No me mola mucho el rollo de la rehabilitación, pero por lo visto había que elegir entre eso o la cárcel, y no estaba dispuesto a jugármela. Quién coño sabe lo que le pasó a Matty, pero Keezbo aceptó un trato similar. Se mudó al piso de Monty Street conmigo para dejar que pasara el tiempo hasta que empezara el programa de la metadona, pero en la calle había bacalao y nos seguía gustando colocarnos juntos. Nos echamos unas risas guays cuando lo llevé a la clínica por primera vez y le hicieron el test del bicho del sida ese. La chica, que le estaba haciendo preguntas sobre transmisión, va y le dice:
—¿Eres sexualmente activo?
—Normalmente sí —le suelta Keezbo, sin enterarse de nada—, aunque a veces me gusta quedarme tumbado, con la tía encima, y que haga ella el trabajo. Pero en la variedad está el gusto, ¿no?
—Lo que quería decir es si en este momento tienes pareja sexual estable.
—¿Por qué? —le suelta Keezbo con una gran sonrisa—, ¿te estás ofreciendo para el puesto?
La única parte divertida fue ésa. Normalmente te hacían mogollón de preguntas. Tuve un par de entrevistas con un tipo medio enano que me comía la cabeza llamado doctor Forbes, y una con una tipa inglesa corpulenta que era psicóloga clínica. Les dije lo que creía que querían oír sólo para que dejaran de agobiarme. Keezbo me dijo que él había hecho lo mismo.
Cuando volvimos a casa, intentamos tocar un rato, pero primero su batería y mi ampli y luego la Fender acabaron en la tienda de segunda mano de Boston, en el Walk, a cambio de jaco. Eso sí, el bajo Shergold sin trastes no me lo pulí.
A según qué peña les parecía que no estaba mal, pero a mí no me molaba la metadona, y me encontraba chungo a menudo. Cuando no estaba demasiado hecho polvo para salir, la ciudad parecía muerta. Sick Boy se había esfumado; según su madre, se había ido a casa de su tía en Italia. Swanney mantenía un perfil muy bajo, y se suponía que a Spud lo habían trasladado del hospital a rehabilitación. Begbie estaba en la cárcel, Tommy y Segundo Premio estaban enamorados, se rumoreaba que Lesley estaba preñada y Ali, que está saliendo con un tío cuadriculado mayor, nunca contestaba al teléfono.
Pero el mayor misterio de todos era Matty: ni dios tenía noticias de él. Había optado por la cárcel y había estado en preventiva, pero se rumoreaba que le habían suspendido la condena, un fallo leve de cojones, porque se suponía que le iban a registrar la casa. De haberlo hecho, habrían encontrado toda la mercancía mangada. Me pregunté qué le habría contado a la poli, mientras sudaba sin parar bajo los focos, con el mono. En cuanto al resto, todos los ingredientes fundamentales de la existencia en Leith —colegas, tías, Hibs— simplemente parecían carecer de todo atractivo. Lo único que me interesaba era el jaco.
Después de ir a la clínica a por nuestra dosis, en el viejo hospital de Leith, le dieron una carta a Keezbo y al día siguiente se fue a rehabilitación. Debí de poner cara de excluido, porque la enfermera, una tía de puta madre llamada Rachael, que era amiga de Ali, me informó:
—Tú serás el siguiente, Mark. Intenta aguantar el tipo.
Así que me pasaba la mayor parte del tiempo en el piso, leyendo y pensando en Matty. En que no es un chota. O tienes madera para eso o no. O eres un esquirol o un chota o no lo eres. Y él no lo es. Así que me sorprendí un poco cuando apareció por el piso una noche, con una expresión un tanto escarmentada en su acostumbrada jeta de listillo. Me preguntó dónde estaba Keezbo y se lo dije.
—Que le den por culo a ese rollo —me suelta—, yo no me desintoxico. No pienso pasar el mono.
—Pero te dan cosas para ayudarte.
—¡Y un huevo! ¡Te quitan la metadona! ¡Que le den por el culo a las pastillas para dormir, los paracetamoles y demás mierda que te den! Por mucho que lo pinten de rosa, sigue siendo el kinkón. Ni de puta coña, joder —insiste Matty—. Joder, tío, tendrías que haber aceptado la condena. Yo sólo pasé cuatro días allí dentro, con la metadona, y luego salí con una condena de seis meses suspendida. Joder, podías haberte quedado cuatro días en preventiva…, ¡es mucho mejor que una semana de mono y cinco de comedura de tarro en ese centro de rehabilitación de mierda!
Me jode reconocerlo, pero estoy cagándome patas abajo con lo que me cuenta el capullo este. La metadona está lejos de ser perfecta, pero quedarse sin ella y sin acceso al Salisbury Crag era una perspectiva supersombría. Pero aunque la rehabilitación me acojonase, seguía sin estar dispuesto a arriesgarme a acabar en la cárcel, aunque no fuese más que unos cuantos días de preventiva.
Matty no se quedó mucho rato. Le dije que no tenía jaco, pero rateándole a saco. Se piró al poco rato, despidiéndose con el rollo habitual de «pégame un toque».
Un par de días después de que se llevaran a Keezbo, mis padres se presentaron en el piso. Se habían enterado de que estaba allí solo, así que me dijeron que me iban a llevar a casa hasta que me dieran plaza en el programa de rehabilitación. No me moló mucho la idea, pero insistieron en que podía acabar metiéndome una sobredosis o algo si me quedaba solo. Para entonces la metadona estaba empezando a hacerme efecto; con ella me entraron una pasividad y una pesadez corporal agotadoras, así que me dejé llevar. En casa de los viejos no hacía gran cosa, me dedicaba sobre todo a sobar, leer y ver la caja tonta. Recuerdo que llamó Nicksy diciendo que Giro, el perro, estaba en casa de su madre, pero que él estaba aburrido y pensando en mudarse a un piso con Tony. Sabía cómo se sentía. Un día, sólo llevaba unos días en casa, estaba en mi habitación leyendo a James Joyce cuando entró mi padre y me dijo que recogiera mis cosas. Cuando me dijo que me habían «dado plaza» en rehabilitación fue como cuando presumía delante de otra gente de que me habían «dado plaza» en la universidad un par de años antes. No pudo disimular el tono de emoción con que lo dijo.
Lo malo fue que cuando me pasé por la clínica ya les habían informado de lo que pasaba y me redujeron la metadona para prepararme para la desintoxicación. Así que empaqueté algo de ropa y unos libros. Encontré un bloc de papel con membrete municipal que Norrie Moyes me había dado hace siglos del que me había olvidado: estábamos planeando una venganza contra los Curran, pero al final se quedó en nada. Lo metí en una carpeta y la guardé en la bolsa.
Camino del puto culo del mundo en mitad de Fife caen chuzos de punta. Voy en el asiento de atrás y mientras mi padre conduce en silencio, mamá parlotea nerviosamente entre un pitillo y otro. Cuando llegamos allí, después de atravesar una aldea piojosa en la que hay unas cuantas casas, una iglesia y un pub, y aparcar delante de un edificio blanco de una planta, me encuentro chunguísimo y me dan calambres: ya he empezado a acusar la reducción de la dosis de metadona. Ni siquiera soy capaz de salir del asiento trasero del coche cuando el viejo sale y abre mi puerta. Cuando entra el aire frío a saco, me da una punzada de terror que me hace sudar.
—¡No quiero hacerlo!
Mientras oigo a mi madre decir algo respecto de hacer borrón y cuenta nueva, mi padre me suelta:
—Ahora ya no depende de ti, amigo —y me coge del brazo y empieza a sacarme del coche a tirones.
Me agarro al respaldo del asiento.
—¿Qué derecho tenéis a forzarme a entrar ahí?
Mi madre se da la vuelta, y mirándome con sus ojazos de chalada, me arranca la mano del asiento.
—Que nos importas, hijo, eso es lo que nos da el derecho… ¡Suelta! —Y mi padre pega otro tirón y salgo volando del coche; casi me caigo, pero me ayuda a mantenerme en pie sujetándome por la chaqueta como si fuese una muñeca de trapo—. Vamos, hijo, espabílate —me dice con firmeza, pero a la vez con ternura y como alentándome.
Cuando me enderezo sobre mis piernas temblorosas me doy cuenta de que mis ojos escocidos derraman lágrimas a chorros y me las seco con la manga, llenándola de mocos. Mamá baja del coche, y murmura con cara desconsolada:
—No sé por qué nos ha pasado esto a nosotros…
—Igual ha sido Dios —me aventuro, al tiempo que mi padre afloja la presión sobre mi brazo—, te estará poniendo a prueba otra vez o algo.
Ella me mira y se acerca como el rayo mientras le grita a mi padre.
—¿Lo has oído, Davie? ¡Es malvado! —exclama señalándole—. Mira lo que dices, so desagradecido…
—Es la droga quien habla, Cathy, el síndrome de abstinencia —dice mi padre con sombría autoridad y mirándome con los ojos entornados. Ahora que la vieja está perdiendo los papeles, él puede hacer de poli bueno. El viejo tiene mal genio, pero no le gusta sacarlo. La vieja suele ser tranquila, así que mi táctica ha consistido en procurar que ella haga de cabrona chunga, cosa que curiosamente tiende a desactivar la mala leche del viejo. Pero ahora me encuentro fatal y el tiempo se me acaba. Me pica la garganta y siento ganas de arrancarme los ojos. Estornudo dos veces, con unas convulsiones sísmicas que hacen estremecerse todo mi cuerpo, y el viejo me mira con cara de preocupación.
Miro a mi alrededor, pero no hay donde huir.
—Vamos —me ordena papá, con un punto de impaciencia en la voz.
Recorremos el camino de grava hasta llegar a la puerta principal del edificio blanco y entramos. El sitio rezuma un omnipresente ambiente a control estatal: paredes de color blanco magnolia, moqueta marrón, penetrante luz cenital.
Nos recibe la directora del centro, una mujer flaca de pelo oscuro rizado, recogido en una coleta, gafas de montura roja y facciones finas y delicadas. No me hace el menor caso y opta por darles la mano a mis padres. Un tipo grande y lozano que luce un flequillo rubio me sonríe.
—Yo soy Len. —Coge mi bolsa de viaje—. Voy a llevarme esto a tu habitación.
El viejo vuelve la cabeza y echa un vistazo general.
—Pues no parece mala choza, hijo —dice dándome un apretón en la mano con los ojos llorosos—. Tienes que aguantar hasta el fin, muchacho —susurra—. Confiamos en ti.
La tía flacucha y gafotas está venga a parlotear con mi madre, que la mira con cierto recelo.
—St. Monans se basa en un sistema cooperativo entre dos departamentos sanitarios y tres departamentos de asistencia social. Se compone de un programa de desintoxicación seguido de una terapia individual centrada en el paciente y sesiones de terapia grupal.
—Ajá…, me parece muy bien…
—El grupo es un elemento fundamental de nuestra filosofía. Lo concebimos como una manera de combatir las estructuras de relaciones exteriores que refuerzan las pautas de comportamiento del paciente drogodependiente.
—Ya…, es muy acogedor —dice mamá mientras mira las cortinas y frota la tela entre el pulgar y el índice.
—Bueno, pues éste no les va a dar ningún problema —dice mi padre volviéndose hacia mí—. Vas a aprovechar esta oportunidad que te están dando, ¿verdad?
—Claro —digo mientras me fijo en un chisme con el horario que hay colgado en la pared detrás de él. Dice HORA DE LEVANTARSE 7.00. Y una mierda.
Aprovecharé la primera oportunidad que se me presente para irme a tomar por culo de aquí.
—Lo que sea con tal de alejarte de las calles y de perdedores y chalaos como el Spud ese. Y el tal Matty. Esa gente no tiene ambición —dice disgustado.
—Abandonar el entorno que refuerza el comportamiento drogodependiente es uno de los aspectos fundamentales de nuestro programa. Proporcionamos un marco disciplinado y estructurado, y ofrecemos al paciente drogodependiente la oportunidad de hacer balance. —Así dijo Flacucha Gafotas.
—Te arrastrarán a su nivel, hijo. Yo sé lo que es —advierte mi madre mirándome con una intensidad perturbadora.
—Son mis colegas. Tengo derecho a andar con quien quiera —digo, mientras oigo un portazo en algún lugar distante, seguido de una amenaza pronunciada en voz alta.
—Son yonquis —dice ella frunciendo el ceño.
—¿Y qué? No hacen daño a nadie —le suelto mientras capto la expresión de incomodidad de Flacucha Gafotas: es consciente de que está en medio de una riña familiar, pero aun así mantiene esa actitud de prerrogativa de que estamos en su centro. Nadie más parece oír la consternación procedente de una habitación lejana, ni las pisadas atronadoras que llegan de algún pasillo.
Este sitio podría llegar a ser muy divertido, ya lo creo.
—¿Que no le hacen daño a nadie? —gime mi padre, apenado—. Te pillaron con las manos en la masa, hijo, ¡saliendo de esa tienda con aquella hucha! Robándole a una anciana, hijo, a una pensionista que intentaba ganarse la vida y hacer algo por los animales enfermos. ¿No te das cuenta de lo mal que está eso, hijo? —y mira a Flacucha Gafotas (que pone cara seria pero neutral a la vez) en busca de apoyo, antes de volverse de nuevo hacia mí—. ¿No te das cuenta de lo que eso dice de ti?
Una vieja apestosa que, total, está a punto de espicharla…, vieja chivata de los huevos…
—Te iba mejor cuando andabas con Tommy y Francis y Robert, hijo —insiste mamá—. Cuando ibas al fútbol y todo eso. ¡Siempre te gustó el fútbol!
De repente me entra una punzada de pánico y lo único que me apetece es agacharme por la sensación de frío y de mareo que me asalta. Pero en lugar de hacer eso, me vuelvo hacia mi nueva anfitriona:
—Si me encuentro mal de verdad, ¿aquí me seguirán dando metadona?
Flacucha Gafotas me echa una mirada calculada e impasible, como si me estuviera viendo por primera vez. Niega lentamente con la cabeza.
—Este programa consiste en prescindir por completo de drogas. Aquí vas a dejar el tratamiento de metadona. Vas a formar parte de un grupo, de una sociedad, aquí en St. Monans, una sociedad que trabaja, descansa y juega unida, y no te equivoques, será duro —dice mirando ahora a mis padres—. Y ahora, si me disculpan, señor y señora Renton, deberíamos dejar que Mark se acomode.
¡Me cago en la puta!
Mi madre me da un abrazo que me cruje. Mi padre, consciente de mi obvia incomodidad, se conforma con una cansina inclinación de cabeza. Tiene que tirar de ella para llevársela, porque está llorando que te cagas.
—Es mi niño, Davie, siempre será mi niño…
—Venga, vamos, Cathy.
—Ya verás como me pongo las pilas aquí, mamá, ya lo verás. —Intento esbozar una sonrisa.
¡Iros de una puta vez! ¡Ya!
Quiero acostarme. No quiero formar parte del soso grupito de Flacucha Gafotas, de su puta sociedad. Y sin embargo, mientras mis padres se alejan, empiezo a fantasear con enamorarme de ella: Flacucha Gafotas y yo en una isla del Caribe con una reserva inagotable de jaco procedente de sus jefes de la seguridad social. Es como una de esas bibliotecarias sexys que son superfollables en cuanto se sueltan el pelo y se quitan las gafas.
Así que Len me acompaña a mi habitación. A pesar de su porte pulido y afable, es un capullo grandullón, una especie de segurata benévolo, y no me molaría tener que vérmelas con él. Enciende la luz fluorescente, que parpadea como la iluminación de un night club antes de estabilizarse, inundando la habitación de un resplandor enfermizo acompañado por el consabido zumbido. Me echo en la cama y examino el cuarto. Es un híbrido prosaico, a mitad de camino entre las residencias de Aberdeen y el camarote del Freedom of Choice. Tiene el mismo escritorio empotrado con estantes y silla que había en la uni, y un armario y una cómoda de diseño similar. Pero Len el Flequis me dice que no me ponga demasiado cómodo. Hay una sesión de presentación en la sala de reuniones, al parecer sólo para que el pobrecito de Renton conozca a los demás. Me pregunto si Spud o Keezbo estarán aquí o si los habrán enviado a otro sitio.
—¿Cuánta gente hay aquí?
—En este momento tenemos nueve pacientes.
Pero lo primero que hace es entregarme un horario, el mismo que vi en la pared de la recepción.
—Sólo quiero explicártelo rápidamente…
Junta de Salud de Lothian/Departamento Regional
de Asistencia Social de Lothian
Grupo de Drogodependencia de St. Monans
Horario diario
—¿Levantarse a las siete de la mañana? ¡Estáis de coña!
—Sí, al principio es duro —reconoce Len—, pero la gente se acostumbra enseguida. Se trata de poner algo de orden en unas vidas caóticas. Nos reunimos para el desayuno, que es de asistencia obligatoria para todos, aunque estén en desintoxicación, y después se os entrega la medicación que os haga falta.
—Las siete de la mañana es una ridiculez —me quejo. La última vez que me levanté tan temprano fue para currar en la empresa de Gillsland—. ¿Y eso de la meditación de qué va? ¡No voy a rezar ni a cantar ni nada por el estilo!
Len se ríe mientras niega tranquilizadoramente con la cabeza.
—No es nada religioso, no seguimos el modelo de Narcóticos Anónimos ni de Alcohólicos Anónimos. No os exigimos que os sometáis a Dios ni a ninguna potencia sobrenatural, aunque si queréis hacerlo nosotros no tenemos nada en contra. Ha demostrado ser muy eficaz y popular entre los pacientes drogodependientes en el pasado.
La única potencia sobrenatural a la que me sometería jamás sería la de Paddy Stanton, o la de Iggy Pop.
—¿De qué va todo el rollo este de la «drogodependencia»?
—Preferimos utilizar ese término que el de adicto.
—Muy bien —digo encogiéndome de hombros.
Len da golpecitos en la hoja de papel con su grueso dedo para que vuelva a fijarme en el horario.
—El grupo de revisión del proceso nos permite hacer balance de nuestro funcionamiento como miembros de esta comunidad, y señalar cualquier problema que pueda haber surgido entre nosotros. Como podrás imaginar, estas reuniones pueden ser bastante conflictivas. Después del almuerzo tenemos las sesiones individuales, en las que trabajarás con Tom o con Amelia. Luego hacemos una sesión en grupo para tratar sobre las cuestiones que rodean a la drogodependencia. Después de la cena toca tiempo libre: tenemos una televisión, una mesa de billar y algo de material para hacer ejercicio y música. No es gran cosa, sólo unas cuantas mancuernas y una guitarra, pero esperamos conseguir más material dentro de poco. Hay un pequeño refrigerio optativo, normalmente chocolate a la taza o leche malteada con galletas. A las once en punto se apagan las luces de todas las zonas comunes y la tele. Durante los cuarenta y cinco días del programa, no se os permitirá hacer ni recibir ninguna llamada telefónica, salvo por razones humanitarias y con el consentimiento previo de alguno de los directores del centro. Sí se os permitirá enviar y recibir cartas, pero todo el correo entrante será abierto y examinado antes de que se os entregue. No se permiten drogas de ninguna clase, alcohol incluido, en las instalaciones. Hacemos excepción a nuestro pesar con la nicotina y la cafeína —me dice sonriendo—. No se os permitirá abandonar las instalaciones durante el periodo de tratamiento, salvo si se trata de salidas programadas y supervisadas por el personal del centro.
—¡Esto es como la puta cárcel!
Len cabecea desdeñosamente.
—En la cárcel sólo te encierran, y luego te echan. Nosotros queremos que os pongáis bien. —Se pone en pie—. Muy bien, tenemos una pequeña reunión de presentación en tu honor, pero antes deja que te enseñe las instalaciones.
Me hace una visita guiada de «la instalación», como ellos la llaman. Me explica que estamos en la aldea de St. Monans, en la comarca de East Neuk of Fife, cerca de Anstruther, un antiguo y pintoresco pueblecito pesquero, que en la actualidad vive del turismo. Pero como nunca vamos a salir a verlo, daría igual que estuviera en el quinto pino. La aldea y el centro reciben el nombre de St. Monans, un santo del que nadie sabe nada. Es el Santo Patrón de Una Puta Mierda y, por tanto, ideal para este lugar. El centro es un edificio en forma de U que tiene un jardín amurallado en la parte de atrás. Tiene diez dormitorios, una cocina, un comedor y una sala de recreo con mesa de billar y tele. Junto a la sala de recreo hay una pequeña terraza cubierta que da a un patio y al jardín, que está rodeado de árboles de gran tamaño.
—Y ésta es la sala de reuniones —dice Len mientras abre una puerta, pero en cuanto entro lo primero que oigo es «RENTON, CACHO CABRÓN» y luego un montón de risotadas seguidas por una ronda de aplausos. No me lo puedo creer. ¡Están todos aquí, joder!
—¡Joder! ¡Cabrones! —me oigo gritar, encantado. ¡Ha sido como entrar en una fiesta de cumpleaños sorpresa!
—Ahora ya estamos todos, chicos —dice riéndose Johnny Swan, ¡que lleva una puta corbata!
Veo a Keezbo, medio frito, con el codo en el brazo de la butaca y el cabezón apoyado en uno de sus mantecosos puños, y a Spud, sentado, temblando, y abrazado a su propio cuerpo en la clásica pose yonqui.
—Pasa, tronco —me dice.
Y Sick Boy está tirado en un sillón que hay en la esquina. Lo saludo con la cabeza y me siento a su lado.
—Bonita casa la que tiene tu tía.
Esboza una sonrisa cansina.
—No me quedó otra.
Spud pregunta a Len si puede darle algo para los calambres y Sick Boy y Swanney me presentan a un tío de Niddrie que se llama Greg Castle, al que inevitablemente llaman Roy[174]. Hay un tipo pequeño con pinta asustadiza, Ted, de Bathgate, y un Weedgie de ojos negros y la nariz larga, rota y torcida conocido como Skreel. Llegó justo ayer y tiene unos temblores del carajo. Sólo hay una chica, una tía de melena rizada y facciones chupadas llamada Molly, que me mira con hostilidad manifiesta. Las marcas de pinchazos que tiene en el dorso de sus muñecas, flacas y pálidas, ya tienen tela en sí mismas, pero no son nada comparadas con esas marcas de cortes rojas de distintas profundidades, de precisión casi quirúrgica. Pero el que da más miedo es un motero enorme llamado Seeker al que nunca había visto pero conocía de oídas. Sus ojos vidriosos me miran fijamente por un momento con potencia de rayos X, antes de apartar la vista como si ya lo hubiera visto todo y ahora todo le aburriera igualmente.
Swanney me lanza un guiño furtivo y saca discretamente una navajita. Lo veo haciéndose un cortecito dentro de la boca y recogiéndose la sangre en las manos, mientras mira a Len, que se caga.
—Se me ha saltado el punto…
—La enfermera no está…
—Yo le acompaño a que se lo limpien —me ofrezco rápidamente.
—Vale…
Pillo a Sick Boy, Keezbo y Spud fulminándonos con la mirada mientras Swanney y yo nos piramos por el pasillo rumbo al tigre. Lleva todo el material necesario en la bota y prepara rápidamente unos picos.
—El último de la cosecha, colega. Disfrútalo porque nos espera un duro viaje…
Se quita la corbata y me hace un torniquete en el brazo. Estamos pegándole a una papela de speed y se me cae de la mano cuando él me chuta y la heroína me llega al cerebro, aniquilando todo el dolor de este mundo.
De puta madre, cabronazo…
Me recuesto todo feliz en el tigre mientras Swanney se pica y me cuenta que había estado guardando jaco para uso personal, y que éste es el último. Recupera la papela de speed y nos la terminamos, aunque sea lo último que me apetece.
—Cógela —me ordena mientras se esfuerza por colocarse la corbata—. Si se dan cuenta de que estás colocado, se acabó —dice poniendo los ojos en blanco—. Pero aquí no se está mal, es una red de contactos estupenda.
—Gracias, Johnny —le digo con voz entrecortada—, ha sido todo un detallazo por tu parte, tío.
—No hay de qué —me suelta.
Cuando volvemos, Len el Flequis y Flacucha Gafotas están lanzados a un discurso que no escucha ni dios, porque están todos repanchingados, y nosotros hacemos lo mismo. Aquí dentro voy a estar bien. Ésta es mi gente: la cuadrilla de St. Monans.