HOOCHIE CONNECTION

Alexander se lo monta guay en la cama. Hace el amor como si quisiera que lo disfrutaras tú, no para darse placer él y ya está, que es lo que hacen algunos a los que podría nombrar. De todos modos, me flipa cuando empieza a decir que soy preciosa y que quiere verme más a menudo. Es mi jefe, nos vemos todos los días, le digo. No me refería a eso, me suelta él.

Preciosa. Era lo que solía decir mi padre: la primera vez que vi a tu madre en el Alhambra —no el pub, sino el salón de baile, añadía siempre—, nunca había visto cosa tan preciosa.

Sé que no estoy mal y que puedo ponerme monísima, pero cuando un tío te dice que eres preciosa, ¿de qué va? Flipas, y me quedo corta.

Quiero explicarle que esto es un pasatiempo agradable, pero nada más. El problema es que, en efecto, es mi jefe. Juro por Dios que se me da de cine complicarme la vida. El fin de semana anterior lo pasó en mi piso. No fue buena idea. Se dejó un neceser en el cuarto de baño, con sus cosas de afeitar; maquinilla, crema y brocha. No paro de repetirme que tengo que llevárselo al trabajo, pero por algún motivo no puedo. No sé por qué. A lo mejor porque llevarlo a la oficina quedaría chabacano. ¡En cualquier caso, no es por él! Lo dicho, no es más que un pasatiempo agradable.

De todas formas, tras la sesión de esta tarde, subo al Hoochie, donde he quedado con Hamish. Está loco por la poesía y le gusta lo que escribo. Ya sé que suena gilipollas, pero quedamos, tomamos café, nos fumamos unos petas y leemos lo que ha escrito cada uno. Hamish y yo nunca follamos; no sé si es maricón, tímido con las tías o sólo me ve como una amiga, porque es un tío raro y es difícil pillarle el rollo, pero a mí me cae bien. «No soporto que los amigos se peleen ni tampoco que follen entre sí», me dijo una vez, aunque sonaba un poco a discurso preparado. Antes yo le preguntaba si era gay, pero siempre me contestaba que no le interesaba el sexo con los hombres. En realidad no es mi tipo, pero seguramente me lo follaría; tiene cierto carisma, y eso da mucho de sí. Hace un par de años, fuimos al festival de Reading juntos y luego a París unos cuantos días. Resultó extraño dormir en una cama con un tío sin follar con él, aunque una vez me desperté con una de sus manos encima de una teta.

Eso me hace pensar en mi madre, allí en casa, sin tetas, porque el bisturí del cirujano le ha amputado los dos pechos. Andrógina y esquelética; juro por Dios que se parece a Bowie en la portada de David Live. Tendría que ir más a verla, pero casi no me atrevo ni a mirarla. Ahora sé que, para no pensar en ella, me metería cualquier cosa: una polla, drogas, poesías, poemas, películas o simplemente trabajo.

Volvamos a París, volvamos a París, volvamos a París…

… en una discoteca conocí a un francés que me puso supercachonda, cosa que, por lo visto, jorobó a Hamish, aunque no lo bastante para que intentara follar él conmigo. Es como una zorra delgadita (lo dijo Simon una vez), con los ojitos, de niña, que se le llenan de lágrimas cuando lee sus poemas en voz alta, y además se pone como de color rosa orgasmo. Que es la clase de tío que estaría muy solicitado en la cárcel, vamos, y me quedo corta.

Me mosqueé un huevo cuando Mark Renton y Keith Yule entraron en el grupo de Hamish, porque empezaron a dejarse caer por el Hoochie. Supongo que lo consideraba más o menos mi territorio y no quería que un montón de macarrillas de Leith viniera a joder la marrana y a bajar el nivel. (¡Menos Simon, claro!). Los de Leith miran por encima del hombro al resto de Edimburgo: creen que si no has nacido en Leith no vales nada. Aunque haya vivido toda la vida en Leith, lo cierto es que nací en Marchmont y, por tanto, soy de Edimburgo total. Otra cosa es que durante un tiempo más o menos salí con el hermano de Mark, Billy, aunque entonces todavía iba al colegio. Pero juro por Dios que nunca le dejé follar conmigo, aunque todo el mundo crea lo contrario o lo dé por supuesto. Ya ves: así son Leith y sus muchachos, y supongo que sus muchachas también.

De todos modos, llego al Hoochie, el rinconcillo que hay encima del Clouds, donde siempre se oye la mejor música y se conoce a gente interesante, y las primeras caras que veo son la de Mark (¡puaj!), con esos andares arteros tan suyos, y la de Simon (¡bien!), peinado hacia atrás, pero está en la barra hablando con la zorra esa de Esther, una arpía arrogante que se cree que caga rosas.

Por favor no te enrolles con ésa, por favor no te enrolles con ésa…

Juro por Dios que nunca me pongo demasiado celosa de las tías a las que se tira Simon, porque vamos por libre, cada uno a su aire, y no nos exigimos nada el uno al otro, aunque, a mí, él siempre me ha gustado, desde los tiempos en que estudiábamos en Leithy. Bueno, puede que algunas veces sí, porque hay zorras a las que sencillamente no soporto y Esther es una de ellas. Veo que Hamish está con Mark y que se acercan a dos chicas a las que conozco vagamente. Me parece que una es la que supuestamente le hizo una mamada a Colin Dugan, pero podría estar equivocada. ¡En cualquier caso, en esa compañía, las pobres no tienen la menor posibilidad de que se la metan!

Mientras me acerco a ellos, oigo mentir a Hamish con toda desenvoltura:

—Wendy, Lynsey, os presento a mi buen amigo Mark. Es un bajista de gran talento.

Y una mierda: ¡Hamish echó a Mark de dos putos grupos, por incompetente con el susodicho instrumento!

Mark, con los ojos caídos y goteando mocos por la nariz, suelta:

—¿Qué tal tu música últimamente, H?

—He dejado de tocar, Mark —dice Hamish pomposamente, y una de las chicas, la de melena rubia y ojos chulamente maquillados, parece quedar deshecha por la espantosa noticia—. Ahora sólo escribo poesía. La música es un género artístico grosero, vulgar y comercial; además, está en bancarrota espiritual.

La rubia (Lynsey, creo) pone cara de falsa pena, mientras que Wendy, la posible especialista en mamadas, no reacciona de ninguna manera. Hamish me ve a su lado y me da un beso en la mejilla.

—Eh…, Alison. ¿Qué tal?

—Bastante bien —le digo con una sonrisa.

Mark está venga a babear a las chicas con sus chorradas habituales.

—Yo y unos amigos de Londres estamos en un proyecto de artrock industrial —miente a toda máquina, y me guiña discretamente un ojo—. Es un poco del rollo Einstürzende descubre a los Meteors en sus comienzos, cuando In Heaven, más que cuando Wreckin Crew, pero con ritmo disco cuatro por cuatro y mucha influencia ska, y una vocalista a lo Marianne Faithfull. Imaginaos unos Kraftwerk que hubieran follado mogollón durante la adolescencia y frecuentaran pubs de franquicia de cerveceros escoceses y de Newcastle, siempre con Labi Siffre y Ken Boothe en la gramola y soñando con curros bien remunerados en la fábrica de Volkswagen de Hanover.

—¡Suena chulísimo! —suelta la rubia que quizá sea Lynsey—. ¿Y cómo os llamáis?

—Fortification.

Ése es el momento que Hamish, al que Mark ha pillado ligeramente a contrapié, aprovecha para cambiar hábilmente de tema y volver a sus poemas «influidos por Baudelaire, Rimbaud y Verlaine», y también para que una de las chicas diga no sé qué de Marquee Moon. Yo también aprovecho para meter un codazo a Mark y darle un toque de atención.

—¡Buscavidas de The Fort bajando el nivel!

Me mira de arriba abajo. Aunque va colgado, me clava una mirada admirativa que nunca le había visto.

—Uau, Ali. Estás guapísima.

No es la clase de cumplido que esperaba de él, pero a Hamish lo pone en estado de alerta y se vuelve a mirarnos.

—Y tú tienes una pinta muy… de Mark.

Él se ríe y me indica que nos apartemos un poco, mientras Hamish sigue largando un rollo a las chicas sobre un concierto que dieron una vez Mark y él en el Triangle Club de Pilton.

—¿Qué tal te va?

—A mí bien. ¿Y a ti?

—Bastante bien. Aunque los porteros no han dejado entrar a Spud sólo porque llevaba el brazo en cabestrillo.

—¡Pobre Danny!

—Pues sí, ha tenido que volver a casa. Antes he visto aquí a Kelly. Iba con Des.

—Sí.

Mark baja la voz y se agacha hacia mí. Es más alto de lo que parece a primera vista.

—¿Tienes algo en perspectiva?

—¿Te refieres a lo que creo?

—Sí, creo que sí.

—No; antes he llamado a Johnny, pero o no estaba o no quiso coger el teléfono.

—Ya, yo también —suelta él. Luego se produce un silencio al que le sigue una pregunta—: ¿Cómo va lo de tu madre?

—De puta pena, y me quedo corta —suelto yo, que no quiero hablar del tema, aunque sea amable por su parte preguntármelo.

—Ya…, lo lamento. Eh, cuando sepas algo de Johnny o Matty y tal, dame un toque —solicita.

—Gracias. Vale, tú también —digo yo.

Hamish se aparta de Wendy y Lynsey y me entrega un libro delgadito de poemas.

—Te cambia la vida —dice, y Mark pone los ojos en blanco.

—Muy bien…, gracias… —suelto yo, pero estoy pendiente de Simon, que sigue en la barra, charlando con la asquerosa de Esther. Lynsey pregunta a Hamish por el libro y él empieza a rajar acerca de la obra de Charles Simic.

—¿Puedes creerte que hubo un tiempo en el que no hablaba ni una palabra de inglés?

Me vuelvo a Mark.

—Hubo un tiempo en que ninguno de nosotros hablaba una palabra de inglés —suelto yo, y él me suelta una sonrisa de oreja a oreja; señalo a Esther con un movimiento de cabeza—. ¿Te parece guapa esa rubia platino con la que está hablando Simon?

Mark echa un vistazo y poco menos que se le cae la baba.

—¿Marianne? Claro, está como un tren.

—Ésa no es Marianne, es Esther.

—¿Sí? Pues parecen idénticas.

—Pues sí: son totalmente intercambiables. Vamos a acercarnos a saludar —le digo, y me guardo el poemario de Hamish en el bolso.

En cuanto Simon me ve, se acerca inmediatamente y nos lanzamos el uno en brazos del otro. Él hunde la cabeza en mi cuello y cuchichea—:

Hola, preciosa, no digas nada, sólo quiero abrazarte.

Eso hago, pero, sin poder evitarlo, le suelto una sonrisa a Esther por encima del hombro de Simon; ¡le he encasquetado al guarrete de Mark! ¡Ja! Juro por Dios que cuando Simon y yo nos morreamos parece destrozada, y oigo a Mark dándole la brasa, primero con el elepé de los Simple Minds, New Gold Dream, y, luego, con su proyecto ficticio de rock and roll industrial, al que añade algunos ingredientes nuevos sobre la marcha. Mientras a mí se me va la cabeza gracias a la lengua y al aroma de Simon, oigo a Esther quejarse con voz ronca de lo difícil que tiene que ser conseguir que encajen los distintos elementos entre sí. Simon y yo nos damos un respiro y contemplamos el espectáculo. Mark le da la razón:

—Ése es el desafío fundamental al que nos enfrentamos, pero también el que hace de la tarea algo tan intrínsecamente gratificante…

Ella pregunta cómo se llama el grupo y él se lo dice, pero, a consecuencia de la molienda mandibular debida a la anfetamina, Mark está colgado y habla entre dientes, de manera que lo que le sale de la boca suena algo así como «Fornication», por lo que Esther cree que le está vacilando que te cagas, ¡y nos mira a nosotros como para que intercedamos! Entonces llega una chica asiática muy mona, pero con un acento barriobajero total; se acerca y suelta:

—¡Me he metido tanto speed que se me va la olla! —y Mark se limita a encogerse de hombros y deja de hablar con ella.

—Yo también —dice él, entusiasmado, y Esther se da cuenta de que hasta Mark pasa de ella.

Parece que va a decirle algo a Simon, pero él la corta:

—Ya hablaremos —y me lleva de la muñeca a una esquina, a charlar un ratito agradable en la intimidad. Miro a Esther: ¡toma ya, zorra pija de mierda! ¡Los mejores rabos de Leith se quedan en Leith, joder!

El volumen está mucho más alto de lo normal y tenemos el altavoz muy cerca de nuestro asiento, así que no nos queda otra que gritarnos al oído para poder hablar. Me tiro del cinturón hacia arriba por detrás para asegurarme de que llevo tapada la raja del culo y pregunto a Simon por eso de que no hayan dejado entrar a Spud sólo por llevar el brazo en cabestrillo.

—Yo en este asunto estoy con el personal de la puerta —dice desdeñosamente—. Un fallo de estilo imperdonable. Y el hecho de que tenga esa pinta de borrachín callejero fijo que no ayudó.

Entonces empezamos a hablar de Maria Anderson, porque mi hermano y sus amigos salen con ella y con sus amigas del cole. La gente dice que Simon y ella están saliendo. Yo no me lo acabo de creer, porque no es más que una niña, ¿y por qué iba a hacer eso él, cuando tiene montones de novias?

Pone cara triste y me cuenta que, sin darse cuenta, se ha metido en una pesadilla.

—Es un desastre —se queja, mientras Prince anima a los juerguistas a desmadrarse—. Somos vecinos y, después de la muerte de su padre y de que encarcelaran a su madre, me sentí un tanto responsable, porque ella se negaba a ir a Nottingham, a casa de su tío. —Respira hondo y mira al techo—. El problema es que se ha colgado de mí, y lo que es peor, del jaco. También intento alejarla de él, pero es lo único que quiere.

—Pero ¿qué tiene todo eso que ver contigo? ¡No es justo que tengas que apechugar con ese rollo!

—Es culpa mía. Fui un estúpido…, ay, mierda —gime—. Acabamos en la cama…, me acosté con ella. Quería consolarla y estaba tan necesitada y tan desesperada, que una cosa llevó a la otra. Fue un gran error.

—Joder, Simon —le digo, a modo de reprimenda, pero sin que parezca que estoy celosa, porque, la verdad, un poquitín celosa sí que estoy. De todas formas, con todo lo que ha pasado, no se le puede reprochar a esa chica que ande despendolada.

—Era tan joven y estaba tan afligida… Ahora veo que fui débil e idiota y que me aproveché de una chavalita que se encontraba en una mala situación. Ahora ella se cree que salimos. La semana que viene iré a ver a su madre a la cárcel y, con un poco de suerte, la convenceré de que vuelva a casa de su tío y se ponga las pilas. Este desastre… ¡me ha hipotecado la vida! Yo sólo quería hacer lo correcto, pero me ha salido el tiro por la culata a lo bestia. —Simon respira hondo y mira con expresión ausente hacia la pista de baile—. El caso es que, incluso ahora, estoy preocupadísimo por ella, que estará sola en ese piso; nunca se sabe lo que puede llegar a hacer una chiquilla en su estado. Ya le ha montado un pollo al tipo que mató a su padre, Dickson, el del Grapes. Me preocupa que pueda acabar como su madre o su padre: en la cárcel o bajo tierra. Y anda por ahí con unos tíos muy sórdidos; intento mantenerla alejada de ellos, pero no puedo estar todo el día encima de ella. Es un asco…, es todo… tan retorcido… —dice abatido—. Y no puedo seguir acostándome con ella y dándole puto jaco, pero es lo único que la tranquiliza… Tendría que estar sacándose el bachillerato —dice con voz entrecortada y abatida; me mira a los ojos—. Dios, aquí me tienes, venga a soltarte el rollo con mis movidas, cuando tu madre… —Me coge la mano y me la aprieta con fuerza.

Noto que los ojos se me llenan de lágrimas.

—Lo siento, Simon, yo… —y soy incapaz de hablar, con la música y la gente rodeándonos por todas partes. Al final me oigo decir en voz alta—: ¿Por qué será tan asquerosa la vida?

—A mí que me registren —dice él, al tiempo que me aprieta la mano con más fuerza; también a él se le empañan los ojos. Acto seguido, cuando empieza a sonar You’re the Best Thing, de Style Council, echa una mirada de asco a su alrededor.

—¿No te gusta esta canción?

—Me gusta demasiado: es demasiado buena para los falsos y los gilipollas que hay en este tugurio deprimente —me espeta—. Me revienta que a esta gente le esté permitido oír música como ésta.

—Entiendo lo que quieres decir —digo, y asiento con perplejidad; cuando miro a Esther, creo que más o menos capto lo fundamental. Está preparando el terreno para huir de las virulentas voces que dan Mark y la chiquita asiática, que ahora recuerdo que se llama Nadia.

—Oye, ¿qué te parece si vamos a casa de Swanney, pillamos algo y nos vamos a tu casa o a la mía a hacer un poco eso que tanto nos gusta, y pasamos el rato charlando tranquilamente? Los dos tenemos un montón de problemas y esta peña de aquí empieza a sacarme de mis casillas. Mark se está volviendo un poco loco con el jaco y el Lou Reed; no es que yo sea un angelito, pero es que se ha vuelto miope perdido, joder…

Vemos a Mark venga a despotricar con esa chifladilla de Nadia; como van los dos de speed, no paran de moverse.

—He ahí un matrimonio basado en los polvos —dice Simon con una sonrisita de suficiencia, y luego añade—: Prefiero que pillemos antes de que ese capullo se presente en casa de Johnny, porque si no, nunca nos lo quitaremos de encima.

A mí no hace falta que me convenza de ninguna manera. La velada de poesía y café con Hamish tendrá que esperar. Y Alexander me había dejado un mensaje diciendo que quería quedar, pero ahora eso también ha quedado borrado de la agenda de esta noche.

—Guay. Vámonos.

Salimos a la calle; la noche está fría. Algo inefable me da vueltas en la cabeza. Simon tiene la mano calentita y su aliento ardiente es como si te susurraran ángeles al oído.

La puerta de la calle del bloque en el que vive Johnny está abierta; alguien ha reventado la cerradura y el portero automático; donde estaba el panel de aluminio con los timbres sólo queda un agujero negro con los cables colgando; parecen un puñado de espaguetis. Al llegar al primer piso le oímos discutir con un tío que también le grita a él y que tiene una voz que me suena de algo:

—¡No tienes ni puta idea, colega!

Simon me lleva a las sombras del fondo de las escaleras.

—Han trincado a tu colega, Michael —oímos decir a Johnny en tono burlón—, no a ti, tú sigues en el terreno de juego. ¡Busca otra forma de sacarla, coño!

—Ya te lo he dicho: ese cabrón nos chota en un minuto. Ten cuidado —medio cuchichea el tío; luego da media vuelta y lo oímos bajar las escaleras. Se para, estira el cuello hacia arriba y grita—: ¡Se acabó lo que se daba! —y da media vuelta de nuevo y casi choca de morros con nosotros; nos hace a un lado con muy mala cara, pero, al verme, se vuelve un momento para mirarme otra vez. Johnny lo ha seguido hasta la primera planta. Parece un tanto sorprendido de vernos, y luego le suelta al tío un ciao teatral a voz en cuello, pero el otro no contesta. El caso es que ya sé dónde he visto antes a ese hombre: con el hermano de Alexander, en aquel pub de Dalry Road.

—Putos negocios —dice Johnny, encogiéndose de hombros, pero está muy tenso y muy enojado—. Esta puta cueva empieza a parecerse a la estación de Waverley. No entiendo cómo la policía no ha hecho una redada.

—Estamos en Edimburgo —dice Simon riéndose—. La poli de esta ciudad no pone mucho empeño en hacer que se cumpla la ley.

Subimos al piso y hacemos el trapicheo. Johnny quiere meterse un poco de jaco con nosotros ahora mismo, pero estamos ansiosos por largarnos. Entonces llaman a la puerta. Es Matty. Johnny le hace pasar con cara de pocos amigos y vuelve a la sala de estar. Matty lo sigue como un perrito faldero ansioso.

—Ali. Si —nos saluda.

—Matteo —dice Simon—. ¿Qué tal estás? Se te ve un poco pálido y desmejorado, amigo.

—Bastante bien —dice él. La verdad es que tiene muy mala pinta; se le han puesto los ojos colorados y es como si tuviera un lado de la cara embadurnado de tierra. Prácticamente, hace como si no estuviéramos y echa una mirada fulminante a Johnny—. Joder, tengo que pillar. Mikey Forrester también.

—Entonces, enséñame el color de la pasta, chaval —le dice Johnny con frialdad.

Simon me hace un gesto como diciendo «pasemos de este rollo» y nos largamos. Mientras nos vamos, Johnny y Matty empiezan a discutir, y la cosa parece ir subiendo de tono según bajamos las escaleras, donde casi nos damos de narices con Mark, que sube a toda prisa con cara de pulpo desquiciado; entonces oímos cerrarse de golpe la puerta de Johnny. Me pregunto a qué lado de ella se habrá quedado Matty.

—Marco… —dice Simon, enarcando una ceja y señalando su espantoso forro polar verde—. ¿Qué no se pondrá el elegante hombre de mundo…? Imagino que no habrá habido suerte con las nenas, ¿verdad?

—¿Adónde vais?

—A una fiesta. Para dos. En el sentido de que no estás invitado —dice Simon con rotundidad; luego señala el piso de arriba y añade—: Si pretendes pillar, yo que tú subiría ahí cagando leches. El joven Matteo acaba de llegar con un fajo que podría atragantar a un caballo y mentando a Forrester como si fuera el rey del mambo. Creo que pretende aprovisionar a todo Muirhouse.

Mark no necesita que se lo digan dos veces: nos hace a un lado y sube las escaleras como una exhalación. El ruido que hace al aporrear la puerta de Johnny ahoga nuestras risas al tiempo que salimos a la calle.

Andamos un rato, paso a paso, por el negro pavimento y bajo una lluvia incesante. Estamos completamente empapados y cogemos un taxi hasta mi piso, en Pilrig. Pongo en marcha el radiador y me voy a la bañera a buscar unas toallas. El neceser de Alexander sigue ahí, encima de la cisterna. Lo echo al cesto de la ropa sucia, no vaya a ser que lo vea Simon. Vuelvo al cuarto de estar con el pelo envuelto en una toalla, le doy otra a él y pongo el contestador para oír los mensajes.

«Aquí papá, princesa. Sólo quería contarte que anoche mamá durmió muy bien, muy apaciblemente. Estaba un pelín nerviosa y aturdida por la medicación que le están dando…».

Simon me aprieta la mano con fuerza. Qué majo es.

«… pero te manda mucho cariño y dice que le apetece mucho verte. Hasta luego, cielo…, te quiero».

«Hola…, soy yo…».

Alexander.

«… me preguntaba si estarías en casa…, está claro que no. No importa. En fin, hasta el lunes».

Simon me suelta la mano. Enarca una ceja, gesto que acompaña con una sonrisa irónica, pero sin decir nada. La siguiente es Kelly, con voz emocionada y de pito.

«¿Dónde te has metido? Anoche vi a Mark en el Hooch. He tenido una peleíta con Des. ¡No veas qué flipada! ¡Llámame cuando oigas el mensaje!».

Simon me mira, pero los dos sabemos que ahora mismo no voy a llamar a Kelly ni a nadie.

—¿Así que sigue con Des?

—Sí, pero alucina con lo que me ha dicho: ¡que le mola Mark!

—Hummm —dice Simon—. Se me ha venido inmediatamente a la cabeza la expresión «salir de la sartén para caer al fuego».

Asiento y me voy al frigorífico a echar un poco de vodka a palo seco encima de unos cubitos de hielo, tan fríos, que el ruido que hacen al crujir recuerda el de los huesos al astillarse. Me fijo en el polvo blanco que contiene la bolsa de plástico que nos ha dado Johnny.

—¿Te mueres de ganas? —pregunta Simon.

—Estoy bien —le digo bruscamente. Me gusta tomar un poco de jaco de vez en cuando, pero tampoco es que sea una puta yonqui, como Johnny, Mark o Matty.

—Creo que sería estupendo que nos acostáramos e hiciéramos el amor primero —dice él.

Eso me apetece pero ya. Vamos al dormitorio, y empiezo a quitarme la ropa mojada, pero me cuesta quitarme el top, que se me ha quedado pegado. En cuanto me deshago de él, miro a Simon, que se desnuda lentamente y dobla las prendas una a una, con primor; pienso que, quitándole a él, el mejor sexo del que he disfrutado ha sido con Alexander, que tendrá unos treinta y cuatro años o así. Los tíos mayores son mejores amantes, porque saben orientarse por el cuerpo de una mujer, pero me costó siglos conseguir que me echara un polvo. Me dejaba chupársela, pero era como si pensara que una mamada no era una infidelidad o algo así. Después me devolvió el favor, y estuvo bien, pero pensé: «Me cago en la puta, otra vez lo de Nora», pero la primera vez que follamos fue guay (para ser la primera vez). Entonces él lo echó más o menos a perder hablando de su mujer, de la que estaba separado, y yo se lo dije claro: si vamos a repetir la jugada, no quiero volver a saber nada de esa mierda. No sé si es porque no ha estado con muchas mujeres o porque lleva mucho tiempo sin estar con ninguna, pero ¡era como si se creyera que pretendo que se case conmigo, joder! ¡Vaya pajas mentales que se hace!, y me quedo corta. Eso sí, tiene un polvo cojonudo. Pero Simon folla como un tío mayor, como si tuviera todo el tiempo del mundo, y antes de metértela te pone a mil. Primero te hace el amor, luego te folla y luego te hace el amor otra vez, de manera que siempre te tiene en danza. Sale a cuenta pasar la noche con él. No piensas en nada más todo ese rato, y eso es lo que necesito: no pensar en nada más.

Empezamos a morrearnos: besos cochinos y húmedos, y algo rojo e inmaculado va acumulando fuerzas en mi interior. Me cuchichea al oído:

—¿Alguna vez un tío te ha hecho el amor por el culo? Me apetece mucho hacerlo así.

Se me va el calentón a tomar vientos directamente, porque eso no me dice absolutamente nada. Es más, me quedo corta: la idea de tener el pollón de Simon metido en el nalgamen me revuelve las tripas, pero entonces se me viene a la cabeza, como una inspiración, el consolador que se dejó Nora.

—¡Te dejo darme por el culo si tú me dejas hacértelo a ti primero!

—¿Qué…? No seas… ¿Cómo vas a…?

Me levanto de la cama de un salto, voy al armario y saco el consolador de la estantería de arriba; me lo pongo con la correa, como hizo Nora, apoyando la base contra el hueso púbico.

Las pupilas negras de Simon se dilatan y echan chispas.

—¿De dónde cojones has sacado eso?

—¡Eso es lo de menos! Quiero follarte el culo a ti primero —le digo. Muevo las caderas y me fijo en la forma en que mi gran rabo negro se menea de un lado a otro.

Él enarca una ceja dubitativa.

—Sí, claro. ¡Eso no me lo vas a meter por el culo!

—Pero si es del mismo tamaño que tu polla —le digo, aunque creo que el consolador es un poco más grande. Pero el cumplido parece apaciguarle, los labios le tiemblan y veo un indicio de reflexión en sus ojos. Así que le suplico—: Venga, será divertido. Luego me lo haces tú a mí.

—Ah…, no sé…

—Vamos, Simon. Será una experiencia. Vas a disfrutarlo mucho más que yo.

—Sí, claro —dice él—. ¿Y eso por qué?

—Porque tú tienes una próstata que estimular y yo no. La próstata es una zona sensible. Mi amiga Rachel es enfermera y me lo ha explicado todo. A ti te pasan muchas más cosas por ahí que a mí. Fíjate en los homosexuales; disfrutan igual recibiendo que dando, ¿sabes?

Él lo piensa un poco.

—¿Seguro?

—Sí —insisto, y empiezo a embadurnar el consolador de vaselina—. No te haré daño.

Simon hace rechinar los dientes, se mofa como si eso fuera imposible.

—Vale, me apunto, hagámoslo. Probaré lo que sea una vez…, pero con un tío no, ¡por supuesto!

—Te va a encantar.

—Sí, ya —dice él con cara de incredulidad.

Así que se acuclilla en la cama con las piernas separadas. Pone el culo en pompa; es como el de una chica, pero más musculado y peludo donde la raja. No es que haya visto muchas rajas de culo de tías, pero ésta es más peluda de lo que imagino que serán las de ellas. Alineo la punta del consolador y se lo introduzco. Parece que el culo cede un poco para que entre el glande, y luego se estrecha en torno a la verga.

—Ay…, mierda…

—¿Te encuentras bien?

—Por supuesto —salta él.

Se lo meto un poco más. Luego lo saco otro poco y lo vuelvo a meter…

—Oh…, ah…, escuece un huevo…

Aprieto, Simon se deja caer lentamente en el colchón y me coloco encima de él, metiendo y sacando, follándolo lentamente, introduciéndole el consolador cada vez un poco más, y él se tensa y se relaja, y luego vuelve a tensarse. No para de gemir y agarra la colcha con fuerza, con ambas manos, pero no es el único que disfruta.

—Está guapo que te cagas, ¿eh? Te estoy dando por culo porque eres una zorrilla de los Banana Flats —le espeto, gozándola y excitada que te cagas, chorreando y acariciándome el clítoris con los dedos de una mano y sujetándolo por el hombro con la otra.

Me froto con los dedos y con la base del consolador, me masturbo a la vez que lo follo a él, un tío, y juro por Dios que sienta de maravilla controlar totalmente el ritmo, penetrar…

Estamos dándole, dándole, dándole…

—¡EUUGGGGGG! —Simon se retuerce de repente, se pone rígido y luego se suelta del todo y se relaja. Suelta unos gemiditos como si se le hubieran quedado medio atrapados en la garganta.

Me tiro del clítoris, me lo froto, ¡Y JODER, ESTOY A PUNTO DE EXPLOTAR!

—¡QUÉ GUAPO, JODER… FUAA… fua… fua… ayy… EEEGGGH…!

Me derrumbo encima de Simon. Parecemos un montón de árboles talados, como los de Alexander, listos para la hoguera. Me quedo un rato boca abajo, encima de él, y le noto los huesos nudosos y los músculos de la espalda en las tetas y en el vientre, que se me aplastan. Luego me incorporo y, más que tirar del consolador para sacárselo, veo que lo expulsa como si fuera una cagada, y se queda despatarrado encima de las sábanas. Me desabrocho el aparato y lo levanto a contraluz. Resplandece de vaselina, pero no se ve ni rastro de mierda.

—¿Qué tal? ¿Has disfrutado?

—Ha sido… un tanto clínico… —medio farfulla contra las sábanas.

Tiro el consolador al suelo y pongo a Simon boca arriba. Él se da la vuelta obedientemente y se queda con los ojos entreabiertos. Entonces veo unas manchas pegajosas de semen en las sábanas, y también en su estómago y en el pecho.

—¡Te has corrido!

—¿Sí…? —Abre los ojos de golpe y se incorpora; está muy alterado—. No me había dado cuenta…. —Me mira con los ojos desorbitados, y me dice—: Oye, Ali, no te pongas a contar esto por ahí, ¿eh?

—Claro que no, yo no voy contando mis aventuras sentimentales por ahí. ¡Esto queda entra tú y yo!

—Vale…, vale… —dice él. Nos tapamos con las sábanas y nos metemos en la cama—. Ha sido un poco intenso, pero eso es porque ha sido contigo —me dice, y me estrecha contra su cuerpo. Me encanta cómo huele; algunos chicos huelen fatal, pero Simon huele dulce, como a pino, como me imagino que olerá una colonia de las caras.

—Para mí también ha sido intenso porque ha sido contigo —le digo—. No podía dejar de acariciarme… —Le cojo la polla y se le va endureciendo, me separa los dedos—. Fóllame —le cuchicheo al oído—, fóllame el coño a lo bestia y dime que me quieres…

Simon pone una cara inexpresiva y cruel y me mira como si fuera a recordarme nuestro pacto, pero no: se coloca encima de mí y empuja lentamente contra mi coño, y todas mis fibras ansían más mientras me cabalga estupendamente de esa forma tan suya, primero despacio, luego rápido, y me dice «te quiero» (y sé que no lo dice de verdad) y luego cosas en italiano, y nado entre nubes al tiempo que tengo un orgasmo tras otro, y estoy tan desquiciada que, cuando por fin se corre y grita: «Avanti!», la verdad es que es un puto alivio.

Sudorosos, nos abrazamos; por suerte, parece que se le ha olvidado mi ojete por completo, aunque sospecho que es porque está pensando en el suyo, o quizá en el jaco.