DIRTY DICKS

Pulverizo al hijo de puta del despertador ese con el puño hasta silenciarlo. Sick Boy está tendido junto a mí en el colchón, con el gorro de lana puesto y profundamente dormido; ni siquiera lo ha oído. Yo no podría tener peor sabor de boca aunque me hubiera pasado toda la noche lamiéndole el ojete a este cabrón. Me levanto; el piso está como una puta nevera, y me pongo un jersey, unos pantalones de chándal y unos calcetines. Echo una ojeada a London Fields; el sol está saliendo, aunque sin fuerza, y desde aquí casi se ve la piscina climatizada al aire libre. Ojalá fuera verano, esto es más que cutre. Pasado mañana es Navidad, pero yo me voy a quedar aquí para reservarme para Año Nuevo. Me acerco a la cocina y pongo en marcha la calefacción y el agua caliente.

Mientras pienso en la entrevista de esta tarde, me sorprende ver a Nicksy fumándose un poco de turrón mientras va amaneciendo. También tiene abierto delante un papel de plata lleno de speed y ha puesto la tetera y preparado café.

—¿No teníamos una entrevista esta tarde?

—Sí…, vamos sobrados de tiempo. No podía pegar ojo —me explica, tendiéndome el chino mientras pilla un poco de Lou Reed con el dedo.

Bajo la vista y miro el polvo marrón como el cacao que hay en el papel de plata chamuscado y me parece de capullo decir que no. Pongo el mechero debajo del aluminio y le pego con la llama. Llevo la angulosa pipa a mis labios agrietados y chupo; noto cómo se me glasean los pulmones con el humo y las partículas metálicas mientras se me va la cabeza y la tensión abandona mi cuerpo.

Either up your nose or through your vein, With nothin to gain except killing your brain[100].

Sweet home Leith Alambra[101]… Me desplomo contra la pared. Me apetece volver al feather n flip[102]. Pero en lugar de hacer eso opto por meterme una pizquita de salado speed. Y luego otra. Al cabo de unos diez minutos me entra cierto subidón, pero me siento como si fuera una marioneta puesta de jaco manejada por un titiritero sobreexcitado. Rasco con las uñas la formica del borde de la mesa.

—¿Entonces el tío este… nos ha buscado curro… en los ferries?

—Tony nos ha conseguido una entrevista —dice Nicksy—. Para que nos den el curro propiamente dicho tenemos que ponernos las pilas. En cuanto estemos dentro, podremos empezar a traer género aquí. Las normas aduaneras son distintas para los empleados, y él tiene allí a muchachos que están metidos en el ajo.

—Tiene buena pinta, la verdad.

—Pero hay que ponerse las pilas o se irá todo a tomar por culo.

—Eso es más fácil decirlo que hacerlo —comento indicando con un gesto de la cabeza el chino antes de meterme otra pizquita de veneno—. Puaj…, es la hora del café.

—Ya, hay que tener un par para ponerse las pilas hoy en día. —Nicksy ya está lanzado y pincha el aire con el dedo—. Todo el mundo anda como puta por rastrojo. Es cuestión de estar siempre al loro. De mantenerse fuera de sus putas listas para que no te jodan vivo. Todo es provisional. No esperes un trabajo, una casa o una tía para toda la vida.

—El otro día se lo estuve diciendo a Sick Boy. En estas circunstancias, estafar al Estado es un acto virtuoso. Es evidente que te cagas, a poco que tengas media neurona. —Centro la atención en Nicksy—. Entiéndeme, sólo nos interesa este curro por las posibilidades de mangoneo, ¿no?

Él suelta una risotada estentórea y gutural.

—Yo disfruto dándole el palo al puto Estado como el que más, pero los Jocks sois de lo que no hay; vosotros lo consideráis como una especie de derecho de nacimiento.

Menudo morro tiene el capullo este; aquí abajo me he metido en más fraudes al paro y al subsidio de la vivienda que nunca estando en Escocia. Como los distintos distritos están tan cerca unos de otros es más fácil. Pero no me quejo, estoy agradecido de poder formar parte de la organización de Tony.

Suena el teléfono y lo cojo yo aunque sepa que será alguna tía preguntando por Sick Boy. El cuaderno está lleno de nombres de chicas, todas buscando a «Simon».

—¿Hola?

—¿Qué tal? ¿Eres tú, Rent Boy?

Joder.

Begbie.

—Sí… ¡Franco! Hombre, pues vamos tirando. —Se pone a largar con ganas, y me cuenta que se ha ido a vivir con June.

—… así que estábamos en casa de su madre y me acerco a ella, que se había puesto debajo del muérdago, y le suelto «¿estás por la labor?». Y entonces ella me dice: «No te quepa duda», ya sabes, de esa forma toda blanda y con una sonrisa que te cagas en el careto. La muy boba se pensaba que sólo quería darle un puto beso debajo del muérdago de los huevos[103]. Anda y que te lo has creído, joder.

Bésame debajo del muérdago, du, du, du… Franco y yo en primaria, cantando esa canción con todos los demás críos y crías. Las chiquillas poniendo caras coquetas, y los chiquillos ruborizándose. Me pregunto si se acordará. What’s your name, what’s your nation[104]

—Conque ella cierra los putos ojos y frunce los labios en plan bobo que te cagas, y entonces la cojo de la cabeza y le digo: «Lo que a mí me apetece es una puta mamada, tonta del culo», y me estaba aflojando el cinturón mientras le decía: «¡Venga, que aún no está ni dios en casa! ¡Amórrate al pilón!»… ¿Sigues ahí, Rents?

—Sí…

También cantábamos aquella canción sobre el hundimiento del Titanic: «It was sad when the great ship went down… husbands and wives, little children lost their lives, it was sa-had when the gray-hate ship went down.»[105]

Una educación escocesa…, me pregunto si se acordará.

—Porque pa mí es parte de la puta emoción y eso, ¿sabes? En fin, que no le hizo puta la gracia, pero ella ya conoce el Hampden Roar[106], así que la obligo a ponerse de rodillas debajo del puto muérdago en el cuarto de estar de casa de su madre. Nos ponemos a ello sin prisa pero sin pausa, ahora que ya la tengo cogida del pelo, porque me lo había enrollado alrededor de la mano pa controlar el puto ritmo, y ahí estaba yo dándole que te cagas y disfrutando a tope. ¿Sabes cuando se te arruga el entrecejo y tienes la boca fruncida que te cagas?

—Eh… ya…

—¡Pues aunque tenía los ojos medio cerraos más o menos veo a un tipo, y caigo en que es su puto viejo! ¿Pues no ha ido el muy capullo y ha entrado sin llamar? Ella le estaba dando la espalda y no lo vio venir, ¿vale? Resulta que estaba en el jardín, fijo que en el cobertizo de los huevos haciéndose una puta paja, el viejo verde, y va y suelta: «¿Qué demonios pasa aquí?».

—¿En serio?

—Joder, ya lo creo, mecagüen. Así que me vuelvo y le suelto al muy hijoputa: «¿A ti qué coño te parece, cochino hijo de puta? Vete a tomar por culo de aquí», y el capullo se fue a tomar por culo en el acto, y venga a farfullar un montón de chorradas entretanto. Veo que a ella le entra el pánico, que le dan arcadas y que quiere parar, pero la tengo bien cogida, coño; no se va a ningún lao hasta que yo haya terminao de limpiar el fusil, y anda que no lo sabe. Y entonces hago el rollo porno ese, ¿sabes? Cuando la sacas y te corres en todo el careto de la tía. ¡Pues ella cagá de miedo, con los ojos como platos, hasta que le cae una corrida del carajo en toda la jeta! Cagüen la puta, te habrías pensado que el fusil este tenía dos cañones en lugar de uno solo. ¡Le dejé la cara como la radio de un pintor de brocha gorda, mecagüen!

—¿Qué dijo de lo de su padre?

—Ya voy, puto capullo pelirrojo impaciente de los huevos —salta Franco, y yo me alegro un huevo por la dulce distancia de seiscientos cincuenta kilómetros que nos separa—. Así que mientras ella está limpiándose la lefa de la cara le entra un pánico del copón y pregunta: «¿Quién era? ¿Mi padre?».

—Vaya un guarro pervertido de mierda, mira que acercarse de extranjis a la gente así —suelto yo—. Entonces se pone en plan gélida que te cagas, frígida y mosqueada, pero que le den por culo, en navidades hay que echarle un poco de romanticismo a la cosa. Así que ella sale a la calle y les oigo gritándose, y ella vuelve a entrar y me dice que la han echao de la puta casa. Así que yo le digo: «Vale, pues entonces nos vamos a casa de mi madre…». «Gracias, Frank…», me dice ella, y se pone a coger los bártulos agradecida que te cagas, ¿sabes? En fin, no iba a dejarla allí con ese viejo pervertido de mierda, ¿no?

—Por supuesto…

—Así que ya tiene recogidas algunas cosas, y el puto cabronazo estirado y de cara larga del padre vuelve a entrar y empieza a meterse con ella otra vez. «Pero qué vergüenza», le suelta, allí parado sacudiendo el melón como un puto mongolo. «Lo tuyo sí es una puta vergüenza, colega», le digo al muy cabrón, «¡mira que aparecer de repente como un viejo pervertido de mierda!». «¿Cómo dices?», suelta mirándome a mí antes de volverse a ella y decirle: «Sois tal para cual. Estás completamente desmadrada, June Chisholm, menuda golfa estás hecha…». «Pero, papá…», protesta ella. «Largo de aquí», dice el muy cabrón. «Largo de aquí los dos. ¡Fuera de mi casa!». Así que le digo a ella «Vámonos», y la saco a la calle. Entonces vuelvo y me planto delante del cabrón ese. «Si está hecha una puta golfa es culpa tuya: a la capulla la criaste tú», le digo. «Y a mí no me leas la cartilla, mamonazo, si no quieres que te parta la puta boca, ¿entendido? ¡Serás el puto padre de June, pero no el mío!». ¡Y entonces el capullo se caga patas abajo! Cochino viejo sobrao. «¡Y más vale que no digas nada, joder!», le suelto. Menuda jeta tiene el cabrón, ¿eh?

—Y que lo digas, tendrías que haberle partido la boca al muy cabrón —le sugiero comprensivamente. ¡Pero sólo es para animar al zumbao este a armar pajarracas ahora que estoy bien lejos y no tengo que lidiar con las consecuencias!

¡Te amo, Londres!

—Eso fue exactamente lo que le dije a Tommy, coño —dice Franco reafirmándose orgullosamente—. Pero lo dejé estar, ¿vale? Porque no me quiero meter en sus rollos familiares de retrasaos, aunque a ese cabrón más le vale andarse con ojo. Pero en fin, ella venga a gemir y a llorar, así que la llevo a casa, y de repente se anima que te cagas y se pone a rajar sin parar acerca de buscarnos un sitio pa los dos. Yo lo primero que pensé fue: conmigo no va a sobar, joder. En una cama individual no; que duerma en el puto sofá. La convencí para que se viniera a echar un puto polvo y después del revolcón la mandé de vuelta al diván. A eso que le den, mecagüen, ¡pa estar guapo y fresco yo tengo que dormir mis horas! Luego volvieron a entrarme ganas, así que la desperté y me la llevé conmigo al dormitorio pa echar otro puto casquete. Pero por la mañana no hicieron más que ponerme putas jetas, ella, mi madre y Elspeth, todas mirándome con cara de gachas azucaradas[107], cagüenlaputa.

—¿Te dieron la murga y tal?

—Sí, la mierda de siempre, pero yo me puse a pensar que de todas formas ya iba siendo hora de tener sitio propio, que ella no tiene mal polvo, y que no tiene ningún sentido cortarse la polla pa que se fastidien los huevos. Es lo que digo yo siempre. ¿Me estás escuchando, coño?

—Sí. No tiene ningún sentido cortarse la polla pa que se fastidien los huevos, no —le repito. La verdad es que siempre dice eso.

—Y que lo digas, coño. Así que llamo a Monny, y la semana que viene nos vamos a vivir al puto piso ese de Buchanan Street. ¡Espero que la cabrona cocine tan bien como folla! Le dije que se fijara en mi madre: ¡en lo de cocinar, no en lo de follar, joder! Así que ahí me tienes, con chabolo propio y echando un puto polvo todas las noches. Ahora ya sólo me queda cerrarle la puta boca y será todo guay del paraguay, cagüentodo.

—Mola…

—Pues vale ya, que tengo que salir pitando. ¡No me puedo pasar todo el día hablando contigo, capullo empanao! ¡Que por tu culpa la factura de teléfono va a ser del carajo, cacho payasete!

—Perdona por entretenerte, Frank.

—Más te vale. Ahora soy un hombre de negocios, so cabrón. ¿Cuándo vuelves por aquí, eh?

—Para Año Nuevo…

—Guay. Será un clásico. Nos vemos entonces, amiguete.

—Nos vemos, Franco, colega.

Tras semejante jodienda psicológica necesito otra calada de jaco urgente. Entonces aparece Sick Boy frotándose los ojos para desperezarse.

—¿Os estáis poniendo hasta el culo ahora, drogatas pervertidos? ¿Y qué pasa con lo de la entrevista para lo de los barcos?

Hay que ver en qué estado se encuentra el cabrón este. El muchacho protesta demasiado, creo yo. Nicksy y yo nos miramos el uno al otro con sonrisas de colgados.

—Ha sido por motivos medicinales…, he tenido que hablar con Begbie por teléfono, ¿vale? —Le acerco el chino a Sick Boy.

Él me hace gesto de que la aparte.

—Que él sea un psicópata socialmente retrasado no significa que vosotros no seáis unos capullos irresponsables de mierda —suelta él mientras picotea un poquito de speed. A continuación suaviza la mirada—. Me olvidé de decírtelo: la semana pasada murió la madre de Alison. Creo que el funeral fue ayer.

—Joder…, vaya mierda, hombre. Ojalá me lo hubieras dicho, Simon. ¡Habría ido al entierro!

Begbie ni siquiera ha dicho una palabra. Cabrón.

—Sí, ya —dice mirándome con expresión dubitativa, mientras sigo con el chino en la mano. Igual me he pasado un poquito de optimista diciendo eso—. Si alguien debía haber estado ahí, ése soy yo. Su madre y yo éramos íntimos —dice en tono solemne.

—Ali asistió al funeral de mi hermano pequeño, además —digo yo. Menuda mierda: hay que ver cómo la vida puede pasar de ser una constelación de posibilidades a un miserable camino de tierra llena de baches.

—Ya. Fue a daros ánimos a ti y a Billy. Pero lo entenderá, por lo de Londres y toda la pesca, y la veremos dentro de una semana, para Año Nuevo —dice. Se fija en Nicksy, que mira la pared de modo significativo, ensimismado en la contemplación que induce el jaco—. Tendríamos que llevar a Nicksy allá, le sentaría bien —comenta antes de volverse enfáticamente hacia mí—. Oye, Marco, necesito que me hagas un favorcillo de nada. Tengo que hacer las paces con Lucinda…, le dije que la vería en el pub Dirty Dick’s, que está delante de la estación de Liverpool Street.

Me cuenta todos los detalles, y no es que me quede muy contento, pero es colega, así que hay que apoyarle.

Le lleva un siglo asearse, vestirse y bajarse a la estación de Hackney Downs, pero cogemos un metro que nos lleva justo hasta Liverpool Street; el garito está en la acera de enfrente. Es la hora de comer y Dirty Dick’s está lleno de empleados de la City, pero incluso vistiendo lo que se supone que es ropa para una entrevista de trabajo, seguimos teniendo una pinta crónicamente inadecuada, cosa que por lo demás nos importa un carajo. Sick Boy y yo nos hemos esforzado, con nuestros trajes de funeraria de la cooperativa Leith Provident, pero Nicksy luce un mohicano morado y un jersey esponjoso de aros rosas y blancos que afortunadamente tapa una camiseta en la que pone La reina hace buenas mamadas, y si bien los Sta-Press negros que lleva son bastante aceptables, sus Doc Martens rojas de cordones de veintitrés centímetros resultan un tanto llamativas. Es curioso cómo se ha deshecho de la imagen de soul boy y ha vuelto a adoptar la de punk impenitente. Mientras busca una banqueta en la barra, Sick Boy ve a la tal Lucinda en una mesa de la esquina y me indica que le acompañe. Nos presenta someramente, tras lo cual ellos entablan una animada conversación durante la que Sick Boy saca pecho como una paloma macho en plena danza del apareamiento, mientras ella se viene abajo.

—Salta a la vista que estás alterada —admite desdeñosamente mientras tamborilea con los dedos sobre la gran mesa de madera—. No sirve de nada que hablemos estando tú en este estado. Entiéndeme, es como si oyeras pero sin oírme. No sé si me captas.

La pobre chavala, de piel clara anglosajona, se sienta sobre las manos y aprieta la mandíbula. Está que trina y se encuentra al borde de la implosión, de esa forma espantosamente decente y reprimida tan propia de la clase media inglesa. Me siento incómodo estando aquí metido y me entran ganas de marcharme.

—Es perder tu tiempo y el mío —se explaya Sick Boy con expresión tensa y actitud arisca y formal, antes de volverse displicentemente hacia mí—. Tráete otra ronda, Rents.

No tengo inconveniente en abandonarles y sumarme a Nicksy en la barra. Tampoco tengo una prisa loca por pedir las consumiciones. Pero Nicksy tiene pinta de estar hecho cisco, como si sus finos hombros tuvieran que soportar el peso de cinco de los distritos más apestosos de Londres. Con ese tinte chillón que atraviesa ese corte mohicano de dibujo animado, es clavadito al gilipollas ese que sale en las postales que venden en Piccadilly Circus. Me recuerda la gracia esa del humorista Les Dawson sobre los punks:

—Son todo pelo azul e imperdibles: igual que mi suegra. —Pero Nicksy me cuenta que los turistas siguen acudiendo en tropel para hacerse fotos con él en el West End, y que le viene bien para sacarse una pinta o una libra, y hasta para echar un polvo de vez en cuando.

A pesar de los chanchullos en los que se mete, siempre anda pelao. Londres es un vicio caro, y en gran medida carente de sentido salvo que tengas guita; si vives en un sitio como Dalston o Stokie o Tottenham o el East End, la vida que se puede llevar se parece más a la que se lleva en Middlesbrough o Nottingham. La economía carcelaria de los distritos postales hace de la buena vida del West End algo igual de remoto e inaccesible. Salvo nosotros, no hay un solo capullo de nuestro garito local que beba en el West End jamás.

Pido una pinta de rubia para Nicksy, y él le pega un sorbo antes de volverse hacia la tele que está encima de la barra y ni siquiera se vuelve para mirarme a los ojos. La tal Marsha le ha dejado bien jodido. Nunca había visto a un tío tan de bajón después de que una chica le haya dado puerta. Menudo polvo debe de tener. Se vuelve hacia Sick Boy y Lucinda.

—Vaya cabrón, ¿no? Con las niñas. ¡Ahora lleva a remolque a una Sloaney![108]

Lo que sí ofrece Londres, hasta en sus zonas marginales, son expectativas para los depredadores con pretensiones.

—Como si yo no lo supiera, coño —le digo. Luego vuelvo a examinar el atuendo de Nicksy; es un poco extremo para nuestros propósitos—. Podrías haber moderado un poco la imagen. ¡Se supone que vamos a una puta entrevista!

—Es lo que soy, ¿que no? —dice encogiéndose de hombros mientras Sick Boy me hace ademán de que me acerque. Le entrego a él su pinta y a Lucinda su ginebra. Él me echa una miradita; está a punto de lanzar el órdago, pero sigue dirigiéndose a ella—. Si me permites que te lo diga, Lucinda, estoy bastante desilusionado. Te he dicho la pura verdad, y evidentemente no crees ni una palabra. Muy bien. Si ése es el grado de confianza que hay entre nosotros, entonces para mí todo esto no tiene ningún sentido.

Lucinda se sienta muy erguida mientras lo fulmina con la mirada. Tiene los ojos rojos.

—Se te olvida que te vi con ella. ¿No lo entiendes, joder? ¡Os vi a los dos en la cama con mis propios ojos!

Exhalando bruscamente, Sick Boy va y dice:

—Te lo he explicado hasta quedarme ronco. Esa chica era la novia de Mark, Penelope. —Entonces me mira a mí.

Lucinda hace otro tanto, se nota que piensa: «este escocés barriobajero, flacucho y zanahorio no es de esa clase de tíos que se follan a chicas que se llaman Penelope». Es como si me hubiera caído encima un peso muy grande, y por un instante flirteo con la idea de que quizá sea mi conciencia antes de que esa noción se disuelva en cuanto me entra el subidón de adrenalina del embuste.

—Iba ciego perdido —dice Sick Boy poniendo unos ojos como platos—, y me metí en aquella cama. No tenía ni puta idea de que ella estaba ahí hasta que entraste tú y empezaste a leerme la cartilla, joder.

—¡Venga ya! ¡Tendrías que haberlo sabido!

Sick Boy menea lentamente la cabeza.

—Mark ha aceptado que lo que estoy diciendo es cierto porque me conoce y porque confía en mí. Sabe que nunca haría algo semejante con su novia. Es mi mejor amigo desde el primer año de colegio —dice con la voz entrecortada y los ojos llenos de lágrimas—. ¡Mark! ¡Díselo!

Lucinda me clava su intensa mirada. Es una buena chica. No se merece tener a un mentiroso de Leith en su vida, no digamos dos. Sus enormes órbitas están abiertas como platos y suplicantes, y creo que de verdad quiere que la convenza. Así que les doy a ambos lo que necesitan:

—Yo me enfadé mucho, Lucinda. Es más, me puse furioso que te cagas. A ver, tú ya sabes qué pinta tenía aquello. —En su rostro aparece un levísimo indicio de asentimiento mientras me vuelvo hacia Sick Boy—. ¡Si este cabrón se hubiera estado tirando a mi Penny, al muy hijo de puta lo rajo, joder!

—¡Vete a tomar por culo, Mark! ¡Lo que hay que oír! —exclama Sick Boy volviéndose primero hacia Lucinda y luego hacia mí—. ¡Cualquiera diría que tú tampoco me crees!

—¡No estoy diciendo eso, Simon, sólo me refería a la pinta que tenía!

Lucinda asiente con la cabeza y luego se dirige a él:

—¿Y qué pinta esperabas que tuviera, Simon? Intenta verlo desde la perspectiva de los demás. —Y me mira de nuevo, y sus ojazos están ansiosos por formar una alianza.

—Eso es exactamente lo que quería decir yo, joder —tercio yo.

Sick Boy exhala ruidosamente. En el doloroso silencio subsiguiente oigo en mi cabeza: Williamson uno a cero. Tengo la impresión de que si le miro empezaré a reírme a carcajada limpia. Pero lo hago, y de algún modo logro no perder el control mientras él asiente con gesto apesadumbrado.

—Ya veo —dice con expresión dolida y de reproche.

No me quedó otra opción que tragarme aquello y seguir con la perorata.

—Perdona, colega. Yo te creo. Es sólo que Penny y yo no nos hemos estado llevando demasiado bien últimamente, y supongo que me puse de un paranoico que te cagas.

Dándose en la frente con la palma de la mano, Sick Boy se aparta brevemente con un gesto de asco antes de volver a encararse conmigo.

—Pues sí, ya lo creo que sí —me regaña, con una expresión rebosante de amargura. Ha hecho un sprint para ocupar la posición de superioridad moral y haría falta nada menos que una auténtica atrocidad para desalojarle de ella—. Permíteme un pequeño consejo, Mark: no tomes anfetaminas y no te quedes levantado toda la noche si no puedes afrontar las consecuencias —me reprende el hijo de puta caradura este. Acto seguido, mira a Lucinda, que ya está algo más suave, con gesto muy matizado—. Y también creo que quizá me merezca una disculpa por tanto histrionismo. —Acto seguido se cruza los brazos sobre el pecho y le da la espalda.

—Vale, vale… Simon…, yo… lo siento…, pero tienes que comprender la pinta que tenía aquello… —Lucinda intenta pasarle el brazo por los hombros.

Él la aparta cabreado antes de erguirse pomposamente en el asiento, como si se dirigiera a la clientela del pub, y en efecto, algunos tipos trajeados de cara colorada echan una breve mirada a su alrededor cuando canturrea:

—Hay una palabrita que quizá no signifique nada aquí, en la metrópoli, pero que en Escocia aún se cotiza: «confianza». —Lucinda está a punto de decir algo, pero Sick Boy levanta la mano para hacerla callar mientras deletrea—: C-O-N-F-I-A-N-Z-A.

Tras hacerse de rogar un rato, permite a Lucinda que le abrace y acto seguido empiezan a darse frenéticos y húmedos besos con lengua, lo que me indica que ha llegado el momento de retirarme a la barra mientras me pregunto cómo sería la tal Penelope. De haberse tratado de cualquier otro, habría dado por supuesto que tenía que estar de muy buen ver para arriesgarse a quedarse sin una tía como Lucinda, pero estamos hablando de Sick Boy. En lo que a las chicas se refiere, la verdad es que es un cabronazo total.

Pero ahora ha llegado el momento de dedicarse a los negocios. Estamos solicitando el ingreso en los universos duales del empleo moderno: curro legítimo en los ferries y trapicheo de drogas a través de un contacto de Nicksy. Echo un vistazo a mi reloj, les hago una señal a los demás, apuramos y cruzamos la calle hasta llegar a la estación de Liverpool Street. Sick Boy se echa un último muerdo con Lucinda en el andén antes de subirse al tren con destino a Harwich con Nicksy y conmigo.

—Increíble —dice con una extraña mezcla de asco y tristeza mientras parece darle vueltas a un millón de posibilidades—. Este trabajo da mucha sed —dice tamborileando con los dedos sobre la mesa—. ¿Tendrán un vagón restaurante en este puto tren? Te diré una cosa, Nicksy: más vale que este cabrón sea de fiar, porque puedo hacer tándem con Andreas en Finsbury Park cuando me salga de los huevos.

Este machaque continuo con Andreas empieza a tocarme las pelotas de verdad, pero si digo algo lo atribuirá a la envidia. La verdad es que es un puto gilipollas total.

Nicksy guarda silencio y se queda apretujado contra la ventana.

—¿Te encuentras bien? —le digo, preguntándome si le habrá entrado la náusea después de la poquita heroína que nos fumamos esta mañana. Yo todavía noto la mala ponzoña del chino en la garganta y los pulmones.

—Sí —dice él—. El caso es que, Mark…

—¡Ah, del barco! —La puerta del compartimento se abre de golpe y ante nosotros aparece un tipo escuálido con una complexión muy mala que andará por los treinta y tantos. Nicksy nos lo presenta cansinamente como Paul Marriott, un viejo conocido yonqui suyo y de Tony, que lleva siglos trabajando temporalmente en las embarcaciones de Sealink. Marriott es cojo y se aproxima a nosotros a trompicones, dejándose caer en el asiento vacío que hay junto a Sick Boy—. ¿Todo bien, muchachos? —pregunta en el tono del capullo del gato morado ese, el que era colega del perro verde aquel, Roobarb[109]. Nicksy nos había explicado que fundamentalmente se dedicaba a hacer de cabeza de turco para los gángsters de verdad que estaban situados más arriba en el escalafón, de cordero sacrificial que se comería las condenas serias en caso de que todo se fuera a tomar por el culo. Para ser justos, parece hacerse pocas ilusiones acerca de su estatus; su grado de adicción supone que no puede tener ni de lejos el grado de aversión al riesgo que debería tener un hombre que pretenda transportar una gran cantidad de drogas de primera. Dicho eso, no quiere acabar en la cárcel si no es imprescindible, y nos mira de arriba abajo con unos ojos penetrantes. Es evidente que es capaz de oler el ansia de jaco de los demás a un kilómetro de distancia. Frunce el ceño al ver el atuendo punk de Nicksy—. Ese tupé habrá que chafarlo antes de entrar a ver a Benson.

Nicksy dice en voz baja algo como que no es un tupé. Marriott no lo oye o prefiere no responder mientras mira con mayor aprobación a Sick Boy, que lleva el pelo peinado hacia atrás y recogido en una coleta. El pobre Nicksy tiene aspecto sudoroso y de estar colgado, y exhibe tanto autocontrol como una araña intentando salir de una bañera.

—¿Y qué es lo que pasa con el tal Benson? —pregunta Sick Boy con el aire prepotente y de autoridad habitual en él.

Marriott le mira recelosamente. Parece que se percata de inmediato de que para él Sick Boy será o bien un activo increíble o un cuco total en nido ajeno: no tendrá término medio.

—Es el tío que os tiene que dar el visto bueno tras la entrevista para que podáis empezar a currar ahí. Recordadlo: busca trabajadores temporales baratos —dice Marriott en su tono quejumbroso y camp de picota—. Su lema es «voluntad de colaboración». Eso es lo que busca en todo aquel que empieza a trabajar con él.

—¿Acaso no es eso lo que buscamos todos? —pregunta Sick Boy con una sonrisa.

Marriott no le hace ningún caso y prosigue:

—Durante años, en los transbordadores la afiliación sindical fue obligatoria, pero después del rollo de la privatización ese y la ruptura con British Railways, los esbirros de Maggie les dieron por culo con contratos nuevos. Así que nada de chorradas acerca de la lucha sindical, los derechos de los trabajadores y toda esa mierda del «a mí no me pagan por hacer eso». Benson lo que quiere es flexibilidad. Quiere que le digáis que trabajaréis en donde haga falta —en la cocina, en los camarotes o en la bodega de automóviles—, y que haréis lo que sea, desde limpiar potas a desatrancar cagaderos. Que estáis dispuestos a hacer turnos dobles si hace falta y que lo haréis luciendo una sonrisa del carajo.

Por mí perfecto. Soy capaz de morderme la lengua y decir que sí a todo, si la cosa tiene compensación por otro lado.

—¿Y qué pasa con la mercancía? —pregunta Sick Boy.

—Vosotros encargaos de que os contraten primero, de eso ya nos ocuparemos luego —salta Marriott mientras le echa una mirada acusadora a Nicksy, que vuelve la cara miserablemente hacia la ventana de nuevo.

El tren va serpenteando hasta llegar al mismo puerto de la estación internacional de Harwich, en Parkeston Quay. Nos bajamos y caminamos prácticamente desde el andén hasta una colmena de edificios de oficina prefabricados, mezclándonos con otros cuerpos ansiosos que han sido escoltados hasta una habitación aséptica. Aunque yo empiezo a tener un mal cuerpo de cojones, me fijo en los presentes. Somos más o menos una docena, y tenemos todos pinta de escoria, salvo una chica guapa que lleva una melena de flipar. Nos entregan un formulario para que lo rellenemos y luego vamos pasando de uno en uno para que nos entreviste Benson, que da la impresión de ser un hombre de hielo hostil con brasas encendidas en las hemorroides. Lo flanquea una encargada de personal maruja, gorda y de mediana edad.

Me doy cuenta de que no tengo la menor oportunidad de que me den el curro, así que respondo con escaso entusiasmo a sus preguntas de mierda, cuando de pronto dice Benson:

—Bueno, como has hecho de pinche de cocina, seguramente empezaremos asignándote tareas de tipo general en la cocina, y a partir de ahí ya veremos cómo se desarrollan las cosas.

¡Me quedo flipao que te cagas! ¡Hay como unos seis millones de capullos en el paro, y no sólo me han dado el curro, sino que ya hay una oferta implícita de ascenso! Me siento complacido conmigo mismo un instante hasta que salgo y me doy cuenta de que han contratado hasta al último cabrón que ha arrastrado su costroso culo hasta la entrevista. Por lo visto, la movida esta no es más que un proceso de filtrado para deshacerse de chalaos totales despedidos con anterioridad que sean lo bastante bobos como para volver a solicitar empleo bajo otro nombre. Quién coño sabrá cómo Marriott se libra de la criba sin parar. Y yo me pregunto: ¿qué clase de puto curro es éste? El resto de los candidatos eran de lo que no hay. No es que yo quiera ir de listillo, pero algunos de esos capullos tenían pinta de no ser capaces de rellenar el puto formulario ellos solos.

Nos piden que esperemos mientras se terminan de realizar todas las entrevistas individuales. Sólo tardan media hora pero a mí me parece una eternidad. Hubo un momento en que me entraron unas ganas locas de echar abajo las paredes prefabricadas de yeso esas. Entonces sale Benson para dirigirse a todos nosotros, a la vez que nos escudriña y busca el menor indicio de alma perjudicada. Es como si fuera repasando rítmicamente el fichero de teléfonos y direcciones que tiene en la cabeza: yonquis, traficantes y maricones…, yonquis, traficantes y maricones… Nicksy y yo intentamos mariconear un poco, haciendo como si estuviéramos liados y fuéramos una auténtica pareja homosexual en lugar de unos frívolos mariquitas cuyo porculeo indiscriminado podría convertir el cascarón oxidado en un hervidero de infecciones.

Sospechábamos que hasta en un curro como éste contratar a yonquis era algo inimaginable, que serían putas personas no gratas totales y punto. Pobre Nicksy: sabía cómo se sentía, porque yo tenía ganas marcharme y ponerme pronto. Empezaba a notar un puto hormigueo horroroso.

Concentrándome en la ventana que se encuentra a espaldas de Benson, veo al Freedom of Choice atracado en el muelle; es un buque de carga y descarga, o «cade» como la llama Benson. La auténtica misión de éste, no obstante, es trasladarnos la línea del Partido:

—Ni que decir tiene que cualquiera que sea descubierto bajo la influencia de, o en posesión de drogas ilegales, no sólo será despedido en el acto, sino que también incurrirá en responsabilidades judiciales.

Admiro la cara de afrenta que luce Sick Boy. Se la ha vendido a Benson como si fuera genuina, sacándole de paso un poco de marcha atrás arrepentida.

—No pretendo insinuar nada acerca de ustedes, damas y caballeros. Es sólo que Ámsterdam está cerca del puerto Hook of Holland y…, en fin, adónde vaya cada cual cuando no está de servicio es cosa suya, siempre y cuando eso no afecte ni a la seguridad ni a la calidad del servicio que proporciona esta embarcación…

Él sigue divagando y yo intento desconectarme de la mierda restante que suelta fijándome en el culo de la chica que tiene la gran mata de pelo a lo Robert Plant. Los ojos de Sick Boy, como era de esperar, están clavados en el mismo punto, mientras que Nicksy parece completamente pirado y tiene la mirada ausente. Oigo decir a Benson:

—Les felicito. Ahora forman ustedes oficialmente parte de la familia Sealink. ¡Nos vemos todos a comienzos del año que viene!

Así que tenemos curro. Hay tres, cuatro o seis millones de parados; ni dios lo sabía porque los métodos de cálculo cambiaban a la misma velocidad que uno se muda de gayumbos, y la pandilla más variopinta que yo haya visto en mi vida, un hatajo de yonquis, maricones y quién coño sabe qué más, ha sido contratada por Sealink para el desempeño de empleos remunerados cuando se inicie la temporada de primavera. ¡Me muero de ganas de comunicarle a máter y páter la edificante novedad de que el retoño zanahorio por fin se ha reformado!

Cogemos el tren de vuelta a Londres en un estado de ánimo festivo, abriendo unas latas, mientras Marriott nos pone al corriente en lo que se refiere al chanchullo, en plan serio y Míster Aquí-Estoy-Yo-Con-Mis-Cojonazos. Tenemos que ir a The Dam[110], comprarle la mercancía a un individuo que hay ahí y traerla aquí en el barco.

—El tipo de la mesa, el que os señalé, Frankie, es el jefe —explica Marriott aunque yo no vi una puta mierda—. Bebe en el pub Globe de Dovercourt. Cuando empecemos, os llevaré allí a invitarle a una pinta de vez en cuando, para que se quede con vuestras caras. Tened al cabrón contento y siempre os dará el visto bueno para pasar los controles. Frankie me filtra los detalles de la rotación del personal, porque es fundamental saber cuál de los cabrones esos de Aduanas está de servicio, sobre todo cuando le toca hacer la ronda a un hijo de puta que se llama Ron Curtis. Con ese cabrón no hay nada que hacer. Si se huele algo, no queda otra que encerrarse y aguantar el dolor, aunque estemos pasando un kinkón de aquí te espero.

Me resulta un coñazo escuchar a este mamón, y lo mismo les pasa a los otros. Es cosa del speed; me he metido dos rayas bien gordas por la napia y cada vez que las ruedas de acero chisporrotean en un cambio de agujas, un calambrazo recorre el tren y me sube por el espinazo.

Yee-hah! Roll along covered wagon, roll along[111]

El rollito festivo se multiplica por diez cuando en Sheffield sube un grupo de chavalas borrachas que llevan gorritos de Papá Noel. Una de ellas, una rubia, saca unas sorpresas navideñas y Sick Boy no pierde ni un segundo en ponerse a abrir una con ella y colocarse el gorrito de papel crepé en la cabeza.

—Ya sé yo la sorpresa navideña que me gustaría abrir a mí —le dice en un tono insinuante y lujurioso; mientras sus amigas le aclaman, Sick Boy se agacha y le dice algo al oído. Ella le pega un golpe en el brazo de coña, pero en menos de un minuto se están comiendo la boca el uno al otro a saco.

Yo estoy desatado del todo y desbordante de malicia, por lo que no me puedo resistir a sacar el mechero y pegarle fuego al gorro de Sick Boy.

Una de las chicas se lleva la mano a la boca al ver las llamas prender con fuerza y extenderse a su pelo, que chisporrotea ruidosamente cuando empieza a quemarse. La chavala rubia con la que se está morreando le aparta y chilla.

—¿Pero qué cojones…? —grita él, dándose febrilmente de palmaditas en la cabeza mientras se desprenden y revolotean por el vagón trocitos quemados de gorro.

Fai-ah…! Di-ri-ri…!, ah take it you’ll burn…[112] —canto yo.

—¡¿QUÉ COJONES HACES, EH!? ¡CABRONAZO PSICÓPATA! ¡IMBÉCIL HIJOPUTA DE MIERDA! —Se abalanza sobre mí y me pega un puñetazo en los huevos—. «¡ESO ES PELIGROSÍSIMO QUE TE CAGAS, CAPULLO EMPANAO!

Me doblo cual navaja al cerrarse, riéndome a despecho del dolor y la náusea:

—Hijo de puta…, era The Crazy World of Arthur Brauuuh-uuhn… —protesto.

—¡Me vas a pagar el corte de pelo y el peinado, joder! ¡Puto cretino…! —masculla Sick Boy mientras se acicala en el reflejo de la ventana, pero enseguida vuelve con la chica mientras me hace un gesto despectivo con la mano—. Tú quédate ahí. Puto crío.

—Sois desesperantes, joder —murmura Marriott en voz baja. Entonces una de las chavalas de Sheffield, con los ojos como platos y la cara desencajada, abre el buzón y grita—: I EHM THE GOD ORF ‘ELL FI-AH AND I BRING YOU…[113]

Nicksy y yo aprovechamos para arrancar a cantar:

—FAI-AH…! DIRI-RI! I take it you’ll burn…

Sick Boy sigue mirándome como si quisiera matarme, pero dedica el grueso de su atención a la rubia. Yo me pongo a charlar con la chavala cantarina. Va bolinga pero se enrolla que te cagas.

—¿Y por qué van a divertirse sólo esos dos, eh?

—Unos aficionados es lo que son —le digo yo—. ¡Te pienso comer la boca hasta dejarte sin labios!

—¿Pues a qué esperas?

No estaba esperando, y mis labios agrietados y mi tocha llena de mocos me dan completamente igual: le meto la lengua hasta la garganta sin dudarlo un segundo. Sin embargo, como de costumbre, veo que Sick Boy me lleva un paso de ventaja; el cabrón se ha levantado y está conduciendo a la rubia buenorra a los lavabos. Cuando paramos para respirar un poco veo que Marriott está mosqueado porque no le hacemos caso, pero Nicksy le cuenta que tenemos tiempo de sobra para ir poniendo en orden y repasando los detalles. El cabrón lo sabe, además; sólo está haciendo teatro. Empezamos a cantar otra vez el estribillo de Fire, pero discutimos acerca de la letra mientras las latas se deslizan sobre las mesas y van cayendo una tras otra. ¡Así que nos preparamos para desembarcar en el West End con las chicas estas de Shenfield, y la Navidad acaba de arrancar a tope que te cagas!