Gracias a Dios que Maria, la chica esa, ya está en casa de su tío Murray en Nottingham. Me la encontré hace un par de semanas cuando volvía de trabajar hecha un asco total y mendigando al lado de uno de los puentes, así que me la llevé conmigo a casa de Johnny. Pero perdió completamente los papeles cuando llegamos; dijo que ya había estado antes allí y le daba demasiado miedo entrar, así que subí y le pillé algo, y luego conseguí el teléfono de su tío y le llamé. La llevé a casa conmigo (estaba cagada de miedo de que me robara por la noche cuando la dejé durmiendo en el sofá) y al día siguiente fuimos a la estación de autobuses de St. Andrew’s Square. Le compré un billete para Nottingham, la metí en el autocar de National Express y no me fui de allí hasta que salió de la estación. Al día siguiente llamé a su tío Murray para asegurarme de que había llegado; me contó que estaba buscándole tratamiento. Empezó a poner a parir a Simon, y lo culpó de que Maria se hubiera enganchado, pero no quise entrar en ese tema con él. A veces las familias no hacen más que proyectar su propia mierda sobre otra gente. Eso sí, su tío se portó y me envió por correo un cheque por el importe del billete.
Lo último que me apetecía a mí era salir por la noche después de trabajar. Alexander se comportó de forma muy rara todo el día, seguramente porque no he quedado con él fuera de la oficina tanto como él querría. A veces lo pillo mirándome, asomando desde su despachito con carita tristona y esperanzada, como un perro que aparece con la correa en la boca. Me gusta, pero ahora mismo todo esto me supera, y me quedo corta. La ciudad está fría y apestosa: ha habido un deshielo, y la nieve derretida y el hielo la han dejado como un cenicero enorme lleno de colillas, gravilla y mierdas de perro. Incluso pensé en pasar de ir a ver a mamá esta noche, pero papá ha dejado un mensaje en el contestador diciéndome que vaya al hospital inmediatamente y que también les había dicho a Mhairi y Calum que estuvieran allí. No me ha gustado su tono de voz. Me cambio a toda velocidad, nerviosa a más no poder, y salgo para allá.
Cuando llego a la habitación, parece que mamá se esté hundiendo en la cama. Con tantos vendajes es como si fuese sus propios restos momificados, como si tuviera que estar en una tumba egipcia. Estoy a punto de hablar cuando me doy de narices con la realidad en todo su horror: ésta no es mi madre. Me doy cuenta de que me he equivocado de habitación y me marcho, como entumecida, a la siguiente, donde mi madre tiene casi exactamente el mismo aspecto que la pobre vacaburra de al lado. Es como si estuviera desvaneciéndose poco a poco en el colchón, como un globo al deshincharse. A su lado está mi padre, cuyos finos hombros tiemblan como si le costara controlar su respiración. Está pálido y lleva el bigote lápiz prácticamente afeitado por uno de los lados, como si hubiera intentado recortárselo pero lo hubiera dejado hecho un asco. Le saludo con un leve gesto de la cabeza y me agacho sobre mamá. Sus ojos, tan mortecinos y vidriosos como los de mi viejo osito de peluche, miran hacia el techo con expresión ausente. Lo que queda de ella está tan atiborrado de morfina que dudo que sea consciente siquiera de mi presencia cuando me agacho para darle un beso en una mejilla apergaminada y capto el fétido olor de su aliento. Se está pudriendo por dentro.
En ese momento aparece la jefa de sala, que posa su mano en el hombro de papá y le dice en voz baja:
—Se está yendo, Derrick.
Él aferra entre las suyas la escuálida mano de mi madre mientras suplica:
—No…, no…, Susan…, no…, mi Susie, no…, no es así como tendría que ser…
Me acuerdo de que a veces él solía cantarle aquella canción, Wake Up Little Susie; solía hacerlo cuando le llevaba el desayuno a la cama un domingo. Yo me arrodillo junto a ella mientras le digo una y otra vez «Te quiero, mamá» a este saco de piel, huesos y tumores envuelto en vendajes que cruzan el pecho aplanado por el cirujano, esperando y rogando que exista un Dios en el que en realidad nunca he pensado mucho para que entre de repente en esas heridas.
Mi padre apoya la cabeza sobre su estómago mientras yo le paso los dedos por su espeso cabello negro en punta, que contiene algunas hebras plateadas que parecen fantasmas que caminasen entre los vivos. «Tranquilo, papi, tranquilo», le digo estúpidamente. Y caigo en que no le había llamado así desde que tenía unos diez años.
En algún punto de todo esto, antes de dejar de respirar, a mamá le sobreviene una leve convulsión. No he sido testigo de su último aliento, lo cual me alegra. Nos quedamos ahí en silencio un rato mientras mi padre emite una especie de gruñidos que hacen pensar en un animalito herido, y yo me siento culpable por las olas de alivio que me bañan en cascada. Ésa ya no era mamá; ella apenas podía reconocernos como consecuencia de las drogas que le estaban administrando. Ahora ya se ha ido y nada puede hacerle daño. Pero no volver a verla nunca más es algo que sencillamente no concibo.
Tengo veintiún años y acabo de ver morir a mi madre.
Entonces entran en la habitación mi hermanito, Calum, y mi hermanita, Mhairi, ambos destrozados. Tienen la mirada condenatoria esa, como si pensaran que les he robado algo, mientras papá se levanta con el aspecto de un hombre sacándose a sí mismo de la tumba, y nos da un abrazo a Mhairi y a mí. Luego se acerca a Calum y trata de hacer lo mismo con él, pero Cal le aparta y se vuelve hacia la cama.
—Entonces, ¿se acabó? —pregunta—. ¿Ya se ha ido mamá?
—Ahora está en paz, no ha sufrido… no ha sufrido —no deja de repetir mi padre.
Mi hermano menea la cabeza como diciendo: «Ha tenido un cáncer durante cuatro años, le han hecho una doble mastectomía y ha pasado por mogollón de quimioterapia. Claro que ha sufrido, joder».
Me aferro a los fríos barrotes de metal del fondo de la cama mientras fijo la mirada en la salida de oxígeno de la pared; en la jarra de plástico de encima de la taquilla. En las dos estúpidas tarjetas navideñas que están encima del estante que hay junto a la ventana. Fijo la atención sobre lo que sea menos el cadáver. Pienso en el alijo de morfina de mi madre, que me llevé de casa y que guardo en la mesilla de noche del piso. Para cuando no haya. Ni de coña se lo vamos a devolver al hospital; es lo menos que nos deben.
Saco a Mhairi al pasillo para fumar un piti.
—No deberíamos hacer esto —le cuento—. No después de lo de mamá.
—Nos acabará pasando de todas formas —dice Mhairi mientras unas lágrimas silenciosas hacen que se le corra el maquillaje de los ojos y se le crispa el gesto de dolor—. Mira que morir así, después de que le cortaran las tetas, ¡como si fuera un monstruo! ¿Qué sentido tiene?
—¡Tú no puedes saber si te pasará o no!
—¡Se transmite de generación en generación!
—¡Eso tú no lo sabes! Ven aquí, cabeza de chorlito —digo mientras la estrecho entre mis brazos—. Tú y yo tenemos que cuidar de esos muchachos de ahí dentro, ¿vale? Así lo habría querido mamá. Ya sabes qué par de putos inútiles están hechos. ¿Te has fijado en el bigote de papá? ¡Por Dios todopoderoso! —Mhairi prorrumpe en una risotada dolorosa antes de entornar el rostro y volver a llorar. Capto el aroma a Coco Chanel que despide; aquel frasco que desapareció antes de marcharme de casa, ladronzuela de mierda. Pero éste no es precisamente el momento más indicado para decir algo al respecto.
Cal y papá salen, pero ahora quiero dejarlos a todos e irme a ver a Alexander o quizá a casa de Johnny a pillar. Un poco de hachís o incluso un poquitín de jaco, lo que sea con tal de quitarle hierro a toda esta mierda. Nos quedamos en la calle durante siglos charlando acerca de mamá, y luego paro un taxi y les meto en él, pero yo no pienso subir.
—¿No vas a volver con nosotros esta noche? —me pregunta con gesto lastimero papá después de bajar la ventanilla.
Está tan triste que casi cambio de parecer, pero no, va a ser que no.
—No, voy a volver a casa a acostarme y mañana me acercaré a primera hora de la mañana para intentar ocuparme de todos los papeleos y eso. Registrar la muerte y eso.
Alexander o Johnny…, polla o jaco…
Mi padre saca los brazos fuera del taxi y aferra mis manos entre las suyas.
—Eres una buena chica, Alison… —dice antes de romper a sollozar. Nunca le había visto llorar. Mhairi le consuela mientras Calum se vuelve hacia la ventanilla de su lado para estar en alguna otra parte.
—Buenas noches… —me oigo decir con voz débil mientras la mano de mi padre se desprende de la mía, húmeda y viscosa, y el taxi se marcha. Lo miro mientras se aleja, y de repente quisiera que se detuviera.
Pero me vuelvo y echo a andar hacia Tollcross.
Polla o jaco…
Cuando llego a casa de Johnny me encuentro a Matty, mugriento y asilvestrado, al acecho a la entrada del edificio. Me acerco a él por detrás.
—¿Qué hay?
Casi se sale de su propia piel del susto, como la culebrilla que es.
—Eh…, Ali…, eh…, nada…, sólo he venido a ver a Johnny.
—Venga, pues —le digo mostrándole el portero automático destrozado y el portal abierto—. ¡No hace falta que andes merodeando por aquí!
—Vale —me suelta él todo cauteloso, y subimos las escaleras. Entonces Matty me dice que me quede delante de la mirilla mientras él pulsa el timbre—. Joder, a mí no me dejan entrar —dice cuchicheando en voz baja.
—Pues yo no soy tu caballo de Troya —le digo enojadísima mientras Raymie abre la puerta. Lleva una camiseta en la que pone I Was Born Under a Wandering Star[95], pero con caracteres caseros de mierda: fuente redondeada de plástico sobre fondo blanco.
—Paint your wagon… —me dice—. Adelante. —Entonces ve a Matty—. Eso está muy, muy, muy feo, Matthew —le dice imitando la voz de la maruja esa que entrena a los perros en la tele.
—Dale una oportunidad a un pobre muchacho blanco, Raymie.
Raymie se encoge de hombros y nos deja pasar. Entro hasta el cuarto de estar y veo a Johnny en compañía de un tipo al que he visto antes. Es el colega del hermano de Alexander, el tipo al que Simon y yo pillamos discutiendo con Johnny en el rellano de la escalera. Esta vez tiene aspecto convencional y además de llevar el pelo más corto va con ropa normal. Tuerce el gesto al verme, a la vez que Johnny se levanta del asiento.
—¡La encantadora señorita Lozinska! Siempre es un placer, queri…
Se para en seco en cuanto ve entrar a Matty haciéndose el remolón detrás de mí.
—¿Qué cojones haces tú aquí? ¡Te lo dije bien clarito, coño.
Matty se limita a poner cara de vergüenza y a encogerse de hombros, pero su presencia, o más bien la mía, ha descolocado al otro tipo.
—¿Qué pasa aquí, Johnny?
Johnny opta por tranquilizarle.
—Son gente legal… —dice volviéndose y sonriéndome antes de añadir—, aunque habría estado bien que Ali hubiera traído con ella a algunas de sus amigas…
—Para que tú les echaras miradas lascivas y les metieras mano —apostillo medio en broma, pero no tengo ganas de reírme, tengo más sensación de que me ahogo.
AY, DIOS MÍO…
—¡Eh! El Cisne Blanco siempre se porta como un caballero —dice, pero se detiene al ver las lágrimas que de pronto noto que me caen por las mejillas—. ¡Eh! ¡Ali! ¿Qué te pasa, cariño?
Se lo cuento todo y de dónde vengo, y Johnny se comporta de forma realmente maja.
—Joder, Alison, no sabes cómo lo siento —dice meneando la cabeza—. Es una enfermedad horrorosa. Acabó con mi padre. Fue desgarrador: peleó durante todo el camino. Hacia el final yo le suplicaba: déjate ir, pero no. Fue terrible, lo peor de lo peor —me dice abrazándome y luego alborotándome el pelo como si fuera una cría. Se mete en la cocina y enchufa la tetera, y Matty y yo lo seguimos.
—Eh, Johnny, me preguntaba si podríamos pillar —dice Matty.
—¡Acaba de morir su madre, coño, pedazo de capullín empanao! —grita mientras me señala—. ¡Ten un poco de respeto, joder!
—Vale…, eh…, lo siento, Ali —dice Matty dándome un torpe apretón en la mano. Se me hace increíble pensar que hace un par de años llegamos a dormir juntos.
El otro tío, el colega del hermano de Alexander, se ha levantado y ha ido hasta la cocina, donde le cuchichea algo al oído a Johnny, que asiente. Acto seguido dice:
—Vale, pues entonces me voy —pero asegurándose de que los demás le oigamos.
—Muy bien, querido muchacho —le responde Johnny con alegría forzada.
Cuando el tío hace ademán de irse, Matty avanza hacia él un paso y le dice:
—Lo siento, colega, no me he quedado con tu nombre.
—Porque no te lo he dicho —contesta secamente el otro, y luego se dirige a mí—. Lamento tu pérdida, bonita, ¡pero ya puedes decirle a tu novio de mi parte que su hermano es un chivato cabroncete que se va a llevar lo suyo!
—Eh, oye, amigo, que acaba de fallecer su madre —salta Johnny, pero no sin echarme una mirada de lo más inquisitiva.
—No me gustan tus compañías, Johnny. No me gustan un pelo —suelta el tío, que sale por la puerta mosqueadísimo. Johnny también lo está, y sale detrás de él. Les oigo cuchicheando en tono apremiante en el rellano. Salgo a toda velocidad y le grito al tío—: Yo no sé nada de su hermano o de tus putos trapicheos, sólo follo con un tío que es licenciado en botánica y tiene un buen empleo en el ayuntamiento. ¡¿Entendido?!
El tío me mira y suelta:
—Perdona, hermosa, es posible que no tenga nada que ver contigo…, lo siento.
Johnny asiente con la cabeza y yo suelto un «Vale, pues», antes de regresar al interior de la vivienda.
Raymie y Matty han oído el alboroto, y Matty intenta poner cara de que la cosa no va con él.
Johnny entra en la cocina furioso.
—Lo siento, preciosa —me dice un instante antes de mirar a Matty con el gesto totalmente rojo de ira y cerrando los puños—. ¡Esta noche te la estás jugando que no veas, joder!
Matty se achanta, le lloran los ojos, y pone una voz de pito lamentable y poco menos que inaudible. Es esa defensa de niño pequeño que emplea, le he visto hacerlo en otras ocasiones, y aburre a una velocidad espantosa:
—¿Joder, y cómo?
—Con la mierda esa de «no me he quedado con tu nombre». Sé de qué pie cojeas, Matty. No metas las putas narices en mis asuntos. ¡¿Entendido?!
—Vale —dice Matty encogiéndose de hombros, convertido de repente en un adolescente arisco a lo Calum y mostrando que no entiende de qué le está hablando Johnny.
Y Johnny se pone a hablar de la vez que Simon trajo a Maria aquí. Espero de verdad que no enredara a la chica de la forma que insinúa Johnny y como sostiene Murray; pero Simon no haría eso; sé que en realidad estaría intentando ayudarla. Casi quisiera que estuviera aquí. Me pregunto si andará pensando en mí ahora mismo.