A la mañana siguiente, durante el desayuno, Marriott saludó a sus excamaradas desertores con una cara de asco que sólo sería capaz de lucir un hombre obligado a pasar la aduana en solitario con cincuenta gramos de heroína encima. A pesar de su éxito, parecía haber perdido varios kilos en sudores que su demacrada constitución mal podía permitirse. Había decidido resolver su problema él mismo en lugar de llamar a su jefe; eso sólo habría disgustado a Gal sin evitarle tener que arreglar las cosas en persona. Pero un negro resentimiento lo embargaba. En cuanto encontrase nuevos reclutas, pediría algunos favores y aquellos gilipollas lo pagarían caro.
El taciturno silencio de Marriott dejó meridianamente claro a Renton, Sick Boy y Nicksy que pensaba vengarse. Así que, cuando volvieron a Hackney, decidieron que no sería prudente volver a Sealink. El hecho de que Charlene también hubiese decidido abandonar los mares le facilitó mucho la decisión a Renton. A pesar de que sabía poco de ella, aparte de que se ganaba la vida robando, era de Chatham y vivía «habitualmente» en Kennington (de algún modo lo había confundido ilusamente con Kensington[152] hasta que ella se lo aclaró), le gustaba y quería conocerla mejor. La noche siguiente la pasaron juntos en Beatrice Webb House, y Renton estuvo encantado de que Sick Boy se ausentara, cabe suponer que para ir a casa de Lucinda o de Andreas, donde por lo visto solía quedarse muy a menudo. En el colchón de la habitación libre, ella le dice, después de que un encuentro sexual matutino les calentara el cuerpo:
—Me alegro de que tú tampoco vayas a volver a ese barco apestoso. Sé lo que tramabais… con el tal Marriott y todo eso. Todo el mundo hablaba de ello.
—¿Qué? —dice Renton horrorizado, y más aliviado aún de haber abandonado el barco. No es que hubiesen sido discretos precisamente, reconoce abatido; la cruda realidad es que a nadie le importa siquiera. Pero eso cambiará: la empresa se encargará de eso. Al fin y al cabo, estábamos en la era de los esquiroles y los chivatos.
—Deja esa mierda —le aconseja Charlene, con la cabeza apoyada en el brazo. Sus rasgos angulosos, contraídos bajo la suave luz de la mañana que se cuela por las persianas de mimbre, le dan a Renton la impresión de que, a pesar de su nariz respingona y su constitución élfica, quizá sea mayor que él—. Como te trinquen por eso te puede caer mucho tiempo. Joder, sé reconocer un rollo chungo cuando lo veo. La semana pasada Benson mandó venir a una empresa de seguridad, ¿sabes?
—Pero sólo fue para revisar los procedimientos para cuando hay problemas. Por lo de la bulla con los hinchas y tal.
Charlene entorna un poco más los ojos.
—¿De verdad te crees que sólo se trataba de eso, pardillo?
No lo cree. Renton sabe lo que está pasando en la empresa. Pero ha hecho creer a Charlene que fue eso, junto con el rencor de Marriott, lo que lo decidió a olvidarse del tema. No quiere decirle que ni de coña volvería a Sealink si ella no lo hace. ¿Pero qué piensa hacer ella a largo plazo? Desde luego está al tanto de sus preocupaciones inmediatas, mientras se dirigen una vez más al West End.
Toda arreglada, Charlene se ha recogido su melena rubia en una cola baja, salvo por dos mechones que le cuelgan sobre cada oreja, encaracolados en espirales y bien fijados con laca. Él, siguiendo indicaciones de ella, lleva puesto su único traje azul marino de la cooperativa Leith Provi para bodas y funerales. Mientras la espera en Carnaby Street, ella le roba un par de zapatos negros de piel y una camisa de seda azul claro con corbata a juego, detalle que casi lo hace llorar de gratitud. Renton alucina con su profesionalidad, su bolsa de Sealink forrada con papel de plata para evitar que salten las alarmas de seguridad. Agazapado en un callejón, cambia sus viejas zapatillas de deporte y su camiseta y sale de nuevo parpadeando hacia la luz y la gente que está de compras.
—Ahora estás listo —dice ella enderezándole la corbata como si fuese su primer día de colegio. Van a los almacenes John Lewis de Oxford Street y llenan la bolsa de mercancía; Renton se hace con un polo Fred Perry para él. En los servicios, saca un poco de turrón con el que se ha hecho recientemente, además de algo de speed en base del bueno, mientras inspecciona su botín. Se queda allí durante siglos, con la ventanita abierta para tratar de dispersar los humos variados. Cuando por fin sale, con las piernas flojas y la cara entumecida, emparanoiado con que Charlene se haya pirado o la hayan trincado, cambia de expresión en cuanto sus ojos se topan con la sonrisa traviesa de Charlene. Enlazan los brazos y salen tan campantes de la tienda, excitados por su éxito.
Se besuquean y se magrean durante todo el camino hasta Highbury & Islington, Renton tragando las mucosas que tiene en la garganta para evitar soltárselo a Charlene en toda la boca. Mantiene la palma de la mano apoyada en el vientre de Charlene, sujeta por la cinturilla de su falda, conforme con no deslizarse más abajo. Ella le agarra el muslo, con la muñeca acariciando su semierección narcótica. Mientras él hace planes borrosos de futuro, a Charlene la agobia el insistente recuerdo de que quiere a otra persona y debería estar preparándose para cortar con su ligue escocés. Para cuando salen del metro de la línea Victoria para coger el tren de superficie a Dalston Kingsland, el sentimiento de culpa la vuelve fría y distante, pero Renton está demasiado colocado y es demasiado inexperto en cuestiones sentimentales para darse cuenta o preocuparse demasiado por sus cambios de humor. Llegan a Beatrice Webb House y, al ver que el ascensor funciona, ambos sueltan suspiros victoriosos al unísono, desconcertados por el ritmo tan acompasado que llevan.
Dentro del piso, se encuentran a Nicksy en el sillón, fingiendo ver reposiciones de Crown Court mientras contempla desagradables opciones. Que estaba demasiado avanzado para haberlo hecho legalmente. Decían que cuando se hacía en el momento adecuado lo sacaban con un raspado, pero que tenían que meter el fórceps allí dentro y sacarlo todo de una vez, o a trozos, cuando la cosa estaba más avanzada. Que la cosa, LA COSA, se merecía algo más que acabar en la rampa de las basuras.
Saluda someramente a Renton y Charlene cuando entran brincando y se tiran en el sofá, pero ellos sólo tienen ojos el uno para el otro, y para ver la tele.
—Crown Court… mola… —dice Renton mientras Nicksy mira hacia la cocina.
—Mark…, tengo que hablar contigo… —dice Charlene, enderezándose en el sofá, pero Renton se lanza sobre ella, acallándola con un beso apasionado. Inician una batalla de cosquillas, riéndose histéricamente, y empiezan a darse el lote otra vez. Nicksy toma nota de que su amigo escocés y la Chica del Pelazo han adoptado esa arrogante actitud que dice «míranos, acabamos de inventar el sexo» de la gente que vuelve a follar después de un largo paréntesis. Su numerito a lo Bonnie and Clyde le recuerda su propia abstinencia y vuelve a pensar en Marsha, a siete pisos de construcción modular por encima de él, y en los frutos abortivos de su amor, que estarán pudriéndose en algún vertedero municipal.
De repente, Charlene le pega a Renton un bofetón de consideración, lo señala con el dedo y le insiste:
—Hablo en serio —pero él sigue haciendo el payaso, mordisqueándole los dedos como el cachorro, que está tumbado a sus pies.
A Nicksy no le gustan las chicas apocadas, pero piensa que Charlene se lo tiene demasiado creído. Siempre anda tocándose el pelo y fijándose en cómo reaccionan los tíos; en su opinión, eso la convierte en una engreída. También piensa que no es ni de lejos tan guapa como ella se cree, aunque reconoce que esa melena es de lo que no hay.
Renton y Charlene mantienen un tenso intercambio entre susurros y se trasladan al colchón de la habitación de invitados. Nicksy decide darse una vuelta por el mercado de Dalston. Un colega que tiene en Ilford tiene un montón de walkmans de contrabando y conoce a un perista jamaicano que no hace preguntas.
Fuera no hace un día muy estimulante. Ya ha llovido y unas nubes mugrientas y saturadas amenazan con volver a la carga. Mientras lanza un escupitajo a la alcantarilla para intentar expulsar el amargo sabor de la aversión que siente por sí mismo, Nicksy reflexiona sobre el siguiente paso a dar en su caótica vida. Al igual que el trabajo de Sealink, el alquiler de Beatrice Webb House probablemente se ha agotado. Quizá se lleve a Giro y sus singles de Northern Soul a Ilford, a casa de su madre. A ella le gustan los perros y como tiene jardín, allí el animal será feliz. Lo hablará con ella primero: no quiere que Giro acabe formando parte del holocausto canino navideño de la rotonda de Gants Hill.
Arriba, en el piso de Beatrice Webb House, Charlene y Rents juegan con Giro en el salón. Se pasan el bolso de piel de Charlene, que el cachorro intenta atrapar entre sus fauces babeantes. Logra agarrarlo con fuerza al séptimo intento, mientras Renton lo sujeta firmemente por el otro extremo.
—¡Dámelo! Me cago en la leche, te vas a quedar sin dientes, Giro —dice Charlene mirando primero al perro y luego a Renton, disgustada porque han vuelto a hacer el amor y todavía no le ha dicho lo que le quería decir. Bueno, pues ha sido la última vez.
—Nah, no puedes dejarlo.
Sus palabras tienen un peso fantasma y Charlene siente que la ternura la embarga. Trata de contenerla.
—¿Qué?
—No puedes dejarlo —dice él agarrando el bolso mientras Giro gruñe por las fosas nasales—, si no el perro se malcría y se cree el jefe de la manada.
—Tampoco es que tenga mucha puñetera competencia en este piso, ¿no?
Renton la mira y está a punto de decir: «Joder, creo que estoy enamorado de ti», aunque no está muy seguro de que sea cierto, y si lo es, de que decirlo en este momento sería una buena jugada estratégica. Así que titubea. Entonces Charlene le mira y le dice:
—Tenemos que dejarlo.
—¿Dejar qué? —pregunta Renton, abrumado por una sensación de abatimiento inmediata en lo más profundo de su ser. Relaja los dedos, y Giro libera el bolso de sus manos y se aleja trotando victoriosamente con su premio.
Charlene lo mira fijamente y con dureza.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Por mí no hay problema —dice Renton, completamente devastado. Luego empieza a desbarrar, angustiado—: Pero… es guay… lo de mangar juntos. Y follar y tal. Tú misma lo dijiste…
—Sí, así es —reconoce ella—, pero ya te dije desde el principio que no estábamos saliendo juntos.
—Yo nunca dije que lo estuviéramos haciendo. —Oye el tono aniñado de su voz y, en un flashback, se ve a sí mismo de niño correteando por The Fort con un palo en la mano. Luego, en el paseo de Blackpool, hundiendo su cara llorosa en el pecho de un desconocido.
—Eres un tío estupendo, pero ya te lo dije, hay otra persona.
—Tienes al chorbo ese, ¿y qué? —A Renton le sorprende la amargura de su tono y el hecho de que quiera decir: «Seguro que tiene la polla más grande que yo», pero se contiene y se limita a comentar—: Imagino que será muy guapo.
—A mí me lo parece. Te caería bien. No sois tan distintos.
—Ya —dice Renton despectivamente—. ¿Y eso?
—Bueno, para empezar, le gustan las drogas un pelín más de la cuenta. Y también el Northern Soul y el punk. Mira…, te dije desde el principio que había otra persona. Ya sabías que nunca iba a ser un rollo permanente.
—Por mí vale —dice él en tono poco convincente, antes de sacudir la cabeza con tristeza y decir, casi para sus adentros—: Qué curioso, yo sólo quería una chica con la que no fuese como si estuviésemos saliendo de verdad, que sólo fuéramos colegas y tal. Como dijiste, follamigos. Como el rollo que tiene Sick Boy con un par de tías en Escocia; sin complicaciones ni nada. Y es lo que tenía contigo…
—Ya, bueno, pues entonces problema resuelto, ¿no?
—No, porque ahora es como que quiero más —y piensa en las relaciones anteriores que ha tenido a lo largo del último año o así: Fiona, luego aquella chavala tan guay de Manchester, Roberta se llamaba, y algunas otras de las que prefiere no acordarse.
—A mí me parece que no sabes lo que quieres.
Renton se encoge de hombros.
—Simplemente me gusta ponerme, mangar, andar por ahí y follar y tal. Mola mazo.
—¡Pues entonces no me mires así!
—¿Así cómo?
—¡Como un bebé foca atrapado en el hielo a punto de que le revienten la cabeza a palos!
La rígida sonrisa que esboza Renton trepa a su pesar hacia sus ojos.
—No me había dado cuenta…, perdona. Es sólo que eres una tía de puta madre… —dice cabeceando en un gesto cariñoso—. Lo del papel de plata en la bolsa fue la leche.
Charlene lo mira, luego se vuelve a acomodar en el sofá y piensa en Charlie, en Scrubs[153], en sus dos incisivos saltados, que le dan esa sonrisa tontorrona que ella amaba perversamente. En ellos dos: novios de la infancia de los Medway Towns, Rochester y Chatham. Sí, quiere a Charlie. Mark es mejor en la cama, pero eso no va a durar, no con toda la heroína que fuma. Pero le gusta.
—Eres el primer tío que no estaba todo el rato dándome la paliza con el pelo de los cojones; me pone de los nervios —dice ella sin convicción.
Renton encoge ligeramente los hombros en un ademán despectivo.
—Mola mazo pero a veces creo que estaría mejor corto. Acentuaría esos ojos tan bonitos que tienes —dice arrastrando las palabras mientras nota una punzada amortiguada, casi una náusea, en lo más profundo de su ser, que le hace volver a pensar en el jaco.
Charlene le sonríe, y se pregunta si la estará vacilando. Pero parece bastante alterado. Quiere a Charlie, pero sabe que la cárcel no le ha hecho ningún bien, y sospecha que aún no ha visto los daños en toda su extensión. Es lo bastante pragmática para mantener abiertas sus opciones. Es bueno saber que le importa a Mark. Se levanta, coge un bloc que hay junto al teléfono, garabatea un número y un nombre, «Millie», y arranca la hoja. Renton también se levanta: parece que la situación lo exige. Ella le mete el papel en el bolsillo de los vaqueros.
—No es el mío, es el de una amiga de Brixton. Ella sabrá cómo ponerse en contacto conmigo si quieres quedar alguna vez. Déjale tu número de teléfono. Ya me lo pasará ella y yo te llamaré.
Renton está delante de ella y no hace el menor ademán de apartarse. Por un instante Charlene piensa que le está cerrando el paso, pero no lo tiene por la clase de tío capaz de montarle una escena. De hecho, al estrecharlo entre sus brazos, le desconcierta lo distante que está ahora y lo bien que parece aceptar la situación, lo fácil que ha sido todo esto para él, una vez pasado el breve arrebato de necesidad. La inunda un torrente de remordimiento.
—Eres un tío estupendo —dice, abrazándolo con más fuerza.
Pero él se retuerce como un niño desobediente en los brazos de una titi demasiado cariñosa.
—Ya…, tú eres de puta madre…, eh, nos vemos, Charlene —dice maquinalmente.
Déjame déjame déjame… jaco jaco jaco…
Charlene se separa y da un paso atrás, lo agarra de las manos y lo mira fijamente. Se maravilla ante lo anguloso de su delgado cuerpo y su sonrisa de dientes amarillos.
—Me llamarás, ¿verdad? Estuvo bien…, en la cama y todo eso… —dice ella.
—Sí, ya te lo he dicho —dice Renton con todos y cada uno de los nervios de su cuerpo gritando VETE mientras, para su grandísimo alivio, Charlene sale del piso con la correa del bolso de Sealink cruzada al hombro, tapando así su última visión de aquel culo prieto que había llegado a considerar su altar. Aunque tenía la imagen grabada a fuego en el cerebro, le habría gustado que le hubiera echado una miradita de despedida.
Pasé de la estudiante y la choriza corta conmigo.
Sobreviviré, hey, hey.
En cuanto oye las puertas del ascensor, Renton corre a buscar su alijo a la chirriante nevera. La heroína está al fresco en un cajón, junto a una lechuga y un apio medio podridos. Con la funda de las gafas, vuelve al sofá, se agacha sobre la mesita de centro cubierta de detritus de la desidia, y empieza a prepararse un chute. Le intriga el ruido de la puerta al abrirse, y le preocupa que Charlene haya vuelto. Pero sólo es Nicksy, que le echa una mirada desdeñosa antes de dirigirse a la cocina, donde inmediatamente corta dos grandes rayas de speed sobre la mesa renqueante y declara en plan punk que Inglaterra es una mierda.
—Se ha ido todo a tomar por culo, colega.
Renton está quemando la heroína, la llama lame la cuchara. Le preocupa un poco su falta de pureza, pero parece disolverse en un burbujeante elixir.
—Escocia también —dice solidariamente mientras mira a Nicksy. Era cierto: el optimismo de posguerra había llegado indudablemente a su fin. El Estado de bienestar, el pleno empleo, la Ley de Educación de Butler[154]: todos habían desaparecido o se habían vuelto precarios hasta el punto de perder todo significado. Ahora era el sálvese quien pueda. Ya no estábamos todos en el mismo barco. Pero no todo era malo, pensaba él, al menos ahora podemos elegir entre una gama mayor de drogas.
Nicksy se levanta de un salto, y se coloca en el umbral de la puerta que separa la cocina del salón. Señala la cuchara y su contenido, con los nervios de punta, la mandíbula inferior temblando como la de una marioneta, y el pelo lacio pegado al cráneo.
—Déjalo estar un rato, Mark. Dijiste que ya no ibas a chutarte más esa mierda.
Renton levanta la mirada, su cara toda una estampa de hosca y recalcitrante justificación:
—No me toques los cojones, Nicksy. Me acaban de dejar, ¿vale?
—Ah…, vale. Lo siento —dice Nicksy antes de regresar a la cocina. No sabe por qué. Gira en redondo sobre el suelo enlosado y vuelve de un salto al salón—. Hay que ser dinámico —murmura para sí.
—Tú has pasado por esto, macho —comenta Renton, apretando el cable de la lámpara de sobremesa alrededor de su fino bíceps y cogiéndolo luego entre los dientes—. No es muy agradable, ¿verdad? —lloriquea, desconcertado al oír que su voz suena idéntica. Joder. Ahora sí que hablo por la napia.
—No, no lo es.
—Pues sí, Charlene se ha ido a tomar por culo. Tiene novio. Está a punto de salir de la cárcel. —Renton se da unos golpecitos hasta hacer asomar una vena de la muñeca.
—Pues eso no te va a ayudar.
—No es cuestión de que me ayude, sino de que me deje estar. Si de algo va ser escocés, va de ponerse ciego —explica Renton mientras se clava lentamente la aguja en la carne—. Para nosotros colocarnos no es simplemente algo divertidísimo, ni siquiera un derecho humano básico. Es una forma de vida, una filosofía política. Ya lo dijo Rabbie Burns: el whisky y la libertad son inseparables[155]. Pase lo que pase en el futuro con la economía, esté quien esté en el puto poder, puedes estar seguro de que nosotros seguiremos embolingándonos y chutándonos mierda —anuncia, palpitando con gloriosa expectación mientras introduce su oscura sangre en la jeringa antes de darle a beber la pócima a sus famélicas venas.
Vuelve a casa, chico…
Guau…, guapo que te cagas…
Renton se desploma sobre el sofá desvencijado y sus muelles rechinantes, que soportan su peso oscilante como si fuesen portadores de un féretro, y se ríe con un bostezo insondable:
—Fumar esta mierda… no es rentable y punto…
A Nicksy no le apetece ni ver la televisión ni escuchar los comentarios yonquis de su amigo.
No logra tranquilizarse, se le ha subido el speed y se retuerce en el sillón. Al captar el intenso tufo que sale de sus zapatillas, se pone en pie de golpe. Mira hacia el techo color crema mate.
Marsha.
Y sale por la puerta como si el piso estuviera en llamas.