Que las mañanas sean más soleadas no da mejor aspecto a este sitio, y atufa más que el suspensorio de un luchador profesional. No hacemos más que echar la basura en el rincón. En alguna parte debajo de ese montón de mierda, hay un cubito de plástico de mierda, y ha sido una puñetera guerra de desgaste ver quién iba a ser el primero en dar el brazo a torcer y ponerse a limpiar. Y tirar todas esas putas botellas de cerveza.
Suena el teléfono. Contesto yo.
—¿Está Simon? —La voz de otra niña pija.
—Ahora mismo no. ¿Quieres que le dé un recado?
—¿Podrías decirle que Emily Johnson, de la estación de metro de South Kensington, ha intentado ponerse en contacto con él? —Y entonces la tía me da un número de teléfono, que apunto en el cuaderno junto a los demás.
Entro en la cocina y ya no aguanto más. Cojo un par de bolsas de basura y empiezo a llenarlas.
—¿Has recibido tu giro postal de Hackney, Nicksy? —me pregunta el puto tontolculo de Rents mientras se pasea por ahí en calzoncillos y camiseta enseñando unas piernas tan flacuchas que parece un Jock biafreño zanahorio y blanco como la leche.
—Nah, aún no ha llegado, cagüentodo —le digo mientras me dirijo hacia la puerta con la basura para tirarla por la rampa, porque estos cabrones no levantan el culo ni del sofá ni del colchón. Lo único que han estado haciendo últimamente estos capullos es meterse puto jaco; los muy cretinos parecen pensar que fumar chinos no cuenta, y el lunes tenemos que empezar a trabajar. Me la estoy jugando con el tal Marriott, joder. Como la caguen…
—¿Quién era?
—Otra zorra pija preguntando por Sick Boy, como si hiciera falta preguntarlo —le digo mientras salgo por la puerta. Sigue haciendo un poco de fresquito, pero no cabe duda de que la primavera está al caer.
De repente oigo un gañido agudo, y al llegar al hueco de la escalera ¡veo a unos granujillas con un cachorro —es una cosita negra pequeña— y que lo están metiendo en la puta rampa de la basura! ¡Una monadita de labrador negro, encima!
—¡Eh! ¡Vosotros, cabroncetes!
Salgo corriendo hacia ellos pero uno, que es una puta escoria, lo suelta y el bicho aúlla mientras cierran la trampilla; cuando yo la abro de un tirón el perro ha desaparecido igual que un conejo en la chistera de un mago. Se oye un chillido descendente durante todo el puto recorrido hasta el final.
—¡So cabronazo! —grito encarándome con el pequeño hijo de puta, absolutamente furioso que te cagas.
—Mi madre me dijo que tenía que deshacerme de él, ¿vale? —dice el golfillo este.
—¡Devuélvelo a la puta tienda, enano descerebrao!
—Está cerrada, ¿eh? ¡Mi madre me dijo que si volvía aquí con él me mataba!
—Puto memo… —Me meto en el ascensor con las bolsas. No voy a echar nada que le pueda caer encima al cachorrito. Me bajo al cuarto de las basuras. Está cerrado y hasta el lunes no hay recogida. ¿Habrá sobrevivido a la caída? La mayor parte de la basura será blanda. Tendré que comprobarlo. Dejo las bolsas de basura junto a la puerta. Aquí fuera hace frío. No puedo pensar. Vuelvo a la escalera. ¡Joder! Es ella, saliendo del ascensor. Sola. Chaqueta azul. Pitillo en mano. Marsha.
Vaya pinta más horrorosa. Tiene los ojos hinchados y rojos.
—Marsha, para un segundo. Espera.
—¿Tú qué quieres? —dice dándome la espalda como si no existiera, joder.
Me la quedo mirando.
—Quiero hablar contigo. Del… bebé.
Ella se vuelve y me mira a los ojos.
—No hay ningún bebé, ¿vale? Ahora ya no. —Y se ciñe la camiseta amarilla.
—¿De qué me hablas? ¿Qué ha pasado?
Con una sonrisa sarcástica que te cagas, me suelta:
—Me lo he quitao de encima, ¿vale?
—¿Que qué?
—Mi madre me dijo que por aquí hay demasiadas crías con críos —dice con acento jamaicano.
—Joder, pues te lo podía haber dicho un poco antes, ¿no?
—Lo único que necesitas saber tú es que ya no está.
—¿Pero cómo? ¿Qué quieres decir?
—Yo contigo no tengo una puta mierda que hablar —explota de repente en tono estridente—. ¡Quítate de en medio, joder!
—Pero tenemos que hablarlo…, estábamos…
—¿Tenemos que hablar de qué, joder? —dice ella, pero ahora con acento de barriada londinense—. Estaba saliendo contigo y ahora no. Iba a tener un bebé y ahora no.
—¡Alguien te ha comido la olla para que lo hicieras! La criatura también era mía, joder. ¿Es que yo no tenía nada que decir al respecto?
—Pues no, no tenías, coño —me grita mientras me mira con una expresión de odio en estado puro.
La criatura también era mía, joder.
El corazón me late a toda velocidad mientras la veo dar media vuelta y salir por la puerta de la escalera contoneándose, su culito prieto moviéndose despacio dentro de los vaqueros, haciendo el rollito ese de modelo de pasarela, como si me estuviera vacilando que te cagas.
—Por favor, nena, vuelve —me oigo decir mientras la sigo hasta la calle.
No sé si me habrá oído, pero no se vuelve a mirar y sigue alejándose por el sendero que pasa entre Fabian House y Ruskin House.
Entonces oigo un ruido como de jadeos y al bajar la vista veo a un enorme pastor alemán que me está olisqueando los huevos. Un skinhead regordete me echa una mirada y le dice:
—¡Hatchet! ¡Déjalo!
El perro se da la vuelta y sale corriendo hacia él, mientras yo vuelvo a pensar en el cachorrito atrapado en la basura. Subo a toda prisa al piso otra vez, donde me encuentro a Mark y a Sick Boy en el sofá fumándose un chino. Por todos los santos, vaya unas putas horas.
—Festividades…, trabajadores… —dice Mark, colgado que te cagas—. Estamos de fiestecilla, Nicksy.
No quiero tener un puto crío, ello hizo lo correcto, yo sólo quería ayudarla, eso es todo. Seguir saliendo en la puñetera foto…
Sick Boy habla consigo mismo, delirando como hace la gente cuando va puesta de jaco.
—La Lucinda esa; parece que cuanto peor la trates, más te desee: tiene un complejo de papito total. La podría chulear con mucha facilidad. Igual que a algunas de las guarrillas de por aquí, ¿eh, Nicksy?… Sólo que con ésta me sacaría una pasta… una pasta que te cagas…
Rents deja la pipa de papel de plata encima de la mesita de centro, y entonces él también empieza a divagar.
—Tuve que darle orientación profesional sobre la puta delincuencia en Año Nuevo a Begbie. ¡Yo! Mi problema es que soy demasiado pretencioso para ser un tío de Leith como mandan los cánones y demasiado barriobajero de mierda para encajar en el estereotipo del estudiante con dotes artísticas. Toda mi vida discurre entre un extremo y el otro… —Y se desploma de nuevo sobre el sofá.
Me pongo delante de ellos.
—Escuchad —les interrumpo—, quiero que montéis guardia en un par de plantas, la quince y la catorce. No dejéis que nadie tire basura por la rampa.
Cómo no, Mark empieza a poner putas pegas.
—Pero dentro de nada va a empezar Crown Court».
—¡Que le den por culo a Crown Court! ¡Hay un cachorro atrapado en la basura abajo, pareja de yonquis inútiles de mierda!
Mientras arranco oigo decir a Mark:
—Psicosis de speed. Son los síntomas clásicos.
Menuda jeta tiene ese capullo. ¡Son estos cabrones de Jocks los que me están volviendo majara! Vuelvo abajo rapidito. Los porteros llevan un montón de tiempo sin venir por los recortes del ayuntamiento, pero me encuentro a una negra enorme con la que hablo delante de las escaleras y me dice que una tal señora Morton que vive en la segunda planta tiene llaves del cuarto de la basura. «Es una de esas gordas con forma de T».
Tengo que darme prisa o el perro, y eso suponiendo que el pobre cabrito haya sobrevivido a la caída, acabará enterrado debajo de más basura o aplastado por botellas vacías. Llego a la segunda planta y en el piso 2/1 encuentro el nombre —MORTON— en la puerta. La aporreo un poco y no tarda en abrirme una viejecita achaparrada que parece un tonel.
—¿Señora Morton?
—Sí…
—Necesito las llaves del cuarto de las basuras. Unos críos han tirado a un cachorrillo por la rampa. Está atrapado.
—No te puedo ayudar —me dice la señora Morton—. Tendrás que ir a ver a los del ayuntamiento.
—¡Pero si hoy es sábado!
—Los sábados trabajan. Bueno, algunos.
Intento hacerla cambiar de actitud, pero la viejecita no está dispuesta a dar su brazo a torcer. Por lo menos me deja entrar para llamar por teléfono. Consigo hablar con los cabrones del ayuntamiento y enseguida me hierve la sangre, porque cuando intento trasladarles la gravedad de la puta situación, me pasan con los del Departamento de Limpieza, y éstos me pasan con los de Vivienda, que a su vez me pasan con los de Salud y Medio Ambiente, que me ponen en contacto con la oficina central, que me dicen que vaya a la oficina local de la zona, ¡y al final éstos me dicen que en realidad todo esto tendría que pasar por la puta Sociedad Protectora de los Animales! Y durante todo este tiempo la tal señora Morton poniéndome mala cara y mirando el reloj que tiene en la pared.
Sudo como un violador al pensar en el pobre perrito y llamo por teléfono a mi colega Davo, que trabaja en el ayuntamiento. Menos mal que hoy está haciendo horas extra, joder.
—Me da igual cómo lo hagas, colega, pero necesito que me consigas las llaves de los cuartos de la basura de Beatrice Webb House; es en mi barriada de Holy Street. Para ayer.
Hay que ver cómo se enrolla Davo, ni siquiera me hace una sola pregunta.
—Lo intentaré. Tú quédate ahí tranquilo, que yo te vuelvo a llamar a este número. Dime cuál es.
Le canto el número, y ahí me tienes, en el pasillo ventoso de la viejecita esta intentando persuadirla, porque quiere echarme.
—No te dije que podías darles mi número de teléfono —se queja—. No me gusta dar mi número de teléfono, a los extraños no.
—No son extraños, son los del ayuntamiento.
—¡Por estos lares sí que son unos malditos extraños!
—Tiene usted razón —le digo, y me empieza a largar sobre lo mal que la han tratado a lo largo de los años, cosa que me parece muy bien, pero yo en lo único que pienso es en Marsha y en el pobre chucho ese.
Al cabo de quince minutos suena el teléfono y es Davo, Dios bendiga ese gemido nasal Scouse[128]. Que me aspen si no lo ha arreglado todo.
—La llave ya está de camino en un minitaxi. Tendrás que pagar al jodío conductor, pero como sólo la ha tenido que traer desde la Oficina de la Vivienda del distrito serán un par de libras nada más. La necesito de vuelta para las cinco de la tarde de hoy.
—Te debo una de aúpa, colega.
—Y que lo digas, mecachis.
Después de colgar, me despido de la viejecita, le dejo unas monedas al lado del teléfono y me bajo a la parte de abajo de todo el bloque. Ahora hace un frío de cojones, así que me abrocho el sobretodo. No tengo que esperar demasiado para que aparezca un turco en un taxi que se me para delante y me enseña una llave grande y maciza que te cagas que me meto en el bolsillo rapidito antes de arreglar cuentas con él.
Abro la pesada y enorme puerta de madera negra; joder, cómo huele eso. Hay un interruptor, así que le doy y una luz de techo amarillo enfermizo inunda la habitación. Un poco más adelante veo el gran cubo de aluminio sobre ruedas. Medirá dos metros y pico de alto. ¿Cómo cojones voy a subirme ahí arriba?
Entonces veo que junto a las paredes están amontonados un montón de muebles de mierda que la gente no quiere. Cierro la puerta con la llave para que no entre ningún enano descerebrao a incordiar y meter las narices. El puto pestazo es abrumador y por un instante me dan arcadas antes de que hasta cierto punto empiece a acostumbrarme. Acerco un viejo aparador, me subo encima de un salto y me asomo al interior del cubo. Está lleno casi hasta los topes de mierda. Hay mogollón de putas moscas, unas cabronas enormes, que zumban a mi alrededor y chocando contra mi cara, como si fuera unos de esos chavalines africanos. Pero no veo ningún perro.
—Ven, pequeño… ven, pequeño.
No oigo nada. Me meto dentro y los pies se me hunden dentro de la mierda comprimida. Me da un espasmo en las tripas y me estremezco de la náusea; es como una puta fiebre. Apoyo la mano contra el extremo de la rampa para estabilizarme, y me encuentro con que está cubierto de alguna clase de excremento putrefacto. Me vuelve a dar una arcada, antes de intentar limpiarme todo lo que pueda. Joder, esto es horrible; aquí hay de todo: pañales, basura doméstica, compresas, condones usados, botellas, colillas y mondaduras de patata por todas partes. Todo menos el puto cachorro.
De repente se oye un estrépito del carajo que viene de arriba y tengo que ponerme a cubierto pegándome a un lado del cubo mientras bajan zumbando a toda pastilla un montón de botellas. ¡Los cabrones podrían haberme matado! ¡Seguro que han salido de los pisos de arriba que les encargué a esos inútiles escoceses de mierda que vigilaran, joder! El hedor es nauseabundo; me quema las fosas y se levanta un montón de arenilla que se me mete en los ojos y me ciega.
Ni un puto pitbull con armadura podría haber sobrevivido a esto. El pobre cabroncete estará chafado y enterrado debajo de toda esta mierda. Tomo aire y toda la tierra vieja y las cenizas de tabaco arremolinadas por la corriente de aire creada por la rampa se me meten en los pulmones y me hacen toser y potar. Apenas puedo ver a través de un ojo lloroso. Me estoy poniendo malo que te cagas, y estoy a punto de abandonar cuando de repente oigo un gimoteo sordo. Escarbo un poco más, aparto unos cuantos periódicos empapados y ahí está el perrito, entre cáscaras de huevo, bolsas de té viejas y mondaduras de patata. Me mira con sus ojazos. Pero lleva algo en la boca.
El contenido de mi estómago sube otra vez para arriba y echo el freno porque el cachorro está sujetando una especie de puta muñeca fláccida. Medirá unos treinta centímetros de largo, y tiene la cabeza grandota y los miembros delgados y como de goma. Parece un extraterrestre cubierto de salsa de tomate y tierra y toda clase de porquería. El perro lleva una de las piernas en la boca. No me gusta el aspecto que tiene esto, joder. Se me hiela la sangre y siento cómo me late en la cabeza. La forma en que la cosa esta cuelga de las mandíbulas del cachorro…, tiene los ojos cerrados, pero es como si los párpados, azulados, estuvieran más o menos desorbitados. Tiene el pelo negro y apelmazado. Lleva una herida en un lado de la cabeza, un gran agujero en la carne del que sale mierda. Esto no es una puta muñeca. Parece…
Me lleva a mí en la boca…
De la pierna…
Mi carita…
Su carita…
No me puedo ni mover. Me quedo sentado encima de la basura, mirando al cachorro y la cosa ensangrentada y de color café y azulado que está masticando. El perro la suelta y se me acerca. Le cojo y me lo pongo debajo de la barbilla. Está calentito, gimotea suavemente y en el aire frío veo el aliento cálido que echan sus pequeñas fosas.
Sigo mirando la cosa esa tirada en la basura. Tiene los ojos cerrados, como si estuviera en paz y durmiera.
Joder, no veo bien qué…
No es un bebé. Tan tonto no soy, coño. Habría que ser un cabrón de lo más enfermo para llamar bebé a esta cosa; está muy, muy lejos de serlo. Pero eso no quiere decir que no haya que mostrar un poco de respeto, maldita sea. No me parece bien dejarlo aquí como si fuera basura, como haría una guarra asquerosa de mierda.
Dios mío, ¿qué cojones ha hecho esta tía?
No sé qué hacer, pero tengo que salir de aquí, porque otro montón de mierda baja estrepitosamente desde arriba y me sacude en la espalda. El cachorro me lame la mano; me lo pongo bajo el brazo y salgo del cubo. Me largo de la habitación y cierro la puerta con llave.
Mientras camino durante siglos con el perro debajo del abrigo apesto a basura. Se pone el sol y hace un frío tremendo cuando me doy cuenta de que me dirijo por donde el canal. El perro ya ha dejado de lloriquear; ha debido de pasar frío. Parece que se ha quedado dormido. Yo no puedo pensar más que en la cosa esa que se quedó en la rampa. Primero en el porqué, luego en el cómo y después en el cuándo. Fechas. Horas. La Oficina de la Vivienda del distrito no está lejos, y dejo la llave en recepción. La chica del mostrador se me queda mirando como si fuera un capullo total y estuviese a punto de empezar a decirme de todo menos guapo, pero no lo hace. Supongo que no tengo una pinta muy saludable; apesto, voy cubierto de toda clase de mierda por todas partes y llevo puesto este viejo abrigo del que asoma un cachorro. Salgo de allí cagando leches y vuelvo al canal.
Qué coño puedo hacer…, ¿en qué cojones andaría ella pensando…? Había dejado pasar demasiado tiempo, fijo que es ilegal, joder…
Sigo recorriendo la orilla por debajo de los puentes, y empieza a hacerse de noche. El cachorro se pone a llorar con unos gemidos largos y penosos cada vez más ruidosos. Me largo del canal y me paro en un Spar a comprar un poco de comida para perros. He dado la vuelta completa y estoy otra vez en casa, y subo en el ascensor. Entro y dejo al cachorro en el suelo, y me meto en la cocina para ponerle al pobre cabroncete un poco de papeo…
—¿Aún no ha llegado tu giro postal, Nicksy? Porque las cartas encima de la mesa, colega: necesito que me subvenciones… —me suelta Renton, y de pronto ve al perro olisqueando por el suelo—. ¡Tenemos perro! ¡Qué guay! —dice con esas enormes ojeras negras bajo los ojos, y luego añade—: Por cierto, apestas del carajo.
—Dios, es verdad Nicksy, pero ni te imaginas —se apresura a mostrarse de acuerdo Sick Boy.
La verdad es que en eso no les puedo llevar la contraria, joder. El perro le lame la mano a Rents, y los dos juegan con él aunque con pocas ganas.
—¿Por qué no le llamamos Giro…? —propone Renton. Mientras le pongo al cachorro la comida en un plato sopero, veo que andan fumando más jaco.
—Me gusta lo de la pipa —dice Rents—. Tengo unas venas de mierda. Por eso no puedo donar sangre, les cuesta siglos encontrarlas.
—Vaya forma de desperdiciar jaco —argumenta Sick Boy—. La mayor parte se esfuma al hacer combustión. Pero yo el jaco puedo tomarlo y dejarlo a voluntad. Sólo hago esto porque el lunes es nuestro primer día de trabajo.
—¿Es que no sois capaces de hacer nada, cabrones? ¿Eh?
—Danos un poco de tregua, joder —dice Sick Boy señalando la cocina—. Las botellas de cerveza esa que llevaban meses ahí tiradas ya no están —dice señalándose orgullosamente a sí mismo con el dedo antes de añadir—: ¡Y adivina quién acaba de tirarlas!
—¿Que tú qué?
¡El cabrón este podría haberme matado, joder!
Cierro los puños de pura rabia pero ellos ni se enteran. Me quito el abrigo. Le pego a la pipa de papel de plata, metiéndome el bacalao ese en los pulmones y en la cabeza, y todo mejora de repente. Ni siquiera me molesta que ahora ese cabrón de Sick Boy haya llamado por teléfono a la Escocia de los huevos ni que vaya a llegar una factura de aúpa.
—Por supuesto que ahora como bien, mamá, lo bastante para dos personas. Que no, que no hay nadie embarazada. Nada de bambinos. —Tapa el auricular con la mano—. ¡Por el puto bobochorra de Jesucristo! ¡Cómo son las madres italianas!
Entro en la habitación con el abrigo en la mano. Me siento con la cabeza entre las manos e intento pensar, puñeta. No puedo oír por culpa del ruido que están armando. Es el elepé de los Pogues. Vuelvo adentro y les pido que lo bajen.
—Pero si es Red Roses for Me, Nicksy, lo he puesto para oír el tema este, Sea Shanty, ¡porque nos vamos a hacer marineros! —dice Mark mientras revisa mis singles de Northern Soul por enésima vez—. La verdad es que parten la pana, Nicksy.
Sonrío levemente para mis adentros mientras Mark vuelve a pasarme la pipa; esta vez me apetece meterme una buena calada. Me lleno primero los pulmones y luego la cabeza con el bacalao este. Me recuesto en la silla y disfruto de la sensación de pesadez en los miembros y de mareo.
—Me la trae floja. ¿Qué sentido tiene? La música es una pérdida de tiempo, sólo te apacigua y te hace creer que no es todo una mierda tan grande como es. Es como tomar putas aspirinas para luchar contra la leucemia —le digo.
—Pero es guay —me suelta; no me está escuchando. Pero ahora ya me la trae floja.
Porque aquí nadie escucha a nadie. ¿Y qué es este puto rollo del «guay»[129] este? ¿Cómo es que nunca vemos Jocks en la tele diciendo eso? Pienso mientras el jaco fluye a través de mi cuerpo y me tranquiliza del todo. El cachorro está meando en un rincón y yo me río. Mark cabecea y suelta:
—Pero esto es lo mejor que hay, Nicksy.
—Te los puedes quedar, colega —le digo. Y va en serio además. ¿Qué bien me pueden hacer a mí?
—No digas eso o acabarán en las tiendas de Berwick Street antes de que puedas pronunciar la palabra «jaco» —dice Mark riéndose, pero luego parece asustarse al darse cuenta de lo que acaba de decir—. Yo no soy tan malo —dice bajando la voz de golpe—. Pero no pierdas de vista a Sick Boy —me cuchichea mientras su colega cuelga el auricular.
Cuando le ofrezco la pipa, Sick Boy la rechaza.
—Tengo que ir a ponerme guapo. —Imita a un colega pirao que tienen los dos en Escocia, un Jock seriamente perjudicado al que conocí ahí arriba en Año Nuevo, dando golpes de cadera—. ¡Esta noche he quedado para follar, coño! ¡Más vale que la cabrona esta no se corte!
Allá en Jocklandia al pobre Frankie deben estar pitándole los oídos, porque anda que no se cachondean de él. Pero no es de esa clase de tipos de los que te reirías a la cara.
—Eso te llevará bastante tiempo —dice Rents—. No me refiero a lo de follar, porque ahí no durarás más que unos segundos, sino a lo de ponerte guapo.
Sick Boy le hace sin ganas un corte de manga como respuesta mientras sale por la puerta.
—¿Te importa que le pegue un toquecito a un colega mío de Edimburgo? Te daré el dinero y tal —me implora Renton con una sonrisa de colgado con un puño cerrado apoyado contra un lado de la cara.
—Adelante, tontolculo —le digo yo, porque ahora ya me la machaca.
—Entonces lo haré —me sonríe mostrándome sus dientes amarillos—. En cuanto le haya dado otra calada a esa pipa…, el turrón este… es delicado a tope y tal —dice mientras llama al perro para que se acerque—. Giro…, ven aquí, amiguete…, qué nombre más guay para un perro… Me cago en la puta, le dije a Stevie que nos veríamos luego en el West End y estoy Donald Ducked[130]… y encima ese cabrón es de los que no se drogan…, fijo que se da cuenta…, pero sólo voy a pegarle una caladita para ponerme las pilas…
Y yo me doy cuenta de que a mí también me apetece; es más, me siento como un campesino ruso famélico en una pastelería francesa bien surtida, porque el lunes por la mañana tenemos que empezar a ponernos a currar, joder.