundo. «Yo a los Curran no les firmo nada. ¿No te acuerdas de cómo se portaron en el funeral de Davie?».
«Pero han sido vecinos nuestros, hijo…». Mi madre me mira con gesto suplicante. «Tú sí que firmarás esta tarjeta; es para desear a Olly que se recupere enseguida, ¿a que sí, amigo?».
«No sabía que estuviera…, ¿qué le pasa?».
«Ah, claro, no te habrás enterado…, le dio un ataque al corazón, fue tremendo», me dice mi madre con cara de pena. «Dice que recibió una carta horrible del ayuntamiento y que se enfureció tanto que la tiró directamente al fuego. Luego se presentó allí y empezó a sermonearles sobre la gente de color, ya sabes cómo se ponían a veces…».
«Unos chalaos es lo que son», dice Billy.
«… y entonces se salió completamente de sus casillas, porque el ayuntamiento negó tener conocimiento de la dichosa carta. Pero él estaba furioso y quiso zurrar al empleado que estaba detrás de la ventanilla, así que llamaron a la policía. En fin, después se marchó, pero sufrió un colapso en cuanto puso los pies en la calle, ahí en Waterloo Place, así que se lo llevaron directamente al Royal».
Un escalofrío me recorre todo el cuerpo y me pongo pálido. Mi madre me pone la tarjeta y el boli en las manos. Billy me mira y dice: «No irás a firmar eso, ¿verdad? ¡Odiabas a ese hijo de puta!».
«Hay que vivir y dejar vivir. Sólo es una tarjeta, y yo eso no se lo deseo a nadie», le contesto. Entonces veo la tarjeta, en la que aparece un dibujo de un tipo con aspecto abatido, tendido en una cama de hospital y con un termómetro en el pico, y un pie que dice: LAMENTAMOS QUE TE ENCUENTRES MAL. Al abrirla se ve al mismo individuo, pero pletórico, con una copa de champán en la mano y guiñando un ojo a una enfermera sexy que se atusa el pelo. El mensaje dice: ¡POR QUE VUELVAS ENSEGUIDA A SER EL DE SIEMPRE!
Así que apoyo la tarjeta en la mesa y garabateo:
Con mis mejores deseos, Olly. Mark.
«¡Bien hecho!», dice mi madre con una sonrisa complaciente. Luego me cuchichea al oído, «ése es tu verdadero yo, hijo, todo bondad, hasta que te volviste tan raro y desagradable por culpa de esas drogas idiotas». Y le da a mi verdadero yo un beso en la mejilla.
Yo le guiño un ojo y me vuelvo hacia Billy: «¿Te acuerdas del equipo ese de los Wolves que ganó a los Hearts en la final de la copa Texaco? ¿Cuando ganasteis por uno a cero allá abajo, pero luego os reventaron por tres goles a uno en Tyney? ¿A cuántos jugadores de esa alineación podrías nombrar?».
«Joder…», dice frunciendo el ceño, «¡casi no me acuerdo de ninguno! A ver, estaba Derek Dougan, por supuesto, Frank Munro…, ¿era Billy Hibbit?…, ¡no, Kenny Hibbit…! Por cierto, hablando de los Curran, ése fue el que marcó dos tantos, y era escocés además… ¡Hugh Curran! ¿Y quién más?». Billy se vuelve hacia mi padre, que está charlando con Tommy y Lizzie. «¡Papá!», le grita, «dime la alineación del equipo de los Wolves que derrotó a los Hearts en la copa Texaco…».
«Vaya equipazo», dice mi padre, al tiempo que se limpia la napia con una servilleta de papel. «¿No te acuerdas de que aquellas navidades os regalamos a todos camisetas de los Wolves? ¿Y que tuve que pedir la tuya por correo?».
«Eso es. Fort Wanderers. Hiciste aquella foto de equipo en Navidad. Nunca salió», declaro, a la vez que miro deliberadamente a Billy. «Lástima, ¿no? Pero da igual, todavía me acuerdo de ella. De izquierda a derecha, en la fila de atrás, yo, Keezbo…». y echo una mirada a los chicos que están con sus titis, antes de volverme de nuevo hacia Billy, «… Tommy y Rab. Franco y Deek Low también. Delante, debajo de nosotros y en cuclillas, de izquierda a derecha; Gav, George el inglés, Johnny Crooks, Gary McVie, ¿te acuerdas del pobre Gazbo? Dukey el “Conguito” y Matty, con jersey de portero».
Billy parece un tanto desconcertado mientras mi padre dice alegremente: «Vaya, ¡al menos esa maldita basura que te has metido no te ha destruido la memoria!».
No, no lo ha hecho. Porque me acuerdo de una cosa con toda claridad: cierta dirección de Albert Street y de siete cifras de un número de teléfono que me pasó Seeker. Me acerco a Hazel y rodeo su fina cintura con un brazo. Me sonríe; está impecable con ese vestido amarillo y calcetines altos de media, y huele de maravilla; parece una muchacha americana de barrio, de las del cine de los cincuenta. Noto cierto hormigueo en los pantalones. No sé si llevarla al piso de Monty Street y echar un polvo pésimo o localizar a Johnny, Spud, Matty, Keezbo y compañía…, o tal vez ir a ver a mi buen amigo y entrenador personal, Seeker.