Al salir a la superficie en la estación de Picadilly Circus y sumergirnos en el caos del West End, la brisa levanta el lustroso cabello de Lucinda. ¡Sí! Éste es el auténtico Londres: Soho, esa milla cuadrada de diversión y desenfreno. Hace un atardecer fresco, pero todos ellos han salido a deambular por esa cuadrícula de callejuelas estrechas: ejecutivos publicitarios, empleados de las compañías discográficas, dependientas, proxenetas, chaperos y putas, y tampoco nos olvidemos de los buscavidas y los turistas. Se respira un alegre rollito navideño en el ambiente y hay partidas de oficinistas borrachos transitando de los restaurantes a los bares y de éstos a aquéllos. El botón de alarma folladora se enciende tantas veces que está poco menos que en un estado de vibración permanente. Observo con celos y asombro a una insignificante basura mediática culicorta entrar pavoneándose en un club privado, sin duda para que una aduladora chica de alterne le mime y se la chupe.
Yo quiero lo que tenéis vosotros y voy a conseguirlo.
Sí, esto es Londres propiamente dicho, no una especie de versión del sur de Leith repleta de babuinas y de escoria que no va a ninguna parte, salvo de sus complejos de viviendas subvencionadas en el gueto al corredor de apuestas, al pub, a la cárcel o a una habitación de hospital. Y Lucinda bien podría ser mi billete de entrada en esta isla paradisíaca. Caminamos cogidos del brazo, completamente lánguidos después de un día en que no he parado de follarle el coño en su piso de Notting Hill. Lefa y jugos vaginales por todas partes, juegos psicológicos y acrobacias corporales, y mi polla disparándose como un AK-47 en manos de un epiléptico. La masacre empezó cuando di comienzo a mi rutina de murmurarle frases en italiano al oído. A las chicas de casa eso les encanta, pero ella empezó a rogarme que le hablara con acento escocés. Vaya, que yo siempre había sospechado que las niñas pijas eran unas guarras que te cagas, e indudablemente eso no hizo sino confirmármelo.
Lucinda posee esa arrogancia que es inseparable de la opulencia; resulta irónico, por tanto, que ella fuese sólo una de las receptoras de las tarjetas que distribuí al azar. ¡Ah, qué estratagema tan maravillosa! El último fin de semana redacté otro lote de cincuenta:
Hermosa mujer, hasta el día de hoy no creía en el amor a primera vista.
Llámame, por favor. Simon X 01 254 5831
Cincuenta fragmentos de intriga; a juzgar por experiencias anteriores, deberían valerme en torno a cinco o seis llamadas aseguradas. ¿Quién puede resistirse a la perspectiva potencial del amor y del romanticismo? Lo único que hace falta son las tarjetas y cierta ecuanimidad, la palabra elegida en este día «E».
Eso jamás daría resultado en la provinciana Edimburgo ni en ningún otro centro de población del Reino Unido que no fuera éste. Están hechas a la medida para una metrópoli enajenada, espaciosa, desconectada y sin retorno como ésta. Hace dos semanas, repartí la primera remesa en los alrededores de Knightsbridge (y me tocó la lotería con Cinders[96]), donde se encuentran los mejores consumidores. La semana pasada estuve dando caña a blancos escogidos en Kensington, St. John’s Wood, Notting Hill, Primrose Hill, Canonbury y, en un intento de triunfar a lo grande, Mayfair. El problema es que aquí hay muchas muchachas bonitas asalariadas, cuando yo lo que ansío es que tengan un fondo fiduciario. El número de teléfono de Nicksy y su embarazoso código 254 representan otra maldición, pero sólo la gente bien informada vincula dichas cifras con el tóxico distrito de correos E8.
La regla del una de cada diez suele funcionar y hace las veces de filtro autorregulado. Cuando se lo conté a Rents, empezó a irse por las ramas hablándome de estadísticas y que si las correlaciones y las regresiones y la campanas de Gauss. A mí la única campana que me importaba era la que tenía en la punta del rabo dentro de los pantalones. Este sistema es imán o para idiotas perdidamente enamoradizas que tienen de la vida unas expectativas completamente fantasiosas, o para las muchachas más curiosas y atrevidas. Y en general, eso significa poco menos que lo peor que te puede pasar con él es acabar metiéndola en caliente.
De momento Lucinda ha sido el mejor fichaje de todos; no es precisamente una angloide de sangre azul, pero con el St. Martin’s College of Art y Roedean Girls’ School en su currículo, y un apartamento guapísimo en Notting Hill, me vendrá de perillas hasta que se presente la oportunidad de ascender de categoría.
Al otro lado de la calle, veo a un tipo moreno saliendo por la puerta de un garito de mala nota en compañía de una rubia de bote demacrada. Es evidente que el cabrón sabe lidiar con mercancía averiada. Fíjate y aprende, Simon. La verdad es que en Escocia la cagué con aquella pequeña mina de oro; me pudo la codicia, el jaco me volvió indulgente, me involucré emocionalmente y me pasé de la raya, si bien es cierto que Dickson me hizo una buena oferta. Aquello no estuvo muy bien por mi parte, pero fui a ver al padre Greg y, ¡hala!, otro pecado del que me arrepiento alegremente. Cuando uno tiene el don de la fe, aprende a pasar página.
Quiero seguir a este capullo de aspecto árabe y a su muñeca hecha polvo, y casi duplico sus movimientos mientras mantengo el brazo alrededor de la cintura de la pija de Lucinda y la conduzco hacia el Blue Posts.
—Ya hemos follado, ¿ahora qué tal un poco de alcohol? —le cuchicheo al oído en plan chico malo estereotipado con una sonrisa clandestina; la suya, tan saludable, me dice que ella está por la labor. Voy a un paso por detrás de mi objetivo, y cuando pide y sienta en una banqueta a esta guarra indefensa, yo también deposito a Lucinda en la de al lado, bajo un enjambre de espumillón, bolas de espejos y purpurina.
Me gusta cómo se mueve este tío; manteniendo la mirada de forma dura y sostenida, tiene a la chica enfilada por su rayo abductor y no tiene intención de dejarla escapar. No tiene ninguna necesidad de recurrir al puño de hierro; es todo guante de terciopelo. E-S-T-I-L-O: eso se ve a K-I-L-Ó-M-E-T-R-O-S. Me convenzo de que es del todo de ley cuando le oigo decir:
—Por supuesto que me importas, nena, pero intentas utilizar psicología inversa conmigo y eso no es de recibo.
—Que no, Andreas, que no… —suplica ella meneando la cabeza. Aunque de un modo vulgar y delirante, está de buen ver. No logro determinar si son tembleques de privosa o espasmos de yonqui, pero su cerebro está incorrectamente conectado a la piel y tiene las funciones motoras un pelín averiadas—. Sólo quiero saber que te importo… —suplica ella.
Yo aparto el pelo de la cara de Lucinda y le cuchicheo al oído:
—Me asombraría que algún día me dijeras que te importo…
—Me importas —le dice Andreas con sinceridad a su zopenca consorte. Se nota que el primer espabilao que se la cepilló en su «urbanización», como los angloides denominan ridículamente a sus complejos de vivienda municipal, dejó marcas de polla y puño por todos lados, como si fueran otras tantas dianas para los buscavidas siguientes. Con sólo hablar con ellos unos minutos uno se acaba dando cuenta: la mayoría de los depredadores son de lo más espesos. Por tanto, para que el sistema funcione, sus presas tienen que ser cortas que te cagas, además de estar increíblemente desesperadas y necesitadas.
—Di que me quieres con locura, y ahí estaré yo con mucho gusto —le digo plantándole un besito en la mejilla mientras ella me sonríe. Tengo que escucharla atentamente mientras babea acerca de su trabajo y las tediosas intrigas de oficina que tanto fascinan a quienes están involucradas en ellas, pero que aburren que te cagas a todo el resto del personal. Por encima del hombro, mientras su amiguita desastre total se va a los lavabos, le guiño levemente el ojo al moreno de Andreas. Él me echa una mirada glacial que me recuerda a Begbie durante dos espantosos segundos en los que creo haber metido la pata a fondo, hasta que él asimila y procesa una imagen mental. Luego una sonrisa cálida como el sol al salir le dulcifica el semblante. Con cierto enojo por parte de Lucinda, entablamos una conversación amigable en la que ella queda al margen. El tío no es árabe, es de Atenas.
Lucinda mete baza para decir que una vez visitó su ciudad de origen y murmurar algo acerca de la Acrópolis. Andreas sonríe forzadamente y recorre sutilmente sus curvas con una mirada ardiente y dura como el pedernal.
—La Edimburgo del sur —sentencio con una sonrisa mientras Desastre Total regresa y le sonríe a Lucinda antes de mirarme a mí con cierta aspereza—. Hola —le digo a la vez que la saludo con una leve inclinación de cabeza—. Me llamo Simon.
—Y a mí qué —relincha la yegua picajosa esta, pero Andreas ya le está haciendo ademán de callarse con la mano.
—Igual que tirar de los hilos de una marioneta…, pup, pup, pup —le susurro a Lucinda mientras Andreas Grecian 2000 habla por encima de Desastre Total con una fugaz expresión de desdén y de disculpa; mientras, ella se queda ahí con cara de colegiala díscola a la que el maestro del que está perdidamente enamorada acabase de echarle la bronca.
—¿Tú crees? —pregunta—. ¿Edimburgo y Atenas? ¿Tienen relación?
—Descarao. Tengo entendido que son ciudades gemelas.
Andreas parece reflexionar un poco al respecto mientras se rasca la barba de dos días.
—Tendré que ir allí alguna vez, pero sólo de visita. Londres me encanta. ¿Adónde se puede ir después de haber vivido en Londres?
Me vuelvo hacia Lucinda y le dedico una sonrisa feliz pero agradecida, y con sinceridad añadida respondo mientras enarco una ceja:
—He de reconocer que de momento esta ciudad no me ha tratado mal. Ya conoces el dicho: el amor es como un tiovivo, y ofrece todas las diversiones de una feria…
—¿Es eso lo que dicen en Escocia? —Andreas se echa hacia atrás con cara de satisfacción y ya nos ponemos los dos a tocar el mismo ritmo suave y agradable, como una sección rítmica de jazz, como intentan hacer Keezbo y Rents sin lograrlo jamás—. ¡Si has tardado tanto tiempo en conocer a una mujer tan hermosa, yo diría que te estás abriendo camino en nuestra ciudad muy bien!
—C’è di che essere contenti —admito juguetonamente.
—Vaya…, ¿eso era italiano? —pregunta Andreas.
—Aay…, italiano… —Nenoide Desastre Total se afana en regresar a la conversación, pero está tan claro que aquí goza de un rango tan ínfimo que me siento cómodo no haciéndole el menor caso.
—Sí. Me viene de la parte de mi madre —informo a Andreas.
Nuestro palique de picaflores mediterráneos ruboriza a Lucinda y también suscita una ronda de parloteo coqueto pero cortés. Observo a la pija esta de perfil; está encumbrada por nuestras atenciones, radiante, y es completamente ajena al hecho de no ser más que otra estadística al azar en un juego concebido por mí. Me siento cosmopolita, sofisticado, y ante todo a una enorme distancia del Edimburgo de los putos huevos, donde siempre aparece algún descerebrado de Leith tambaleándose por la puerta de alguna sofisticada vinoteca del centro para tomarse una última para pescarme besuqueándome con alguna monada de fuera de la ciudad y ponerme en evidencia, habitualmente con el aterrador grito de «¡SICK BOY, CABRONAZO! ¿QUÉ COÑO HACES TÚ POR AQUÍ?».
Así que nos pasamos la mayor parte de la velada poniéndonos agradablemente a tono con Andreas y Hailey (el nombre real o de bailarina de striptease de Desastre Total) antes de tomar de nuevo la línea Victoria para ir al hotel de su familia en Finsbury Park. Está situado justo al borde de la zona verde que da nombre al distrito, y atiende a vendedores ambulantes de traje raído; Andreas me cuenta discretamente que les proporciona la clase de servicios que tan a menudo ansían los caballeros que se encuentran lejos de su hogar. Mientras tanto Hailey se embarca en un monólogo quejumbroso y nasal de catástrofes de la extrema pobreza que abarca la letanía habitual de cheques de la seguridad social que dejan de llegar, desahucios sufridos y niños colocados al cuidado de la asistencia social. Por suerte, la destinataria de la mayor parte de estas chorradas es Lucinda, a quien Hailey proclama fastidiosamente como su nueva mejor amiga.
Nos trasladamos a una de las habitaciones, y Andreas me impresiona ofreciéndonos un poco de heroína marrón londinense. Lucinda me mira con expresión tensa pero emocionada.
—Yo no he…, ¿tú vas a…?
—Ya hemos follado y bebido —le cuchicheo al oído mientras Andreas prepara los chutes y Hailey le mira, desesperada y boquiabierta de concentración, ansiando que hasta la última gota de ese turrón se disuelva en la cucharilla—, así que lo que toca ahora son los opiáceos.
—Guau…, ¿tú crees?
—Estamos siendo muy, muy traviesos —le digo mientras me arremango—, pero a veces es bueno ser traviesos. Por supuesto, siempre y cuando mantengamos la perspectiva y el sentido de la ecuanimidad. —Ambos sonreímos al unísono y yo sé que aunque ella sea virgen en lo que al jaco se refiere, para detenerla ahora tendría que amputarle las extremidades con una motosierra. A veces, como dice Renton, sencillamente es tu momento.
Sé que es una flaqueza por mi parte, y que llevo sin meterme nada desde que aterrizamos en Londres, quitando algún que otro chino y un poco de speed, pero nos chutamos. Dios, juro que noto cómo la aguja se dobla y se curva hasta adquirir la forma de un anzuelo dentro del brazo de Lucinda, disponiéndose a tirar de ella hasta sumirla en una prolongada pesadilla de la que a papaíto le costará mucho tiempo y dinero sacarla. Se desploma sobre la cama como una auténtica debutante en cuanto le hace efecto. No llega a ponerse del todo Zorba[97], pero por la comisura de los labios se le escurre un poco de vómito baboso. Cuando veo que no hace el menor intento de moverse, por unos instantes me cago de miedo, así que indago ansiosamente:
—¿Te encuentras bien, nena?
—Mmmm… —murmura ella extáticamente mientras me coge de la mano y me acaricia el dorso de la muñeca. Casi mejor que se haya metido el turrón amariconao este: si se hubiera metido una dosis de la mercancía blanca de Swanney, habría salido volando por los aires, y habría acabado más al norte que Islandia o más al sur que las Malvinas.
Andreas sonríe y se dispone a abandonar la habitación, no sin antes obligar a incorporarse a una Hailey completamente colgada.
—Que descanséis, amigos míos —dice sonriendo—. O pasadlo bien, si preferís.
—Encantada de conocerte… —dice míseramente Hailey mientras se esfuman. Yo ayudo a Lucinda a desvestirse y la meto en la cama. Disfruto del calor de su cuerpo suave contra el mío y del edredón reconfortante, y nos decimos bobadas, entrando y saliendo de un estado somnoliento mientras ella mete la mano dentro de mis calzoncillos y me coge la polla. Incluso puesta de jaco, su cuerpo se mueve con esa masculinidad cachonda y sana que tienen las muchachas adineradas. El nabo se me pone tieso; follamos despacio y cuando ella se corre, es como un largo y prolongado bostezo, aunque quizá no fue más que eso.
Por la mañana, Andreas nos invita a desayunar café y cruasanes un tanto duros. Todos tenemos cierto mal cuerpo y temblamos levemente, pero bromeamos acerca del día anterior; bueno, todos menos la furcia de Hailey, que está fumándose un cigarrillo tras otro sin decir palabra. No para de llevar su mano temblorosa de la taza de porcelana al platillo, hasta tal punto que casi tengo la impresión de que lo hace adrede. Cuando Andreas le echa una mirada de esas que arrancan la piel tiras, hace acopio de fuerzas para dejar de hacerlo.
Entonces aparece un capullo obeso y sudoroso embutido en un traje que no le sienta, y que nos saluda con una leve inclinación de la cabeza antes de servirse zumo de naranja y café. Andreas se levanta para saludarle y comparten una broma en voz baja. El capullo griego este es igual que un puto villano de Bond, o al menos como uno de esos secuaces chungos que hacen de enlaces suyos en el extranjero, lo cual me convierte a mí poco menos que en el mismísimo 007.
—¡Por Dios! —exclama Lucinda de repente tras echar un vistazo a su reloj—. Tengo que irme volando.
Y así pues, se marcha para volver a Notting Hill y cambiarse de ropa antes de ir a trabajar. Ay, esas perezosas pijas angloides: tengo para mí que en Escocia cualquiera que se presentara a semejantes horas en un curro de verdad no tardaría nada en estar mirando su hoja de despido. Andreas y yo quedamos para vernos luego; hay un club al que quiere llevarme. Tras darle las gracias por su hospitalidad, salgo a la calle y me doy un garbeo hasta la estación de metro de Finsbury Park. La primera parada en dirección sur me lleva a Highbury & Islington, pero en lugar de bajarme ahí para coger el mierdoso tren de superficie que lleva en dirección este a Dalston Junction, decido hacer uso de mi Capital Card, válida para todas las zonas, y recorrer un poco la red de metro.
Desde Green Park, en lo que suele ser excelente territorio para la caza del chochito, mi tren con rumbo al oeste de la línea Piccadilly ofrece una marcada ausencia de polvos en potencia. Me bajo en Knightsbridge y me subo a toda velocidad en el vagón siguiente. Polvo a la vista inmediato: una belleza serena absorta en la clase de novela que podría leer Renton. Me siento a su lado.
—Estaba en el vagón de al lado y te he visto por el cristal. Apenas me dio tiempo a redactar esta nota.
Se la entrego mientras me agarro a la barra y me levanto. Ella la coge con expresión recelosa y confusa. La pesco mirando a su alrededor para ver quién más ha presenciado la escena. Entonces me bajo al andén, las puertas se cierran, y ahora que ella tiene el poder, pongo «la mirada»: sincera y suplicante, pero encogiéndome de hombros como si me burlara de mí mismo y moviendo las cejas con un gesto cándido que espero que se entienda como «lo he intentado». Y mientras el tren arranca y se aleja, estoy seguro de captar la cordialidad que irradia su rostro, aunque podría ser cosa de mi imaginación.
Ya está, con eso me basta. Hora de volver «a casa». Vaya una puta broma que es este cagadero situado al este de Islington: el distrito londinense de Leith sur. ¡Por no tener, ni siquiera tiene una piojosa estación de metro de mierda!
Regreso al gulag de Beatrice Webb House, en Holy Street, y me meto en el apestoso ascensor, que funciona. Menos mal, joder. La única otra ocupante es una doncella de piel morena y aspecto follable que me hace ojitos a tope. Puede que sea una babuina, pero de todos modos es excepcionalmente joven, lo que suele significar que la progenie se la endiña a la abuelita. Noto un cosquilleo en la base de los huevos, lo cual siempre es buena señal. Sólo he estado con una chica negra una vez; según me dijo ella misma, era una estudiante de la NYU[98], aunque yo no supiera lo que era eso y me importaba un cojón, pero durante el festival del año pasado pasé una semana muy agradable metiéndosela hasta las pelotas.
Ésta me lanza una mirada tan acerada que parece que estuviera restregando su ingle contra la mía:
—Tú vives con Brian, ¿no?
—Es una medida temporal —le aseguro. Ahora me doy cuenta de que esta chavala es la que despreció a Nicksy durante la velada de Northern Soul aquella en el Twat’s Palace[99] nada más llegar nosotros a la hermosa villa de Londinium. Fue la misma noche en que yo me acabé tirando a la Shauna esa, y me puse a tope de amilo de nitrato con ella para poder metérsela por el culo—. ¿Y qué, pensáis organizar alguna fiesta navideña?
—Estamos preparando una gran fiesta de Año Nuevo, ¿que no?
—¿Queda alguna plaza vacante para un vecino solitario?
—Claro…, sube cuando quieras. A charlar y tal. Es el número 14-5. Yo me llamo Marsha.
—Me encanta tu estilo, nena —le suelto antes de cogerle la mano y besarle el dorso, lo que le arranca una risita dentuda mientras me bajo en la séptima planta. Otra posibilidad en firme, si bien un poco cerca de casa, con todas las ventajas e inconvenientes que eso supone.
A veces pienso que tendrían que amputarme una pierna o algo así. Sólo para darles una oportunidad razonable de escapatoria…