En las inmediaciones del valle de los Trossachs, la nieve se amolda en gruesos montones prietos, como nubes caídas, a las colinas altas y a los tejados de las casas buenas. Algunas ventanas ya resplandecen con las luces de los árboles de Navidad. En la cárcel de mujeres, Janey Anderson ve desde su celda los grandes copos que caen del cielo y desea ver más. La nieve nunca había sido un adversario. ¿Pero qué clase de Navidad iba a ser ésa?
Janey se anima un poco al salir de la celda y unirse en el pasillo a una fila de mujeres, encabezada por una sola, de uniforme, que va abriendo puertas cerradas, una tras otra. Finalmente llegan a la sala de visitas y cada interna se sienta ante una de las mesas, que están ordenadas en filas. Al cabo de unos minutos, empiezan a pasar las visitas de una en una y de pronto aparece Maria, que va hacia ella y la saluda con una sonrisa forzada.
La escasa experiencia de Janey Anderson ya le ha mostrado que la cárcel de mujeres puede ser tanto un refugio como un lugar de encierro. Maria parece asustada y necesitada de protección. Tiene unas ojeras tan moradas que parecen hematomas. Lleva el pelo enmarañado en algunos sitios y lacio y grasiento en otros, y en la barbilla luce dos granos a punto de estallar. Ésa no era su niña, sino más bien una versión Bizarro[88] de ella; parece una refugiada de ese mundo paralelo de los cómics DC que coleccionaba su hermano Murray. Maria se queda de pie, así que Janey se levanta instintivamente y le tiende los brazos.
—Cariño…
Una boqui corpulenta de pelo rapado que, al parecer, le ha tomado inquina, quizá porque ambas son más o menos de la misma edad, aprovecha la ocasión para advertir a Janey acerca del contacto físico. Vuelve su cuello de toro hacia ella y le ladra:
—¡Basta! ¡No pienso repetírtelo!
Janey se derrumba de nuevo en el asiento y no da crédito a sus ojos cuando lo ve a él detrás de Maria, con una actitud de superioridad que la asquea en lo más profundo de su ser. ¡Coke ha desaparecido, ella está encerrada aquí dentro y este usurpador rodea con el brazo los frágiles hombros de su hija, Maria, que se supone que tenía que estar sana y salva en Nottingham, en casa de Murray y Elaine! ¡Y qué decir de la carta que le había enviado!
—¿Qué haces tú aquí? —pregunta, mirando a su antiguo vecino, el amigo de su difunto esposo y, de forma tan pasajera como vergonzosa, su amante.
—Vas a pasar aquí unos meses, Janey —responde él mientras acerca una silla y echa una mirada a Maria, como si le diera permiso para hacer otro tanto—. Alguien tiene que cuidar de Maria —dice despectivamente y con tono de aprovechado.
—¡Ya sé lo que entiendes tú por cuidar! —exclama Janey, incrédula, entrecortadamente—. ¡No es más que una niña!
Simon —había oído decir que se apodaba Sick Boy— se deja caer en el duro asiento con una mueca de incomodidad y luego se arrellana en él en la medida de lo posible. Mira las filas de visitantes que ocupan las sillas con una expresión de asco y nerviosismo, o eso se le antoja a Janey, pero esa sensación remite enseguida, en cuanto el chico se sienta derecho y erguido y llena la estancia con su presencia. Finalmente es Maria quien protesta:
—Tengo casi dieciséis años, mamá.
Janey tiene un escalofrío de vergüenza. Cuando Coke y ella se mudaron al lado de los Williamson, hacía ya tantísimos años, Simon era un niño pequeño. Ella era entonces una madre joven y había flirteado abiertamente con su padre. Y una vez, en Año Nuevo…
Ay, Dios mío…
Después se acostó con el hijo. Y ahora es él quien tiene a su hija, a su pequeña.
—¡Pero mírate! ¡Fíjate en qué estado vienes! ¡Tendrías que estar en Nottingham, con tu tío Murray y con Elaine!
De repente, Maria pone cara de asco y a Janey se le hiela la sangre al verla.
—¡No voy a ir a ninguna parte hasta que haya dado a Dickson lo que se merece! ¡Es él quien lo ha destruido todo! ¡Seguro que fue él quien dio el chivatazo sobre lo de la pensión de papá!
—Razón no le falta, Janey —tercia Simon Williamson inmediatamente.
—Tú cállate, coño —salta Janey. Boqui, la Tortillera Machorra, levanta un momento la vista de su novela de Ken Follett y le echa una mirada con esos ojos azul claro profundamente hundidos en unas carnes sonrosadas y fofas. Janey baja la voz, se echa hacia delante y mira a Simon con mala cara—. ¡Tú…! ¡Con mi niña! ¡¿Qué clase de persona eres?!
—Procuro cuidarla —replica Sick Boy con una expresión de indignación en sus enormes ojos—. ¿Quieres que esté sola mientras tú pasas el rato en esta acogedora hermandad femenina? Nos ha dicho, tanto a ti como a mí, que no va a volver a Nottingham, aunque le he repetido hasta la saciedad que es donde mejor iba a estar. Así que muy bien. La dejaré en paz —dice, y levanta las manos en alto a la italiana, a lo cual, Boqui la Tortillera Machorra responde dejando el Follett sobre sus gruesos muslos, a modo de advertencia.
—No, Simon… —suplica Maria.
—Ahora ya no podría dejarte, nena, no te preocupes —dice; le pasa el brazo por la cintura y la besa en la mejilla sin dejar de mirar con cara de reproche a Janey—. ¡Alguien tiene que cuidarte!
Abatida, Janey no puede hacer más que clamar desde el otro lado de la mesa:
—Pero… si no es más que una cría…
—Tiene casi dieciséis años. Yo sólo tengo veintiuno —declara pomposamente Simon Williamson, aunque parece estremecerse levemente al caer en la cuenta de que Janey sabe que hace poco celebró su vigésimo segundo cumpleaños—. Comprendo lo que puede parecer desde fuera, y no estoy nada orgulloso de que nos hayamos embarcado en una relación, pero es lo que ha pasado. Así que asúmelo —le ordena, acercándole la cara hasta que la dureza del asiento le arranca una mueca de dolor.
Janey siente que se desmorona todavía más bajo esa mirada penetrante y baja la cabeza, pero enseguida la levanta bruscamente otra vez y mira a su hija a los ojos, aturdidos y fatigados. Y una reflexión aterradora va tomando cuerpo: son los ojos de una anciana.
—No soy un asaltacunas, Janey —Sick Boy sigue mirándola fija y fríamente—. Como creo que sabes, por lo general prefiero mujeres más maduras. —Ahora Janey se ahoga de vergüenza en silencio.
Poco a poco, cambia el blanco de la ira silenciosa de Janey: con una claridad inquebrantable, se da cuenta una vez más de que fue la afición de Coke a la bebida la que les infligió a todos este sufrimiento. A él lo destruyó, a ella la llevó a la cárcel, a su hijo lo mandó a Inglaterra, a casa de unos parientes a los que apenas conocía, y a su hija la arrojó en brazos de este vecino tan turbio. Cada vaso al que se habían asomado sus estúpidos y aturdidos ojos y que se había llevado a aquellos labios grandes y gomosos, había ido acercándolos a todos un poco más a este horrible destino. Los sentimientos que albergaba por su difunto marido, en otro tiempo rodeados de toda suerte de ambivalencias, cristalizan en un odio incandescente.
Entonces Sick Boy le da a su hija otro achuchón, esta vez en el muslo, y a Janey le parece la prueba de una intimidad exclusiva.
—Por violento que te resulte, quiero a esta chica y, mientras estés aquí dentro, voy a cuidarla como es debido —le informa.
Janey le vuelve a lanzar una mirada llena de odio y luego se dirige a su hija de nuevo.
—¡Pero mírate! ¡Estás horrible!
Maria se araña la piel de los brazos por encima de la blusa.
—Hemos cogido la gripe…
—Hemos pasado unas cuantas noches sin dormir, es cierto —tercia Sick Boy—. Pero ahora estamos bien, ¿a que sí, nena?
—Sí. En serio, mamá —sostiene Maria.
Aunque la situación no la convence ni de lejos, Janey ve que no va a sacar nada en limpio de echar más leña al distanciamiento de su hija o de echar por tierra lo que, por vejatorio que resulte, parece ser su única fuente de protección. Y además había que tener en cuenta a Boqui, la Tortillera Machorra. Su archienemiga había dejado de leer El ojo de la aguja, de Follett, y empezó a pasearse como un pato entre las hileras de mesas, bajando el volumen al personal como un regulador de alta fidelidad; luego se coloca delante de la puerta y cruza sus brazos carnosos sobre una protuberancia pectoral y estomacal que parece una maleta.
La última fase de la atroz visita es un baile forzado en torno a banalidades; Janey tiene tanta necesidad de llamar por teléfono a su hermano, el de Nottingham, como Sick Boy y Maria de jaco. Cuando concluye el horario de visita, todas las partes están aliviadas.
—Tenemos que ponernos manos a la obra —le dice Sick Boy a Maria mientras salen por las puertas de la cárcel bajo la llovizna; van al casco viejo de Stirling, a la estación de ferrocarril, a coger un tren con destino a la estación de Waverley.
Un autobús los lleva hasta el principio de Easter Road, cruzan después los Links temblando de frío, azotados por un viento fuerte y una lluvia que hace daño en la cara. Pese a lo incómodo que les resulta, Maria mira alrededor con un asombro que a Sick Boy lo deja atónito, como si la desagradable caminata bajo la lluvia evocase el final del curso escolar y suscitase el recuerdo de los veranos inocentes de toda una niñez: tirarse en la hierba aturdida por el calor, las deslumbrantes calles vacías de tardes sin brisa, el chismorreo de las radios de los coches que pasaban por ahí, el intenso olor a diésel, la ebriedad melancólica de su padre, la voz ronca de su madre, que se oía desde el balcón en una noche polvorienta que caía con tal parsimonia que la desaparición de la luz parecía una estafa. Todo aquello se había terminado con la aparición incipiente de los pechos y de las caderas, que anunciaban juegos nuevos y más peligrosos, así como el despliegue de actitudes burlonas, desdeñosas y posturas distantes, defensas irrisorias contra las atenciones incesantes de muchachos asilvestrados. Sick Boy lamenta que le haya tocado ese papel en la retahíla más reciente de tragedias de Maria, pero le quita importancia diciéndose que, de no haber sido él, habría aparecido otro depredador menos compasivo y dispuesto a encargarse de la tarea.
È la via del mondo.
Saboteado por una emoción que se encuentra a mitad de camino entre la euforia y el pánico, Sick Boy se pasa la mano por el bolsillo de los vaqueros. ¡No era un sueño! Los billetes de diez que levantó a Marianne el otro día seguían allí, filosos al tacto. Ella le abrió la puerta y se le pusieron los ojos como platos; él entró directamente a por ella y la hizo callar con un beso. Mientras ella reaccionaba, Sick Boy recorrió el dormitorio con una mirada y vio el bolso encima de la cama. Con delicadeza, llevó a Marianne hasta allí y le metió la mano por debajo de la falda, le acarició los muslos y se coló en sus bragas. A punto estuvo de soltar un grito de victoria cuando, al tocar su inflamado clítoris con el índice, comprobó que estaba mojada y jadeante. Mientras le separaba los labios, le pasó el otro brazo por debajo de la cabeza y lo estiró hacia el bolso. Introdujo la mano en él y, con destreza, localizó los labios de latón de la boca del monedero y siguió avanzando en dirección norte hasta llegar al nudo apretado. Lo deshizo y separó lentamente los elegantes labios, introdujo los dedos: estaba lleno de billetes nuevos. Sacó un par del fajo prieto y doblado, sin dejar por ello de seguir trabajando lentamente los otros labios con la mano derecha al tiempo que presionaba la boca contra la de Marianne y la inmovilizaba en la cama. Siguió manipulando los dos pares de labios, uno con cada mano, y aflojó el ritmo de la derecha para ralentizar el orgasmo de Marianne hasta que la izquierda cerró los dos de latón y salió del bolso, no sin antes cerrar la cremallera tirando de ella muy lentamente. Entonces sacó el brazo de debajo de la cabeza de ella y, aumentando la presión en sus labios vaginales, la miró a los ojos y le dijo desabridamente:
—Después de esto vamos a follar, te lo digo por si tenías alguna duda —y esperó a que ella gritara, «Ay, Simon, ay Dios…», sabiendo que tendría que cumplir la promesa, cuando en realidad sólo pensaba en los billetes que se estaba guardando en el bolsillo de detrás y en cómo iba a gastárselos.
Ahora, mientras los acaricia, Sick Boy no tiene la menor duda acerca de cómo pulírselos. Maria ve los dos billetes de diez que Sick Boy frota pornográficamente entre dos dedos, y le mira a los ojos; él está a punto de darle una explicación cuando, de pronto, una voz le atruena el oído:
—Éstos me vienen al dedillo —y al volverse ve la figura fornida y el pelo engominado de Baxter júnior que acaba de salir de detrás de la marquesina del autobús que tenía justo enfrente.
Pero ¡qué cojones! «Graham…».
—Éstos me los quedo yo —dice Baxter júnior, y tiende una mano enfundada en un guante de piel—. Y como no me des lo que falta antes de fin de mes, saco toda tu mierda a la calle y cambio la cerradura.
—Vale…
Sick Boy traga saliva y sostiene la mirada glacial a Baxter júnior antes de entregarle los billetes con labios temblorosos.
—No he visto a tu padre por ahí; he oído que no se encontraba bien…, por eso me he retrasado un poco en el pago del alquiler. Mi compañero de piso y yo hemos tenido ciertos problemas de comunicación…
—A mí tus rollos peliculeros de mierda me la sudan —salta Baxter júnior—. A mi viejo puede que le vaciles, pero a mí no.
—Yo jamás…
—Si no hay pasta, no hay piso —dice Baxter júnior con cara de cabreo—. Y entraré a saco, me llevaré todo lo que tengas y lo venderé, y si con eso no basta para reembolsarme, te denuncio.
Sick Boy se queda sin habla, hundido en la miseria más abyecta; Baxter sube a su coche y se larga.
—¿Quién era ése? —pregunta Maria—. ¿Por qué le has dado el dinero?
—Es el hijo del puto casero…, ¡estaba espiándome! ¡Me cago en la puta!
—Pero dinero para jaco tenemos, ¿no, Simon? ¿No?
Maria le recuerda a un polluelo enloquecido en un nido, reclamando comida frenéticamente.
—Sí, lo conseguiremos. No pierdas la calma —dice él, aunque calma es lo último que siente.
Cuando regresan al domicilio de los Anderson, Sick Boy bebe un poco de agua fría del grifo, pero le entra tal dolor de cabeza que parece que vaya a estallarle el cráneo. Pensando rencorosamente en Baxter júnior, rebusca en su agenda y ve inmediatamente el nombre «Marianne Carr». Pasa rápidamente la página de la «C» con sentimiento de culpa, oye a Maria en el cuarto de baño y se pregunta por qué no podrá ser ella más parecida a Marianne, que tiene curro y dinero. Cazar para dos es cansador. Llama a Johnny Swan, pero éste lo rechaza sin contemplaciones. «Si no hay guita, no hay jaco. No puedo fiar, amiguete, y menos en época de sequía».
Así que Sick Boy volvió a la «C», pero esta vez se detuvo en el nombre de Matty Connell. Al parecer, Matty vuelve a estar a buenas con Shirley, pero a Sick Boy le endilga el mismo cuento desolador.
—Fallo técnico, colega. El tipo nos dejó tirados, ¿sabes? —dice Matty—. Han detenido a alguien, joder. Un contacto de Swanney.
Para los afligidos oídos de Sick Boy, la voz de Matty destila mentiras ladinas.
—Ya veo —replica, y añade—: Nos vemos —y cuelga sin aguardar respuesta.
Conque había habido alguna clase de redada y había escasez. Pero seguro que Swanney tenía un alijo personal para capear las temporadas de vacas flacas. Con una adicción como la suya, tenía que ser así. Sick Boy vuelve a llamarle.
—Lo siento, colega —dice Swanney, y es como si Sick Boy le viera sonriendo maliciosamente al otro lado de la línea, igual que si estuviera en la silla de enfrente—. Cuando te dije que no te podía ayudar, quería decir que no te podía ayudar. Paso de repetirme. Paso de repetirme… —dice imitando el graznido de un loro. Y entonces oye al fondo la risa de hiena de Raymie, aguda y burlona.
—Oye —dice Sick Boy bajando la voz—, tengo aquí en Leith a una chavalita que está buena que te cagas y se muere de ganas, pero yo voy demasiado puesto de jaco para tirármela. Está salida que te cagas y tiene unas ganas de marcha del carajo.
Oye a Maria, que cierra el cuarto de baño de un portazo y se larga al dormitorio.
—¿Ah, sí? —pregunta Johnny en tono cínico, y añade, parodiando el acento de Crown Court[89]—: ¡Sostengo que eso no es más que una maraña de mentiras que ha urdido usted hábilmente para poder surtirse gratis de jaco!
Pero Sick Boy se da cuenta de que ha picado, aunque sabe que tendrá que seguirle el juego.
—¡Protesto, Su Señoría! Solicito humildemente que se aplace la sesión una hora y que se reanude en Tollcross, donde pueda presentar ante el tribunal la prueba principal.
Se produce un silencio, y a continuación:
—Espero sinceramente y por su bien, señor Williamson, que dicha prueba esté a la altura de las circunstancias. A este tribunal no le agrada en absoluto que se le haga perder el tiempo.
—Te lo aseguro, Johnny. Es una golfilla muy traviesa. —Sick Boy baja la voz al oír que Maria está registrando los armarios, hurgando y maldiciendo—. Te convido a hincarla en ese coñito calentito. A cambio de un chutecito, claro.
La línea vuelve a sumirse en el silencio dos espantosos latidos en los que Sick Boy muere mil veces.
—¿Sí? ¿Está buena, dices?
—Johnny, es un angelito bellissimo. Más pura que la nieve recién caída, hasta que la desvirgué yo mismo —miente—. También le he enseñado unos cuantos truquitos —añade; ahora disfruta con su discurso y contrarresta la necesidad aplastante que le abruma intentando crear otra mayor en su adversario. Vuelve al lenguaje de Crown Court, en el papel de un fiscal agresivo, esta vez—: Sostengo que esta zorrilla lo encandilará tanto a usted como a mí mismo en su día —y añade—: Es que le va la marcha a tope.
—Bueno, eso nos va a todos. Pues entonces pasaos por aquí —dice Johnny en tono expansivo, antes de saltar como el resorte de una trampa—: ¡Pero sólo vosotros dos, que no se te olvide!
—No te preocupes, se lo he contado todo sobre ti y tiene ganas de conocerte. —Sick Boy sofoca un grito entrecortado cuando ve aparecer a Maria, cual fantasma, en el umbral de la puerta. Le habla a ella, pero al mismo tiempo al auricular—: Claro que te vamos a ir a ver, ¿no, Maria?
La única respuesta que recibe, sin embargo, es la de Johnny:
—Muy bien, hasta luego.
—Nos vemos dentro de una hora como máximo —dice Sick Boy antes de colgar—. ¡Empieza el partido!
Maria acoge la noticia con una sonrisa ulcerada. Sick Boy entra en el dormitorio y ve que lo ha sacado todo de los cajones y el armario y lo ha tirado en el suelo. Ella entra tras él.
—¡No tengo nada que ponerme!».
Él logra encontrar en el cesto de la ropa sucia una camiseta de color naranja y blanco que no está excesivamente asquerosa, y la convence de que se la ponga.
Enseguida están en la calle otra vez, temblando bajo una marquesina, en Junction Street. Suben al autobús, que enfila Lothian Road. Un cielo ambarino se oculta tras tiras de nubes ahumadas de color gris azulado.
—Ya queda menos —dice Sick Boy; mira por la ventana y golpea suavemente el suelo del autobús con los pies; se fija en las chicas a través del cristal, embadurnado de porquería, y se las imagina desnudas; le alivia notar el hormigueo en los pantalones. Resuelve que jamás consentirá que el jaco le domine la libido.
El autobús recorre Lothian Road y, cuando llega a Tollcross, Sick Boy está hecho polvo. Maria se encuentra peor; tiembla tanto que él se siente obligado a ponerle las manos en las rodillas. Al bajar del vehículo, simula despreocupación.
—Acuérdate, Maria, sé enrollada. Coqueta. Sexy. No pienses en el jaco y no digas nada hasta que Johnny lo mencione. Eh…, ¿has tomado la píldora esta mañana?
—¡Pues claro!
—Yo estaré en la habitación de al lado, así que no te preocupes. Johnny es buena persona —dice, sin ninguna fe, y empiezan a subir las escaleras del bloque de pisos.
A Maria le castañetean los dientes y se pone a morderse las uñas, pero según se aproximan a la puerta negra, Sick Boy levanta las manos para que no diga nada. Va a asomarse por la rendija del cartero antes de llamar a la puerta, pero no cede cuando la empuja con los dedos. Aporrea la puerta; quienquiera que la haya abierto grita «¡Adelante!». y vuelve por donde había venido. Ellos lo siguen. Cuando están dentro, Sick Boy mira la puerta y ve que han clavado un trozo de contrachapado encima de la rendija del cartero.
En el cuarto de estar, además de un sofá y una silla, una mesita auxiliar con un jarrón roto, una jaula para pájaros vacía encima de un viejo aparador, un calendario de adviento con todos los días están abiertos y sin chocolatinas, y algo que parece una mancha de sangre en las maltrechas tablas del suelo, Maria constata la presencia de dos hombres y mira ansiosamente a Sick Boy antes de que se los presente:
—Maria, éste es mi buen amigo el señor Raymond Airlie, y éste es nuestro anfitrión, el señor Johnny Swan. Ésta es Maria —y la guía hacia delante poniéndole las manos encima de los hombros.
—¿Tenéis algo de jaco? —suplica Maria.
Joder, piensa Sick Boy.
Johnny se ríe sonoramente en el sillón que hay al lado de la chimenea vacía.
—Cada cosa a su tiempo, preciosa. Las normas de la casa son que si tú te portas bien con el Cisne Blanco, el Cisne Blanco se portará bien contigo. Estoy seguro de que Simon ya te habrá informado de lo que tienes que hacer.
Maria se acerca y lo desconcierta inmediatamente sentándose en sus rodillas. Acto seguido, levanta la mano y le acaricia la barbilla sin afeitar.
—Vamos al dormitorio.
—Eso está pero que muchísimo mejor —dice Swanney con un gruñido grave, e indica a Maria que se levante; luego guiña un ojo a Sick Boy, que se estremece, y salen de la habitación.
—The flowers of romance[90] —dice Raymie en tono desdeñoso, pero Sick Boy ve, ¡albricias!, que está preparando un chute.
—Eres un príncipe, Raymie.
—El príncipe Pétalel Himen —se ríe, y señala la puerta con un movimiento de cabeza; después canturrea—: This may not be downtown Lee-heeth, but we promised you a fix…[91]
Veinte minutos después, Sick Boy baja de las nubes y oye gritos. Es Maria.
—¡Prepárame un chute y ya está! —chilla, mientras sigue a Johnny al cuarto de estar. Lleva la camiseta del revés, se ven las gruesas costuras de color naranja en las mangas.
—Qué impaciente es la juventud. Deja que el Cisne Blanco disfrute de su momentito poscoito —protesta Johnny, ataviado con un kimono de seda roja con estampado de dragones dorados. Se vuelve hacia Sick Boy—. Oye, esos truquitos que le enseñaste…, ¿no podrías haberlo hecho mejor?
—Tú dale el chute a la chica —responde Sick Boy encogiéndose de hombros casi imperceptiblemente.
—Vale —dice Johnny, y se avergüenza un momento, antes de ponerse a preparar el chute con fría parsimonia.
Se empeña en ponérselo él y, al parecer, disfruta aún más con esta penetración que con la otra. Mientras Maria resuella de gratitud y se deja caer en sus brazos, Johnny acaricia codiciosamente el pelo alborotado de la chica con una ternura que desasosiega a Sick Boy.
Así que se acerca a ellos, da las gracias a Johnny y, suplicante, lo exhorta a que le dé un «poquitín» para llevarse. Johnny le responde con tácticas obstruccionistas y le echa un sermón petulante sobre las leyes elementales de la oferta y la demanda, pero por fin cede y agita una bolsa delante de Sick Boy, que está tan ávido como agradecido.
Disimula con una sonrisa la violencia con la que la coge y, al mismo tiempo, obliga a Maria a levantarse. Johnny protesta débilmente, colocado, pero la pareja de colgados se marcha. Regresan a Leith en autobús, Sick Boy pasa el brazo a su chica por los hombros.
—Siento muchísimo que hayas tenido que hacer eso, nena.
—No me importa, porque lo hago por ti —dice ella, pero enseguida puntualiza—, por los dos, por ti y por mí. Ahora estoy guay. Eres muy bueno conmigo, Simon —le dice, aunque él sabe que ella sabe que no es cierto, y que espera abochornarlo de algún modo, hasta que se convierta en la versión de sí mismo que ella desea—. No me dejes nunca…
—Descuida, nena, estás conmigo para los restos. Volvamos a tu casa. Conozco a un par de chicos que tienen ganas de fiesta, ya verás, lo pasaremos de cine.
Sick Boy se fija en el reflejo de Maria en la ventana del autobús; le sorprende lo joven que parece; pálida y pasmada. Aparta la vista y escruta ansiosamente a los demás pasajeros. De vuelta en Leith, suben con impaciencia las escaleras de Cable Wynd House y Maria se retira inmediatamente al dormitorio para acostarse.
Sick Boy vuelve a salir y, una hora más tarde, vuelve del pub Grapes of Wrath con Chris Moncur. Chris mide un metro ochenta y siete y es todo músculo; es el primer miembro de su familia que no ha trabajado en el puerto, ahora prácticamente difunto, en al menos tres generaciones. Sick Boy se pregunta si estará dotado en proporción a su estatura.
—Trátala con delicadeza —le dice con súbita ansiedad.
Chris asiente, pero se ofende. Si no puede aguantar un buen meneo, ¿qué coño hace en este oficio?
Veinte minutos después, sale y arregla cuentas con Sick Boy. Según van cambiando de manos los billetes, ninguno de los dos es capaz de mirar al otro a los ojos. Entonces Chris dice, en tono bastante triste, señalando el dormitorio con el pulgar:
—Creo que se ha meado en la cama. Yo que tú la ducharía y cambiaría las sábanas. Poco negocio vas a hacer ahí.
Poco después aparece Maria.
—Me duele, Simon.
Se estaba preparando un chute y fue como si ella hubiera olido el jaco. Los dos se meten otro pico. Maria se tumba en el sofá y susurra entrecortadamente, con satisfacción:
—Ya estoy mejor, Simon…, siento lo de las sábanas…, ahora estoy guay…
—No te preocupes. —Sick Boy se levanta lentamente, pero animado; quita la ropa de la cama, hace un bulto con ella y la mete en la lavadora. Mira al exterior: la luna llena arde como el magnesio en un cielo de color malva, sobre ventanas escarchadas con una cruda luz amarilla. Regresa al dormitorio y maldice mientras se esfuerza en dar la vuelta al colchón con sus frágiles brazos. Encuentra unas sábanas limpias y hace la cama lo mejor que puede.
Cuando Maria ve lo que ha hecho, se mete inmediatamente entre las sábanas otra vez. Quiere dormir y que él se una a ella. Él se acuesta a su lado y lo asalta de pronto un temor.
—¿La tenía grande?
Ella asiente.
—¿Más que yo.
—Ese chute… ha estado guay…
—Ya, pero si compararas el tamaño, ¿qué conclusión sacarías?
—La tuya es más grande —dice Maria, aunque Sick Boy se da cuenta, con gratitud y pesar a la vez, de que la chica está aprendiendo las reglas del oficio—, pero él no es tan tierno como tú. No ha conseguido que me corriera como contigo.
Respuesta correcta, concluye Sick Boy, admirado y desolado.
Se levanta en previsión de la llegada del próximo cliente, se viste y pone una casete del Meddle de Pink Floyd en el walkman. Se le están acabando las pilas y va un poco más lento de lo normal. El cliente es puntual; y Sick Boy, en actitud totalmente impasible, lo deja pasar y se asegura de que le pague por adelantado; se queda mirándolo entrar en la habitación, donde Maria duerme. El cliente retira el edredón y admira su cuerpo desnudo. A continuación se vuelve y mira con expresión mordaz a Sick Boy, que se aparta de la puerta, pero la deja entornada para poder mirar. El hombre se desnuda con rapidez. Menos mal que la tiene pequeña, joder. Le alivia que, con un movimiento súbito y violento y una sucesión de golpes de cadera, se monte encima de ella y la penetre.
Maria cobra conciencia de una masa que pesa más que el espesor del sueño y la droga. Sick Boy no puede verle la cara, pero ella casi pronuncia su nombre, «Si…», pero se da cuenta a tiempo de que ni el peso, ni las dimensiones, ni el olor ni la sensación son los de él. Se queda de piedra y, al abrir los ojos, la pesadilla se hace realidad.
—Siento lo de tu papi, cariño —le dice con una sonrisa floja mientras la bombea.
—No…, déjame…, ¡DÉJAME! —chilla Maria, que intenta apartarlo con los brazos, finos y consumidos, mientras, fuera, Sick Boy se estremece de horror y de vergüenza; aparta la vista y sube el volumen del walkman para escuchar el legendario tema de los Floyd, Echoes.
—No te preocupes, cielo, ahora tu papi soy yo —dice Dickson; las pilas se agotan y el riff de guitarra se desvanece. Sick Boy lo visualiza tapándole la boca a Maria con la mano y obligándola a volver la cabeza para mirarle a los ojos.
Ésa es la oportunidad de Sick Boy, que corre al armario y saca el martillo de orejas de la caja de herramientas de Coke. Ve el culo blanco y fofo de la bestia subiendo y bajando, con los pantalones negros de franela alrededor de los tobillos. El cráneo del expoli pide a gritos que lo haga papilla con una intervención heroica, mientras su hermosa princesa aparta la cabeza y grita con tanta fuerza que los Banana Flats se estremecen; pero la mano del tabernero sofoca sus gritos.
Podría cargármelo ahora…, sería violación…
Pero se le afloja la mano y el martillo cae al suelo; se queda mirando el lúgubre acto por la puerta entreabierta, balanceándose lentamente.
Dickson tarda siglos hasta que por fin, da una sacudida y se deja caer, gratificado, encima de la muchacha atrapada. Retira la mano y el sollozo de incredulidad de Maria da paso a un bramido que hiela la sangre:
—No…, no…, no…, Simon… ¡SI-MON! ¡SI-MO-HO-HON…!
Sick Boy ve que Dickson se retira de encima de la chica y que vacila un instante antes de vestirse; luego sale a toda prisa de la habitación.
—Menudo cabrón estás hecho —le dice con admiración, junto a la puerta, y, antes de largarse, le da una palmada en el hombro a modo de despedida.
Maria llora quedamente sobre la almohada y Sick Boy está encima de ella, martillo en mano, intentando sofocar su llanto como si fuera una manta y la envolviera para apagar las llamas; intenta sujetarla y ella se sacude y se retuerce, aprisionada, deshecha en mocos, lágrimas, gritos y quemaduras muy, muy profundas.
—HAS DEJADO QUE ME VIOLARA… VETE A TOMAR POR CULO… NO TE ME ACERQUES… QUIERO IRME CON MI MADRE… QUIERO IRME CON MI PADRE…
—¡LLEVABA EL MARTILLO EN LA MANO! ¡IBA A CARGÁRMELO! ¡PERO AQUÍ NO, COMETÍ UN ERROR!
—¡SE LO HAS PERMITIDO!
—¡ERA PARA PODER PILLARLO! ¡LUEGO ME DI CUENTA DE QUE NO PODÍAMOS HACERLO AQUÍ, PORQUE NOS METERÍAN EN LA CÁRCEL!
—¡QUIERO IRME CON MI MADRE…! ¡UUU-AAA…! —llora Maria entre convulsiones, y Sick Boy sabe que tendrá que sujetarla hasta que se le pase la rabia y el mono entre poco a poco en sus células, necesitadas de jaco, y los dos pidan otro chute a gritos.
Y eso hace. Los gritos de furia pasan a segundo plano, como si gritara otra persona, a medida que Sick Boy divaga mentalmente sobre chanchullos y confabulaciones varias y Maria se vuelve calentita y suave otra vez.
Entonces se duerme. Sólo cuando suena el teléfono se decide Sick Boy a levantarse y dejarla sola. No para de sonar.
Cuando lo coge, es el tío Murray, que llama desde un restaurante de carretera. Ha hablado con Janey y va hacia allá a recoger a Maria. Le dice que procure no estar allí cuando llegue él. Aunque Sick Boy insiste machaconamente en que «estás tomando el rábano por las hojas, Murray», «ése no es mi estilo, Murray», «tendríamos que sentarnos todos a hablar de esto, Murray», cuando el tío de Maria, más encolerizado que nunca, cuelga con violencia, a Sick Boy no le parece tan mala idea largarse de allí. Deja a la muchacha medio dormida y enfila Junction Street hasta el Walk. Piensa ir directamente a Montgomery Street, donde estarán Spud y Renton, o incluso seguir andando hasta el Hoochie Coochie Club de Tollcross, donde habrá chicas de mantenimiento mucho menos costoso.