SÉPTIMA PLANTA

A mí no me importa que Mark sobe aquí; es un tipo decente. Aunque no sé si se puede decir lo mismo del tío que se ha traído con él. Anda pavoneándose por ahí como si el sitio fuera suyo; eso cuando está por aquí, cosa que afortunadamente no suele ser muy a menudo. A saber en qué leches andará metido.

Todo eso tensa un poco la cuerda a primera hora de la mañana, y más teniendo en cuenta lo mal que duermo últimamente. El gran problema que tiene este piso es que estamos al lado de la rampa de la basura. Por la puta rampa que está dentro de la pared caen botellas y toda clase de porquerías armando jaleo junto a mi cabeza hasta llegar al contenedor de basura grande, y eso a todas horas.

Esta mañana no es ninguna excepción en lo que al mal rollito se refiere; me levanto y me encuentro al otro capullo, Sick Boy de nombre y Sick Boy de condición[92], junto a la ventana delante de un plato de tostadas.

—Buenos días, Nicksy —salta, y tras echarle una mirada al panorama con esa puñetera mirada que luce en el careto, salta—: Hackney no es precisamente el cogollito de la ciudad, ¿eh? —como si esperara que esto fuera el puto Palacio de Buckingham o algo por el estilo.

—Te invito encarecidamente a trasladarte a otro —le contesto al muy cabrón.

Y él me mira, más chulo que un ocho, y me suelta:

—Puedo asegurarte que estoy en ello.

Vaya morro que tiene el cabrón este. Encima, me he enterado de que ya ha mosqueado a más de un parroquiano del pub local. Lo cierto es que tengo poco aguante para tiparracos que se creen mejor que los demás, como si ellos fueran los únicos que rebosan grandes ideas y chanchullos turbios. Ni que él hubiera estado alojándome en su cagadero de Jocklandia[93], así que lo menos que podría hacer es tener un poco de respeto.

Además, en esta barriada tampoco se está tan mal. Hay torres de pisos mucho peores que Beatrice Webb House por estos lares. Hasta en la séptima planta tenemos unas vistas potables; podemos ver el otro lado de Queensbridge Road y hasta London Fields. Y además los ascensores suelen funcionar; bueno, al menos ayer funcionaban. No es que el piso sea un palacio, pero he estado en sitios peores. Aunque siempre esté vacía, heredé una gigantesca nevera-congelador de estilo americano que ocupa media cocina. Tengo habitación propia, y en la de los invitados hay colchones para que se queden los muchachos.

Por lo menos el capullo este de Sick Boy se levanta. No es que quiera meterme con Mark, pero se pega unas panzadas de dormir que te cagas; ya son casi la una y ahora mismo acaba de regresar al mundo de los vivos, entornando la mirada y frotándose los ojos para desperezarse. Coge la carátula de un vídeo que está encima de la tele y suelta:

—A mí me gusta más Chuck Norris que Van Damme.

Sick Boy le mira como si estuviera ido del bolo del carajo:

—Tratándose de ti, Renton, no me cabe ninguna duda. Pero que ninguna —dice; ahora está sentado en la mesa de la cocina redactando una serie de postales con una letra de lo más pulcra y cuidadosa. Como nos está dando la espalda, no hay forma de echar un butcher’s[94]. De todos modos, nos la pela en qué ande metido ese cabrón. Mark vuelve a dejarse caer sobre el sofá y pilla la novela de Orwell que anda leyendo: La hija del clérigo. Ése fue el primer libro como está mandado que me leí en el colegio después de que me diagnosticaran la dislexia y empezaran a tratarme. Daba igual que fuera unas cinco veces más gordo que el texto de todos los demás y que me vacilaran que te cagas por ser un tarado: me encantó. Orwell era la polla. Tal y como yo lo veo, nunca ha habido nadie que lo haya igualado.

—Por lo visto, en el norte sigue habiendo cierta sequía en materia de jaco —comenta Sick Boy distraídamente—. El otro día llamé por teléfono a Matty. Estaba más nervioso que un oso panda en un garito chino de comida para llevar.

Matty. Ése sí que es un tío de puta madre. Ojalá Rents hubiera venido con él. Habría sido como en los viejos tiempos, cuando vivíamos en Shepherd’s Bush. Qué tiempos aquéllos. Rents se vuelve fugazmente y contempla el perfil rapaz de Sick Boy antes de volver a zambullirse en el libro.

Así que he estado intentando mantenerme a flote: aguantando a los escoceses estos pero a la vez pensando en Marsha, la de arriba.

Capto el pestazo horroroso que sale de la cocina. El piso huele como una puta leonera, y fijo que decir eso es faltarle a los grandes felinos, que a fin de cuentas parecen una basca bastante limpia. Mark potó en la cocina porque el muy capullo se había pasado con la marrón, y como no ha limpiado, Sick Boy y él están discutiendo al respecto.

—Lo recogeré —dice él, aunque no parece que le corra demasiada prisa. Al principio le hacía ascos a la marrón y todo, joder; decía que no podía ser jaco de verdad y que si en Escocia era blanca. Pero ahora el muy capullo nunca parece tener bastante.

Ya estoy harto; dejo a mis cochinos huéspedes escoceses y salgo a la calle al fresco y nuevo día; me lleno los pulmones de aire y me siento mejor casi en el acto. Mientras me dirijo al mercado, veo a la hermana de Marsha, Yvette, una chavala enorme y gordinflona que no se parece en nada a ella, esperando fuera de la estación de metro de superficie de Kingsland Road.

—¿Qué tal? ¿Todo bien?

—Sí, guay.

—¿Y Marsha?

—Pues reponiendo fuerzas. Últimamente no andaba muy bien. —Yvette cambia el peso sobre una de sus piernas y una voluminosa teta parece a punto de escapársele de la blusa, como si fuera uno de esos muelles de juguete, los slinkys esos.

—Lo siento…

Yvette le pega al acentito jamaicano-londinense ese:

No te lo ha dicho, ¿verdad? —me dice mientras hace las reparaciones oportunas en el top y se ciñe más estrechamente el abrigo.

—¿Que no me ha dicho qué?

—Nada…, da igual. Cosas de mujeres, eso es todo.

—No me habla. Tengo que verla. Sólo quiero saber qué es lo que he hecho mal, ya está.

Yvette menea la cabeza.

—Déjalo estar, Nicksy. Si no quiere saber nada de ti, no quiere saber nada de ti. Tú no vas a cambiarla —dice otra vez con el dejo jamaicano ese, y riéndose levemente para sus adentros reitera—: Que no, mon, que tú no vas a hacer que cambie.

Me encojo de hombros y dejo ahí a la gordi mientras pienso que tampoco es que yo me empeñe en cambiar a nadie, porque suelo ser de los que se meten poco en la vida de los demás. Al fin y al cabo, sigo siendo joven. Y ella no digamos. Diecisiete tacos. Para algunas cosas es mayor, pero para otras es más peque. Y tiene un hijo de dos años, el pequeño Leon. Un encanto de crío.

No conozco al viejo del crío; igual es que ha reaparecido en su vida; tampoco sé si sigue habiendo algo entre los dos. Cada vez que yo tocaba el tema, lo único que decía ella era: «Tranqui, tío, las cosas están claras».

Porque yo sé lo que me hago, y tan tarado como para meterme en el territorio de algún negrata grandullón no soy, desde luego. Hace mucho tiempo que el hombre blanco emigró a los condados; quitando unas cuantas bolsas como Bermondsey (los cabrones esos del Millwall no cuentan), el casco viejo londinense está poco menos que dominado por los negratas y los yuppies. A veces parece que los míos seamos poco más que puta basca que está de paso en su propia ciudad. Hay que saber comportarse, y además, de guerras por faldas ni hablar.

Eso sí, yo creía que lo que había entre ella y yo era de verdad. Entonces pensé en que a un montón de gente, tanto blanca como negra, no le gusta la idea de que un tío blanco y una negra se lo monten. Llegará el día en que eso no importe un carajo: seremos todos de color café con una pizca de amarillo. Pero hasta entonces no veas la de malos rollos que tendremos que tragar.