TORRES DE LONDRES[157]

Lucinda es mi billete a la buena vida. Es hora de dejar de hacer el chorras e ir a por todas: ponerle el anillo en el dedo, mudarme de forma permanente a su queo de Notting Hill y hacerle un bombo como póliza de seguridad. Momento en el cual el pijo angloide de su viejo tendrá que entrar en razón y reconocer que el joven Williamson no va a desaparecer del panorama. Luego será todo cuestión de esperar sentado unos cuantos años antes de acceder a la fortuna familiar. Llevo en el bolsillo la llave que dice compromiso con K mayúscula, el anillo que compré en una joyería medio pasable de Oxford Street.

No cabe duda de que Lucinda es la clase de chica a la que podría llevar a casa y presentarle a la mia mamma, y puede que haga eso precisamente, dado que Rents y yo empezamos a sentir la llamada de Caledonia. Formar parte del sindicato del giro supone hacer un viaje al sur en un autocar de la National Express cada quince días para firmar en el paro, y Nicksy está hablando de dejar el piso y volver a casa de su madre una temporada. Además, quiero ver cómo anda el pobre Spud. Tengo entendido que está fatal.

Y a Lucinda le apetece familiarizarse con los bajos fondos. Me asombra que tantos de sus amigos vayan de ese palo. Para el ojo inexperto quizá pasen por pobres por las pintas o por cómo se comporten, huelan o incluso hablen, pero en algún punto del camino de baldosas amarillas les está esperando, guardado en un escondrijo situado más adelante, un sustancioso botín que no se han ganado. Un buen fajo que lo cambia todo. Un montón de tela que me dice a mí: que te den, so falso, cada vez que peroran monótonamente con sus acentos cockney de pega. Ahora mismo ella está probando esta mierda, de momento en plan irónico, pero los dos sabemos que por poco que la anime, la adoptará como recurso estilístico sin cortarse un pelo. Me dice que hablo como Sean Connery a la vez que hace gala de una preocupante curiosidad por conocer Leith y los Banana Flats. Ahora, si lo que quiere es vida barriobajera, yo soy el más indicado para proporcionársela, y tengo que reconocer que la perspectiva de tirármela en un colchón saturado de manchas de semen y jugos de chocho de cientos de vagabundos en una torre de apartamentos de Hackney tiene cierta estética trash. Luego, en el momento poscoito, sacaré el anillo y pondremos rumbo al norte para ir a ver a la mamma. Echo de menos algunas caras (por no hablar de coños) de casa y, sobre todo, quiero asegurarme de que el saco de escoria cuya polla rancia me escupió a este mundo no esté liando a mi madre.

Nos bajamos de la cutre línea North London en Dalston Kingsland, que tiene la única ventaja de ser gratis, y bajamos hacia la barriada de Holy Street. Lucinda, pese a toda su chulería, se agarra con más fuerza de mi brazo, confirmando que es un pelín demasiado blanda para este territorio. No temas, bella damisela, aquí está Simon.

La ladronzuela esa de la Charlene Fawcett-Majors-Plant con la que anda enrollada Rents está cruzando la calle. Apartamos simultáneamente nuestras cabezas fingiendo que no nos hemos visto. Tengo entre manos mejor mercancía que esa pequeña guarra, muchas gracias, aunque Lucinda me está rallando, cotorreando sin parar acerca de lo «real» que es este sitio. Si me apeteciera «lo real» me habría quedado en Leith, pero dejo que se aferre a sus delirios de chica con pelas. Pero se ha dado cuenta de que Charlene y yo pasábamos descaradamente el uno del otro, y eso despierta más sospechas que si nos hubiéramos saludado efusivamente.

—¿Quién es ésa?

—Una pava bastante borde a la que se folla Mark.

—¿Y qué fue de la tal Penny? —pregunta en tono amenazante.

—Exacto —salto yo—. Ése tiene la misma moral que una rata de alcantarilla. Me parece…

Pero qué cojones…

—¿Qué pasa? —pregunta Lucinda volviendo a agarrarme la mano con fuerza, al ver la muchedumbre que se ha reunido en Beatrice Webb House. ¡Siguiendo esa línea de visión veo que en una de las cornisas de la torre hay alguien que acaba de salir por la puta ventana! Parece que tiene un brazo dentro, agarrándose a este mundo. Joder, es Nicksy.

—¡Me cago en la puta! ¡Es mi compañero de piso! ¡Nicksy!

—Simon, es terrible…, ¿qué está haciendo…?

Tengo que reconocer que mi primera reacción instintiva es el impulso de desear fervientemente que salte, con el único fin de convertirme en uno de los protagonistas fundamentales del drama de una vida breve y trágica. Pienso en repartirme su colección de discos con Renton. En invertir en un poquitín de turrón y exportarlo a Escocia. Esos capullos no sabrían ni lo que es. Entonces me doy cuenta de que Nicksy no está en la cornisa de nuestro piso, sino casi arriba del todo. ¡Es el queo de esa guarrilla imbécil!

Y entonces veo a la tarada de Marsha entre la multitud, rodeada de un grupo de jóvenes negratas de ojos hambrientos y unas cuantas focas caribeñas carrozonas que no estaban al final de la cola cuando tocaba repartir el arroz y las habichuelas. Me ve y se acerca, echando chispas por los ojos y fuera de sí.

—¡Vino a mi puto piso y empezó a gritarme como un energúmeno! Y luego trepó directamente a la puta ventana, ¿vale?

—Está como una cabra —le digo.

Marsha me mira y se da cuenta de que a mí me la machaca, así que no hace falta que se moleste en hacer como que a ella no, o al menos no tanto. Lucinda y ella, dos damas londinenses de distinta extracción social, la pija y la pobre, se miran con recelo mutuo y afán intimidatorio. Marsha me mira y me dice:

—¡Tendrías que estar cuidando de él! ¡Es tu compañero de piso!

Qué será, será[158] —comento mientras los clisos alucinados de la zumbadita esta se desplazan de mi persona hacia la planta catorce. No tenemos nada más que decirnos.

Veo el coco zanahorio de Rent Boy y me aproximo hacia su nerviosa y temblorosa espalda, aunque cuando nos ve sus ojos ladinos no dejan de revolotear brevemente sobre el pecho de Lucinda.

—La poli nos ha mandado salir —se queja—. No dejan usar las escaleras a nadie. ¡Han enviado a un menda arriba a hablar con él! ¡Con el jaco encima de la mesita del salón y todo!

Ahora le dedico plenamente mi atención. Exasperado, me doy una palmada en la frente.

—Como haga una estupidez…

—La puta bofia podría poner el queo patas arriba —suelta Renton apretando sus dientes amarillentos.

Lucinda me tira de la mano.

—No pasa nada, Simon —me tranquiliza—, la Policía Metropolitana sabe lo que se hace. Reciben formación especial para este tipo de situaciones.

Reciben formación especial. Brixton. Broadwater Farm. Stoke Newington. David Martin. Blair Peach. Colin Roach[159].

—Sí, ya, están muy al día.

Él sigue en esa estrecha cornisa, agarrado al marco de la ventana. ¿Cómo cojones ha logrado llegar hasta ahí? Tiene un tope de seguridad que hay que desatornillar para poder abrir la ventana lo bastante para que alguien pueda salir por ella. Hay un cordón policial en la entrada del edificio: no puede entrar nadie. Una vieja pelleja gimotea diciendo que tiene que pasar para darle de comer al gato. La policía hace oídos sordos. ¿Qué cojones está haciendo el retrasado ese montando todo este lío por una zorrilla de tres al cuarto? Hace un rato Marsha andaba por ahí supermosqueada, y ahora llora mientras la consuela su hermana. La chica tiene bastante buen polvo, pero está tan averiada que no tiene remedio. Shin duda Nickshy tendría que darshe cuenta, ¿no, Shean? Pero el amor esh ciego, Shimon. Eshte complejo de shalvador, Shean, ¿cómo es que lo tiene tanta gente? A mí que me regishtren, amigo[160].

Es difícil discernir si Nicksy quiere saltar o ha decidido que no es tan buena idea y está demasiado paralizado por el miedo para volver al interior. Pillo a Rents murmurando algo que suena como «Puto notas», y no puedo estar más de acuerdo con su parecer. Pero luego la caga cuando añade:

—Si alguien debería hacer eso, soy yo —volviendo su rostro de drogata, pálido y lleno de granos hacia mí y añade—: ¡Charlene acaba de cortar conmigo!

—Lo lamento —digo, un tanto crispado, pues es como si viera a Lucinda dándole a los engranajes del coco y pensando: Creía que salía con la tal Penny… El puto tirado pelirrojo sólo llevaba un par de semanas follándosela, así que no serían precisamente Romeo y Julieta, digo yo—. Creo que se ha quedado atrapado. —Le estrujo la mano a «Cinders» y señalo con el dedo la planta catorce para desviar el azaroso rumbo de sus reflexiones. Se le ponen los ojos como platos y está temblorosa y boquiabierta.

Pienso que una caída en línea recta acabaría con Nicksy espachurrado contra los adoquines, mientras que si cogiera un poco de impulso y diera un salto en plan harakiri podría acabar sobre el césped. En cualquier caso, estaría jodido. La limpieza resultaría más difícil en el hormigón, imagino. Suponiendo que el cuerpo se despanzurrara, claro. Sólo de pensarlo, me suben por las pantorrillas unos escalofríos que me llegan hasta las manos y me dan espasmos en el ojo del culo. De repente quiero que no salte, que se salve, y lo deseo con todas las putas fibras de mi ser. El menda ese me acogió en su casa. Es un tío legal que te cagas. Palpo la cajita de plástico que llevo en el bolsillo y que contiene la alianza de oro con diamantes, y lo único que quiero es llevarme a Lucinda arriba y follármela maravillosamente, y luego, cuando esté en trance y flipada, hacerle la proposición y ponerle el puto anillo en el dedo. Juego, set y partido, Williamson, ¡y este capullo egoísta de Nicksy lo está echando todo a perder!

¡Cinders acudirá al baile!

Entonces se ve aparecer a un policía en la ventana. Está hablando con Nicksy, al que se le ve asustado de verdad. Ojalá tuviera unos prismáticos, pero está claro que hay algún tipo de negociación en curso. El poli no se mueve, y no puedo distinguirle la cara, pero se mueve de forma muy económica. El circo se prolonga durante lo que parece una eternidad, aunque seguro que sólo son unos minutos como mucho, hasta que Nicksy echa un vistazo hacia abajo y empieza a avanzar por la cornisa. El poli lo coge del brazo, le sonríe de forma tranquilizadora, y lo ayuda a meterse en el piso, primero una pierna y luego la otra.

Cuando desaparece en el interior, se desata una gran aclamación, seguida por una ronda de educados aplausos, como si se tratara de celebrar una bonita jugada de críquet. Aunque ya no suceda nada, dos subnormales con uniformes de policía —un papanatas con orejas de soplillo y una rubia vomitiva obesa y con problemas de autoestima— se niegan a retirar el cordón.

—Tenemos que esperar la autorización —dice la gorda, con un walkie-talkie chirriante pegado a la oreja.

Finalmente, los espesitos integrantes de la Old Bill[161] deciden que no hay nadie más esperando encaramarse a las cornisas de la torre y nos permiten amablemente volver a nuestras casas.

Muchas gracias, polizontes.

El ascensor vuelve a estar averiado, así que nos toca una extenuante subida de siete pisos. Al menos sirve para enseñarle a una sudorosa Lucinda cómo vive la otra mitad, mientras Renton rezonga y lloriquea sobre las injusticias de la vida, con las que supuestamente le atañen a él en primer plano, como no podía ser de otra manera. Reconozco una risa burlona procedente de las escaleras de arriba; es la tal Marsha. Nos mira con las manos en jarras.

—Así que ésta es tu novia pija, ¿eh? ¿Por eso ya no vienes a follar conmigo, tronco? —me espeta con acento jamaicano.

Veo tanto a Lucinda como a Renton volverse hacia mí y noto cómo me pongo lívido. Lucinda da media vuelta y baja las escaleras como una exhalación, y yo salgo tras ella pisándole los talones.

—¡Cinders! ¡Espera!

Entonces se detiene y me mira.

—¡Déjame en paz! ¡Vete a la mierda!

—Sube aquí una noche de cada dos, ¿que no? —Miro hacia arriba y veo a Marsha asomada a la barandilla, cacareando como una hechicera de vudú caribeña, una enorme piñata blanca en una cara acartonada.

—¡Está loca, Cinders! ¡Es la titi de Nicksy!

—En una de sus pelotas blancas tiene un lunar negro enorme —chilla Marsha entre risas, y su hermana también se echa a reír.

—¿En cuál de ellas? —pregunta Renton con voz de colgado, y de una forma que indica que el muy gilipollas de verdad intenta ayudar, joder. Me llevo las manos a la cabeza, angustiado, clavando el índice y el pulgar en mis sienes palpitantes.

—¡Déjame en paz! ¡Que me dejes, joder! —grita Lucinda antes de bajar la voz y añadir—: Y pensar que…, eres un mentiroso asqueroso… De verdad, me das pena —se ríe, casi a modo de acompañamiento gutural y caballuno de las chillonas burlas con acento entre cockney y jamaicano que vienen de arriba y resuenan por toda la escalera.

—¡Joder! —Me doy otra palmada en la frente mientras los estridentes cacareos de arriba van remitiendo, y Marsha y su hermana echan a correr escaleras arriba.

—Es una mierda que te dejen tirado…, ahora nos han dejado a todos… —observa el mentecato de Renton—. ¡Ve tras ella!

—Ni de puta coña. Se ha ido todo a la mierda: estoy acabado —le digo mientras lo hago a un lado de un empujón y subo las escaleras. Entonces oigo un viperino «¡Joder!». y pasa a mi lado a toda prisa, saltando como un demonio escalones arriba. Cuando entro en el piso, Renton está recogiendo el jaco y demás bártulos de la mesita de centro como un poseso.

—¡AYÚDAME, SOPLAPOLLAS!

No me queda otra que hacer lo que me pide y acabamos justo cuando llaman a la puerta. Han bajado a Nicksy; lo acompañan un poli y una mujer que frunce el gesto con cara de desaprobación. Renton pone agua a hervir y prepara un poco de té. La mujer sujeta nerviosamente una taza manchada y descascarillada del West Ham mientras ella y el poli ayudan a Nicksy a acomodarse en el sofá. Yo estoy destrozado y necesito de mala manera tumbarme y reflexionar acerca de mis opciones, cada vez más escasas. Me acerco a la ventana y veo a Lucinda atravesando con paso firme el césped hacia Kingsland Road y la estación del tren de superficie, que la llevará al oeste y hacia la vida real.

Estoy acabado. Destrozado.

—Me cago en la puta, ¿estás bien? —pregunta Rents a mis espaldas.

—Sobreviviré —le digo.

—Me refería a Nicksy. —Señala a la ruina que está en el sofá.

—Sí… —gimotea Nicksy, levantando la mirada con cara de rata de alcantarilla medio ahogada.

El poli posa su mano en el hombro del lamentable vegetal.

—Brian tiene que venir a charlar con nosotros un rato, y luego podrá volver a casa. —Le echa una mirada a la titi hostil, que supongo que será una puta asistenta social. Nada más lejos de mí que calumniar en bloque a una profesión entera, pero todos los asistentes sociales son unos putos gilipollas—. No se trata de nada siniestro —dice al ver la cara contenciosa que pone Renton—, sólo necesita hablar con alguien.

Cinders…

En cierto modo estaba enamorado de ella.

—Puede hablar con nosotros —dice Renton, a la defensiva—, somos sus colegas.

Yo pienso: habla por ti, Rent Boy. Coleccionar pringaos (al menos pringaos sin vagina) no es lo mío.

Cinders, vuelve… ¡Hasta pagué el puto anillo!

El poli nos mira con una sonrisa cansada y sacude la cabeza. Nicksy se encoge de hombros a modo de tímida disculpa, como reconociendo que se ha comportado como un auténtico gilipollas, lo que sin duda es el caso. Vuelvo a cambiar de opinión. Si vas a hacer algo así, al menos ten las narices de llegar hasta el final en lugar de cagarte patas abajo y acabar quedando como un payaso sin cojones. Piensa en el pobre Spud, conectado a una puta máquina de respiración artificial y luchando por seguir con vida, mientras el mariconazo angloide este ni siquiera tiene huevos para acabar con la suya. Piensa en mí, abandonado por mi casi prometida, pero sin tirar la toalla. Sigo dando guerra.

Renton sigue al desgraciao de Nicksy y baja con él en el ascensor. Yo me apunto: pero sólo porque no se me ocurre nada mejor que hacer. Quizá Cinders haya dado media vuelta.

En la puerta de Beatrice Webb House, Nicksy se mete en un coche con la asistenta social, que se lo lleva, sin duda para hacerle una buena paja mental en alguna parte. El poli que lo convenció de que entrara se vuelve hacia otro policía, contempla el gris municipal de la torre contra el cielo azul pálido y comenta:

—Hay un buen trecho hasta llegar abajo.

¡Joder, pero qué asombrosa capacidad de observación! ¡Tenemos la suerte de que todo un fenómeno de la Policía Metropolitana se ocupe del caso! Con todo, acabo mirando hacia arriba mientras pienso en maneras de vengarme de esa zorra ninfómana negrita. ¡Si el puto Nicksy le hubiese dado lo suyo como es debido, no habría tenido necesidad de enredar conmigo, y ahora yo estaría planificando una boda de alto copete!

A Renton parece fascinarle el poli socorrista, un mutante alto, delgado, con la cabeza rapada y piel cetrina. Tiene unos ojos como risueños que no casan con la raja cruel que tiene por boca.

—¿Cómo lo ha convencido para que entrase?

El poli lo mira con leve desprecio antes de ablandarse un pelín.

—Sólo le he hecho un poco de caso. He hablado con él y lo he escuchado.

—¿Qué le pasa?

—Vosotros sois sus amigos —dice encogiéndose de hombros el cerdo—, a lo mejor os lo cuenta él mismo, cuando llegue el momento.

A Renton parece disgustarle un poco lo que acaba de oír. Se retuerce, incómodo, y luego mira fijamente al policía.

—¿Pero qué le ha dicho para que volviera adentro?

El poli sonríe con gesto sobrio.

—Sólo le he dicho que por muy mal que pareciese que estaban las cosas ahora mismo, todo eso forma parte de lo que es ser joven. Y que las cosas se vuelven más fáciles. Que tiene que recordar eso y no echarlo todo por la borda. Que la vida es un don.

Mi vida con Lucinda. Destrozada. Mi gran oportunidad. A la porra. ¡Todo gracias a Nicksy!

Renton parece pensarlo por un momento. Mantiene la pose de yonqui, abrazando su propio cuerpo pese a que no haga frío. El puto picota colgado de los huevos va a atraer más la atención de la pasma que Nicksy, temblequeando de esa forma, y encima delante de un poli.

—¿De verdad? Quiero decir, ¿de verdad se vuelve todo más fácil? —pregunta con urgencia.

El poli niega con la cabeza.

—Y una mierda; se pone mucho peor, maldita sea. Lo único que pasa es que las expectativas que tienes en la vida se vienen abajo. Te acostumbras a toda la mierda y ya está.

Renton parece tan perturbado como yo; nos miramos y nos damos cuenta de que el agente no está de coña. Pienso en el pobre Spud. Renton mira descarnadamente al poli.

—¿Y si no te acostumbras qué? ¿Qué pasa si no consigues acostumbrarte?

El poli vuelve a levantar la vista hacia los pisos de la parte de arriba, se encoge de hombros y tuerce el morro.

—Pues que la ventana esa seguirá ahí.