LA LUZ LE HACÍA DAÑO EN LOS OJOS

Cuando entró en aquella habitación oscura, estiró instintivamente la mano hacia el interruptor, pero se detuvo súbitamente. Al reconocer la mole de su excuñado y socio en el sillón, se acordó de que la luz le hacía daño en los ojos.

Después de la última entrevista en el departamento de personal, en la que lo humillaron y lo aterrorizaron sucesivamente, Russell Birch pasó la mayor parte de la tarde intentando emborracharse. Recorrió los pubs del oeste de Edimburgo y, poco a poco, fue acumulando rabia contra el hombre que lo había sumido en aquella pesadilla, y que ocupaba en silencio el sillón de mimbre, frente a él, tan inmóvil que no hacía el menor crujido con su voluminoso cuerpo. Russell pensaba que había cumplido su misión con éxito, pero de repente se sintió mucho más sobrio de la cuenta.

Se apoderó de él la conciencia de tener que afrontar ahora otra clase de ignominia, aún más descarnada e inmisericorde que la terrible experiencia de la mañana en el despacho de mala muerte, y maldijo para sí a la guarra estúpida de su hermana, que había llegado al extremo de casarse con ese animal y celebrarlo con una ceremonia motera chabacana en Perthshire. Ardía de indignación al recordar la boda y el desfile de frikis musculosos, tatuados y vestidos de cuero. Pero Kristen no era tan estúpida, y no tardó en dejar aquella relación. Russell no había podido hacer lo mismo.

Había venido a acusar, pero ahora se daba cuenta de que habría sido una locura. Lo que le tocaba era dar explicaciones. Y eso fue lo que trató de hacer, con una voz débil y quejumbrosa que lo ofendió incluso a él.

—Me llevaron a la oficina; me pescaron con las cámaras nuevas esas que han instalado por todas partes. Me dijeron que recogiera mis cosas del escritorio —dijo Russell, estremeciéndose y pensando por un breve instante en la expresión glacial de Marjory Crooks, la directora de personal. Conocía a esa mujer, habían sido colegas de profesión. Ocho años de servicios tirados a la basura, y para nada más que un par de miles de libras en una cuenta corriente.

Y no obstante repitió a la mole oscura que ocupaba el sillón lo que había dicho la señorita Crooks, casi palabra por palabra, como un loro.

—Me dijeron que el único motivo por el que habían decidido no denunciarme eran mis destacados servicios anteriores y la publicidad adversa que acarrearía a la empresa.

Unos guardias de seguridad de semblante severo (¡conocía a aquellos hombres!), lo aguardaban para escoltarlo en el breve trayecto que separaba la oficina de la calle. Mientras se disponían a emprender el humillante trayecto, uno de los directores le preguntó:

—¿Hay alguien más involucrado?

—Michael Taylor —respondió de inmediato, ansioso por colaborar y por congraciarse con ellos. Ése era su punto débil: tenía demasiada necesidad de ser aceptado.

—Es un mozo de almacén —dijo Crooks volviéndose hacia el director, que asintió dos veces, una con un gesto de lenta comprensión y la otra para indicar a los guardias de seguridad que acompañaran a Russell Birch hasta la salida y lo dejaran en la fría calle.

Él les dio algo: les dio a Michael y no recibió nada a cambio. Y ahora Michael querría vengarse. Se acordó de una vez que su exsocio lo amenazó. Sin perder la calma, Russell contraatacó diciendo que, si quería, podía decir eso mismo a su cuñado. Michael no respondió, porque prefería que todo quedara entre ellos. Fue cuando el yuppie ególatra de su hermano entró en el pub Dickens de Dalry Road, de todos los lugares posibles, con aquella jovencita tan follable con la que luego se presentó en la fiesta de cumpleaños de su madre. Aquella tarde Alexander hizo el ridículo, pero luego se largó con aquella titi borracha, golfa y jovencita. Y es que parecía que Alexander siempre cayera de pie. Era todo tan indignante que se lo llevaban los demonios.

Y ahora ese elemento taciturno estaba frente a él. Y pensar que se había metido en aquel lío como favor personal, para echarle una mano. Le había dicho que padecía muchos dolores desde el accidente, que lo ayudase. Y luego, en cuanto lo hizo, su excuñado empezó a apretarle para que le pasara más. Le daba su parte, por supuesto, pero era Russell quien corría todos los riesgos. Bolsas llenas que se guardaba en los calzoncillos, y luego, a andar como un pato hasta los servicios, como si hubiera sufrido un accidente no laboral.

Aquellos polvos habían traído estos lodos, como solía decir su madre. Se había quedado en el paro y era improbable que sus antiguos jefes le diesen buenas referencias para otro empleo de su especialidad. La licenciatura de cuatro años (con matrícula) en Química Industrial en la Universidad de Strathclyde no era más que un trozo de papel enmarcado, desprovisto de valor.

Y mientras contaba lo sucedido a su excuñado y le volvía a exponer los peligros del reajuste de seguridad del que le había advertido con anterioridad, debido a los nuevos sistemas de vigilancia, una voz incorpórea surgió de la oscuridad y le hizo callar:

—En definitiva, lo que estás diciendo es que la has cagao, que las has cagao a tope para todo dios.

—Pero ¡si he perdido el empleo por ayudarte!

Más silencio. Ahora Russell distinguía mejor al hombre de la silla. Llevaba gafas de sol. Hoy debía de estar pasándolo mal con los dolores, porque empezaba a hacer más frío.

—¿Sabes lo que tienes que hacer ahora?

—¿Qué?

—Cerrar la puta boca.

—Pero si ha sido por ayudarte…, Craig… —suplicó.

La silueta oscura se levantó de la silla. Russell había olvidado la colosal corpulencia de su excuñado. Medía un metro noventa y cinco y parecía tallado en mármol. Se acordó de una película que había visto hacía poco, protagonizada por un culturista reconvertido en actor; su cuñado le recordaba a Terminator emergiendo de entre las brumas.

—Me parece que no te enteras —le dijo éste en un tono de progenitor desilusionado.

Russell Birch no pudo hacer sino interpretar el papel de niño timorato que le había tocado. Con los brazos extendidos, la cabeza echada a un lado y la boca temblando, suplicó:

—Craiiig…

Un golpe seco en el estómago le sacó todo el aire del cuerpo. El dolor era abrumador; no podía reprimirlo, ni pensar en otra cosa ni manejarlo de ninguna. Se dobló a la vez que tendía la mano lamentablemente, a modo de súplica. No le sorprendió quedarse paralizado, pues no tenía experiencia con ninguna clase de violencia, pero lo que le llegó al alma fue comprobar lo flojo que era: se le había acelerado el pulso como a un animalillo acorralado; parecía que se le fuera a salir el corazón por la boca.

Su excuñado le miró desde arriba.

—Aquí sólo ha pasado una cosa, joder. Sólo una. Que tu puta estupidez me ha costado dinero.

Había ideado un plan de contingencia insatisfactorio para este momento. Hacía ya tiempo que le parecía evidente que, tarde o temprano, la empresa acabaría descubriendo el chanchullo. Pero, aunque el cambio de estrategia lo mantendría en activo, iba a suponer todo un descenso de categoría. Ya no sería El Jefe. Ahora él trabajaría para ellos, para toda la gente a la que suministraba mercancía de calidad, en Glasgow y en Inglaterra, donde no tenían más que la mierda paki marrón esa, que los yonquis de por aquí ni mirarían o ni siquiera sabrían qué coño era; ahora él trabajaba para ellos. ¿Y quién trabajaba para él? Sólo el pobre y despreciable pringao que yacía a sus pies, el payaso a cuya zorra de hermana se cepillaba en otros tiempos. Pero tenía una deuda que saldar y eso había que recordárselo.

—Sigues trabajando para mí. Irás en coche a donde yo te diga, joder: Londres, Liverpool, Manchester, Hull. Recogerás género y lo traerás aquí. ¿Entendido?

Russell Birch levantó la vista y miró a su excuñado, a las impenetrables gafas oscuras. No pudo decir más que:

—Vale, Craig.

—… como vuelvas a llamarme así, te arranco la cabeza, imbécil. Me llamo Seeker. ¡Dilo!

Y lo era. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Se llamaba Seeker. Siempre Seeker.

—Perdona… perdona, Seeker —logró escupir; tenía la sensación de que le habían abierto las tripas en canal.

—Muy bien, pues ahora desaparece de mi puta vista.

Russell Birch buscó a tientas el pomo de la puerta en un crepúsculo en el que todo le daba vueltas. El miedo se iba abriendo paso paulatinamente a través del dolor y se largó de allí. Fuera, fuera, fuera.