UN ESTUDIANTE ADULTO

Evitaba a todo el mundo y ellos me correspondían, Bisto incluido; Joanne y él seguían enrollados. Yo era como un personaje tipo Cuasimodo, el jorobado apestoso y cojo expulsado de las filas de la humanidad decente, y estaba encantado, joder. Dejé de ir a casa los domingos. Me daba mucha angustia ver llorar a mi madre constantemente, unas veces gimiendo suavemente, otras, a grito pelado. Detuvieron a Billy y lo acusaron de agredir a un tipo en un garito. Según me iba contando la historia mi vieja, se me apareció de pronto la imagen de él con el reguero de lefa de su hermano espástico resbalándole por el careto. Goteo, horror, humillación, acusación, pelotera.

—Pero tú estás bien, ¿no, hijo? —preguntaba mi madre con voz monocorde—. ¿Te va todo bien?

—Por supuesto —decía yo, procurando mantener un nivel de atención aceptable.

No obstante, el cerco se iba estrechando; todo iba convirtiéndose en mierda a mi alrededor. Sick Boy no paraba de darme la vara para que nos fuéramos a Londres a pasar una temporada con mis colegas «angloides». Con cada día que pasaba, esa perspectiva se volvía más tentadora. No obstante, a pesar de que la adicción al jaco iba en aumento, yo seguía inquieto, buscando pistas sin parar. Leía con desesperación, vorazmente. Leía todo menos lo que se suponía que tenía que leer para los estudios. En el aula, me sentaba al fondo, medio sobao, y luego pedía a algún empollón que me dejara fotocopiar los apuntes. En los grupos de los seminarios solía meterme speed para animarme y orientar los debates hacia mis obsesiones individuales mediante discursos largos y divagantes de drogata, que no eran más que tientos mentales para rascarme el prurito fantasma que tenía en el cerebro. Como Davie, tenía flemas en la cavidad torácica que me goteaban desde las fosas nasales formando un reguero constante. Respiraba fatal. Hasta me cambió la voz, me fijé; me resultaba más fácil obligar al sonido a salir por la nariz, aunque produjera un ruido metálico y quejumbroso que no soportaba, pero que era incapaz de suprimir. Un día, un profesor me miró con cara de lástima y me dijo:

—¿Estás seguro de que éste es tu sitio?

—No —le contesté, «pero no se me ocurre ningún otro.

Era cierto. Al menos tenía una razón para estar allí, aunque hubiera dejado de entregar trabajos: sabía que ahora nunca llegaría ni de lejos al umbral de aceptabilidad del setenta por ciento. Dejé de mirar si había algo en mi casillero. A menudo la gente parecía dar por supuesto que ya me había ido, y les sorprendía mucho que me dejara caer por allí de vez en cuando. En cierto modo, era verdad que me había ido; lo único que veían ellos eran mis restos espectrales.

En las raras ocasiones en las que ponía el pie en los bares del sindicato de estudiantes, me burlaba de la gente y de sus proyectos bobos, de sus grupos de música, de sus planes de viajar por Interraíl y de sus actividades deportivas, pero sólo porque sabía que yo ya no podía apuntarme. Acabé aborreciendo la música de Bob Marley; cuando era punk y vivía en Londres me encantaba, pero ahora no soportaba la desfachatez con que se la habían apropiado los universitarios blancos de clase media. Una noche, cuando me dirigía a la residencia a dormir, vi a unos gilipollas de colegio de pago borrachos y muy emocionados, que canturreaban acerca de estar en un bloque de viviendas protegidas de Trenchtown. ¡Estaban cantando sobre la vida en una barriada de Kingston, en Jamaica! Les lancé una mirada brutal y adoptaron en el acto una actitud sobria y contrita. Aquello era lamentable. Yo era lamentable. La gente me evitaba. Había pasado de ser un escéptico simpático, ingenioso y juerguista a un plasta y un cínico frío y mordaz. Y, sin embargo, cuanta más manía me cogía la gente, más fuerte me volvía yo. Me alimentaba del rechazo ajeno. No existía nada bueno, normal o cuadriculado de lo que no me mofara. Lo criticaba todo, y de la peor forma posible, porque cada onza de bilis me la generaba mi propia sensación de fracaso e inadaptación, se desprendía de ella como el vapor de los meaos de un borracho.

Y en las clases empecé a apestar como un ídem. Antes siempre había sido un poco compulsivo en lo tocante a la higiene personal y el orden; ahora tenía una ciénaga permanente de ardor y suciedad en torno a las «joyas de la corona», el culo y los sobacos. Parecía que en cualquier momento pudiera entrar espontáneamente en combustión. Una vez me crucé con Fiona en un pasillo. No pudimos evitar mirarnos a los ojos.

—Conque sigues aquí —me espetó en tono desafiante.

Eso sí, me di cuenta de que todavía le importaba (o quizá no, a lo mejor sólo me engañaba). Lo único que logré decir fue:

—Hola, eh, nos vemos… —antes de salir pitando.

Más o menos después de aquel incidente dejé de ir a la uni. Mi plan, por llamarlo de algún modo, consistía básicamente en quedarme en la residencia. Me alimentaba la vena con Don, y, de vez en cuando, los genitales con Donna, la prostituta del bar en el que dejé a Fiona. Empecé a acudir al hotel con regularidad y, poco a poco, fui reuniendo el valor para abordarla. Me llevó a un piso funcional en el que había reproducciones de los girasoles de Van Gogh, y que evidentemente era de uso exclusivo para clientes. Me pasaba la mayor parte del tiempo comiéndole el coño, en lugar de tirármela. Quería adquirir pericia en lo primero. Para mi gran vergüenza, me dijo que se llamaba cunnilingus. Sick Boy jamás habría cometido ese error. Seguía hasta que se me agotaba la pasta o la libido, o hasta que ella me largaba, independientemente de cuál de las dos cosas sucediera antes.

Seguía deambulando por la ciudad como un fantasma. A todas horas. Y, un buen día, Don desapareció. En los pubs del muelle nadie sabía nada de él. Circulaban toda clase de teorías acerca de adónde podía haberse pirado el muy zumbao, la mayoría de ellas basadas en sus divagaciones: Copenhague, Nueva York, Londres, Hamburgo, Peterhead. Yo habría apostado por esta última localidad. Era más que posible que estuviese en el sofá de su piso, muerto de sobredosis, pero pasaba de ir a comprobarlo. Entonces vi a Donna por la calle, y también a una chiquilla con síndrome de Down que se le acercó corriendo y se le echó a los brazos. Me fui calle abajo y supe que nunca más volvería a visitarla.

De repente tuve la impresión de que un silencio omnipresente dominaba Aberdeen; un mutismo y una quietud posapocalípticos, como si el cielo te encerrara igual que el cristal de esas bolas que tienen nieve artificial dentro. Mi vida ahí había llegado a su fin, así que, sudoroso y temblando, me subí a un autobús y volví a Edimburgo. Con una bolsa llena de ropa sucia y otra llena de libros. Hice la primera escala en casa de Johnny Swan, en Tollcross.

Llevaba ahí unos diez minutos cuando llamaron a la puerta; eran Spud y Sick Boy; llevaban la misma pinta de hechos polvo que yo, pero estaban encantados de haber llegado a la casa donde aliviaban el dolor. Mientras Johnny se tomaba su tiempo tranquilamente para preparar los chutes, nosotros nos convertimos literalmente en unos monstruos babeantes, de ojos saltones y con los tendones del cuello tirantes; dábamos repelús. Johnny estaba en una forma exuberante, y nos daba la brasa con sus retorcidas obsesiones.

—No tengo nada contra los morenos como tales, pero ahora mismo aquí hay muchos más de la cuenta. Pakis también. Esa forma indiscriminada de reproducirse diluye el vigor de una raza. La moral se acaba yendo al carajo. Si ahora nos invadieran los alemanes, no se salvaba ni el apuntador. ¿Me pilláis?

—Sí —digo yo, pero estoy tan ajeno a los chicos de aquí como a los estudiantes políticamente correctos en Aberdeen. Gilipollas. Puto gilipollas nazi. Pero me da igual. Ponme el jaco—. ¿Estás preparando esos chutes o qué?

Es como si no me oyera.

—No creo en eso de mandarlos a todos a su casa; las tías pueden quedarse, sobre todo las asiáticas occidentalizadas esas…, fuaa… —dice, con una sonrisita de suficiencia que deja al descubierto sus dientes putrefactos. Sick Boy aparta la vista con cara de asco.

—Por suerte, la mayoría de ellos no quiere venir a Escocia. Hace demasiado frío para la gente de piel oscura.

Cierra la puta boca y cocina, cocina, cocina…

—A mí no me parece que sea así y tal —dice Spud—. Tiene más que ver con que aquí arriba no hay curro, ¿sabes? Y lo de los ordenadores en realidad no cuenta, porque yo ese rollo no me lo creo, tío.

Pero ahora, ¡menos mal, joder!, Swanney empieza a prestar un poco de atención en serio al asunto que tiene entre manos; la heroína ya está colocada en la cucharilla con el agua, y el mechero está debajo, venga a arder.

—El curro no tiene nada que ver. Es un hecho de todos conocido que los negros no vienen aquí más que a vivir de gorra del Estado. Es como una venganza por los años de esclavitud, cuando el imperio británico y tal. El poscolonialismo o no sé qué cojones, ése es el puto término científico. Díselo tú, Rents —me ruega mientras me indica que absorba el jaco con mi hipodérmica. Oh, gracias, Swanney, gracias, Señor de los cojones, si Tú lo deseas desfilaré al paso de la oca todo el trayecto hasta las urnas y votaré al Frente Nacional…— Psicología —dice dándose con el dedo en la cabeza.

—Y que lo digas —suelto, para corroborar sus palabras. Aunque ahora mismo me preocupa más la fisiología, dadas las Danny McGrains[74] tan chungas que tengo; he conseguido que una se asome a la superficie, pero me preocupa que desaparezca; es tan precaria como una erección después de beberse una botella de whisky. Pero atravieso la piel, meto la aguja y chuto…— Ya te he vuelto a pillar —digo, con una carcajada entrecortada, y sonrío a los demás—. Soy demasiado rápido para vosotros, cabrones…

Sumirme en el olvido, donde no me alcancen…

Luego vuelvo al piso con Sick Boy y Spud, que se ha instalado en mi habitación, por lo que a mí me ha tocado el sofá. Nos metemos un poco más de jaco, aunque yo sigo con el colocón del último pico. No cabe duda de que estos chicos no se han cortado un pelo en mi ausencia.

—Tendrías que haber seguido con la uni —me dice Sick Boy con la mayor tranquilidad, mientras prepara más chutes, antes de hacerse un torniquete magistral con una corbata escolar azul marino de Leith Academy, con el barco y el lema «Persevera» estampados. Sus venas se arriman triunfalmente a la luz como un ejército avanzando por una colina—. De todos nosotros, eras el único cabrón que podía haber hecho una carrera.

—Tú también. Tengo entendido que en primaria eras un cabrito de lo más empollón.

—En primaria sí —admite Sick Boy.

—Vi estallar en hormonas tu carrera académica el día que, en segundo curso, Elaine Erskine fue a clase con aquella minifalda roja.

—¿Por qué no hablamos más de rock, tíos? —se queja Spud, impaciente por que le llegue su turno mientras ve el telediario escocés. Presenta Mary Marquis, lo que me lleva a pensar en la monstruosa polla de Davie en mi mano y en su respiración espástica y gorjeante.

—Ya —se acuerda Sick Boy, y sus grandes ojos castaños se vidrian—. Cuando la mandaron a casa a cambiarse de ropa, salí derechito a la calle detrás de ella. Le dije a Munro, el de Geografía, que estaba Zorba[75] perdido y que iba a vomitar. La pillé a la altura de los Links y le ofrecí un hombro sobre el que llorar, al tiempo que la felicitaba por el gusto tan certero que tenía en materia de moda. Las tías buenas sólo tendrían que llevar minifaldas…

—Venga, Si…, ¡chútate ya! —suplica Spud.

—Ahora bien, aquellas tetas hermosas que flipas, que me hicieron perder completamente el juicio, nos convirtieron en un par de cochinos descerebrados, fascinados por la carne del otro. Y yo, intrigando y maniobrando sin cesar para espantar a los tíos mayores y más enrollados que codiciaban su coño…

—Simon, colega, ¡vale ya! ¡Las estoy pasando canutas! —exclama Spud entre jadeos.

—… antes de finalizar aquella semana, mi glande estallaba como la traca final del puto castillo de Edimburgo en Nochevieja.

—¡SI! ¡VALE YA!

—Paciencia, Danny boy[76], siempre tiene que haber un poquitín de sombra antes de que salga el sol —dice Sick Boy con una sonrisa; absorbe algo de jaco y le pasa la cucharilla a Spud, que rebosa de gratitud—. Ya…, yo lo único que digo es que eso me marcó un camino, Rents, y no necesariamente el que habría elegido yo —reflexiona en voz alta; muerde la corbata y las venas, grandes y hermosas, sobresalen con generosidad en el brazo, le dan tanto donde elegir que no sabría qué hacer con todas—. No necesariamente el que habría elegido yo… —repite mientras se clava la aguja y extrae un poco de sangre con el émbolo de la jeringuilla; luego se lo inyecta todo otra vez.

Hace una mañana fría pero luminosa; el suelo está cubierto de nieve, las casas soportan el peso de densas filigranas de hielo y un sol alegre centellea por encima de torres de nubes. Me levanto y me visto después de una cabezadita irrisoria; paso por encima de Spud, que está tirado en el suelo del pasillo, y vuelvo a la empresa de Gillsland, huero y metálico como un bote de espuma de afeitar vacío y desechado. Se habían hecho con la unidad de al lado y Gillsland había dado un giro de ciento ochenta grados, pasando de equipar tiendas de gama alta y de la carpintería a medida, a fabricar más y más paneles de viviendas para profanar Escocia central con más y más cajones de mierda todavía.

Les seguía obsesionado con sus competiciones de chorizos de los lunes por la mañana, pero ahora tenía que esforzarme a tope y no conseguía producir más que chocolatinas escuálidas.

—¿Qué pasa contigo, Mark? —me preguntó con expresión dolida—. ¿Qué clase de dieta sigues en Aberdeen?

La dieta del jaco. Pronto será la dieta favorita de todas las amas de casa jamonas de clase media de la periferia.

No obstante, el trabajo me convenía. Mientras los demás se quejaban porque decían que estaban perdiendo oficio, a mí, limitarme a trabajar mecánicamente con pistolas de aire comprimido, clavando clavos en los marcos y atornillándoles placas de aluminio, me parecía muy bien. Podía estar ahí, chungo por el jaco y con los ánimos por los suelos, y hacerme diez paneles en una hora sin cruzar una palabra con nadie.