ALTA MAR

La primera semana en Sealink fue bastante movidita: una reyerta, un poco de jaco y algo de sexo guapo. No te puede ir mejor, joder. Y encima, Marriott ha planificado la primera intentona para esta noche. Ni de coña aguantamos un mes aquí.

Éste es el sitio más raro en el que haya currado en la vida; ni siquiera la empresa de Gillsland, con las competiciones de chorizos de Les los lunes por la mañana, puede competir con esto. En cuanto al personal, el Freedom of Choice es como el Marie Celeste[148]. Somos expertos en escurrir el bulto; no sólo los temporeros, los fijos también. Les han hecho contratos de trabajo nuevos a todos, lo que quiere decir trabajar más horas cobrando mucho menos, por lo que la motivación es inexistente. De ahí que los pasajeros con problemas sean incapaces de encontrarnos. A veces, cuando estamos visibles, paseamos por el barco fingiendo cara de concentración, rehuyendo siempre todo curro real. La vocecilla ceceante de Camisa Crema parece andar persiguiendo fantasmas, nombres precedidos por un ansioso «¿Dónde está…?». Por supuesto, ni dios tiene ni zorra idea.

Se suponía que me habían asignado a la cocina como castigo, pero ha resultado ser una puta perita en dulce; mucho mejor que hacer de camarero. Para empezar, hay menos riesgo de tener que enfrentarse con cuadrillas de futboleros o despedidas de soltero llenas de borrachos. No tengo la menor gana de lidiar con esa clase de mierda. Y, para ser sincero, la movida de contrabando de Marriott también me importa un carajo. Si puedo pasar la aduana entre turno y turno con un par de gramos para mí y ser capaz de conservar el curro, perfecto. ¿Pero pasar diez gramos de turrón sin cortar en los pantacas sólo para que un gordo cabrón pueda comprarse anillos de oro, conducir un BMW y apoltronarse en un chalet en la Costa del Sol? Anda y que le den por culo. En el ejército de Maggie hay millones de pringaos haciendo cola para ese puesto. Sick Boy y yo estuvimos hablando de ello, y él está de acuerdo conmigo. El único detalle que queda por resolver es cómo darle la noticia a Marriott. Pero me importa una mierda, tengo otras cosas en mente.

Pim, pam, pam, va el barco, levantando espuma por el Mar del Norte, seguido por bandadas de gaviotas chillonas que se alimentan de sus excrementos. Pim, pam, pam, hacemos Charlene y yo cuando me ella me coge de la mano y me lleva abajo, y me monta a lo loco, con el pelo al viento, o yo chupo y lamo su deliciosa rajita peluda hasta que ella gime de placer o yo me asfixio. Su boquita de muñeca en mi polla, los ojos desorbitados y encendidos mientras le llega al fondo de la garganta. Somos oralmente competitivos: los dos queremos hacer que el otro se corra antes. Suelo ganar yo, forzándome a pensar en el careto vaginal de Ralphy Gillsland en el instante decisivo para aplazar el chorromoco. Mi apetito sexual sigue sin ser lo que debería, pero al menos fumar chinos de turrón no parece haberlo diezmado del todo, a diferencia de cuando me chuto jaco blanco. Libido juvenil contra adicción crónica a la heroína; quizá se trate de la batalla suprema entre un impulso irrefrenable y un objeto inerte. Pero sólo puede haber un ganador, así que tendré que controlarme con el jaco. En cierto modo compensa; en lugar de excitarme demasiado y no querer más que meter la polla, me relajo y me centro más en los preliminares. Nunca me había dado cuenta de que se podían hacer tantas cosas con los dedos, y en cuanto a lo de mi puta lengua, soy como el tío ese de Kiss o el gordo de Bad Manners que se parece a Keezbo…

En cubierta estamos de fiesta permanente; los clientes borrachos van tambaleándose y tropezándose, todos ciegos, con el personal yonqui y maricón. La hostilidad de Sick Boy hacia Charlene y yo por habernos enrollado se disipó enseguida, en cuanto se dio cuenta de que a las niñas bien les gustan los marineros y de que tener camarote propio en un barco lleno de despedidas de soltera con tías borrachas es un chollo tremendo. Es el único tripulante masculino con camarote propio, gracias a un chanchullo que se montó. Le dijo a Camisa Crema: «Tengo unos hábitos de sueño muy peculiares, Martin, y pueden resultar embarazosos si alguien tiene que compartir dormitorio conmigo. Te estaría muy agradecido si me ahorrases a mí y a cualquier otro esa situación tan violenta asignándome, si puede ser, un camarote para mí solo». El bujarra paticorto lo miró compasivamente y le dijo: «Déjamelo a mí, veré qué puedo hacer».

Pero hasta ahora, en lo que al jaco respecta, sólo hemos pasado un poquito para uso personal por la aduana. Yo estaba cagado de miedo, incluso cuando vi a Frankie, con quien habíamos tomado algo en el pub Globe. Pero hubo una vez que estaba listo para pasar y él no estaba allí, sino algún otro tipo. Me acojoné y volví sobre mis pasos, alejándome del barco, antes de ver a Frankie aproximándose hacia mí. «Fui a echar una cagada», me dijo sonriendo alegremente, antes de relevar al otro tío y dejarme pasar completamente puesto.

Más problema me supuso el chef, al principio. Bueno, él no en realidad; él resultó ser un tipo legal cuando llegabas a conocerlo. Era el trabajo y más concretamente el puto calor. Nadie que no haya trabajado en una cocina industrial puede hacerse la menor idea de lo continuo y agotador que es. Pero aguanté bien el curro, en gran parte gracias a Charlene. Ella nos describió como «follamigos». Se tomó la molestia de explicarme que tenía un maromo al que habían enchironado y que yo era básicamente un polvo de reemplazo.

Así que tengo que controlar mi encoñamiento, y no es cosa fácil. Para mí ella es mi equivalente femenino inglés: una princesa de los astilleros de Chatham, en Kent. Y hay que tener en cuenta al tipo del maco. Charlene no quiere hablar de él, cosa que a mí me parece muy bien, pero dice que está en el maco por hurto, no por nada violento, cosa que no deja de ser un alivio. Pero esté allí por lo que esté, a nadie le hace mucha gracia que un capullo se esté zumbando a su lemon curd[149]. No se puede decir que sea muy romántico montárselo en una cama estrecha, pero al menos ella tiene tantas ganas como yo y, después de cumplir, subimos a cubierta, sin demasiada ropa, la justa para estar presentables si alguien nos ve y vemos salir el sol, pálido y áspero, sobre el puerto. Ráfagas de lluvia helada azotan los edificios bajos de hormigón del puerto y ululan por entre las estructuras del buque por encima y por debajo de nosotros. Se forman grandes charcos en los adoquines irregulares del muelle. Figuras solitarias luchan contra el viento, atando pesadas cuerdas a los amarres o simplemente caminando entre los edificios con tablillas sujetapapeles en la mano. El vendaval azota la melenaza de Charlene y nos quedamos allí en camiseta y pantalones de chándal, jugando a un juego en el que soportamos tantísimo frío que uno de los dos grita ME RINDO y nos retiramos a toda prisa, bajando como cangrejos los montones de escaleras estrechas hasta las hediondas entrañas del barco y nuestro apestoso nido, antes de hacernos un ovillo y follar otra vez.

Durante el rato de permiso que disfrutamos en Ámsterdam, después de nuestros turnos, Sick Boy y yo estamos en el Grasshopper mientras Charlene juega al billar con dos chicas Scouse[150] de risa gutural que fuman como carreteras, pasajeras que han venido en el barco. Nicksy entra, con cara de colegial asustado, acompañado por Marriott, al que se le ve nervioso y con los ojos desorbitados, que se mosquea en cuanto divisa a las chicas. Indica la puerta con la cabeza.

Yo miro a Sick Boy. Nos disculpamos con las chavalas y salimos a la calle con Nicksy y Marriott, y nos sentamos en una concurrida terraza que hay al otro lado de la plaza. Viene una camarera y pedimos café.

—Será esta noche —dice Marriott—. Pasamos diez gramos cada uno.

Yo estoy a punto de decir que ni de coña, pero Sick Boy se me adelanta.

—Lo siento, compañero. Te agradezco la oferta, pero esta vez me veo obligado a rehusar.

—¿Qué? ¿Que tú…, pero qué coño dices? ¿Me tomas el pelo…? Aquí tengo la puta manteca —dice indicando la bolsa de Sealink que tiene a sus pies, antes de abrir la cremallera y enseñarnos los cinco paquetes.

—Como te he dicho, me encantaría poder ayudarte, pero en esta ocasión concreta no me queda otro remedio que decir que no.

—Serás ca… ¿y qué se supone que voy a hacer con esta manteca de los cojones? —dice, lanzando una malhumorada mirada a un par de mochileros que hay en la mesa de al lado con esos ojos de búho estreñido que tiene. Uno lleva una bandera del Canadá con la hoja de arce estampada. En Escocia llevamos generaciones exportando a toda la peña cuadriculada a Canadá. ¿Resultado? Ellos son unos capullos de lo más aburridos y nosotros unos drogatas marginales.

—No es problema mío —dice Sick Boy con arrogancia.

Entonces Marriott, cegado por el pánico, me mira a mí.

—Tú no me irás a dejar tirado también, ¿no?

—Ahora que lo dices, sí —le digo, mientras su mandíbula casi toca el suelo. El muy capullo parece estar dudando entre partirme la cara o romper a llorar—. Lo siento, colega, no es nada personal —miento—, pero nos has estado metiendo en una encerrona con esta movida. He hecho cálculos: gramos, tiempo en chirona, remuneración. No me salen las cuentas.

—No va a haber ningún tiempo en chirona —chilla, frustrado—. ¡Ya os conté lo de los fulanos de aduanas! ¡Está todo controlado!

—Entonces no deberías tener ningún problema en encontrar socios lo bastante espabilados y ansiosos de aprovechar esta inigualable oportunidad de negocio que ofreces —le suelto. Ahora sí que estoy disfrutando, mientras me fijo en la sonrisa de Sick Boy, cada vez más ancha.

Marriott se pone a hiperventilar y le dice a Nicksy:

—Me dijiste que eran de fiar, capullo…

Nicksy flipa que te cagas.

—¡¿A quién cojones estás llamando capullo?! —Se levanta de un salto y se arrima a Marriott, que se echa hacia atrás en la silla—. Tengo bastantes más cosas en las que pensar que en ti y en tus putos trapicheos de mierda, ¡gilipollas de tres al cuarto!

Los mochileros canadienses, ambos pálidos y gafotas, se vuelven y nos miran angustiados. Nicksy vuelca la bolsa de Sealink de una patada y un paquete de jaco cae sobre los adoquines. Tengo que decir que no había visto diez gramos de jaco en la vida y, aunque no abulta más que un paquetito de caramelos, no como la papela normal de medio gramo, que es más o menos del tamaño de dos guisantes gordos, me entran unas ganas de echarle la zarpa que te cagas. Pero Marriott se me adelanta: suelta una especie de gorjeo y se agacha, mete el paquete en la bolsa de viaje y la cierra en un solo movimiento frenético.

Nos miramos entre nosotros, nos levantamos y volvemos al Grasshopper.

—Esto no se va a quedar así —grita Marriott al tiempo que la camarera aparece con cuatro cafés con leche. Nosotros nos volvemos y nos reímos mientras el muy imbécil, todo crispado, se hurga los bolsillos para sacar los florines con los que pagarle.

—Muy bien, colega, le has dicho a ese cretino dónde puede ir. —Sick Boy levanta el brazo de Nicksy en el aire, en plan boxeador victorioso, mientras cruzamos la plaza—. ¡ICF![151]

—Para mí que voy a tener que echar mano de todos los contactos que tengo para sacarnos de este puto marrón —dice ansiosamente—, pero se estaba quedando con nosotros que te cagas, ¿eh?

—Sí —concuerdo—, pero es un puto comemierda. No va a hacer nada.

—No es él quien me preocupa. —Nicksy sacude la cabeza y luego me mira fijamente—. No irás a pensar que el jaco ese era suyo, ¿verdad?

—Ya… —caigo de repente, sintiéndome un poco imbécil, y notando cómo se me hace un nudo en el estómago.

—Caballeros, cabe la posibilidad de que nuestra breve estancia en Sealink esté tocando a su fin —declara Sick Boy al tiempo que abre las puertas y volvemos a entrar en el Grasshopper. Mientras Nicksy y yo asentimos, añade en plan libertino—: Pero ahora mismo hay damas a las que atender, ¡y vamos a atenderlas!