LOBOS DE MAR

1. Servicio de aduanas

Sick Boy, mochila al hombro, piensa que su amigo Renton es un auténtico yonqui demacrado; que a su lado hasta Spud o Matty parecerían sanotes. Mientras atraviesa rápidamente la bien iluminada zona de aduanas, cada fibra de su ser grita: ése no va conmigo. En el aire viciado pesa un fuerte olor a sudor rancio, más enfatizado que sofocado por el penetrante olor a desodorante barato. El rechoncho funcionario, con una telaraña tatuada en el dorso de la mano, da una calada a un cigarrillo fingiendo desinterés, pero Sick Boy se da cuenta de que los ha fichado. Tendrá que cruzar esta puerta a diario y, si Marriott se sale con la suya, a veces con un considerable paquete de drogas de calidad sudando en sus calzoncillos.

Nicksy, que lleva un bolso de viaje de polipiel, es un reflejo del declive de Sick Boy. Habla con Marriott, pero mordazmente concentrado en un reguero de baba que le sale del hocico y le resbala por la barbilla. Nicksy está paralizado por el horror de su dilema personal: piensa que si tiene que soportarlo un segundo más se muere, pero si se larga no volverá a trabajar en esta ciudad, por sórdida que sea.

Al final es a Renton, que lleva dos bolsas de la compra, al único que paran y registran. Luce una bobalicona sonrisa nerviosa mientras los agentes de aduanas vuelcan, con gesto severo, unas cuantas camisetas desgastadas y ropa interior sobre una mesa para inspeccionarlas. Entretanto, su alijo personal le quema los dedos de los pies en el fondo de las deportivas. Tomó la fortuita decisión de última hora de dejar en casa el material que tenía en la funda de las gafas y da las gracias asintiendo torpemente con la cabeza cuando le indican que puede pasar. Nicksy va muy por delante, sin mirar atrás.

Salen de la zona de aduanas, y al atravesar una puerta de cristal de doble hoja se trasladan al muelle, donde los azota un viento gélido. Unas nubes hinchadas y plomizas le roban la luz al cielo mientras se dirigen al portalón antes de embarcarse en la enorme nave blanca, rebautizada Freedom of Choice después de ser privatizada, en lugar de su designación anterior: Arms Across the Sea.

Aunque resulta bastante impresionante desde fuera, el interior de la embarcación parece un desangelado laberinto de cubiertas, camarotes y escaleras de acero pintadas de verde y blanco. Tras sortear varias puertas batientes hostiles, bajan por una escalera que parece sacada de una pesadilla, adentrándose en las entrañas del barco hasta llegar a su alojamiento.

Renton inspecciona el estrecho ataúd de camarote que tendrá que compartir con Nicksy (asegurándose de que su amigo cockney se queda con la litera inferior, pues ha descubierto que tiene algo de meón) y está ansioso por echar una cabezada. Pero enseguida tienen que volver a subir las escaleras hasta una de las cubiertas —sudando, esforzándose por llenarse los pulmones de aire y con las pantorrillas ardiendo— para una iniciación potencialmente torturadora. Allí les entregan unas bolsas de viaje azules razonablemente elegantes estampadas con el logo de Sealink. Cada bolsa contiene un chaleco rojo y una corbata o un fular de seda y dos camisas o dos blusas, según el género del «operario». (En la desindicalizada era posprivatización, todos reciben esta denominación en lugar de la de «camareros». Los operarios cobran menos). El supervisor, un hombre de unos treinta años, bajo y delgado, con gafas, que luce un pulcro peinado a lo Beatle y una resplandeciente camisa color crema, informa a la docena de recién contratados que es responsabilidad suya encargarse de lavar su indumentaria y llevar una camisa limpia en todo momento.

—Esto es de la máxima importancia —cecea con deje amanerado el encargado, al que bautizan instantáneamente como Camisa Crema, mirando fijamente a Sick Boy, que se encuentra al fondo del todo con Renton y Nicksy—, ¿me explico?

—Afirmativo —ladra Sick Boy, consiguiendo que los novatos congregados se vuelvan hacia él, antes de añadir—: No se puede gobernar un barco sin orden.

Camisa Crema lo mira como si le estuviese vacilando, luego piensa que quizá no sea el caso y lo deja pasar, antes de acompañarlos para hacer una visita guiada del barco. Renton y Sick Boy reconocen simultáneamente a la chica del pelo rebelde de cuando hicieron la entrevista.

—La única chica medio potable a la vista —le dice Sick Boy a Renton con desdén—. Las currantas fondonas esas tipo Pauline Quirke[137] me han sonreído —dice indicando con la cabeza a dos mujeres que tienen cerca—, pero lo siento, nenas, ¡estáis destinadas a una vida de sudar en la cocina, no en la cama!

Renton les echa un breve vistazo y piensa que una de ellas no está tan mal antes de que sus ojos regresen a su posición original.

—¿Captas rollo babuino o qué?

—No seas tan sexista e inmaduro. Que una tía haya tenido un crío no significa que haya que descartarla —se mofa Sick Boy.

Renton decide hacerle caso omiso.

—Ese bollito —dice relamiéndose y fijándose de nuevo en la chica de la melenaza, mirándola con unos ojos pícaros que a Sick Boy casi le gusta—, es una preciosidad —cuchichea mientras suben otro estrecho tramo de escaleras.

—Está potable, Renton, no es ninguna preciosidad. —Sick Boy inspira más a fondo, con la esperanza de que el aire le llegue a las piernas.

—Vete a tomar por culo. Fíjate en ese pelazo a lo Robert Plant —dice Renton mientras los novatos acceden afanosamente a la siguiente cubierta y se despliegan en abanico. Ve a Nicksy, que se rasca una oreja muy enrojecida, pero no ve a Marriott por ninguna parte.

—Es usted un joven con serios problemas emocionales, señor Renton. Sólo a ti se te ocurriría compararla con Robert Plant, yo pensaría más bien en Farrah Fawcett-Majors —le dice Sick Boy mientras Camisa Crema, tabla sujetapapeles en mano, les echa una mirada. Ha empezado a soltar su discurso y, ante la competencia surgida al fondo, levanta la voz un decibelio, etiquetándolos como potenciales alborotadores.

—Así que si suena la alarma, todos tenemos que seguir al pie de la letra las normas de evacuación.

—Sí, pero tiene un pelazo —insiste Renton dándole un codazo a Sick Boy—, lo mires por donde lo mires. Además, que le den a Farrah Fawcett-Majors, el Ángel más sexy era Kate Jackson. Esa voz ronca…

Sick Boy mira a Camisa Crema, que sigue echando aire caliente comprimido por esos labios de comepollas fruncidos en un mohín que sin duda harían de él en todo un éxito en maricalandia, y que ahora está venga a soltar el rollo sobre lo que hay que hacer en caso de que el barco se hunda. Que le den por culo a todas esas chorradas, si sucede tal cosa corres hasta el bote salvavidas más próximo apartando a codazo limpio a todo capullo que te encuentres por el camino. Se acerca más a Renton.

—Estamos hablando de una mujer, Rents. De una tía sexy. Podemos discutir si Fawcett-Majors o Jackson, Plant o Page, pero la analogía que has utilizado en este contexto ha sido preocupantemente homosexual. ¿Te pica la curiosidad por estar en un barco, Rent Boy? —le pregunta, mientras Camisa Crema se pone tieso y eleva la voz de nuevo—:

—… para saber exactamente dónde se encuentra cada punto de evacuación…

—Vete a la mierda, la última polla que chuparía sería la tuya —dice Renton. La Chica del Pelazo lo oye, y se tapa la boca con la mano para sofocar una risita.

—Puede que fuese la última, pero aun así veo que no lo descartas del todo. Parece que me das la razón, ¿no crees?

—Era una puta figura retórica, capullo —susurra Renton—. Claro que lo descarto, al cien por cien.

La Chica del Pelazo se vuelve de nuevo y esta vez se fija en ellos, lo que obliga a Camisa Crema a levantar la voz una vez más.

—… de acuerdo con la Ley de Salud y Seguridad Laboral de 1974…

—Me alegra oírlo —le dice Sick Boy a Renton.

—Pues no sé por qué lo dices tan ofendido, hombre.

—Ay, Dios —le replica Sick Boy con un mordaz sarcasmo—, ponte en mi lugar. Siempre he querido ver desde arriba las raíces pelirrojas de tu pelo mal teñido mientras tus dientes podridos me rozan las pelotas. Tengo esa fantasía desde que le llegaba a la rodilla a un saltamontes. Y ahora nunca se cumplirá. ¡Bua! ¡Mísero de mí!

Sus gritos de indignación se prolongan en la misma línea, atrayendo las risas de más novatos, y Camisa Crema ya está harto de distracciones.

—Quizá… —dice fijándose en Sick Boy con lo que el destinatario de la mirada considera con preocupación como una mirada de agáchate-que-te-voy-a-dar, antes de echar un vistazo a su lista—, Simon… quiera compartir su bromita con nosotros, ya que evidentemente parece ser más importante que nuestra salud y seguridad en el barco.

—No era ninguna broma, eh…, Martin —dice el autodenominado hombre del Renacimiento italoescocés, recordando el nombre con que se presentó el supervisor—, sólo le decía a mi amigo que, como hijo de una comunidad marinera cuya familia lleva generaciones surcando los mares en balleneros, arrastreros y en la flota mercantil, me parece maravilloso que Sealink nos haya dado esta oportunidad.

La cara de Camisa Crema indica que vuelve a sospechar que le están tomando el pelo. Sin embargo, Sick Boy mantiene la cara de póquer hasta el extremo de conmover verdaderamente al supervisor.

—Gracias, Simon…, tal vez no sea el mejor trabajo del mundo —declara, emocionado—, pero tampoco es el peor. Pero esta parte de iniciación es muy importante, por lo que os rogaría a todos que prestéis la máxima atención.

—Por supuesto, Martin, me he dejado embargar por la emoción —responde Sick Boy sonriendo con dulzura—, por favor, acepte mis más sentidas disculpas.

Camisa Crema le lanza una breve sonrisa que parece una invitación a cenar que a Sick Boy le revuelve las tripas antes de empaparse de la admiración susurrada de Renton.

—Estás en plena forma, Sick Boy, sobre todo lo de «flota mercantil» en lugar de marina mercante. ¡Ésa me la apunto!

Nicksy se ha arrimado a Renton, y se ha puesto a soltarle un rollo sobre el significado de la vida.

—¿De qué va todo esto, Mark? ¿Eh?

Buena pregunta, piensa Renton, mientras Camisa Crema sigue con su perorata.

—… la legislación se concibió como ley habilitante. Su objetivo es que cada uno de los empleados se haga responsable de la salud y la seguridad en el trabajo. Por tanto, todos nosotros somos, en cierto modo, inspectores de seguridad y sanidad, y tenemos la responsabilidad de…

Todos tenemos que asumir responsabilidades, recordó que había dicho su padre sobre Davie. Un latido del inflexible palpitar de la muerte en el pecho de Renton, consciente de que jamás volvería a ver u oír a su hermano. Traga un nudo inexistente que tiene en la garganta: sí que llevabas mucho tiempo muerto, como rezaba el refrán.

Pensar en Davie lo lleva a acordarse de Giro, el perro. Ha empezado a ladrar por la noche: un sonido agudo y curiosamente rítmico que le recuerda la tos de Davie. Ha sustituido a ese sonido como fuente de algo que para Renton va más allá del tormento, y que es más como un peculiar testimonio. Ahora es el único que se levanta a oscuras para echar comida en el cuenco del cachorro. Una noche se dio cuenta de que Giro había estado pegándole a las papelinas que había encima de la mesita de centro.

—No es buena idea que vivas con nosotros, amiguito —había dicho con tristeza, lamentando haberse encariñando tanto con el animal. Renton admiraba la manera en que Giro era capaz de levantarse sin más: sin necesidad de ducharse, cepillarse los dientes ni vestirse, estaba listo para salir al parque en el acto. Y le encantaba que el perro atrajese la atención de las chicas en London Fields. ¡Ay, qué monada!

Gracias a ese perro acabaré follando, casi a mi pesar.

Pero Nicksy le está incordiando.

—¿Qué cojones hacemos aquí, Mark? Quiero decir… en serio.

¿Qué cojones sabrá este capullo sobre el significado de la vida?, piensa Renton ahora que tiene a Marriott en su punto de mira, inmóvil y con las manos entrelazadas.

—… así que lo primero que necesitamos —dice Camisa Crema, desesperado por captar la atención de doce pares de ojos—, son dos voluntarios que quieran ser nuestros inspectores de salud y seguridad…, puesto que un voluntario vale por dos reclutas forzosos, sean hombres o mujeres, —añade examinando sus inexpresivas caras—, …así que, por favor, que levanten la mano quienes estén interesados…

Todas las manos se mantienen firmemente bajadas y la mayoría de los presentes bajan la cabeza y miran la cubierta metálica pintada de verde.

—Vamos —suplica Camisa Crema, horrorizado—, ¡se trata de la salud y la seguridad, algo que nos afecta a todos!

Sigue sin haber voluntarios, sólo una serie de furtivas miradas de soslayo. Enfurruñado, Camisa Crema menea amargamente la cabeza y consulta su tabla sujetapapeles, luego vuelve a observarlos detenidamente.

Renton reconoce ahora que le está dando la pájara. Necesita meterse algo.

Por suerte, Camisa Crema ha asignado arbitrariamente las tareas de salud y seguridad a un joven que parpadea sin cesar y tiene la cara cubierta de cicatrices de acné que parecen cráteres lunares, y a una de las coquetas currantas jamonas de Sick Boy, poniendo piadosamente fin a la charla. Un segundo supervisor se aproxima con andares afectados a Camisa Crema y anuncia con tono de voz agudo y amanerado:

—Y ahora, si sois tan amables de retiraros a vuestros camarotes y poneros vuestros uniformes, dentro de veinte minutos nos reuniremos en la cantina, donde se os asignarán vuestros puestos de trabajo.

Se alejan y Renton se demora un segundo o dos, con la esperanza de poder charlar con la Chica del Pelazo, pero ella está ocupada hablando con el otro supervisor, a quien Renton ha apodado Blusa Beige, así que baja a las dependencias de personal, en las entrañas del barco. Cuando llega al camarote Nicksy ya está allí, con la bolsa de Sealink a sus pies y poniéndose el uniforme.

—¿Todo bien, colega?

—Joder, pues la verdad es que no, colega —y se pone la camisa color crema sobre el cuerpo delgado y la abotona, ajustándose la goma de la pajarita para mayor comodidad, luego el chaleco, que le queda demasiado grande y holgado—. Te veo en la cantina.

—Vale… —Renton decide echarle pelotas a la situación. Deja el jaco, el alijo que tiene escondido en la puntera de las deportivas, y se mete un poco de speed de una papela que lleva en el bolsillo pequeño de los vaqueros. Es la única forma de sobrevivir a este turno. En cuanto le sube, se dirige a la cantina para reunirse con los demás. Se siente fatal, como si no fuese más que un parche, y en cierto modo el speed le agudiza los dolores del síndrome de abstinencia, pero la frenética energía mental lo distrae.

La agresividad de la anfetamina le hace atravesar varias puertas batientes con un exagerado contoneo hasta la zona de personal del refectorio. Efectivamente, la fortuna sonríe a los valientes, pues queda claro que la asignación de turnos ha dejado a Camisa Crema con la impresión de que pertenece al equipo de Blusa Beige, mientras que Blusa Beige parece creer lo contrario. Poco dispuesto a sacar a ninguno de los dos, o a sus listas, de su error, Renton opta por permanecer sin ser asignado a ninguna y decide que se dedicará a recorrer el barco como un fantasma.

Se ha formado una cola para comer. Renton no tiene hambre pero las lentejas parecen comestibles y cree que debería intentar comer algo. Le vacila al chef, orgulloso y tieso como un soldado, con su gorro alto y su uniforme blanco.

—¿Qué tal, bollito? —ladra de cara a la galería, con la energía tóxica potenciada por los gritos efusivos de las mariconas, las risitas apreciativas de los listillos y una deliciosa sonrisa de la Chica del Pelazo.

El chef permanece impasible: unas gruesas gafas oscuras de pasta negra y el cuello cubierto de manchas hepáticas, un volcán a punto de entrar en ebullición enfundado en lino blanco almidonado. Renton tiene la repentina sensación, aun a través de su arrogancia narcótica, de que esta insolencia probablemente es un error, cosa que queda confirmada cuando un veterano camarero inglés homosexual le dice:

—No le toques las pelotas al chef, colega, es un auténtico cabrón.

Renton nunca había oído esa frase: no le toques las pelotas al chef.

Nicksy no está y no ve a Sick Boy, y la monada de Fawcett-Plant está charlando con una de las currantas, así que Renton decide prescindir de las lentejas e iniciar sus paseos, para alejarse del alcance de la fría y peligrosa mirada del chef. Al irse, lo oye vociferar a un pinche de cocina:

—¿Quién es ese puto jeta escocés?

Mientras sube una escalera, Nicksy nota que le cuesta respirar. Al llegar arriba se asoma al mar por el ojo de buey de las puertas batientes. El personal está en cubierta, esperando a que embarquen los vehículos y los pasajeros de a pie. Ve a Marriott apoyado en la baranda, fumando un cigarrillo, sin quitarle de encima en ningún momento los ojos ardientes de su maltrecho rostro cadavérico. Siguiendo la misma línea de visión, descubre a Sick Boy charlando con la chica de la melenaza rubia alborotada. Estudiando sus tetitas, su prieta figura curvilínea y todo ese pelo volando al viento, Nicksy piensa: está buena, pero sin la menor lujuria lasciva.

—¿Tienes hachís? —le pregunta Sick Boy a la chica.

—Sí, un poco —dice ella, intentando en vano controlar sus agitados rizos mientras el primer coche sube la rampa y los ansiosos pasajeros de a pie ascienden con dificultad por la pasarela con la fútil esperanza de encontrarse el bar abierto.

Sick Boy oye a Camisa Crema decirle a un lánguido compi:

—Ésta es la parte que siempre me emociona —mientras extiende los brazos con aire pomposo y mira a los pasajeros que avanzan apelotonados—, esto es lo que me hace darme cuenta de por qué estoy aquí.

Sick Boy mira fijamente a los pasajeros y decide que ya los aborrece a todos. Entonces se oye un canturreo de «Man-ches-terr na, na, na…», al tiempo que una pandilla de jóvenes de rostro cetrino, más o menos de su edad, sube a cubierta pavoneándose. Se vuelve hacia la chica del pelo.

—En ese caso, tendré que pasarme por tu camarote más tarde. No puedo dormir sin fumarme un peta.

—Vale —le dice ella, volviendo brevemente la cabeza al oír el cántico—. Yo me llamo Charlene.

—Simon —dice Sick Boy asintiendo secamente.

Camisa Crema chilla instrucciones al personal de camarote que recibe a los pasajeros, mientras los viajeros británicos fluyen hacia el interior del navío. Nicksy se escabulle sigilosamente y sube otro tramo de escaleras metálicas hasta la cubierta superior. Al poco rato, una sirena brama un tanto flatulentamente, seguida poco después por un ruido sordo y una sacudida cuando el motor del barco se pone en marcha. El buque sale lentamente del puerto, y va cogiendo velocidad, seguido por gaviotas excitadas a medida que llega a mar abierto. Luego oye unos pasos a sus espaldas, seguidos por un grito:

—¡Nicksy, cacho cabrón!

Al volverse ve el flequillo lacio de Billy Gilbert, un viejo amigo del West Ham, que lleva una camiseta Adidas color castaño y crema. Destaca entre una cuadrilla de tíos que avanzan hacia él por la cubierta. Todos comparten una mirada tensa, alerta, como si fueran galgos en sus cubículos esperando a que las puertas se abran y el conejo mecánico eche a correr por el canódromo. Billy ojea de arriba abajo el uniforme de Nicksy.

—Bonito traje, colega. De alta gama, se podría decir.

Risotada general, y entonces Nicksy ve a otro amigo de Ilford, Paul Smart, y a unas cuantas caras conocidas más de los bajos fondos. No sabe qué está pasando.

—¿De qué coño va todo esto?

—Caramba, sí que estás picajoso, Nicks. ¿No te tratan bien aquí en el Titanic?

Toma un poco de aire y fuerza una sonrisa.

—Sí, perdona, Bill, no está tan mal, es un curro más o menos potable.

—¿Vas al partido luego?

—Eso tenía pensado —miente Nicksy. Aunque había leído un artículo sobre el tema en el Standard, por algún motivo creía que el partido de ida de la próxima ronda de la UEFA iba a ser en Upton Park—. Si acabo a tiempo después de este puto turno.

—Estupendo, nos vemos en el Bulldog, entonces —dice Billy echando una mirada alrededor, como si anticipase una emboscada—: Me han dicho que hay un montón de peña del Man U en este puto barco.

—Yo no he oído nada. ¿Piensas correrlos a guantazos hasta Surrey?

—Podría ser —le responde Billy riéndose.

Un chaval de tez pálida, que lleva una camiseta verde de Sergio Tacchini, va corriendo hacia ellos precipitadamente y chilla:

—¡Hay un montón de peña del Man U en el puto bar de abajo!

Y la cuadrilla se larga escaleras abajo, pasando en tropel junto a Sick Boy, Camisa Crema y otros miembros del personal, que están subiéndolas en ese momento, mientras Nicksy desaparece rápidamente en dirección opuesta.

—Esto pinta mal —dice Camisa Crema—. Simon, ¿podríais acompañarme tú y tus amigos… —y consulta la hoja—, … Mark y Brian? ¿Dónde están?

Sick Boy cae en la cuenta de que Rents y Nicksy, al igual que los encargados de salud y seguridad de Camisa Crema, se han esfumado.

—No estoy seguro del todo.

—El primer trayecto de la temporada y tenemos el barco lleno de hooligans —dice malhumoradamente Camisa Crema, disgustado—. Será mejor no perderlos de vista y asegurarnos de que se tranquilicen.

—Eh, vale… —dice Sick Boy a regañadientes. Es evidente que Camisa Crema le ha cogido cierto cariño. De momento no está seguro de cómo utilizarlo a su favor, pero le intriga enormemente la perspectiva de poder hacerlo.

En cubierta Nicksy se tropieza con una mujer de brazos rollizos enfundada en un chaleco acolchado. Parece angustiada y le dice que ha perdido a su hija.

—Ven conmigo, cielo, ya la encontraremos —le dice y la saca de allí.

2. Deberes razonables

Reconozco que me gusta el Salisbury Crag un poquito más de lo que me conviene, pero Renton se ha ido un poco de la pelota pelirroja esa. Da pena, moqueando por la napia sin parar y con esa voz metálica nasal que parece haber adoptado; sería capaz de chuparle los meados de la entrepierna a un borrachuzo si creyese que con eso se iba a poner. Anda escondiéndose, es obvio. ¿De qué? ¿De qué, sino de sus miedos? ¿Su máximo temor? Que el gen tarado que produjo al fratello hecho polvo se le note. Bien visto, Rent Boy. Bien visto.

Al principio no me sentía demasiado mal; me había buscado un polvo para los turnos. Echo de menos a Lucinda, y no soporto dormir sin que me calienten la cama. La tal Charlene parece una pibita peleona, una artista del folleteo que no tiene preguntas ni exigencias. Estamos aquí de charla mientras los pasajeros, que son la auténtica escoria del planeta, suben al barco como si fueran ganado. Por suerte, entre ellos hay una o dos chicas con pinta de golfas. Y luego zarpamos. Básicamente el personal de camarotes, u «operarios», no tenemos otra función que controlar a los «clientes», como se ha rebautizado a los pasajeros.

Entonces me di cuenta de que había empezado a ponerme nervioso preguntándome dónde estaría el capullo de Renton. No me cabe duda de que habrá encontrado un sitio oscuro y cerrado en el que enterrarse. El verbo «ratear» resuena en mi cerebro cuando me separan de Charlene y me veo obligado a seguir a Camisa Crema, que persigue a una panda de muchachos londinenses que pasan corriendo a nuestro lado rumbo al bar. El estrépito de lo que sólo pueden ser cristales rompiéndose interrumpe súbitamente el canturreo pendenciero procedente de esa dirección. Luego se oyen gritos y Camisa Crema cruza a todo correr las puertas del bar agitando los brazos, mientras los pasajeros salen despavoridos en tropel.

Lo sigo por entre los viajeros que se retiran. Se ha liado una bronca en el otro lado del bar. Creo que son los del West Ham contra los del Manchester United, pero no lo sé y me importa menos. La violencia es una herramienta que puede ser útil en ocasiones, pero la versión recreativa es un vicio de fracasados como Begbie, al que tengo entendido que le ha caído un año por agredir a un gilipollas de Lochend. La cosa se está poniendo un poco fuerte: hay unos cuantos payasos pegándose torpemente en la periferia, y más todavía haciendo aspavientos, pero la bronca principal es como un tornado en cuyo centro habrá una docena de cuerpos más o menos, enzarzados en un auténtico cuerpo a cuerpo. Entre los pasajeros cunde el pánico y salen apelotonándose, los niños y las mujeres gritando, y los cabrones cuadriculados protestando horrorizados ante esos «animales». Camisa Crème me sacude por el hombro, rogándome:

—¡Tenemos que detenerlos! ¡Lo están destrozando todo!

—Creo que en esta ocasión me abstendré, Martin, y se lo dejaré a los de seguridad —lo informo mientras un vaso se estrella contra la barra a nuestras espaldas—. ¿O quizá a la policía? Ya sabes, esas personas a las que les pagan un buen sueldo por arriesgar la vida y la integridad física en este tipo de situaciones.

—En la descripción de tu puesto dice «y cualquier otra tarea que, dentro de lo razonable, la dirección considere apropiada».

—¡Muy bien! —exclamo, alejándome rápidamente del barullo—. ¿Hay algún delegado sindical en esta puta bañera oxidada?

El Cremita me mira brevemente con un mohín de decepción, pero allá él, sin duda está opositando para la Medalla Real al Trabajo cuando se dirige directamente al meollo del Reg Varney[138]. Yo lo sigo con cautela y se arma la de Dios es Cristo mientras los últimos pasajeros en salir, machotes que estaban a punto de meterse en el fregao pero que al final han decidido que era demasiado para ellos, salen en tropel para alejarse de la gresca. Más cristales rompiéndose, súplicas y guturales invitaciones a sumarse a la reyerta. Debería pirarme, pero esto tengo que verlo, porque Camisa Crema se abre paso con grititos, morritos y peditos hasta el mismo centro de la bulla al grito de:

—¡BASTA! ¡BASTA!

Con gran asombro por mi parte, parte de los hinchas se detienen brevemente, todos ellos demasiado avergonzados ante la idea de ser él el que zurre a semejante maricona enana encaramada a unos tacones cubanos. Salta a la vista que son todos auténticos top boys[139] o aspirantes a serlo, y se dan cuenta enseguida de que verse envueltos en un mano a mano con una maricona bajita les dejaría en mal lugar. Finalmente, un golfillo pringao del montón que lleva puesta una camiseta bastante guapa da un paso adelante y tumba al Cremita de un bonito crochet de derecha que le revienta la nariz. La cuadrilla de los del norte aprovecha para retirarse, gritando amenazas mientras se repliegan poco a poco hacia la salida. Milagrosamente, todo ha terminado.

—Pa ti también hay si te apetece, capullo —me ofrece el chaval.

Con el feo crujido del puño contra el hueso resonando todavía en mis oídos, creo que podré prescindir, muchas gracias. Hago un gesto hacia unos tipos mayores, que por suerte le dicen al impaciente y joven Jedi que se tranquilice, y le guían hacia los norteños en retirada. Los pocos pasajeros que quedan siguen paralizados de miedo en sus asientos, pero los chicos del West Ham, con la posible excepción del joven Skywalker, parecen una cuadrilla demasiado disciplinada para tener el menor interés en meterse con civiles.

—Lamento haberos interrumpido, muchachos —les digo en tono agradecido, pero ya han salido tras los del norte. Ayudo a Camisa Crema a levantarse y salir del bar, procurando evitar que el clarete sin duda infectado que chorrea de su nariz espachurrada empape el sagrado uniforme de la empresa que le da nombre.

—Ezto no puede zer… —protesta tapándose la tocha reventada con una mano mientras lo escolto a través de la puerta de doble hoja—, eztán deztrozando el barco…

—Tranquilo, socio —le recomiendo mientras deslizo la mano dentro de su chaqueta y saco una cartera que me meto hábilmente en el bolsillo del pantalón. La desaparición la achacarán a la escaramuza—. Esos muchachos se habrán agotado enseguida de pegarse. Vamos a la enfermería.

Me llevo al afligido bujarra abajo y lo deposito en la enfermería, donde una enfermera gorda tipo Hattie Jacques[140] le está vendando la cabeza a un pirao. Sus dos colegas lo esperan con cara de no haber roto un plato, sonriéndose el uno al otro mientras el herido gimotea con acento de Manchester:

—Yo no he venido aquí para pelearme con los del West Ham…, he venido para vérmelas con los del Anderlecht…

—Espera aquí, Martin, voy a ver si puedo calmar un poco las cosas —y dejo al Cremita con la intención de irme derechito a mi camarote a sobar. No me pagan lo suficiente para ponerme a separar a zumbaos empeñados en partirse la cara. Nunca podrían pagarme lo suficiente para eso.

Por el camino, me doy un garbeo por la cubierta y hago el recuento del botín: cuarenta y dos libras, una tarjeta bancaria y una foto de un sobrino gay de ojos ridículamente brillantes con un flequillo relamido enroscado hacia los cielos cual helado de cucurucho. Me guardo el dinero en el bolsillo y lanzo lo demás al cruel mar. Me sienta de maravilla saber que he ejecutado el crimen perfecto. La cartera no aparecerá nunca jamás y cuando la reinona vengadora llame para denunciar el robo, lo más probable es que la policía holandesa en el Hook inspeccione la totalidad de los orificios de todos los hinchas del West Ham y del Man U.

Al volver al camarote, me fumo un chino y echo una cabezadita muy satisfactoria. Soy consciente de que algún capullo llama a la puerta, pero ni de coña le voy a abrir a nadie. Sé que Renton me estará rateando por la sencilla razón de que si yo me he guardado un poco de jaco para uso personal, fijo que él habrá hecho otro tanto.

Me levanté cuando me dio la gana y, decidido a localizar al bueno de Pelotas Canela, me sorprendió ver que el barco ya había atracado en el Hook y que los coches habían empezado a desembarcar. Arriba, el bar estaba destrozado: un par de mozos y una curranta rechoncha friegan el suelo mientras Blusa Beige hace fotos de los daños, supongo que para el seguro. Veo a un grupo de polis holandeses en el muelle, pero por lo visto pasan de hacer una sola detención, mientras la patulea cockney sale en avalancha coreando: «Somos los cabrones de rojo y azul». Una de las reinonas de la tripulación me cuenta escandalizada que se han llevado a un tipo al hospital con la garganta rajada; el aire marino ha debido de hacer que a algún pirao se le fuese la mano.

¡Al abordaje, mis valientes!

Vuelvo a la oficina, donde veo a Camisa Crema con un grueso vendaje en la napia hablando por radio, sin duda con la policía o con los de seguridad portuaria. Cuelga el auricular y parece a punto de recriminarme por haber desaparecido.

—¿Cómo estás? —me anticipo, lleno de falsa preocupación.

—Bien…, gracias por ayudarme antes…, pero ¿dónde te habías metido?

—Estaba buscando a Mark e intentando calmar a algunos de los pasajeros más iracundos. Había una anciana muy disgustada por la violencia. Me pareció prudente sentarme con ella un rato.

—Sí…, bien pensado… Dios, lo vamos a pagar muy caro cuando el señor Benson se entere de esto. —Se estremece de pensarlo—. Te veo abajo, en el bar.

—A la orden —digo con un pulcro saludo militar. Tras la puerta, en la cubierta repleta de cristales rotos, un papanatas boquiabierto barre con el brío de un perezoso lisiado puesto de Mogadon. Hay que joderse, hay tanta clientela de servicios sociales trabajando en este barco que hasta alguien remotamente normal se vuelve inmediatamente indispensable lo quiera o no.

Así que vuelvo a bajar al bareto destrozado y allí veo a Nicksy, sin la pajarita y con el chaleco abierto, bebiendo whisky en la barra. Al camarero, que se presenta como Wesley, de Norwich, no le importa un carajo todo el asunto; se considera afortunado de estar aún de una pieza, así que me sirvo un whisky de malta que no tengo intención de beberme y amago un brindis con Nicksy.

Slàinte[141].

Ni rastro de Charlene, ¿y dónde estará ese capullo de Renton?

3. Cubierta de vehículos

Me encanta la idea de estar, como dicen los comentaristas futbolísticos, «sin posición fija», o sea, no tener asignada una única función. Así que he asumido la tarea de pasearme por el navío y charlar con la gente con la que me voy topando, asegurándome de que todo está en orden. Schopenhauer decía que un hombre solamente puede ser él mismo cuando está Jack Jones[142], y Nietzsche creía que todas las ideas verdaderamente geniales se conciben mientras uno está caminando. Ya me veía como un capitán de barco afable, dándome un garbeíto por ahí, viendo cómo anda la peña, quizá invitando a alguna bella señorita o dos a la mesa del capitán, mientras las entretengo con historias picantes sobre la vida marítima en el puerto de Leith.

Soy un hombre de mar, lo llevo en la sangre. Creo que a Sick Boy le encantaría estar en mi pellejo ahora mismo, aunque probablemente esté montándose algún chanchullo propio.

Oigo gritos que vienen de arriba e indican problemas, lo que significa trabajo, así que me voy abajo, lejos del mundanal ruido, bajando las escaleras metálicas que conducen a las entrañas del barco. Abajo hay mogollón de coches y camiones aparcados. Un tipo que va en mono me grita desde el rellano de arriba que no debería estar aquí abajo. Es la historia de mi vida: siempre estoy donde no debería estar. Como en el planeta Tierra, por ejemplo.

—Ya. Vale. Nos vemos luego —le digo con un gesto de la mano mientras sigo alegremente mi camino.

De arriba llega un chasquido metálico que suena como si fuera un timbal gigante. Noto cómo los motores bombean el barco por debajo de mí, llevándolo a través del Mar del Norte. Llego al fondo, a las hileras de vehículos. Estoy flipando; el turrón este es cosa buena. Así que me siento entre unos coches. El tiempo pasa. O no. ¿A quién le importa? Me pongo a rayar un coche elegante, pero luego pienso, que le den por culo, la guerra de clases puede esperar, las drogas de calidad, no. Al rato me sobresalta un ruido de pasos y de gente hablando al tiempo que baja los escalones metálicos hasta los carros. Me levanto, subo los escalones metálicos de vuelta a la cubierta y entro en el bar, que está totalmente destrozado.

—¿Me he perdido algo emocionante? —les pregunto con una sonrisita de suficiencia a Sick Boy y Nicksy.

Camisa Crema está aquí, dando órdenes al personal, que intenta limpiar. Una de las currantas hace su papel de Doña Fregona sobre un rastro de churretones de Roy Hudd[143]. Camisa Crema se ha llevado un buen castañazo en todo el hocico. En cuanto me ve me suelta:

—¿Dónde estabas? —Luego se acerca más, mostrándome la napia reventada—. ¿Has estado bebiendo?

—Estaba muy mareado —digo, todo aletargado y con los ojos entreabiertos—, creo que tengo la gripe. Tuve que echarme un rato. Me tomé mogollón de jarabe Night Nurse ese. Para que luego digan que eso no tumba —digo, mirando a Sick Boy en busca de apoyo.

Me echa un cable con un reacio:

—Si tienes la constitución de una nena, sí.

Casi convence al Cremita.

—Si te encontrabas mal, tenías que haber acudido a verme a mí o a tu supervisor.

—Ése es el problema —admito—, parece que no estoy en ninguna lista, pero eh… no estaba seguro de adónde tenía que ir, ¿entiendes…? —le digo al capullo, colándole la estudiada ignorancia fingida de panoli poligonero, método de probada eficacia para exasperar a las figuras de autoridad.

—¡Julian! —Camisa Crema llama a Blusa Beige y, tan seguro como que siempre dan Songs of Praise[144] en la tele cuando tienes una resaca brutal, los muy capullos no logran encontrar mi nombre en sus listas de mierda—. Vale, pues entonces te pondremos en la cocina a trabajar con el chef —me dice enfurruñado el bandido porculero de Camisa Crema con aire triunfalista y mezquino.

Ay, ay…, el odio llega a la ciudad…

No son buenas noticias. Pero ya me encargaré de eso luego, ahora tenemos un rato libre y quiero irme a la piltra. Sick Boy no quiere ni oír hablar del tema, está empeñado en irse de fiesta por Ámsterdam.

—¿Estamos a media hora del sitio más enrollado del planeta Tierra y te vas a meter en una caja en las entrañas sudorosas de un barco atracado, mareándote y dedicándote a intentar masturbarte desganadamente? Pues muy bien. Allá tú. ¡Flojo!

Me pone en evidencia, porque hay unas cuantas personas mirándome, entre ellas la Fawcett-Plant, que me mira burlona con los labios fruncidos.

—Vale —me oigo ceder—. Pero necesito algo de speed.

Uno a cero, Williamson.

Nicksy se muestra reacio, pero Sick Boy encabeza la marcha con brío. Me entero de que la Fawcett-Plant se llama Charlene, y dice ladinamente:

—Yo me apunto.

Me doy cuenta de que lo más seguro es que el cabrón suertudo este se la haya camelado. Supongo que no se podía esperar otra cosa.

—Vamos, putos aguafiestas —dice Sick Boy—, nos llevaremos un poco de speed y exploraremos el lugar.

—No sé —suelta Nicksy—, igual Marriott quiere que…, ya sabes… —Y mira de soslayo a Charlene.

Ella capta la indirecta y dice:

—Vale, voy a cambiarme. ¿Os veo en quince minutos?

—Vale —le dice Sick Boy antes de espetarle a Nicksy—: A Marriott que le den. No tengo claro el tema este, Nicksy, quiero echar un ojo primero.

—Estoy de acuerdo —asiento—. Es nuestra primera noche libre. No voy a salir por ahí con esa maricona yonqui y aguantar sus chorradas de gángster. Que el capullo ese se calme un rato.

Pensé que Nicksy igual se mosqueaba, porque fue él quien lo organizó todo, pero al parecer se la machaca.

—Vale —dice encogiéndose de hombros—. Tengo que reconocer que me está tocando los putos huevos —añade echando un vistazo al bar—, todo el día tocándome los cojones.

Así que nos cambiamos, desembarcamos y pillamos el tren a The Dam. Vamos yo, Sick Boy, Nicksy y la encantadora Charlene, que va toda maquillada y viste lo que parecen unos trapos bien caros. Parece una yuppie camino de una presentación o algo, pero lleva su bolsa de Sealink. Cuando se va al servicio, Sick Boy nos susurra:

—¿Qué está pasando aquí? ¿Es de antidrogas o qué?

—No… no digas tonterías —le suelto.

Enarca las cejas, y una expresión de lenta concentración le cubre la cara.

—En cualquier caso mira, yo creo que lo estamos haciendo al revés. Tendríamos que venderle el caballo blanco de Edimburgo de Swanney a los troles de aquí.

Nicksy le lanza una mirada despectiva.

—Lo siento, colega, no te ofendas, pero ya sabes lo que quiero decir —dice sonriendo Sick Boy.

Charlene vuelve con unos cafés, todo un detalle por su parte, puesto que ayuda a bajar el speed. Abro una papela y nos metemos un buen tiro, salvo ella, que se conforma con chupar un poquitín.

Nos bajamos en la Estación Central. Como la mayoría de los turistas de nuestro barco, nos dirigimos a la izquierda, derechitos al Barrio Rojo. Es una pasada ver a las tías en los escaparates y a todo dios vendiendo mierda abiertamente por las calles cercanas al Mercado Nuevo. Vamos a un bar y Sick Boy y yo pedimos limonada, mientras que Charlene y Nicksy se piden una cerveza que viene en vaso pequeñito. Estamos de cháchara, sobre todo Nicksy y yo, que cuenta un montón de historias nuestras de la casa okupa en la que estuvimos en Shepherd’s Bush con Matty. Charlene parece distraerse después de un rato y se larga.

—Debe de ser una fulana de agencia, y se va a hacer el turno de patas abiertas a algún hotel —dice Sick Boy, pero ha perdido el interés y parte rápidamente a una «misión de espionaje», dándonos instrucciones para que nos reunamos con él en la Estación Central dentro de un par de horas. Seguro que ha quedado en algo con Charlene, el capullo rastrero. Tampoco hace falta que le echen tanto misterio. Como si a nosotros nos importase.

Nicksy está bebiendo mucho, las cervezas vacías alineadas como soldados, y soltando chorradas. Parece un poco flipado. Vuelve a hablar de la tal Marsha, luego de su madre y su padre, y de cómo siempre anda peleado con ellos, pero que los quiere mucho. Este tío es uno de los mejores tipos que uno puede esperar encontrarse. Fue de puta madre por su parte alojarnos a Sick Boy y a mí, cuando a Sick Boy apenas lo conoce. Algún día se lo pagaré.

Pero estoy inquieto y decido darme un voltio y dejarle ahí privando. Así que salgo y me doy un garbeo por las calles adoquinadas, fijándome en los borrachos que miran a las tías que están en los escaparates, pensando en lo alucinante que es el sitio este. Bajo por un canal y acabo en una plaza a la que llaman el Leidsplein. Entonces miro la hora y me doy cuenta de que debería volver. Un fulano con pinta de ir muy pasado, con un acento que no logro situar, se pone a hablarme en la calle. Me vende algo de speed. Lo pruebo y es sorprendentemente bueno. De hecho, es la puta bomba y me siento menos cansado y empiezo a disfrutar más del jaco que me metí antes. ¡Ámsterdam mola mazo! Algún día me vendré a vivir aquí. El tío me dice que es serbio, y luego que si subo por esta calle estrecha llena de tiendas, llegaré antes a la Estación Central.

Aunque es tarde y está oscuro, todas las tiendas están abiertas. Comparada con Europa, Gran Bretaña es un puto cementerio. Subiendo la calle me topo con Charlene, que está saliendo de una tienda de moda. Primero me fijo en la bolsa de Sealink que lleva, y luego en su pelo.

—¡Hola! —le digo, y me mira con los ojos desorbitados y toda alterada—. ¿Dónde está Sick Boy?

—Y yo qué coño sé, no lo he visto. Es tu colega —me dice, masticando y mirando nerviosamente a su alrededor. Puede que se haya metido más speed.

—Perdona, creía que estabas… eh…

—¿Con él? ¡Por favor! ¡Puede que él se lo tenga muy creído, pero eso no quiere decir que convenza a nadie más!

Es imposible expresar lo dulces, lo dulcísimas que esas palabras suenan en mis oídos.

—¿Estabas de compras? —le pregunto.

—Algo así.

Vamos a tomar un café en una calle lateral y me pregunta por Nicksy, a quien me doy cuenta de que he perdido, y por Sick Boy: quién sabe qué carajo andará haciendo. Decido no contarle a Charlene sus planes para reunirnos y charlamos mogollón de rato antes de pillar el siguiente tren. Estoy destrozado pero disfrutando del subidón del speed mientras el tren surca la oscuridad a toda velocidad. A juzgar por lo que vi al venir aquí, no nos perdemos gran cosa, la campiña holandesa es llana y parece una mierda. Siento unas ganas tremendas de meter los dedos en el pelo alocado de Charlene. El pelo de las tías es cojonudo; pienso que podría estudiar peluquería, pero sólo para ser peluquero de tías. Sick Boy lo hizo después de dejar los estudios, su primer y último trabajo legal. Su jefe sólo toleraba que les pusiera los dedos encima a las aprendizas, luego a las clientas, pero le paró los pies cuando quiso meterlos en la caja.

Charlene, pasándose una mano por su melenaza, dice:

—Tengo un camarote para mí sola. No pusieron a nadie conmigo. ¿Te apetece venir a fumar unos petas?

—Vale.

—Cuando digo fumar me refiero a follar, por supuesto —dice con una sonrisa nerviosa.

—Guay —digo. Me gusta el estilo de esta chica, pero me doy cuenta de que es otro de los motivos por los que tomo drogas. Si no fuese hasta el culo me habría puesto colorado a tope ante semejante comentario. Ahora estoy justo en ese punto en el que ando medio preguntándome si debería pasarle el brazo por el hombro, besarla o algo. Paso, por si la he entendido mal, o me estaba vacilando, y sigo rajando.

Volvemos al barco. Está bastante tranquilo y, por suerte, no vemos a Sick Boy ni a nadie cuando llegamos a su camarote y se quita la chaqueta inmediatamente.

—Venga, pues —dice, y ya se está desabrochando la blusa. ¡Joder, no estaba de coña! Me quito la ropa, preocupado por si huelo mal, porque estos últimos días no me he lavado mucho y seguro que me apesta el aliento. Estoy desnudo y debo de parecer una navaja, porque estoy muy empalmado, lo que parece haber dejado mi cara demacrada sin sangre. Tengo la sensación de que se me va a soltar y largarse reptando, como un parásito abandonando al huésped que ha dejado seco, mientras mi cuerpo se derrumba como una columna de ceniza.

Charlene se desviste metódicamente, colgando su elegante chaqueta y su falda. Se quita la blusa pero se deja puestos el sujetador y las bragas; son de un lila brillante y transparente y veo los pezones que coronan sus pechitos y también distingo el felpudo, aunque parece rubia natural. Es muy menuda, y se acerca a mí sorteando mi polla a lo Jimmy Johnstone[145] y me abraza.

—Estás muy delgado —me cuchichea, rodeándome el cuello con los brazos y alzando la vista para mirarme con esos ojillos casi orientales que tiene.

Me doy cuenta de que lo del pelo deben de decírselo todo el rato, así que empiezo a tocarle el culo, mientras la llevo hacia la cama. Le quito las braguitas, revelando una mata dorada y sedosa, mientras ella dice:

—¿No quieres que nos morreemos primero?

Puede que mi aliento sea un corte de rollo total, pero qué cojones, el pelo de Charlene se desparrama sobre la cochina almohada y nos besamos y a ella no parece importarle, así que pronuncio las palabras mágicas que casi siempre funcionan, aunque me exciten a mí más que a cualquier tía:

—Quiero comerte el coño…

—Creo que mejor no —dice ella, poniéndose tensa.

—¿Por qué no?

—No somos amantes. Sólo estamos echando un polvo. ¡Venga, Mark, fóllame!

—Luego —mascullo mientras me coloco encima y voy bajando, pasando la lengua por su barriga, y luego por el ombligo hasta llegar al vello fino y tenue.

—Mark… —protesta, pero he llegado al clítoris, que se yergue bajo mi lengua. Intenta apartarme la cabeza con las manos, pero luego exhala y se deja ir—. Ay, joder…, haz lo que te dé la puta gana… —y noto que empieza a relajarse y acto seguido se tensa de nuevo, pero esta vez en plan guay y ahora ya no podría sacar la cabeza de ahí aunque quisiera, mientras ella se corre una y otra vez.

Finalmente me aparta y dice jadeando:

—Estoy tomando la píldora…, venga, métemela…

—No hay problema —le digo, y se la meto, follamos un rato y ella se corre otra vez; está a cien después de esos orgasmos clitorianos. Me recuerda a…

Joder…, ¿cuánto dura esto?

Me doy cuenta de que las drogas, que a veces pueden dificultar que se me levante, han hecho que me resulte imposible soltar el chorromoco. Me retiro y ella se pone encima, luego se la meto por detrás, luego ella vuelve a ponerse encima y eso es lo mejor, porque me encanta ver su pelazo suelto y un cosquilleo desenfrenado se abre paso a través de mi letargo y por fin vacío la tubería. En realidad hace que me duela la polla, pero es un puto alivio.

Nos derrumbamos en un montón sudoroso sobre la cama individual de esa caja metálica de habitación. Mola que seamos los dos tan delgados. Me imagino a peña de la talla de Keezbo y Big Mel, la de la empresa de Gillsland, o a una de las currantas intentando montárselo aquí. ¡Ni de puta coña! Para esos capullos debe de ser un círculo vicioso: te cuesta pillar, así que te deprimes, comes demasiado, engordas más y te resulta más difícil aún echar un polvo, te deprimes más…

—Ha sido fantástico…, divino de la muerte… —dice ella, y es la sinfonía más hermosa para mis oídos, porque ninguna tía me había dicho eso nunca, y casi pienso que debe de haber alguna otra persona en el camarote a la que se lo esté diciendo.

—¿Dónde aprendiste a comer un coño de esa manera?

No me atrevo a decirle que con una puta de Aberdeen.

—Bueno, ya sabes…, tengo una aptitud natural…

—Desde luego —ronronea agradecida, y se me hincha el ego pero me duele un huevo el caño. Me arde como si me hubieran disparado con un rayo láser y estoy demasiado acelerado para dormir, así que le pregunto:

—¿Qué hacías antes de trabajar aquí?

—Robar —dice sonriendo mientras me acaricia el pendiente como si estuviese a punto de mangármelo—. Todavía lo hago —y señala el bolso de Sealink encima de la mesa.

La ropa, por supuesto; es toda una tea leaf profesional. Casi me entran ganas de contarle lo del chanchullo con Marriott. Pero no, paso, y caigo en un extraño sueño narcótico abrazado a ella, consciente de que el turno de la mañana llegará pronto a jodernos a los dos.

Por supuesto, la fría mañana trae una atmósfera de desconfianza, odio ponzoñoso y paranoia. No entre Charlene y yo, nosotros estamos de puta madre, aunque de madrugada me clava las rodillas en el pecho para mandarme a mi camarote. Trepo por encima de Nicksy hasta la litera de arriba y duermo unos cuarenta minutos hasta que la alarma me despierta y me deja hecho polvo.

No, el mal rollo está en la mesa del desayuno de la cantina. Por lo visto, Marriott se ha pasado toda la noche y toda la mañana llamando a mi puerta. No está de buenas, su careto asqueroso lo delata. Deja una bandeja con un cuenco de cereales y un café en la mesa, luego se me acerca por detrás y se agacha para echarme la bronca.

—Os necesitaba aquí anoche, capullos —nos dice a Sick Boy, a Nicksy y a mí con un siseo viperino—. ¿Qué hubiera pasado si tuviese puta mercancía?

Nos miramos unos a otros pero sin decir nada.

—Manteneos al loro, joder —amenaza mientras se sienta.

—Vaya —dice Sick Boy—, ¡buenos días a ti también!

Yo también empiezo a sentirme engañado y acorralado. Como si nos hubiesen metido a la fuerza en esto. He estado haciendo cálculos: cantidad pasada, tiempo de condena que cumpliríamos si nos pillan y remuneración ofrecida y, sencillamente, no me salen las cuentas. Este capullo parece creerse nuestro dueño. Pues bueno, mi puto dueño no es.

—No tiene por qué ser agradable —dice Marriott, y veo la mirada de Sick Boy ardiendo de resentimiento mientras el viejo picota hecho polvo lo escruta para asegurarse de que vaya a cumplir su parte del trato.

—¿Me explico, Simon?

—Es este hombre el que debería preocuparte —dice Sick Boy señalándome a mí, sin duda mosqueado por haberme enrollado con Charlene—. Mancanza di disciplina.

—¿De qué habla? —le pregunta Marriott a Nicksy.

—Quién cojones sabe.

Este capullo se cree que somos yonquis como él. A mí no me lo parece, sin embargo; hay una gran diferencia entre un pequeño hábito de fumar chinos y de vez en cuando chutarse y ser todo un drogadicto profesional, la marioneta sin alma de algún gilipollas al que le importas una mierda.

Marriott se pone a rajar otra vez con ese tono gruñón de colgado que tiene.

—En cuanto os dé el aviso, volvéis pitando a la ciudad y os ponéis a pasar para ganaros vuestra dosis, porque como os vean intentarlo durante el turno de Curtis, si no os pilla él, podéis estar seguros de que lo haremos nosotros, joder —dice con los ojos desorbitados, con un tono y una mirada tan intimidatorios como Larry Grayson[146] con tutú—. No le deis pie a que os registre o acabaréis en pelota picada con sus manos enguantadas por el culo sacándoos la cena por los intestinos con media comisaría de Essex mirando.

Pillo a Sick Boy poniendo los ojos en blanco con un gesto teatral burlón que indica que la idea no carece de atractivo. Marriott reacciona ante la conspiración humorística y se pone siniestro de verdad: ya no se anda con historias para impresionar.

—Y a partir de ahí las cosas se pondrán feas de verdad, porque entonces se enterarán, y os meterán en un barril de petróleo y os tirarán al mar.

Al margen de que se estuviera quedando con nosotros o exagerando, a ninguno de nosotros nos apetece comprobar si va de farol. Siento que mi mirada se dirige a mi regazo y luego a Nicksy.

Marriott se levanta; apenas ha tocado sus cereales, pero se apoya en la mesa, con los nudillos pálidos.

—Controlad o no vais a sacarme un puto duro —bufa antes de largarse.

Sick Boy cabecea.

—¿Quién es ese gilipollas? ¿En qué nos has metido, Nicksy?

—Pues no haberte apuntado —protesta Nicksy.

—Yo no me he apuntado a una puta mierda. El capullo hizo una propuesta. Sonaba bien. Y ahora ya no. Punto. Mi colega Andreas puede conseguirnos toneladas de turrón. Si vamos a pasarlo por aduanas por una puta mierda…

Sick Boy baja la voz, porque parece que ahora le toca merodear a Camisa Crema. Es de suponer que el barco está listo para volver a llenarse y deberíamos prepararnos para zarpar hacia alta mar rumbo a la alegre Inglaterra. Se aclara la garganta, con su ubicua tablilla en la mano, y luego gira en redondo sobre sus tacones cubanos y se larga.

—Joder —gruñe desdeñosamente Sick Boy—, en este puto barco no se puede ni respirar sin que te entren los maricones. Igual da economía oficial que economía sumergida, todo dios quiere metértela por el culo —declara—. En fin, será mejor que nos pongamos en marcha. Nos espera otra mañana de mierda. ¡Zafarrancho de combate!