EL BORDE

Para Alison, el tiempo se había transformado en una sucesión inconexa de mezquinos impulsos biológicos.

Bill y Carole, los otros miembros de su equipo, estaban al tanto de su relación con Alexander pero se comportaban con discreción, e incluso la apoyaban de un modo igualmente reservado y protector. Pero, al igual que él, se percataron del estado en que Alison estaba llegando al trabajo, y eso cuando se presentaba. Aquello no podía seguir así. Aquí la teníamos de nuevo, entrando a hurtadillas a las diez y media. Alexander, echando chispas por los ojos y con gesto patibulario, la convocó inmediatamente a su despacho de manera que todo el mundo lo viera.

—Mira, puede que para ti no signifique nada —empezó—, pero en esta ciudad estamos al borde de una epidemia. No puedo tener favoritismos contigo a expensas de los demás. Venga, Ali —le rogó de repente, y por un instante la suave voz del amante suplantó a la del jefe— ¡esto es una tomadura de pelo!

—Lo siento…, es que… —dijo Alison parpadeando ante la luz plateada que atravesaba las persianas de la gran ventana que había tras él—, esos autobuses son una locura…

—En serio, creo que deberíamos plantearnos tu traslado, quizá deberías volver a la Piscina de la Royal Commonwealth. Es culpa mía, no debería haberme implicado…

Un resplandor de ultratumba iluminó la mirada de Alison. Torció la boca en un mohín desafiante.

—Si es culpa tuya, ¿por qué es a mí a quien hay que trasladar?

Alexander la vio sin ambages como una jovencita y, por primera vez, experimentó una fugaz y esnob impresión de que Alison era una chica vulgar: una barriobajera. Y le avergonzó pensar así. No se le ocurría nada que responderle. No era justo, eso lo sabía. Sí, podía citar su posición y su papel decisivo en la lucha contra aquella plaga, pero no le pareció que eso fuese lo que ella querría oír. Era hora de ser sincero, tan brutalmente franco como lo había sido ella con él cuando le dijo que estaba saliendo con otras personas.

—Tania y yo… hemos decidido volver a intentarlo, por el bien de los niños.

Al oír aquello, Alison se enardeció. No sabía por qué: nunca había tenido ni la intención ni la menor impresión de que lo suyo con Alexander pudiera llegar a convertirse en una relación a largo plazo. Quizá no se tratara más que del shock de ser rechazada, o quizá estar con él le había dado más de lo que creía.

—Me alegro por ti —respondió con toda la elegancia que pudo. La mirada compungida de Alexander le dijo que no lo había hecho del todo mal—. De verdad, no te lo digo por decir —declaró Alison, pese a que, al menos a cierto nivel, estuviera mintiendo—. Los niños necesitan a ambos padres —prosiguió, armándose de valor—. Yo nunca he querido casarme contigo, Alexander, sólo se trataba de sexo. Tranqui, tío.

Aquella expresión suya ligeramente burlona y un tanto enigmática caló a Alexander en lo más hondo. La quería y se sentía terriblemente abatido ante la naturaleza irreparable de todo aquello.

—No sé si conviene que sigamos trabajando juntos, la verdad…

—Venga ya, que te den, ahora sí que estás empezando a darme yuyu, y me quedo corta —se mofó ella riéndose con tristeza y amargura—. Yo tenía mis movidas, tú tenías las tuyas, no tendríamos que haber acabado en la cama pero lo hicimos. Se acabó y no tengo putas ganas de contárselo al mundo entero.

—Vale… —dijo él, titubeante, sintiéndose pequeño y débil, como un chiquillo.

La pasividad de Alexander hizo saltar algo dentro de Alison. Pensó en su madre, moribunda pero incapaz de enfurecerse por ello. Volvió a escuchar en su cabeza los versos de aquel poema clásico de Dylan Thomas[175]. Se había quedado boquiabierta ante aquel cuerpo marchito, tan ruinoso y decrépito que ya era poco menos que un cadáver mucho antes de que su corazón latiera por última vez. En aquel momento cobró conciencia de que ella también estaba madurando, al mismo tiempo que sus expectativas e ideales se veían profundamente trastornados. ¿Qué eran todas aquellas movidas municipales, todas esas chorradas sobre putos árboles? Era todo un montón de gilipolleces sin sentido para que unos cretinillos pomposos pudieran sentirse ufanos e importantes.

—¿Pero sabes una cosa? Te lo voy a poner fácil —gruñó ella de forma súbita y con voz grave—. Dimito. Del ayuntamiento. ¡Estoy harta de todo esto!

—No seas boba, no puedes renunciar a tu trabajo, Alison, no dejaré que lo hagas —dijo Alexander a la vez que sentía que sus palabras caían sin remedio en el abismo cada vez mayor que se abría entre ellos.

—No tiene una puta mierda que ver contigo —dijo ella, y salió de su despacho, cruzó la oficina de planta abierta sin mirar ni a Bill ni a Carole y dio un portazo al salir. Recorrió los pasillos forrados de paneles de roble y el vestíbulo de suelo de mármol, salió por las pesadas puertas giratorias y llegó a la columnata de la plaza de la Casa Consistorial. Subió a toda prisa por la Milla Real, en dirección contraria a su casa, y se sintió mejor de lo que se había sentido en siglos, consciente en todo momento de que aquello no iba a durar.

Alexander era débil, pensó con desprecio. Ella también lo había sido, pero con un hombre fundamentalmente pusilánime. Quizá fuese una suerte. No había forma de saberlo.

Nunca se sabe nada.

La ciudad era hermosa. Era perfecta. Sí, las barriadas eran espantosas y en ellas no había nada, pero en el centro lo tenías todo. Alison siguió caminando, dejándose maravillar por lo asombrosa que era su ciudad. La luz que se derramaba sobre el castillo y bañaba con tonos plateados las calles del casco antiguo. Era el lugar más hermoso del mundo. No tenía parangón. Los árboles también eran hermosos. No se podía permitir que acabasen con los árboles.

Alison pasó bajo un andamio mientras cuatro chicas borrachas pasaban alegremente a su lado cantando, con los brazos entrelazados, como si estuviesen de despedida de soltera, aunque todavía era de mañana. Se volvió, con cierta sensación de envidia, y las vio haciendo eses calle arriba, ansiosa por conocer el origen de su misteriosa alegría. Aquello la inspiró a conservar la fe en los impulsos, lo que a su vez la llevó a entrar en un bar muy funcional que estaba a la sombra del castillo. Era temprano y todavía no había clientela. Una muchacha corpulenta y huraña, que la miró con ojos reprobatorios, le sirvió una copa de vino blanco. Se sentó junto a la ventana y cogió un ejemplar del Scotsman abandonado. La idea le hizo gracia: Acabo de hacerme con un viejo escocés en un bar cochambroso. Otra vez.

Acarició el largo pie de la copa entre el pulgar y el índice, contemplando el líquido color orina. Luego un sorbo de la agria sustancia avinagrada estuvo a punto de hacerla vomitar. El segundo fue mejor, y el tercero pareció reiniciar satisfactoriamente sus papilas gustativas. Hojeó el periódico y se detuvo en un editorial:

Hemos de felicitar al Scottish Office[176] y al Consejo Municipal de Edimburgo por su oportuna intervención para afrontar la epidemia más grave a la que ha tenido que enfrentarse la capital escocesa. El atroz asalto a nuestro arbolado y, por tanto, a nuestra historia y nuestro patrimonio, que representa la terrible amenaza de la grafiosis del olmo nos afecta a todos. La plaga ha causado daños serios, pero las bajas hubieran sido mucho mayores de no haberse puesto en práctica con tanta premura y determinación la actual estrategia de talar y quemar los árboles afectados.

Los ojos de Alison se desplazaron hacia la parte inferior del periódico, hacia las cartas de los lectores. Había una de un médico de familia de una de las grandes barriadas de Edimburgo advirtiendo que análisis aleatorios habían revelado una incidencia anormalmente elevada de infección por el virus del sida. Se fijó detenidamente en una marca dolorida de su fina muñeca.

Una idea la corroía: árboles pudriéndose a un lado de West Granton Road y gente metida en pisos-varices, así llamados por sus revestimientos remendados, descomponiéndose de manera similar. Tanta muerte. Tanta plaga. ¿De dónde había salido? ¿Qué significaba?

¿Qué va a pasar?

Salió del bar reflexionando sobre aquello de camino a casa. Se había levantado un fuerte viento que se metía por todos los rincones y parecía estar haciendo tambalearse la ciudad como si fuese un decorado de cine. Era curioso que una localidad construida en torno a un castillo erigido en lo alto de una roca pudiese parecer tan endeble, pero aquella roca estaba ahora cubierta de andamios para intentar tratarla y evitar que se desmoronase. Atajando por Lothian Road, caminó hacia el extremo este de los jardines de Princes Street. Bajó por Leith Street, luego por Leith Walk y al llegar a su piso de Pilrig, colgó la chaqueta. Después se miró en el espejo del cuarto de baño. Pensó en su madre, en cómo le gustaba quedar con ella a tomar un café y enseñarle el top o los zapatos que se había comprado, cotillear sobre sus vecinos o sus parientes, o hablar sobre lo que habían visto en la tele. Mientras se enjabonaba y se enjuagaba las manos recordó que había echado las toallas a lavar. Fue al armario a buscar unas nuevas. Entonces lo vio, tristemente arrinconado en el fondo del armarito: el neceser que Alexander se había dejado. Lo abrió y se fijó en el contenido: brocha, navaja y bloque de espuma de afeitar. Cogió la brocha y se la acercó a la barbilla para ver cómo le quedaría una perilla. Luego volvió a guardarla en el neceser y sacó la navaja de mango de hueso. La abrió. Qué liviana y letal parecía. Alison se subió la manga por encima del bíceps y cortó la vena y la arteria. Su sangre, tibia, salpicó los baldosines del suelo.

Mamá…

La sensación era agradable, como si el dolor que llevaba dentro se estuviera vertiendo igual que la sangre, como si le estuviese quitando de encima una presión terrible. Era reconfortante. Se deslizó pared abajo.

Mamá…

Pero una vez ahí sentada, las cosas fueron cambiando rápidamente: había demasiada sangre. Primero la atenazó una náusea incipiente, y luego la desbordó un temor apremiante. Sus pensamientos se volvieron borrosos y tuvo la sensación de que estaba a punto de perder el conocimiento.

Papá Mhairi Calum…

Arrancó la toalla del toallero y se la enrolló con fuerza alrededor de la herida, aplicando tanta presión como pudo. Se levantó a duras penas, avanzó tambaleándose hasta el salón y se abalanzó sobre el teléfono. Notó el palpitar de la sangre en el cráneo mientras marcaba el 999 y pedía una ambulancia entre gemidos.

—Me he equivocado —se oyó repetir con voz entrecortada una y otra vez—. Por favor, vengan pronto.

Y me quedo corta…

La toalla ya estaba empapada en sangre. Alison fue gateando como pudo hasta la puerta principal y la abrió. Permaneció sentada junto a la puerta, esperando y notando cómo los párpados se le volvían cada vez más pesados.

… corta…

Ya en el hospital, tras haber recobrado cierto grado de conciencia, se vio asediada por una procesión de rostros solemnes que le explicaron que habían llegado a tiempo, le contaron que había estado a punto de morir e hicieron hincapié en lo afortunada que había sido en esta ocasión.

—Por favor, no se lo digan a mi padre —suplicó reiteradamente, cuando le pidieron con gesto severo la información de contacto de algún pariente próximo.

—Tenemos que informar a alguien —le explicó una enfermera bajita de mediana edad.

No se le ocurrió otra cosa que darles el número de Alexander.

La cosieron y le pusieron casi un litro de sangre. Alexander fue a verla más tarde y al día siguiente la llevó a su piso de Pilrig. Fue a buscar comida china y pasó la noche en su sofá. Por la mañana, cuando él fue a ver cómo estaba antes de ir a trabajar, se la encontró dormida. Al irse, echó un vistazo a la foto de sus dos hijos que llevaba en la cartera. Tanya y él tenían que seguir juntos por ellos. Pero esa noche se acercó a ver a Alison, le dijo que le había dado dos semanas de baja y le informó, sonriendo tristemente, de que había hecho caso omiso de su petición de dimisión.

—No la he recibido por escrito.

Estaban sentados, ella en el sofá, él en la butaca, y empezaron a hablar sobre sus experiencias de dolor por la pérdida de seres queridos. Alexander era consciente de que él había tenido menos que ella.

—El padre de Tanya murió hace tres años. Infarto masivo. Ella ha estado furiosa desde entonces; sobre todo, al parecer, conmigo. ¿Pero qué puedo hacer yo? Yo no le maté. No es culpa mía.

—Tampoco suya.

Alexander lo pensó un poco.

—No, no lo es —reconoció— y tampoco es culpa tuya que muriese tu madre. Así que no te castigues a ti misma como si lo fuera.

Fue entonces cuando ella le miró, con ansiedad cada vez mayor, dejando que él la viera llorar por vez primera. Al ver aquello Alexander no se sintió como había creído que iba a sentirse: fuerte, viril y protector. Alison tenía las facciones terriblemente deformadas y él compartió su espantoso dolor y la impotencia de no poder ponerle fin.

—Nunca quise morir —dijo Alison, que parecía muy asustada, antes de cerrar con fuerza los ojos, como planteándose esa posibilidad—. Ni por un segundo… El médico me dijo que si el corte en la arteria hubiese sido un milímetro más profundo seguramente me habría desangrado en cuestión de minutos. Sólo quería aliviar la presión…

—No puedes librarte de la presión. Nadie puede. Es horrible, pero lo único que podemos hacer es intentar aprender a soportar su peso.

Ella lo miró con gesto abatido. Agradecía que hubiese estado allí apoyándola, pero se sintió aliviada cuando Alexander empezó a prepararse para irse. Esperaba que no volviera. Él pareció entenderlo.

—De verdad, Alison, te deseo lo mejor —le dijo.

Cuando se hubo marchado, ella se quedó tendida en el sofá a oscuras; aún percibía el olor de su aftershave en la habitación y notaba el ligero ardor en el dorso de la mano, que él había acariciado con suavidad. Luego Alison se sumió en un sueño atormentado, e hizo caso omiso de las llamadas que iban acumulándose en el contestador. En algún momento se levantó, logró llegar al dormitorio y se deslizó bajo el edredón. Durmió con cierto sosiego hasta mediodía, y al levantarse se sintió más fuerte. Luego se calentó una lata de sopa, comió, se puso una rebeca de manga larga y enfiló Leith Walk para ir a ver a su padre.