PUERTO SEGURO

Ahora siempre tengo las manos frías. Como si me fallase la circulación. Antes no las tenía así. Me las ando frotando, ahuecándolas y soplando en ellas hasta en los días de calor. Tengo el pecho congestionado, y el sistema respiratorio permanentemente obstruido por una flema espesa.

Duf duf duf…

Pero soy yo quien se ha hecho esto a sí mismo. Nadie más me ha jodido; ni Dios ni Thatcher. Lo he hecho yo; he destruido el Estado soberano de Mark Renton antes de que esos cabrones pudiesen acercarse siquiera a él con su bola de demolición.

Resulta raro volver al hogar paterno. Está muy silencioso desde la muerte de Davie. Incluso cuando estaba en el hospital seguía teniendo una gran presencia; mi madre y mi padre corrían de un lado para otro, siempre preparándose para visitarlo, comprando cosas que llevarle, hablando sin parar sobre su estado con parientes y vecinos. Ahora los niveles de energía de la casa se han desplomado y parece que ya nada tenga sentido; cuando llegué, el viernes por la noche, ya estaban los dos en la piltra. Billy seguía levantado.

Sólo había venido a recoger unos elepés para venderlos, pero acabé sentándome a ver el boxeo con Billy y luego me quedé a sobar en mi antigua cama. Mi cuerpo está metabolizando el jaco más rápido. Antes solía pasar días sin meterme. Ahora la cosa anda en torno a las cuatro putas horas. Me he vuelto más aletargado y más vago, básicamente para ahorrar energía y no quemar el jaco. Estoy irritable. Aburrido. Despistado. Y, sobre todo, apático. Levantarme del sofá (para cualquier cosa que no sea meterme jaco) me cuesta un esfuerzo monumental.

Keezbo y yo nos apuntamos al programa de la metadona, seguidos por Sick Boy. Le quita hierro al mono pero es una mierda y seguimos todos con tembleques y siempre en busca de bacalao. Se lo cuento a la chica de la clínica y me dice que sólo necesitamos algunos «ajustes» para eliminar todos los síntomas del síndrome de abstinencia. ¡Casi nada, joder!

La mayor parte de los días, cuando no ando buscando jaco, me dedico a leer el Ulises de Joyce, que me sorprendió y agradó encontrar en la biblioteca de McDonald Road. La verdad, antes nunca lo había pillado, me parecía un rollo insoportable y punto, pero ahora me pierdo en él, y flipo con las palabras y las imágenes que sugieren igual que si estuviera de tripi. Ojalá me lo hubiera llevado conmigo a casa de mi madre.

En el programa de la metadona hay que presentarse a diario en la consulta del hospital de Leith. Tienen previsto chaparlo el año que viene, pero tengo que ir allí a que me evalúen y me den mi jarabe con sabor a limpiarretretes. Es un poco como estar apuntado al paro, pero tienes más sensación de formar parte de una comunidad. Te encuentras con mogollón de picotas. Algunos parecen avergonzados, y entran como escondiéndose, a otros se la suda completamente y enseguida te preguntan si llevas algo. Algunos son chalaos, ni más ni menos. Si no se hubieran enganchado al jaco se habrían enganchado a otra cosa. La mayoría no, sólo son tíos del montón que se han drogado hasta sumirse en la inconsciencia para rehuir la vergüenza de no estar haciendo nada. El aburrimiento los ha vuelto locos, locos por las drogas. Por lo general se lo guardan todo dentro, y mantienen la máscara de la compostura con palabrería dura y burlona y humor patibulario. No pueden permitirse el lujo de que les importe algo, y saben que si aparentan apatía el tiempo suficiente, ésta no tardará en estrecharlos entre sus brazos. Y están en lo cierto.

La metadona es una mierda. No coloca nada, pero me dicen que insista porque con el «ajuste fino» de mi dosis, me quitará las molestias y será muchísimo mejor que la alternativa. A veces, en la clínica te miran como si fueras una rata de laboratorio y te hablan con un tono callado y ceremonioso. Me hicieron análisis de sangre, no sólo para el VIH, insistió el tío. Al menos están haciendo algo. Por fin se han dado cuenta de que ahí afuera están pasando cosas fuertes.

Desde luego, en casa de mi madre no pasa gran cosa. Me he dado cuenta de que cuando mi vieja y mi viejo no están, Billy y yo dejamos de competir, nos olvidamos de que nos aborrecemos mutuamente y en realidad nos llevamos razonablemente bien. Estuvimos viendo a un boxeador negro americano arrollar a la última y malhadada esperanza blanca.

Entonces Billy dijo algo así como:

—No aguanto la vida de civil, joder.

—¿Estás pensando en volver a alistarte?

—Puede.

Resistí el impulso de seguir hablando del tema. En estas cuestiones, Billy y yo no nos entendemos de ninguna manera, y aunque a mí me parece que es un pringao total, es su vida, y no seré yo quien le diga cómo tiene que vivirla. Pero él siguió hablando un rato más, diciendo que los oficiales eran unos gilipollas y que se cagaba patas abajo durante las patrullas a pie, pero que a la vez molaba tener colegas que te apoyaran y sentir que formabas parte de algo. La semana que viene lo van a juzgar por pegarle una paliza a un capullo en un bareto, así que anda perdidísimo y de los nervios.

Billy se ha instalado en la antigua habitación de Davie, la buena, la que tiene vistas al río. La asignación del mejor dormitorio a alguien al que le hubiese dado lo mismo estar en un sótano que en un ático suscitó cierto resentimiento conjunto por parte de Billy y de mí cuando nos mudamos aquí desde The Fort hace unos años. El muy cabrón no se cortó a la hora de reclamarla para él tras la muerte de Davie. Pero da igual, tampoco es que yo esté planeando volver a casa. Ahora la que fue su parte de la habitación se ve desnuda. Se ha llevado su foto enmarcada de Donald Ford[166] con la elástica que llevaban los Jambos en los setenta, parecida a la del Ajax, y el pergamino caligrafiado que hizo en clase de arte (su único logro visible tras once años de educación pública) con la letra completa de Hearts, Glorious Hearts[167] en tinta granate. Por suerte, la figurita de plástico del rey Billy[168] a caballo que contemplaba con aire reprobador los pisos infestados de hinchas del Hibernian desde el alféizar también ha desaparecido.

La cinta adhesiva que colocó hace siglos sigue en el suelo, atravesando la alfombra. La levanto y veo una línea gruesa más oscura que contrasta con el azul claro desteñido por el sol. Billy la llamaba el Muro de Berlín invisible, que lo separaba de mi póster de la Copa de Liga del 72, presidido por Stanton, una foto de equipo del Hibs de la temporada del 73, con las dos copas expuestas, y una foto de Alan Gordon en pleno lanzamiento. Hay una reciente de Jukebox. Tengo una foto buenísima de la iglesia de St. Stephen’s Street donde Tommy pintó con espray IGGY ES DIOS en el lateral del edificio y un montaje de fotos adolescentes que me hice, primero de punk y luego de soul boy, en las que cada corte de pelo da más vergüenza que el anterior. Debería acercar la cama un poco más a la ventana, porque Billy no va a volver.

Es más, ha tenido las narices de ir y comprar una cama de matrimonio para poder tirarse a Sharon cómodamente en la habitación de Davie cuando ella se queda a dormir. Un picadero para Jambos. ¿Cómo cojones conseguirá el muy pervertido que se le levante con mis padres durmiendo en la habitación de al lado? ¿Es que no tiene dignidad, joder? Yo jamás traería a una chica aquí, a casa de mi madre.

Así que el sábado por la mañana me levanto tarde, pasadas las once. No tengo hambre, pero mis padres, sorprendidos de verme, insisten en que me quede a comer mi picadillo de los sábados. Es una especie de tradición que ella preparara el picadillo temprano, normalmente a mediodía, para que pudiéramos irnos a Easter Road o a Tynecastle, o a veces, en el caso de mi padre, hasta Ibrox. Aunque el fútbol ya no tiene tanta presencia en nuestras vidas últimamente, la costumbre del picadillo de mediodía ha resistido perversamente. Se saca el mantel blanco, luego la fuente de barro con el picadillo bullendo y una cebolla grandota flotando en el medio. Y luego viene el puré de patata, seguido por los guisantes. Pero el silencio y la rigidez de los movimientos de mi madre delatan una tensión clara en la ceremonia: parece que se hayan percatado de que algo me pasa. La vieja se sienta a la mesa con mirada desquiciada, y se ha quedado sin pitis. Le pide a Billy, pero él se encoge de hombros, indicándole que no tiene. Recuerdo que le he oído decir algo acerca de fumar menos o de dejarlo.

—Tengo que bajar a por tabaco —dice ella.

—No necesitas tabaco ahora mismo, Catherine —le dice el viejo como si fuera una niña. Raras veces la llama por su nombre de pila, y me doy cuenta de que algo se cuece porque se miran con nerviosismo y a mí de reojo. Yo le doy vueltas al picadillo en el plato. Me he comido un poco de puré, pero el picadillo está demasiado salado, me escuece los labios porque los tengo secos y cuarteados, y los guisantes parecen unos balines verdes y arrugados, porque se han quedado demasiado rato en el horno. Mi vieja no tiene ni puta idea de cocinar, pero aunque fuese la mismísima Delia Smith[169] yo no podría comer una puta mierda, y tiemblo y parpadeo bajo la luz que entra a borbotones por la ventana grande.

¡Joder, yo sólo había venido a buscar unos elepés!

Por el rabillo del ojo veo a mi vieja levantarse, revolver en los cajones de la alacena, y levantar los cojines del sofá y los sillones por si encuentra algún pitillo perdido debajo. Me está dando mal rollo, y me entran ganas de decirle: «Siéntate a comer de una puta vez, por favor», cuando mi viejo me mira y me dice con tono acusador y mirada acerada:

—Quiero preguntarte algo, algo muy serio. ¿Eres uno de ésos?

Esta vez quiere decir yonqui, no maricón.

—¡Dinos que no es cierto, hijo, dinos que no es cierto! —suplica mamá, agarrada al respaldo de la silla, con los nudillos pálidos de tanto apretar, como si estuviese preparándose para encajar un golpe.

Por alguna razón, paso de mentir.

—Estoy en el programa de la metadona —les digo—, pero he dejado el caballo.

—Puto imbécil —espeta Billy despectivamente.

—Bueno, pues entonces es eso —declara mi padre con frialdad. Luego me mira fijamente con un suplicante—: ¿No?

Yo lo único que puedo hacer es encogerme de hombros.

—Eres un yonqui —dice mi padre entornando los ojos—, un asqueroso yonqui mentiroso. Un drogadicto. Eso es lo que eres, ¿no es así?

Yo lo miro.

—En cuanto me etiquetas, me niegas.

—¡¿Qué?!

—Nada, algo que dice Kierkegaard.

—¿Y ése quién coño es? —suelta Billy.

—Søren Kierkegaard, un filósofo danés.

Mi viejo golpea la mesa con el puño.

—¡Pues para empezar déjate de esas gilipolleces! Porque todo eso se ha acabado: tus estudios y tus oportunidades. ¡Ningún puñetero filósofo te va a ayudar! Esto no es uno de tus caprichos pasajeros, Mark. ¡No es algo con lo que puedes andar enredando hasta que te aburra! ¡Esto es una cosa seria! ¡Estás tirando tu vida por la borda!

—Ay, Mark… —empieza a lloriquear mi madre—, no me lo puedo creer. Nuestro Mark…, la universidad…, estábamos tan orgullosos, ¿verdad, Davie? ¡Estábamos tan orgullosos!

—Esa mierda te mata, lo he leído todo sobre ella —declara mi padre—. ¡Es como ponerse a jugar con una pistola cargada! Acabarás en el hospital, como el chico de los Murphy. ¡Casi se muere, por el amor de Dios!

Mamá se echa a llorar: sollozos jadeantes y entrecortados. Quiero consolarla, decirle que me voy a poner bien, pero soy incapaz de moverme. Estoy paralizado en la silla.

—Puto pringao —me espeta Billy—, esa mierda es cosa de zumbaos.

Es evidente que se han restablecido nuestras comunicaciones habituales, así que miro abiertamente al teleñeco este con un desprecio que te cagas:

—A diferencia de la madura, sensata y socialmente aceptada práctica de estrellarle la cabeza en los morros a completos desconocidos en lugares públicos, ¿no?

Billy parece enfadado por un instante, pero lo deja pasar mientras una indulgente sonrisa se le va insinuando en el careto.

—¡De eso ya hemos hablado! —grita mi padre—. ¡Llevamos toda la semana hablando de éste y de sus puñeteras estupideces! —dice señalando desdeñosamente a Billy con el pulgar sin mirarlo—. ¡Ahora es de ti de quien tenemos que hablar, hijo!

—Escuchadme un momento —les digo—. No es para tanto. Me he pasado un poco con la fiesta y me he enganchado un poco. Sé que tengo un problemilla pero lo estoy solucionando. Estoy yendo a la clínica, me he apuntado al programa de la metadona, y me estoy quitando de la heroína.

—¡Sí, pero no es tan fácil! —chilla mi madre de repente—. ¡Me lo han contado todo, Mark! ¡Lo del sida ese!

—Para pillar el sida tienes que inyectártela —le digo tranquilamente mientras niego con la cabeza—, y yo sólo la fumaba. Pero ya está, se acabó. Es cosa de pringaos, como dice Billy —pero al tiempo que le doy la razón, como el tarado que soy, no puedo evitar que mi mirada se pose en mi brazo.

Mi viejo la ha seguido y, veloz como el rayo, me lo agarra y me remanga, revelando las marcas costrosas y purulentas.

—¿Ah, sí? ¿Y eso qué es entonces?

En un acto reflejo, retiro mi brazo marchito.

—Casi nunca me inyecto y nunca comparto jeringuillas —me defiendo—. Mirad…, sé que se me ha ido de las manos, pero estoy intentando solucionarlo.

—¿Ah, sí? —grita mi madre fijándose horrorizada en mi brazo—. Pues no parece que te estés esforzando mucho, ¿no?

—Pues estoy haciendo todo lo que puedo.

—¡Se está automutilando, Davie!

—Por lo menos reconoce que tiene un problema, Cathy —la consuela mi padre—. Algo es algo, —parece admitir. Luego me fulmina con la mirada y me pregunta—. ¿Fue en Londres donde empezaste a hacer esto?

No puedo evitar reírme en alto al oírlo. Tengo más acceso al bacalao aquí del que jamás podría tener allí.

—Ya puedes reírte, ya —dice sombríamente, y luego—: Simon no es así, ¿verdad? Stevie, Hutchy, no es así, ¿no?

—No —le digo, por algún motivo, no quiero meter a Sick Boy en esto—. Ellos nunca la han probado, ¿vale? Sólo yo

—Claro, el puñetero primo —dice mi madre con amargura.

—¿Pero por qué, hijo? —implora mi padre—. ¿Por qué?

Nunca se me ocurre qué responder a esa pregunta.

—Me da buen colocón.

Los ojos se le salen de las órbitas como si le hubiesen atizado en la nuca con un bate de béisbol.

—¡Maldita sea, tirarte por un barranco probablemente da buen colocón hasta que llegas abajo! ¡Espabila, por Dios!

—Esto es una pesadilla —gime mamá—. No es más que eso: ¡una maldita pesadilla!

A continuación se produce un gratificante silencio, se oye el leve tictac del elegante reloj de péndulo, el que el viejo le compró a su colega, el granuja de Jimmy Garrett, en el mercado de Ingliston. Entonces suena. Lentamente, da doce campanadas plomizas, aunque pasen bastante de las doce, midiendo nuestras vidas en latidos…, dum…, dum…, dum…

Intento comer un poco de picadillo, pero tengo las tragaderas jodidas. Noto cómo me baja por la garganta, pero los músculos no me funcionan. Es como si se me acumulara en el esófago y me fuera ahogando con cada bocadito, hasta que noto un repentino alivio cuando por fin me llega a la tripa, prieta como una pelota de tenis. Mi madre, que me ha estado escrutando detenidamente, parece acordarse de algo, y acto seguido se levanta con una repentina urgencia desquiciada que altera a todos los capullos presentes y se acerca de un salto a la alacena, donde coge un sobre y me lo entrega.

—Ha llegado esto para ti —me dice en tono acusador.

Tiene matasellos de Glasgow. No tengo ni zorra de qué es ni de quién viene. De repente, soy consciente de los tres pares de ojos ardientes clavados en mí, lo que me dice que estaría feo guardarlo para luego. Así que lo abro. Es una invitación.

El señor y la señora de Ronald Dunsmuir

tienen el placer de invitar a

Mark Renton

al enlace de su hija

Joanne April con el señor Paul Richard Bisset

que tendrá lugar en

la iglesia de St. Columba de Escocia,

Duchal Road, Kilmacolm, Rensfrewshire, PA13 4 AU

el

Sábado, 4 de mayo de 1985, a las 13.00

y al posterior banquete que se celebrará en el

Bowfield Hotel y Club de Campo,

Bowfield Road, Howwood, junto al aeropuerto de Glasgow,

Renfrewshire, PA9 1DB

Se ruega confirme su asistencia: 115 Crookston

Terrace, Paisley, PA1 3PF

—¿Qué es? —pregunta mi madre.

—Nada, una invitación de boda. Mi viejo amigo Bisto, de la universidad —le digo, sorprendido de que se vayan a casar y alucinado de que me hayan invitado. Joanne debe de estar preñada; es la única explicación posible, ya que a los dos aún les queda otro año en Aberdeen para terminar. La última vez que vi a Joanne fue en Union Street. Yo tenía una pinta de borrachín que tiraba de espaldas y me dirigía a casa de Don. Ella iba con otra chica. Ni me miró; se caló bien la capucha de la sudadera y cruzó la calle.

Mamá se pone a mirar al vacío, meneando la cabeza mientras una capa de lágrimas le cubre los ojos. Luego me echa una mirada furibunda y angustiada:

—Podría haber sido la tuya…, con la Fiona aquella, tan maja —lloriquea—. O incluso con Hazel. —Mira a mi viejo, que asiente y le aprieta la mano.

—Pues sí, me libré por los pelos —digo yo.

—¡No empieces, Mark! ¡No empieces, me cago en la leche! Sabes muy bien a qué se refiere tu madre —grita mi padre.

Lo que sé muy bien es que llevo aquí un buen rato y, ahora que lo del jaco es de dominio público, no estoy de humor para oír más tediosas disquisiciones sobre en-qué-nos-hemos-equivocado. Fundamentalmente, se equivocaron al satisfacer sus caprichos egoístas de traer más vidas a este planeta hecho polvo. Yo no pedí que me trajeran a este mundo y no me da miedo morir. Lo único que pasará será que todo será igual que antes; no debía de ser un sitio tan estupendo, pero tampoco una mierda tan enorme, porque de lo contrario me habría acordado. Sólo había venido a buscar mis putos discos. Billy me mira, sabiendo muy bien lo que estoy haciendo, pero no dice nada.

Me paso por el cuarto de baño para mangarle los Valiums a la vieja, y subo por el Walk, renqueando por el peso de los discos que llevo en la vieja bolsa de Sealink. Afortunadamente, me encuentro a Matt y a Sick Boy en Kirkgate. Se les ve tan chungos como yo me siento y ninguno de los dos está demasiado entusiasmado cuando les pido que me ayuden a llevar la bolsa. Con todo, Matty la lleva un rato, aunque es evidente que lo hizo básicamente para pispear qué había dentro. Fue entonces cuando caí. Bowie, Iggy, Lou: todos iban a desaparecer.

—Joder, será una gran pérdida —dice Matty expresando astutamente mis pensamientos.

—Me los grabaré antes —le replico a la defensiva.

—Ya te veo haciéndolo, ahora mismo, joder —me suelta. Sick Boy va callado, se encorva hacia delante al andar, con los brazos cruzados sobre el pecho.

No pienso discutir con el capullo de mierda este.

—Pues le diré a Hazel que me los grabe, tiene aguante para el aburrimiento.

Matty se encoge de hombros y llegamos a la tienda. Sick Boy se queda fuera fumando mientras yo coloco los discos en el mostrador. El tío los examina con una cara que ya me conozco: yo mismo la he usado montones de veces en el trabajo.

—A Bowie siempre puedo moverlo —me dice—, pero Iggy y los Stooges y Lou y la Velvet no le interesan a nadie. Demasiado setenteros.

PUTO CABRÓN.

Así que me tanga con el precio y Matty finge echar un ojo a los discos y cintas expuestos mientras cuenta mentalmente cada billete y cada moneda que el tío me pone en la mano. Cuando salimos vemos a ese bujarrón vergonzante y estirado del Frente Nacional, Olly Curran, subiendo por el Walk.

—¿Todo bien, Olly?

—Sssí… —dice con ese tonillo de víbora siseante que tiene mientras nos mira por encima del hombro primero a mí, luego a Sick Boy y luego a Matty. Es evidente que cree que somos escoria, una desgracia para la raza superior blanca.

—Eres un Connell —le dice a Matty con un tono levemente acusador.

Matty, pitillo en mano, se retuerce el pendiente como si tratase de sintonizarse el cerebro.

—¿Y?

—Ya no vives en The Fort —dice Olly.

—No, ahora vivo en Wester Hailes.

Olly le dispensa una mirada de guardia de seguridad, demasiado espesa y zafia hasta para un policía, y luego se hace un silencio. Así que voy y digo:

—Llevas ese cuello almidonado como todo un militar, Olly.

Él sonríe, con su mirada ladina rebosante de odio imbécil, antes de ponerse todo farruco y espetarme:

—Bueno, a algunos nos gusta mantener cierto nivel.

—Ya, bueno, desde luego está impecable. Tengo entendido que a la parienta le gusta lo de meter el dhobi en la Bendix[170].

—Ssssí —sisea suavemente, receloso pero engreído—, así es.

Sick Boy asiente y dice:

—Yo conocí a una tía obsesionada con el tema ese. No podías meter nada en la lavadora. Siempre tenía que ser en la Bendix.

—Sí…, a veces es una lata —rumia Olly—, porque la lavadora funciona perfectamente.

—Pero, claro, si está acostumbrada a meterlo en la Bendix… —comenta Sick Boy con una risilla.

Me está costando un huevo no reírme, y la boca de Matty, abierta como una gruta y sus ojos como platos indican que el muy capullo sabe que estamos de vacile pero no tiene ni puñetera idea de por dónde van los tiros.

—Ya —declara Olly—, su madre era de la misma cuerda.

—Pero seguro que alguna vez utilizará la lavadora, ¿no? —pregunta Sick Boy.

—Muy poco.

—Pero seguro que a ti te gustará echar un dhobi ahí de vez en cuando, ¿no? —le suelta Sick Boy.

—Alguna vez lo intento, pero ella está siempre emperrada con lo de la Bendix.

—¿Y alguna vez te ha dado a ti por ahí? —le pregunto.

—Cuando era más joven y estaba soltero, sí. Pero entonces era marinero y se me exigía pulcritud…, ¿qué?…, ¿qué?… —empieza Olly cuando ya no podemos aguantarnos—. ¿De qué os reís? ¡Os habéis metido algo, maldita sea! ¡Os conozco! ¡Ya sé de qué vais!

—A ver, ¿de qué? —le respondo.

Me mira la muñeca, y el pus que supura la postilla sobre la piel de gallina blanca.

—Accidente laboral —le digo guiñándole un ojo, pero da media vuelta, asqueado, y echa a andar Walk arriba.

—¡Hala, a tomar por la Bendix! —le grita Sick Boy. Me duelen los costados de reírme. Pero me doy cuenta de que quien da risa soy yo, todos nosotros; el dolor empieza a notarse y nos miramos unos a otros, cegados por los mocos, sintiéndonos como leprosos en nuestro propio barrio. Los transeúntes se nos quedan mirando con cara de horror y asco: su desprecio es palpable.

—Vámonos echando leches de aquí —dice Sick Boy.

Dolor. Dolor psíquico.

Y se avecina más cuando llegamos a Tollcross. Matty opta por esperarnos abajo.

—No soy bienvenido, joder —dice. Dentro, las tomateras de la ventana se ven tan podridas y desastradas como Johnny, que está sentado delante de unas rayas de speed. Yo cometo el gran error de darle la pasta que le debo. Se la guarda y luego se niega a pasarnos nada más.

—Sólo una bolsita, colega.

—Lo siento, amiguete, los negocios son así.

—Pero te acabo de dar algo de panoja, sabes que soy de fiar.

—Si no hay guita, no hay jaco. No hay mucho material circulando, así que el que hay es para los que pagan al contado. Yo que vosotros conseguiría la guita y me daría vidilla por si acaso.

—Venga, Johnny, somos colegas…

—En esta movida no hay colegas, chaval, ahora somos todos conocidos —me suelta—. En los tiempos que corren el Cisne Blanco no es más que un engranaje de la máquina, compadre.[171] —Se llena los pulmones de sulfato—. Soy director de una sucursal de Virgin, no el dueño de la Tienda de Discos de Bruce. No sé si me entiendes.

Tiene razón. Ahora mismo no hay del blanco, y el turrón ha inundado la ciudad a saco. Swanney la está moviendo para otro, así que está bastante abajo en el escalafón. Estamos como empezamos. Matty se pone a gimotear cuando llegamos al fondo de las escaleras.

—¿Nada? ¿Joder, pero qué me dices? ¿Cómo que nada? —El muy capullo nos acusa de estar rateándole y la discusión sigue calle abajo—. Puto mongolo —me suelta.

—Me gustaría que dejaras ya el rollo ese de lo de mongolo, Matty.

—Sólo porque tu hermano lo era —dice; las palabras tabú salen chisporroteando de la asquerosa bocaza de tano del muy cabroncete.

—Nah, el síndrome de Down fue prácticamente el único problema de salud que el pobre mamoncete espástico nunca tuvo —le digo, avergonzándonos a los dos al mismo tiempo.

—Ya te hemos dicho que no hay jaco, coño —le espeta Sick Boy mosqueado—. Y corta el rollo ese de que te rateamos. ¡Ya me dirás cómo se le puede ratear algo a un puto gorrón que no se ha rascado el bolsillo una puta vez, joder!

Al oír eso, Matty cierra el pico, y seguimos caminando en silencio. Llegamos al Foot of the Walk, jodidos y temblequeando, y entonces oímos un chillido que nos hiela la sangre:

—¡SI-MOON!

Dos lolitas que están delante de la puerta del Central nos hacen gesto de que nos acerquemos. Es el último sitio donde querría estar ahora mismo pero no hay forma de que acepten un no por respuesta. Es la chiquilla esa, Maria Anderson, y su coleguita Jenny. Resulta que Jenny es prima de Shirley, así que Matty no está muy contento. Yo tampoco. Le digo que se largue, y ella asiente como si fuera a hacerlo, pero se queda rondando, sin prisa alguna por darse el piro. En el Cenny se niegan a ponerles de beber, así que nos vamos al Dolphin Lounge. Nos sentamos en la esquina, todos bebiendo Pepsi porque tiene un montón de azúcar, y aparece Nelly, que viene del Crown Bar, que está al lado, se pide una pinta y se sienta con nosotros. Empieza a echar pestes de Begbie y Saybo, pero yo paso, porque quiero desconectar de todas las conversaciones que me rodean y pensar a quién podría sacarle algo de jaco. Pero él me sigue dando la brasa y me pregunta:

—¿Crees que metí la pata?

No lo estaba escuchando y no tengo la menor idea de qué me habla, así que le digo:

—La decisión fue tuya, Neil —y me encojo de hombros al tiempo que miro a Jenny y percibo una mirada pesarosa que enseguida se vuelve desafiante. Que le den a la poligonera esta; están cayendo como fichas de dominó y yo no soy el asistente social de nadie, mucho menos el mío.

Nelly me mira con esa boca casi sin labios que tiene:

—¿Y?

Llegan otras dos jovencitas para unirse al harén de Sick Boy.

—Sealink —dice una de ellas señalando la bolsa ahora vacía a mis pies, pronunciándolo Sealunk, con el típico acento de Leith.

Normalmente, yo andaría olisqueando las migajas del banquete de ricachón de Sicko, pero ahora mismo ni de coña. Me he quedado sin Bowie, Iggy y Lou. Me cago en la puta, qué mal lo llevo.

—Mira a tu alrededor, campeón, es innegable —le digo a Nelly.

—¡Joder que si lo es! —suelta el capullo, creyendo que me importan un carajo sus dramas. Creo que fue el bueno de Søren el que dijo que se pueden dar consejos cómodamente desde un puerto seguro, y la indiferencia total es el puerto más seguro de todos.

La hembra principal de Sick Boy es Maria, la belleza de rostro cadavérico de los Banana Flats. Está buena, pero está enganchadísima al jaco. Se rumorea que fue Sick Boy quien la enganchó, pero las prisas por encontrar al pecador hacen que la gente no vaya más allá de la gilipollez esa de «¿quién es el malvado hijo de puta que metió a mi hijo o a mi hija en la droga?». Cuando hay bacalao de por medio, la gente acaba por probarlo. Es tan inútil y tan carente de sentido como intentar culpar a otro chaval del cole de que tu crío haya pillado un catarro. Olvidémonos de la transmisión, aquí el problema es la transición. En realidad sólo se trata del asco que sienten hacia sí mismos por no haberse dado cuenta de en qué momento su crío se convirtió en otra persona.

Pero no por eso Sick Boy deja de ser un cabrón, y desde luego no fue de mucha ayuda.

Sweet sixteen, ain’t that peachy keen[172] —le dice con una sonrisa, forzándola con la caricia de Judas de sus palmas a esbozar una sonrisa perturbada—, y la escuela ya se acabó. Ahora ya estamos dentro de la legalidad, ¿eh, nena? ¡Una unión bendecida por el Estado! —Lleva un sombrero pork-pie, de rude boy, que no sé de dónde habrá sacado, seguramente de una de las chicas, y que se nota que a Nelly le toca las pelotas que te cagas.

Nelly me ve mirando el sombrero. Me lanza una sonrisa que dice «vaya pinta de gilipollas que lleva». Luego me dice en voz baja:

—¿Sabes que Goagsie ha pillado el bicho? Al capullo lo vieron intentando entrar de extranjis en la clínica esa.

—Sería para ir a buscar su receta de metadona. Nosotros íbamos a ir allí hora.

—Nah, el muy capullo se derrumbó en el garito cuando le dieron caña con el tema. Se echó a llorar como una nena —se mofa Nelly.

Yo estoy mirando a Sick Boy, que no para de meterle mano a Maria a la vez que flirtea con Jenny.

—Esta chiquilla es un caramelito. Si no te hubiese entregado mi corazón a ti, Maria… —medio amenaza, cosa que incomoda a Maria y suscita las risitas de Jenny.

Matty hace un tenso gesto de asentimiento.

—A ver si nos piramos de una puta vez, joder, estoy chunguísimo —me dice por la comisura de su boca babeante.

Yo me vuelvo hacia Sick Boy.

—¿Te apuntas?

—No… Ricky Monaghan tiene un contacto. Me voy a quedar por aquí a ver si aparece.

—Joder, Monny no tendrá nada —le espeta Matty con desprecio.

—Tú decides, rojo o negro, haz girar la puta ruleta. Yo me quedo aquí —y abraza con más fuerza a Maria, que nos echa una mirada agresiva.

Yo le doy el visto bueno a Matty. Parece importante ponerse en movimiento, y decidimos dejarlos a lo suyo.

Así que Matty y yo salimos a la calle, expuestos a la cruel luz, con toda la peña cuadriculada paseándose, capullos que no te desean más que males y agobios, y yo tiemblo como una chocolatina de Cadbury en boca de una modelo anoréxica.

—Oye, Mark, siento lo de antes…, lo que dije sobre Davie, ¿sabes? Me pasé de la raya.

—Olvídalo —le suelto.

—Es sólo que estoy con el mono y eso, joder.

—Olvídalo —repito, demasiado tenso para ponerme a hablar de chorradas con este capullo ahora mismo.

Entramos en el estanco a comprarle fumeque a Matty. La señora Rylance está detrás del mostrador; de su carota rubicunda salen unos pelos como escarpias. Me ve echarle un ojo a la hucha amarilla.

—Los animales no pueden decirte cuándo se encuentran mal, hijo. Si te soy sincera, los prefiero a los seres humanos. O al menos a algunos —añade mientras me echa una mirada compasiva—. ¿Cómo le va a mi Danny boy? Ese chico es un encanto.

—Pues parece que está mejor… —declaro bruscamente, con unas ganas de pirarme de allí tremendas cuando veo a Matty hurgándose lentamente los bolsillos en busca de calderilla, ya que odio ser esclavo de las adicciones mezquinas y sin sentido de los demás—. Está fuera, en un centro.

—Un centro… —repite catatónicamente la chiflada esta como un papagayo mientras recoge cautelosamente las monedas de la sucia pezuña de Matty, como si fuesen piedras preciosas sacadas de un retrete atascado.

Entra un grupo de chavalines y los ojos de halcón de la señora Rylance se ciernen sobre ellos tras las gafas. Cuando le echo la zarpa a la hucha amarilla del mostrador y me la meto rápidamente en la bolsa, veo que Matty se queda de piedra. Eso me lo enseñó Charlene: siempre hay que llevar una bolsa para mangar. El hurto se compone a partes iguales de sentido de la oportunidad y de capacidad de planificación. Mientras llevo a cabo el hurto, no dejo de pasear la vista en todo momento de la cabellera de estropajo de aluminio de la señora Rylance, que está regañando a los críos, a Matty, que otea inquieto para ver si hay moros en la costa.

Salimos y, en cuanto la puerta se cierra detrás de nosotros, oímos aullar a la señora Rylance:

—¡LA HUCHA! ¡LA HUCHA DE LOS GATOS! ¡¿QUIÉN SE HA LLEVADO LA HUCHA DE LOS GATOS?! —Pero les grita a los pobres chavales, y mientras nosotros salimos zumbando calle abajo. Paramos para coger aliento en Queen Charlotte Street, sacudiendo la hucha de plástico de la colecta. Pesa bastante. Está llena de monedas de una libra nuevas.

De repente nos damos cuenta de que estamos justo enfrente de la comisaría de Leith, así que nos vamos cagando leches de allí y pillamos un 16 de vuelta a Tollcross. Johnny no está en casa pero, por suerte, Raymie sí.

—Venid a comprar mis juguetitos —suspira con una voz a lo Bowie-Tony-Newley, antes de cerrar un ojo y mirar a Matty—. ¿Tú no estabas vetado sine díe, chavalote? Igual queréis cerrar este trato antes de que vuelva el Cisne Blanco.

—Sí…

Así que nos ponemos a enredar con un cuchillo, ¡pero no logramos abrir la puta lata! Matty se lo clava, pero la hoja sale despedida del plástico reforzado y le da en la otra mano, la que sujeta la hucha, salpicando de sangre roja la hucha amarilla y el suelo de madera lleno de quemaduras de pitillos.

—¡HIJA DE PUTA! —grita, chupando su propia sangre como un vampiro. Lo relevo, pero no hay forma, joder. Vemos que está llena de monedas de cincuenta peniques y de libra, pero ni siquiera podemos sacar ninguna, por culpa de esos dientes invertidos que bloquean la ranura.

¡Me cago en la leche, hijos de la gran puta!

Raymie saca un martillo y la aporrea, pero la hucha no cede.

—Yo canto, ellos curran —dice cuando desiste. Sus comentarios inanes, que no vienen a cuento de nada, y que antes me hacían gracia, ahora chirrían que te cagas. Cojo el martillo y le atizo a la puta hucha, pero el chisme está hecho de resina resistente, el puto polímero sintético, cancerígeno, no biodegradable apenas se raya, joder. Ni una sierra podría con ella. Haría falta una puta trituradora. Raymie se está impacientando—. Caballeros, deberían abandonar esta humilde morada antes de que vuelva Johnny. El negocio no anda boyante en el apartado de la oferta, pichoncitos, y no vais a conseguir una puta mierda en materia de Salisbury Crag hasta que abráis el cacharro este.

Raymie es un tío raro, pero nos está haciendo un favor. Johnny se ha vuelto quisquilloso con la pasta y más volátil con todo el speed y los barbitúricos que se mete. Si cree que le estamos vacilando nos puteará.

Matty y yo nos miramos y decidimos pirarnos e ir a ver si ha aparecido Monny, el contacto de Sick Boy. Volvemos hacia el puerto, pero luego decidimos no pasar por el Foot of the Walk y Kirkgate e ir a casa de Keezbo, en The Fort. Vive en la planta D de Fort House, dos puertas más allá de donde yo me crié.

—Voy a subir a ver a Keith, Matty, tú quédate aquí abajo.

—¿Para qué?

Abro la bolsa, saco la hucha y la meneo junto a su oído. Un lado de su cara parece agarrotarse, como si le estuviese dando un ataque.

—Porque voy a dejar caer esta mierda de chisme desde arriba. Tú deja que se estrelle contra el suelo y reviente y luego echas la pasta a la bolsa. ¿Vale?

Matty parpadea como si le hubieran echado pimienta en los ojos.

—Pero…, joder, puede acabar por todas partes.

¿QUÉ COJONES HA SIDO ESO?

Ambos oímos resonar ruido de palique desde arriba. Me da vueltas por la cabeza. Un escalofrío de pánico me recorre la nuca. Vaya si estoy jodido; es la puta metadona de los huevos esta… Tiro de la manga de la chaqueta de Matty.

—Keezbo y yo bajaremos enseguida a ayudarte, ¡no tenemos tiempo para ponernos a discutirlo, cojones!

Matty se sorbe los mocos y asiente, mientras tiembla y mira a su alrededor. Dejo caer la bolsa a sus pies. Me voy para el portal y subo trotando hasta la planta D. En la galería veo a los padres de Keezbo: Moira, con su característico pelo castaño rizado y sus gafas de concha, y Jimmy, que sigue siendo un tipo fornido, con camisa blanca y pantalones negros, delante de la puerta de su piso. Según me voy acercando a ellos, el volumen de los gritos aumenta; vienen de dentro. Jimmy y Moira se miran el uno al otro, aterrados, y vuelven a entrar en el piso e intentan darme con la puerta en las narices.

—¿Qué pasa? ¿Es Keith el que grita?

—No eres bienvenido, ni tú ni ninguno de sus amigos —me suelta Moira, apoyando todo su peso en la puerta, pero he conseguido meter el hombro y la cadera dentro, y no pienso moverme. Llevo la hucha en la mano, la que está dentro, y tengo miedo de que me la quite, así que entro en el piso de un empujón. ¡Los pájaros están fuera de su jaula, revoloteándome en la puta cara!— ¡No dejes escapar a los pájaros! —grita Moira, que ahora me empuja hacia dentro y cierra la puerta detrás de mí.

La escena es alucinante: unos cuantos periquitos y un pinzón cebra revolotean alrededor de Moira; tiene uno posado en el hombro y otro aterriza en el dorso de su mano. Lleva una chaqueta de angora, pero sin nada debajo, ni siquiera una blusa, sólo el sujetador, y la chaqueta no está abrochada hasta arriba porque puedo ver una cicatriz descolorida que le baja hasta la barriga y estoy seguro de haber visto algo moverse ahí abajo, sus tetas o algo. Se ciñe la chaqueta y se abrocha un par de botones, y ambos apartamos la vista, muertos de la vergüenza. Jimmy se queda ahí de pie, avergonzado y parado delante de la escalera, con el morro torcido. Los pájaros trinan a nuestro alrededor, ansiosos, exigentes.

—Venga, Moira… Jimmy —les ruego—, sólo quiero ver a Keith…

Entonces oigo un grito:

—¡MARK! ¡LLAMA A LA PUTA POLICÍA!

El pájaro abandona la mano de Moira mientras Jimmy mira hacia la cocina y ruge:

—¡CÁLLATE!

—Jimmy, ¿qué cojones pa…?

Joder, intento asimilar toda la escena, pero veo que han construido una valla de tela metálica, como una especie de jaula gigante, que separa la escalera del resto de la casa. La moqueta de la escalera está cubierta de periódicos llenos de cagadas de pájaro. Es como si hubieran convertido toda la parte de abajo de la casa —la sala de estar, los dormitorios y el baño— en una pajarera gigante, ¡reservándose para ellos el recibidor de arriba y la cocina! Moira me lanza una mirada ponzoñosa y Keezbo pide auxilio a gritos, mientras ella abre la jaula que da a la escalera y guía a la bandada de pájaros para que pasen. Ellos la siguen como ratas al flautista, luego se aparta ágilmente, los encierra, y se vuelve hacia mí.

—Vete —dice mientras abre la puerta principal.

Keezbo sigue gritando, pero parece que los gritos vinieran de fuera de la casa. Tiene que estar en la vieja pajarera del balcón que hay detrás de la cocina.

—¡MARK! ¡AYÚDAME! ¡ME HAN ENCERRADO AQUÍ AFUERA!

—¿Qué cojones? ¿Estás en el balcón, Keezbo?

Entonces aparece Pauline, su hermana, en la escalera, dentro de la jaula, con un montón de periquitos verdes, amarillos y blancos piando a su alrededor.

—Lo han encerrado en el balcón. —Se vuelve hacia sus padres—. No podéis dejarlo ahí afuera, mamá —y se echa a llorar.

Moira sigue manteniendo la puerta abierta y gritando:

—¡FUERA! —y la cabrona entrometida de Margaret Curran asoma el hocico, la zorra cara de cuchillo es el vivo retrato de la miseria—. Ya no podemos más, Moira. Si no dejáis de hacer ruido tendremos que llamar a la policía. ¡Llevamos así todo el día! Y esos pájaros…, nunca me importó que tuvierais la pajarera en el balcón, ¡pero dentro de casa! ¡Es antihigiénico! ¿Cuánto tiempo vamos a seguir así?

—El que haga falta, ¡es la vida de mi niño lo que está en juego!

Se enzarzan, pero las interrumpo y le pregunto a Moira:

—¿Qué coño le habéis hecho a Keith?

—Lo han encerrado en el balcón —gimotea Pauline, con la cara angustiada apretada contra la rejilla de la jaula, y rodeada de pájaros revoloteando a su alrededor.

Me abro paso a empujones entre Jimmy y Moira y voy a la cocina. Han quitado el vidrio alambrado que separa la habitación tanto de la pajarera como de la parte exterior del balcón y la han tapado con unos tablones. Keezbo está fuera, golpeándolo y gritando:

—¡AYÚDAME, MARK! ¡AYÚDAME, JODER!

—Aquí no va a entrar hasta que se haya sacado ese veneno del cuerpo —dice Moira.

Me doy media vuelta y casi me topo con ella de narices.

—¡¿Estáis de la puta olla?! Está con el síndrome de abstinencia —le digo, acordándome de Nicksy—. ¡Es capaz de saltar o de intentar bajar por la pared! ¡Déjame verlo!

Me doy la vuelta e intento abrir los enormes cerrojos de la puerta. Jimmy no hace nada para detenerme, pero Moira me agarra de la muñeca con sus dedos blancos y huesudos.

—No…, no…, le estamos haciendo pasar el mono ese…

—Lo estáis matando, ¡necesita una rehabilitación en condiciones, joder! ¡ESTÁ TAN CHUNGO QUE IGUAL SE TIRA! —le grito a la cara, y de repente cede y me suelta la muñeca.

La putarraca guarrindonga de la Curran se ha metido en la casa. La oigo gritarme desde el recibidor.

—¡Tú te fuiste de aquí! ¡No eres bienvenido! ¡Vuelve a tu barrio donde el río, a la casa que nos tendrían que haber dado a nosotros!

—Ya no vivimos allí…, nos mudamos —le digo, y me fijo en la expresión de desconcierto e incomprensión boquiabierta en su estúpido careto bovino mientras consigo abrir uno de los cerrojos. Oigo a Keezbo gimiendo al otro lado—. Nos dieron un piso mejor junto a The Shore —le miento a la Curran, mientras me afano con otro cerrojo—. Todas las ventanas dan al río… y tiene un balcón privado con mucha luz…, es un sitio precioso…

Ella está que se atraganta de furia.

—Un balcón…, en el río…, ¿pero cómo…? ¿Cómo puñeta… cómo puñeta lo…? —balbucea antes de que se le ilumine de golpe la mirada—. Entonces la antigua casa… estará vacía, ¿no?

Abro otro cerrojo. Por el rabillo del ojo veo que todavía hay un periquito enganchado a la chaqueta de angora de Moira, justo encima de sus tetas de plástico. Me cago en la puta…

La chaqueta de angora se ha vuelto a abrir y veo que tiene unos cuantos polluelos metidos entre las tetas, los veo asomando las cabecitas, con el pico abierto, pidiendo comida. Qué cojones… La miro y ella me echa una mirada dura, con la boca fruncida, como diciendo:

—¿Y qué?

Yo me vuelvo hacia el último cerrojo…, no puedo ver eso…

—¡Entonces —insiste Margaret Curran—, vuestra casa estará vacía!

—No…, la semana pasada se mudó allí una familia paki. —Aflojo el cerrojo al tiempo que Jimmy le dice algo a Moira sobre ponerse presentable.

—¿Cómo…, pero cómo, por Dios…? —la Curran está flipando y preparándose para hacerles una visita a los de la Asociación de la Vivienda. El último cerrojo cede y la puerta se abre de par en par.

Veo a Keezbo con su abrigo largo; parece una gran salchicha rosa envuelta en una morcilla.

—¡Han intentado matarme, joder! ¡Vosotros! —señala a Jimmy y a Moira—, ¡VOSOTROS!

El periquito grande que Moira lleva en la rebeca levanta el vuelo mientras ella mira a Keezbo horrorizada, ciñéndose la chaqueta para tapar el nido de pájaros que lleva en las tetas. Se da cuenta de que Keezbo ha arrancado la malla metálica con la que habían cubierto el balcón.

—¡NO DEJÉIS SALIR A CHEEKY BOY! ¡LOS PÁJAROS SALVAJES LO MATARÁN!

—¡QUE LE DEN POR CULO A TUS PERIQUITOS! ¡HABÉIS INTENTADO MATARME!

—¡NOSOTROS SOMOS LOS QUE ESTAMOS INTENTANDO SALVARTE LA VIDA, PUÑETA! —le ruge Moira a la cara, y entonces caigo en que no lleva puesta la dentadura. Entonces mira a Jimmy—: ¡DÍSELO TÚ, JIMMY!

—Estaba pasando frío —gimotea Keezbo, desolado—, ¡frío y hambre!

—¡Hambre de la puta droga, droga y más droga! —chilla Moira—, ¡DÍSELO, JIMMY! ¡SÉ UN HOMBRE, POR DIOS, DILE A TU HIJO LO EQUIVOCADO QUE ESTÁ!

—Moira…, vamos…

—Tengo guita, Keith. —Meneo la hucha—. ¡La abrimos y vamos a pillar!

—Yo sé abrir esas cosas, Mr. Mark —me dice, con los ojos luminosos y abiertos como platos, mientras Moira mira a Jimmy con el ceño fruncido y cierra la puerta del balcón de un portazo, al tiempo que llama a Cheeky Boy para que vuelva a sus pechos falsos.

—Ahora tenemos que calmarnos todos…, Moira —le ruega Jimmy.

—¡QUE ME CALME, PUÑETA! ¡CALMA TE VOY A DAR YO A TI, JIMMY YULE! ¡ES TU HIJO, MALDITA SEA>!

—No tenemos tiempo —le digo a Keezbo mientras me asomo por el balcón y veo a Matty esperando en el patio de hormigón—. ¡MATTY! —le grito, pero aquí arriba sopla el viento y se lleva mi voz—. ¡MAAA-TTY!

Finalmente, el capullo empanao mira hacia arriba con careto de no tener ni zorra de lo que pasa.

—¿Qué está pasando aquí? —exige saber Jimmy, saliendo al balcón mientras Moira sigue bramando con lo de dónde se equivocaría. De repente, amenaza—: ¡Os voy a denunciar a los dos a la policía! ¡A ver qué os parece!

—¡Así se habla, Moira! —grita Margaret Curran.

—Como… como metas a la policía de por medio —balbucea Keezbo—, ¡informaré a la protectora de animales de que te metes pájaros en las tetas! ¡Estás de la puta olla!

—¡No los llevo en las tetas! ¡No tengo tetas! Y ahora tampoco tengo hijo, ¡por Dios!

Mientras ellos siguen peleándose, yo sacudo la hucha, y Matty me hace un saludito idiota. La suelto y veo cómo cae, se estrella contra el pavimento y revienta con un crujido explosivo; las monedas salen disparadas por el patio en todas direcciones en un chaparrón resplandeciente. ¡Joder, no creía que fuesen a desperdigarse tanto! Matty está al quite, pero aparece de la nada una panda de chavalines y se pelean con Matty por nuestra puta guita.

—¡IROS A TOMAR POR CULO! ¡IROS A TOMAR POR CULO, ENANOS DE MIERDA…! ¡NO LOS DEJES…! ¡JODER!

Keezbo y yo atravesamos corriendo la cocina, dejando atrás a su madre, su padre, Pauline y al callo de la Curran, salimos por la puerta, la galería y bajamos a toda leche por las escaleras.

—¡NO DEJÉIS SALIR A CHEEKY BOY! —grita Moira.

Salimos y bajamos la escalera y allí está Matty, gritándoles con voz lastimera a esos cabronazos de ladronzuelos:

—Devolvédmelas…

Nos ponemos a recoger las putas monedas y los chavalines se abren, pero entonces aparece la señora Rylance por la esquina y ve las esquirlas amarillas de la hucha rota y se pone a señalar y a gritar:

—¡ES MI DINERO…! ¡EL DINERO DE LOS GATOS!

La señora Curran interviene inmediatamente, gritando desde la terraza:

—¡LADRONES! ¡LADRONES! LOS RENTON Y LOS CONNELL… ¡ASQUEROSOS GITANOS LADRONES! ¡SE QUEDAN CON TODO LO QUE NO ES SUYO!

Recogemos toda la pasta que podemos pero, me cago en la puta, se para un coche de policía, y salen dos polis, así que nos piramos con los bolsillos llenos de calderilla. Los oímos pedir refuerzos por radio y nos metemos por Madeira Street, tiramos por Ferry Road, luego por Largo Place y bajamos las escaleras hacia el río, con las monedas saltando y tintineando. Uno de los polis se ha vuelto a meter en el coche, pero otro capullo corpulento sale corriendo que te cagas detrás de nosotros cuando llegamos a la pasarela de Water of Leith. Pero que le den por culo, hasta miro atrás; como que ése nos va a pillar aquí abajo, con esos ojillos de meada en la nieve encajados en una cara pálida y bulbosa que enrojece por segundos mientras el capullo gordinflón cara-hámster intenta acumular aire en los mofletes; resulta tan cómico que casi me troncho sólo de pensarlo. ¿Mandan a este gilipollas suburbano y sobrealimentado criado en Gumley a trincar a tres barriobajeros de Leith? ¿A unos chavales criados expresamente para huir de la bofia? ¡La pasma no tiene ni puta idea!

Por descontado, cuando vuelvo a mirar atrás está parado, jadeando, doblado y agarrándose las rodillas, mientras nosotros pasamos por debajo del puente de Junction Street. Luego se incorpora como un futbolista incompetente, resoplando, meneando el melón como si no diera crédito, como si el árbitro fuera a pitar y nosotros fuésemos a pararnos de repente y a meternos a regañadientes en una lechera mientras alguien nos saca tarjeta roja. ¡Que te lo has creído, gordinflón! Esta ribera arbolada nos quiere, este sarpullido de almacenes, callejas empedradas y viviendas de alquiler adora a sus hijos y aborrece a los putos pies planos, que no han traído más que desgracias a este lugar desde tiempos de Maricastaña. Hasta Keezbo se descojona de él; respira con bastante soltura, a pesar de estar colorado y sudando a chorros. Matty nos lleva mucha ventaja, pero mira atrás, se para y espera a que lo alcancemos.

—Joder —dice sin aliento—, los cabroncetes esos se tiraron a saco…, eran los Maxwells esos de Thomas Fraser…, ni siquiera deberían andar por The Fort…

Pienso que podría subir por la escalera de West Bowling Green Street y esconderme en el domicilio familiar, pero nunca hay que cagarla en la puerta de tu propia casa, así que seguimos avanzando hacia el Forth, cruzándonos con los patos que nadan junto a las fábricas abandonadas y los pisos nuevos. Vemos los Banana Flats, que descuellan sobre las nuevas construcciones del otro lado del río y vamos corriendo más despacio para recobrar el aliento y aparentar normalidad. Keezbo está resollando, con las manos en la cadera y Matty no para de girar la cabeza de un lado a otro como un búho. Me doy cuenta de que nos hemos olvidado la bolsa de Sealink, pero da igual, me importa una puta mierda.

Hay un tramo de acceso a la autovía que atraviesa una calle que da al patio de una nueva urbanización para yuppies, y podríamos tomar un atajo cruzándolo, pero es poco probable que los residentes se corten un pelo en llamar a la policía si ven a algún nativo merodeando en las inmediaciones de sus propiedades. Así que seguimos adelante a paso ligero. En el puente de Sandport Place no los vemos siquiera a nuestra derecha, agazapados en la salida de Coalhill, esperándonos, no en una tocinera, sino en dos coches patrulla.

JODER…

Ya no nos quedan fuerzas para seguir corriendo a ninguno. Nuestros motores funcionan a base de jaco y hemos consumido ya los últimos posos que nos quedaban en el organismo.

A Matty y a mí nos esposan el uno al otro, y a Keezbo solo, con las manos por delante, y nos conducen a una celda de detención en High Street. Es curioso, pero aunque me están arrojando a lo que promete ser el peor mono que he pasado nunca, en cierto modo me siento aliviado, por la sencilla razón de que todo ha terminado. Ahora estoy a la expectativa del siguiente gran reto: desintoxicarme. Pienso que me ayudarán fijo, joder, que no me van a dejar así, porque estoy temblando y la metadona es una puta mierda que no vale para nada.

Keezbo está jodidísimo. Está al borde de las lágrimas y no para de acercarse a la mirilla y aporrear la puerta.

—Salgo del balcón —gimotea—, ¡y me encierran aquí!

Te pone de la puta olla, el gordo cabrón este.

Matty está en un banco, con la mirada fija en el suelo. Entran dos polis con tazas de té, y levanta la mirada y me quita las palabras de la boca:

—Necesitamos ir al hospital, colega —le dice a uno de los polis—. Estamos todos chunguísimos.

El policía mantiene una expresión neutral. Es un tipo más bien seboso pero de mirada sagaz, un cerdo que acaba de zamparse el contenido del comedero pero espera ansiosamente la siguiente ración de bazofia.

—Estaba pensando en alojaros un par de semanas en el North British Hotel. Hasta que os sintáis un poquito mejor y tal. ¿O quizá preferís el Caledonian?

Como el capullo empanao que es, Matty nos mira a Keezbo y a mí y nos suelta:

—No sé, ¿a vosotros qué os parece?

—A mí me parece que tendrías que enterarte de cuándo te están vacilando, Matty —suelto yo.

—Ah…, ya…

Los polis se parten la caja al ver su careto abatido y atormentado. Keezbo se sienta en el banco y se vuelve hacia la pared, y aunque tengo la sensación de estar traicionando a Matty, no puedo evitar, pese a lo chungo que me encuentro, unirme a las risas.