Sentada ante la mesa de la cocina, Cathy Renton miraba boquiabierta y en silencio al vacío mientras fumaba un cigarrillo y de vez en cuando fingía leer el Radio Times. Su marido Davie oía su propia respiración, cargada de fatiga y de estrés, por encima del puchero de stovies[123] burbujeante que estaba puesto en el quemador. El tiempo, tan frágil y tan cansado como cualquiera de los dos, parecía titubear; para Davie, la carga del silencio de su mujer le resultaba todavía más desgarradora, debido a su carácter insidioso y aplastante, que sus sollozos y sus soliloquios atormentados. De pie, en el umbral de la puerta, mientras arañaba con las uñas la pintura del marco, pensó en lo mucho que todos ellos se habían relacionado a través del pequeño Davie. Ahora él ya no estaba, y Billy, ocioso e inestable en la vida de civil desde que lo habían licenciado del ejército, tenía problemas con la policía. En cuanto a Mark, en fin, ni siquiera quería pensar en qué andaría haciendo en Londres.
Su hijo mediano se había convertido para él en un extraño. Cuando era un crío, parecía que era Mark, aplicado, servicial y dotado de una serenidad convincente, el que encarnaba las cualidades más sobresalientes tanto de él como de Cathy. Pero siempre había dado muestras de una vena obstinada y terca. Aunque carecía de la agresividad franca y directa de Billy, en Mark salía a relucir con frecuencia una faceta más fría. Se comportaba de forma extraña con su hermano Davie, que parecía repelerle y fascinarle en igual medida. Al llegar a la adolescencia, a su naturaleza reservada se había añadido una veta turbia y calculadora. Davie Renton creía, de manera optimista, que en la vida todos llegamos a un punto en el que nos esforzábamos por convertirnos en la mejor versión posible de nosotros mismos. Ninguno de sus otros hijos había llegado aún a esa encrucijada. Esperaba que cuando lo hicieran, no hubieran ido demasiado lejos por el mal camino para no poder volver atrás. No es que no comprendiese las iras respectivas de Billy y Mark. El problema estribaba en que las comprendía demasiado bien. Fue el amor de Cathy, pensó mientras contemplaba el humo azulado que salía del extremo del cigarrillo de su mujer, el que había sido su propia tarjeta de te-libras-de-la-cárcel-gratis.
Consternado de ver una pila de platos sucios a remojo en el agua fría y estancada del fregadero, Davie se acercó y se ocupó de ellos, raspando con el estropajo los tenaces restos de comida incrustados en la porcelana y el aluminio. Entonces sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: los brazos de su mujer en torno a su cintura en expansión.
—Lo siento —dijo ella en voz baja mientras apretaba la cabeza contra su hombro—. Ya me arreglaré.
—Lleva tiempo, Cathy. Lo sé —dijo él acariciando con el dedo una de las venas del dorso de la mano de su mujer, y luego dándole un apretón como para animarla a seguir hablando.
—Es que… —vaciló ella—, con Billy metiéndose en follones y Mark en Londres…
Davie se dio la vuelta y rompió el abrazo, pero sólo lo hizo para estrechar a Cathy entre sus brazos. Se asomó a aquellos ojos grandes y atormentados. La luz que entraba por la ventana puso de relieve algunas arrugas nuevas en su rostro, y algunas de las viejas se veían ahora más marcadas. Davie estrechó la cabeza de Cathy contra su pecho, no sólo para consolarla, sino porque este súbito enfrentamiento con la mortalidad de su mujer era algo que resultaba superior a sus fuerzas.
—¿Qué pasa, amor?
—El otro día, cuando estaba en la iglesia poniéndole una vela a Davie…
David Renton sénior hizo acopio de fuerzas para no levantar la vista hacia el techo ni suspirar de exasperación, sus reacciones habituales cuando se enteraba de que su mujer había estado en St. Mary’s.
Cathy levantó la cabeza y clavó su afilado mentón en la clavícula de su marido. A éste, el cuerpo de su mujer se le antojó muy menudo estrechado contra el suyo.
—Vi ahí al pequeño de los Murphy —carraspeó ella a la vez que se zafaba del abrazo y se acercaba al cenicero que estaba encima de la mesa para apagar lo que quedaba de su cigarrillo. Tras vacilar un instante, encendió otro inmediatamente a la vez que se encogía de hombros como medio disculpándose—. Tendrías que haberlo visto, Davie; estaba hecho un asco y tenía una pinta horrorosa; era todo piel y huesos. Ha estado metiéndose la heroína esa; me lo dijo Colleen cuando la vi en el Café Canasta. Lo ha echado de casa, Davie. Le estuvo robando. El dinero del alquiler, el dinero para el club de la cooperativa Provident…
—¡Qué horror! —exclamó Davie con tristeza mientras pensaba en su propia madre, sola en aquella casa de Cardonald, y luego en Mark, durmiendo en el sofá de alguna lúgubre casa okupa en una ciudad lejana que por un instante se le vino, preñada de amenazas, a la imaginación, antes de que esa visión se transformara en un piso glamuroso lleno de marchosos profesionales de la metrópoli—. ¡Me alegra pensar que Mark está en Londres con Simon, lejos de ese tirado!
—Pero… pero… —El rostro de Cathy se arrugó hasta convertirse en una caricatura de sí misma que perturbó a Davie—. ¡Colleen dijo que Mark también la estaba tomando!
—¡Ni de coña! ¡Tan idiota no es!
Los ojos y la boca de Cathy se expandieron hasta dejar tirante la piel de su rostro.
—Eso explicaría muchas cosas, Davie.
Davie Renton no se sentía capaz de soportar aquello. Sencillamente no podía ser cierto.
—No —dijo con solemne rotundidad—. Nuestro Mark no. ¡A Colleen lo que le pasa es que está trastornada por lo que le ha pasado a Spud, y quiere convertir a Mark en chivo expiatorio!
La tapa del puchero refunfuñó, pedorreó y tintineó, y entonces Cathy se acercó al fogón, bajó el fuego y removió un poco los stovies.
—Eso es lo que pensé yo, Davie, pero aun así…, entiéndeme, ya sabes lo hermético que es. —Miró a su marido—. Le costó siglos contarnos que iba a dejar la universidad… y luego lo de la chica esa con la que salía…
Davie se aferró al alféizar de la ventana, se echó hacia delante y notó la presión en sus hombros tensos mientras se asomaba melancólicamente al exterior.
—¿Sabes? —dijo hablando con su reflejo fantasma—, yo solía pensar que si alguna vez nos avergonzaba iba a ser dejando preñada a alguna chica o algo así. Jamás imaginé que sería por las drogas.
—Lo sé, lo sé…, pero es que a veces parece tan raro…, a veces… —dijo Cathy echando el humo de los pulmones—. Entiéndeme, aquello que hizo con Davie…, eso fue retorcido. Ya sé que es espantoso decir algo así de tu propia sangre, y lo quiero a morir…, me sentí tan orgulloso cuando empezó a ir a la universidad…, pero…
Davie apoyó la frente contra el frío cristal de la ventana. Recordó su última conversación con Mark, en la que había levantado la voz y había hablado en tono consternado, diciéndole a su hijo que los tories pretendían darle un portazo en las narices a la clase trabajadora en materia educativa. Y que aquélla era la última oportunidad para que gente como él obtuviera un título sin endeudarse con los bancos para el resto de sus vidas.
Mark no había parado de repetir «sí…, sí…, sí» mientras llenaba su bolsa de deporte de ropa de cualquier manera, y luego le salió con la tontería de siempre de montar un grupo musical en Londres, igual que la última vez que había estado ahí.
—La culpa la tiene esa mierda del punk rock, es esa basura la que lo trastornó —caviló Davie Renton mientras se apartaba de la ventana y le contaba a su mujer la proposición ante la que había emplazado a su hijo—. Echarlo todo abajo; vale, muy bien. Pero ¿con qué lo vais a reemplazar?
—¡Con drogas! —chilló Cathy Renton—, ¡eso es lo único con lo que piensan reemplazarlo!
Davie meneó la cabeza.
—Yo no acabo de verlo, Cath. Está en Londres con Simon. Dentro de nada los dos empezarán a trabajar en los ferries. No van a dejar trabajar en un barco a unos yonquis, Cath. ¿Van a querer que alguien esté alucinando con heroína, inyectándose LSD o como demonios lo llamen, o hablando de elefantes rosas todo el día mientras hacen funcionar un barco? Ni hablar. Estamos hablando del mar; en el mar ese tipo de cosas no se toleran. Hacen pruebas para detectarlas. No, no es más que el puñetero hachís ese, que le atonta. Con la cabeza que tiene, encima.
—¿Tú crees?
—Pues claro que sí. ¡Tan idiota no es!
—Es que no podría soportarlo, Davie —dijo Cathy con voz entrecortada mientras apagaba un pitillo y encendía otro—. No después de lo de Davie. ¡No ahora que van a juzgar a Billy en los tribunales!
—Simon está allí abajo, él le llevará por el buen camino. Y también está Stevie Hutchinson, del grupo aquel que tenían; es un chico muy majo, ellos no se meterían en nada semejante…
El estridente sonido del teléfono procedente del vestíbulo interrumpió en seco a Davie. Cathy salió pitando a contestar. Era su hermana. Se quedaban hablando durante horas, reflexionó Davie mientras comparaba desgracias. Sintiéndose de más, salió de casa y se fue a dar un paseo por el muelle.
El puerto, bañado por una llovizna permanente, se había convertido para él en un hogar donde refugiarse del hogar, y a Davie le recordaba su Govan natal. Recordó cómo había venido al este para estar con Cathy, mudándose todos esos años atrás de una casa de vecinos a otra y de un astillero a otro, cuando le ofrecieron trabajo en Henry Robb’s. Ahora el viejo astillero estaba abandonado. Había cerrado un par de años antes, poniendo fin así a más de seiscientos años de construcción naval en Leith. Él había sido uno de los últimos empleados en recibir el finiquito.
Mientras deambulaba por el complejo laberinto de callejuelas del viejo Leith y pateaba los desechos que había dejado atrás el deshielo, Davie contemplaba maravillado los edificios tan dispares que habían mandado construir los mercaderes que hicieron de Edimburgo una ciudad próspera en los tiempos en los que debía su buena fortuna al comercio marítimo. Proliferaron enormes construcciones de piedra con cúpulas doradas y templos pseudoatenienses llenos de columnas. En otro tiempo habían sido iglesias o terminales ferroviarias como Citadel Station, delante de la cual había pasado Davie mientras caminaba fatigosamente, pero ahora eran tiendas temporalmente designadas o centros comunitarios, todos cubiertos de carteles chabacanos e incongruentes llenos de colores fluorescentes que anunciaban gangas o actividades varias. Muchos se encontraban en mal estado, y habían sucumbido al vandalismo o al abandono, intensificado ahora por rachas de planes de vivienda pública, lúgubres diseños utilitarios de la década de los sesenta. En consecuencia, no había ningún otro lugar del mundo que tuviese del todo el mismo aspecto que Leith. Ahora bien, aquello era una ciudad fantasma. Davie se fijó en la sucesión de antiguas vías de ferrocarril que conducían a los difuntos muelles y se acordó de la multitud de hombres que iban y venían desde astilleros, muelles y fábricas. Ahora una muchacha embarazada que mecía un carrito de bebé en una esquina discutía con un jovencito que tenía un corte de pelo flat-top y llevaba puesto un chándal de acetato. Una panadería solitaria rodeada de una erupción de comercios al por menor que lucían señales de SE ALQUILA LOCAL tenía una ventana destrozada y cubierta con tablones. Una mujer que llevaba puesto un mono de color marrón y el pelo tieso y lacado le miraba recelosamente desde el interior, como si él fuera el responsable. Un perro callejero negro olisqueaba unos envoltorios tirados en el suelo, espantando así a dos gaviotas que chillaban protestando mientras planeaban por encima de él. ¿Adónde se había ido todo el mundo?, se preguntó. Estarían en casa o escondidos, o en Inglaterra.
Como inevitablemente parecía dictar la inercia urbana de Escocia central, Davie Renton acabó en un pub. No era uno de los que él frecuentaba. Aquel sitio despedía un olor difuso e inquietante que se podía percibir a través de una espesa cortina de humo de cigarrillos. No obstante, considerado desde otros puntos de vista, el local estaba bien, y el barniz de la barra y de las mesas estaba reluciente. La camarera era una bonita joven cuyo porte tímido y gesto incómodo insinuaban que su hermosura era una adquisición reciente con la que todavía no se sentía del todo a gusto. La compadecía por tener que trabajar en un pub como aquél, y se esforzó por poner buena cara al pedirle una pinta de special[124] y un whisky, cosa que le sorprendió, ya que últimamente no solía beber con tantas ganas. Beber de aquella forma era cosa de jóvenes, algo que más valía hacer cuando uno estaba libre de perturbadoras reflexiones sobre la propia mortalidad. No obstante, apuró las dos bebidas rápidamente y volvió a pedir lo mismo, quedándose en la reconfortante barra. Estaba bueno. Se sentía cálido y entumecido. Le estaba sentando bien.
Mientras la camarera reponía sus consumiciones, vio a su hijo mayor, Billy, en un rincón con sus amigos, Lenny, Granty y Peasbo. Los saludó con una inclinación de cabeza y ellos le hicieron señas de que fuera a sentarse con ellos, pero rehusó con un gesto de la mano, satisfecho de dejarlos a sus anchas mientras él cogía un ejemplar del Evening News que alguien había abandonado sobre la barra. Aquellos jóvenes rezumaban energía y confianza en sí mismos, pero el desempleo había reducido sus horizontes a las dimensiones de su localidad y al mismo tiempo los había tornado iracundos e inquietos. El dicho aquel de que cuando el diablo no sabe qué hacer, mata moscas con el rabo, que tanto le gustaba citar a su abuela, una Wee Free[125] de Lewis, era muy certero.
Un hombre había salido de la oficina y se había colocado en primera línea tras la barra. Por el rabillo del ojo, Davie se dio cuenta de que le estaba mirando fijamente. Levantó la vista y vio al expoli que llevaba el pub.
—¿Mineros, eh? —le sonrió éste sin alegría mientras señalaba la insignia del sindicato que Davie lucía en la solapa, la que le habían dado en Orgreave—. ¡Maggie le puso bien las pilas a esa pandilla de vagos hijos de puta!
Aquellas palabras hirieron a Davie Renton en lo más hondo. Notó como otra versión de sí mismo, que había abandonado mucho tiempo atrás, cuando llevaba recorridos ochenta kilómetros por la autopista M8, salía a la superficie. Se le tensaron y se le endurecieron los rasgos. Captó un indicio de turbación en el rostro de Dickson, que se inflamó y dio paso a la ira cuando Davie mencionó con toda frialdad un incidente en el que un policía había muerto a machetazos en el transcurso de unos disturbios en Londres.
—Me han dicho que allá en el sur uno de los tuyos ha perdido la cabeza.
Dickson se quedó ahí parado hiperventilando durante dos segundos.
—Ya te enseñaré yo lo que es perder la cabeza, Weedgie cabrón —saltó—. ¡Vete a tomar por culo de aquí!
—Descuida —contestó Davie sonriendo desabridamente—, este sitio apesta a beicon scabby[126] —mirando fijamente y con expresión impasible a Dickson antes de apurar lentamente su bebida, dar media vuelta y salir a la calle, dejando al dueño del pub bullendo de rabia.
Mientras regresaba hacia donde estaba el astillero abandonado, a Davie Renton, que ahora estaba casi al borde las lágrimas pensando en el policía decapitado, en su familia y en su viuda, le corroyó la angustia. Pensó en la forma en que, en un momento de rabia, había utilizado desvergonzadamente la espantosa muerte de aquel hombre a manos de una multitud desquiciada y llena de odio para devolvérsela a aquel asqueroso del pub. Pensó en la generación de su padre, en la que hombres de todas las clases sociales hicieron causa común contra la mayor tiranía que jamás había conocido la humanidad. (Pese a que una de dichas clases, como siempre, hubiese tenido que soportar un número de bajas desmesurado). La camaradería engendrada por dos guerras mundiales y un amplio imperio estaban ya muy lejos. Poco a poco pero de manera irrevocable, nos estábamos desmoronando.
Cuando los muchachos que estaban en el rincón vieron entrar a Davie en el pub, Lenny se había pasado una mano narcisista por su corto pelo rubio rojizo. Había girado la cara, colorada por una elevada presión arterial, hacia Billy.
—¿A tu viejo no le apetece acercarse?
—No, me parece que sólo ha venido aquí para salir de casa —dijo Billy, un tanto ofendido, pues adoraba la compañía de su padre en un pub. La presencia del viejo nunca era una carga; todo lo contrario, era el alma de la fiesta: siempre contaba buenas historias, pero sin acaparar la palabra jamás, prestaba mucha atención a lo que decían los demás y bromeaba constantemente. Le afligía pensar que quizá su padre creyera que aburriría a los hombres de menos edad—. La vieja anda fatal de los nervios desde que murió Davie, y el hecho de que Mark se haya pirado a Londres no ayuda.
—¿Qué tal le va allá abajo? —preguntó Peasbo, de rostro anguloso y mirada férrea, lanzando una mirada furtiva hacia la puerta mientras entraba un jubilado con gorro de lana y visera que fue avanzando lentamente hasta la barra.
—Ni puta idea.
—Vi a su amigo Begbie en el Tam O’Shanter el otro día; estuvo hablando sin parar de unos cabrones de Drylaw que le habían dado una paliza a su tío Dickie —dijo Lenny sonriendo solapadamente sin quitarle la vista de encima a Billy—. Por lo visto fueron unos Jambos —dijo acusándole medio en broma—. Escupieron sobre el retrato de Joe Baker[127], así que Dickie se mosqueó y les leyó la cartilla. Le metieron una somanta de cuidado. Lo hicieron a plena luz del día, además.
Pese a darse cuenta de que le estaban vacilando, Billy entró al trapo de todas formas.
—Lo comprobaré la semana que viene en el club social de los Hearts de Merchiston antes del partido. A ver si puedo conseguirle unos cuantos nombres a Franco. Yo os odio a muerte, cabronazos hibbys —replicó en broma pero sólo a medias—, pero no está bien hacerle eso a un viejo, y menos cuando es pariente…
Lenny asintió con la cabeza en señal de aprobación y entrelazó los dedos e hizo crujir sus nudillos exhibiendo los músculos fibrosos y correosos que tenía en los brazos.
—En fin, que Franco Begbie es de esa clase de cabrones con los que nadie querría enemistarse.
Ellos reconocieron que estaba en lo cierto y siguieron bebiendo pausadamente sus consumiciones. Billy le echó otra mirada a su padre, y se planteó la posibilidad de intentar persuadir una vez más a su obstinado viejo de que se acercara a echar un trago con ellos. Pero no logró captar la atención de Davie, que estaba absorto en el periódico. Y cuando Billy Renton volvió a mirar a su padre, éste estaba saliendo del bar. Distraído y enojado, ni siquiera se había despedido de ellos al salir. Había cruzado unas palabras airadas con Dickson, el dueño, escena que Billy había presenciado a medias y había atribuido a palique de pub. Igual no, pensó mientras se fijaba en las puertas del pub, que aún seguían balanceándose.
Billy volvió a mirar hacia la barra. Conocía a Dickson de la logia. Siempre se había llevado bien con él, pero era un tío raro y era del dominio público que era un sobrao. Levantándose rápidamente de su asiento, Billy atravesó el bar a toda prisa y se acercó al mostrador. Tomando nota de la rapidez con la que se había movido, sus amigos se miraron entre sí para confirmarse mutuamente que el tiempo había empeorado.
—¿Qué pasaba con ese tío, Dicko? —preguntó Billy a la vez que señalaba la puerta con la cabeza.
—Nada, sólo era un puto borracho asqueroso. Un cochino Weedgie rojo hijo de puta. Le he mandado a tomar por culo de aquí.
—Ajá —dijo Billy asintiendo pensativamente antes de dirigirse a los servicios. Echó una larga meada mientras se miraba en el espejo que había encima del retrete. La noche pasada había tenido una gran bronca con Sharon por asuntos de dinero. Ella no quería que él volviera al ejército, pero aquí no tenía una puta mierda que hacer. Ella quería una casa. Un anillo. Una criatura. Billy estaba tan ansioso por pasar a la siguiente etapa de su vida como ella. Estaba empezando a cansarse de la vida tal cual estaba: beber, hablar de chorradas, pegarse con zumbaos, ver cómo sus vaqueros pasaban de la talla 32 a la 34 y que aun así le quedaban estrechos…; le sentaría bien tener una casa y un crío. Pero para eso hacía falta tener dinero. Eso ella no parecía entenderlo. A menos que quisieras vivir del Estado como un puto vagabundo sin el menor respeto por ti mismo, todo eso requería dinero. Y si no lo tenías, todo el mundo, hasta el último capullo de todos, parecía tomarte el pelo, joder. Sharon, Mark, el bocazas gilipollas del Elm y ahora el puto payaso expoli este de la barra.
Billy terminó de mear, se subió la cremallera, se lavó las manos y volvió a la barra. Dedicó al tabernero una sonrisa de vendedor de seguros.
—Eh, Dicko, no te lo vas a creer. El viejo borracho ese al que has echado está en la parte de atrás, ciego hasta el culo y sentado encima de uno de los barriles. Creo que ha echado una meada ahí fuera.
Dickson entró inmediatamente en estado de alerta.
—Conque sí, ¿eh? —se entusiasmó, palpitante de expectación—. ¡Ahora se va a enterar ese cabrón! ¡No sabe que le tengo exactamente donde le quería, joder! —Y salió corriendo hacia la salida lateral que llevaba al patio, con Billy siguiéndole.
En aquel pequeño patio interior pavimentado, Dickson, confundido, miraba furioso a su alrededor. Echó un vistazo tras los barriles vacíos amontonados. Aquello estaba desierto. Se fijó en que la puerta marrón que daba al callejón había sido cerrada desde dentro. ¿Dónde estaría ese viejo cabrón? Se volvió y miró a Billy Renton.
—¿Dónde está ese asqueroso hijo de puta?
—Se ha ido —dijo Billy en voz baja—. Pero su hijo está aquí.
—Ah… —dijo Dickson quedándose boquiabierto—. … No sabía que era tu padre, Billy, ha sido un error…
—Y que lo digas, joder —comentó Billy Renton una fracción de segundo antes de soltarle a Dickson una patada en los huevos con todas sus fuerzas, viendo cómo el dueño del pub enrojecía y se le escapaba un grito sofocado mientras se sujetaba los testículos y caía de rodillas sobre el frío suelo de piedra. La segunda patada de Billy le arrancó limpiamente los dos dientes de delante y aflojó unos cuantos más.
Lenny y Peasbo habían salido al callejón detrás de Billy, y evaluando rápidamente la situación, cada uno de ellos contribuyó con un par de contundentes patadas contra la figura tendida para mostrarse solidarios con su amigo. El grandullón de Chris Moncur salió a investigar y se quedó mirando mientras sus labios se torcían en una sonrisa. Alec Knox, un viejo dipsómano que había experimentado los malos tratos de Dickson en varias ocasiones, se vengó fríamente asestándole dos feroces patadas en la cabeza al tabernero inconsciente, que estaba tendido en el suelo con los brazos y las piernas en cruz.
Peasbo regresó al bar dando grandes zancadas, le hizo un gesto con la cabeza a Granty y, haciendo a un lado a la camarera, que apenas protestó, abrió la caja registradora y afanó los billetes y las monedas de una libra que contenía mientras Lenny, que había entrado tras él, cogía una botella de whisky del botellero y la lanzaba contra una pantalla de televisión situada en alto. Tres vejetes que estaban jugando al dominó se estremecieron al levantar la vista un instante para fijarse en la fuente del impacto, y volvieron inmediatamente al juego cuando Granty les lanzó una mirada abrasadora. El grupo de agresores se marchó rápidamente, no sin antes dar instrucciones a los empleados y a los parroquianos habituales sobre qué contarle a la policía. El consenso fue que los daños sufridos por el dueño y su local habían sido perpetrados por tres Jambos de Drylaw.