Estoy en el bar del hotel esperando a Fiona, pensando en esa sonrisa que me derrite el corazón y en la forma tan sexy y concentrada que tiene de fruncir el ceño cuando sopesa los libros y los comentarios de los profesores sobre ellos. Cada vez que entra en un sitio, me animo a tope. Lo que siento es puro deleite, ni más ni menos. Nos pasamos la vida besándonos apasionadamente entre suaves ataques de risa y, aunque ya llevemos tiempo follando, me sigue encantando mirarla sin más.
Llevamos casi cuatro meses juntos. Sin contar la extraña relación que tengo con Hazel, es la chica con la que más tiempo he estado. Pero sigo sin tener casi ni puta idea, porque esta noche se acabó. Esta noche, en este bar de hotel, voy a cortar con la mejor novia que he tenido en la vida, con la chica más bonita y más inteligente que conozco. Vale, igual el listón no estaba muy alto, pero no por eso deja de ser cierto.
Es un bar pequeño de un hotel igualmente pequeño, supongo que en un país pequeño, pese a que, a mí, Escocia siempre me ha parecido grande, ya que en realidad no he salido de mi rinconcito. El garito desprende un rollito tipo viajante de comercio: una lustrosa moqueta azul en el suelo (raída hasta decir basta), asientos empotrados a lo largo de toda la pared, con mesas viejas y banquetas de cobre dispuestas alrededor y, encima de la chimenea, un retrato firmado y enmarcado del exfutbolista y entrenador Martin Buchan, con los colores del Aberdeen.
Un camarero saca brillo a la vajilla. La puerta se abre y veo lo que parece una silueta femenina, que vacila un instante detrás del vidrio acanalado. En un primer momento pienso que es Fiona, pero no, es una mujer de la edad de mi madre, más o menos, unos cuarenta y pico; lleva una falda negra ceñida y una blusa blanca.
Fiona Conyers. Tener el valor de ser cruel. De decirle adiós. Reflexiones que no puedo compartir. Delante de mí, una pinta intacta. No es eso lo que quiero. Lo que quiero está en el muelle, en casa de Don. O en Edimburgo, en casa de Johnny Swan.
¿Dónde está ella? Echo un vistazo al reloj de la pared; como todos los relojes de pub, seguro que va adelantado. A lo mejor ha decidido pasar de mí antes que yo de ella. Ojalá. Problema resuelto.
Fiona no estará soltera y sin compromiso mucho tiempo. Está buena y, además de ser estudiante, tiene coño y vive lejos de casa. Encontrará a alguien con «madera de novio», como habría dicho la asquerosa de Joanne. Mark era majo, pero no es que tuviera MDN precisamente.
La mujer de la barra charla con un hombrecillo…, perdón, hombre. Llevo tanto tiempo en Ovejilandia, que se me ha pegado la costumbre del diminutivo para todo. Ahora me doy cuenta; es una prosti, una zorrupia, un putón. ¡Joder, no me lo puedo creer! Me encanta cómo sostiene el pitillo, la sonrisa prefabricada, esa risa gutural, directamente sacada del cine negro de Hollywood, donde las mujeres eran zorras cochinas y duras de pelar, sueltas de lengua y sucias de boca.
Acabo de decidir que esta mujer es la cabrona más molona del mundo. Una prostituta madurita de Aberdeen en un bar de hotel lleno de viajantes que tienen que regatear con el jefe hasta por el último bocadillo que figure en la dieta. ¿Aceptan vales de comida? Fíjate en el tío. Como Fiona y yo dentro de unos años. Que le den por culo, yo nunca seré así. Jamás de los jamases.
La prosti vuelve a reírse de forma estentórea y arrogante. Me encanta cuando la gente se ríe de esa manera, como si dijera «que os den». Sobre todo las chicas. Fiona y yo nos reíamos mucho juntos. Ella todavía lo hace. Risas para dos.
Siempre está cuando la necesito. El funeral, lo de Davie y tal.
Puede que el sexo con Fiona no haya sido especialmente aventurero, pero, emocionalmente, ha sido el más intenso que he disfrutado en mi vida. Me ha ayudado a superar la leve aprensión que siempre me suscitaba el folleteo. Aunque, todo sea dicho, para eso bastó con salir de casa, porque siempre había asociado el sexo a la demencia y la deficiencia mental: recuerdo a mi madre y mi padre bañando a Davie y bromeando sobre su erección; por si fuera poco, la chorra de mi hermanito retrasado era grotescamente descomunal. Otra broma cruel que el destino nos ha gastado a todos, y algo que él nunca tendría ocasión de utilizar, a pesar de mi asistencia con lo de Mary, pero mucho más grande que la mía o la de Billy.
La vergüenza. El bochorno. El horror.
Drenaje postural.
Duf.
Duf.
Duf.
Despejar los pulmones. Pintar el Forth Bridge. Reparar el barco que se hunde.
Ya está.
Repítelo.
Nunca más. Nunca tendré que volver a oír el ruido sordo de esas toses, jadeos y resuellos horribles.
Nunca jamás llevaba chicas a casa: sólo mis amigos más íntimos estaban al tanto. Curiosamente, Sick Boy trataba bien a Davie y se metía a mis viejos en el bolsillo con toda naturalidad. Tommy también; jugaba con el cabroncete, le hacía reír y bromear con él. Matty parecía avergonzarse, pero toleraba que Davie le babeara y le echara mocos encima. Spud le atribuía poderes místicos; creía que veía más de lo que lograba expresar. Begbie era sincero; se sentaba en la cocina con Billy a fumar pitis y a echar el humo por la ventana pasando de los espasmos y gorjeos del cabroncete, mientras mi madre le daba golpecitos constantemente en la espalda, para que los bronquios no se le llenaran de líquido.
¿Qué sentía yo por él…?
Y aquí estoy, en este bar de hotel, consciente de que todo eso no son más que chorradas, tratando de establecer la relación que hay entre lo de Davie y todo esto; la adicción al jaco y la soltería inminente, en cuanto Fiona entre por esa puerta. Porque Sick Boy, Matty y Spud nunca tuvieron un Davie. Nunca tuvieron necesidad de engancharse al jaco. Mi hermano mayor, Billy, sí tenía uno, pero nunca se ha fumado un porro siquiera. Los capullos que pretenden psicoanalizar a la peña que está hecha polvo pasan por alto lo más crucial de todo: a veces lo haces porque te lo encuentras y porque eres así. Vi a mi madre y a mi padre machacarse a sí mismos y arrancar de cuajo sus respectivos árboles genealógicos en busca del origen de todos los genes malos de Davie. Pero al final tuvieron que asumir que daba igual. Es lo que hay y punto.
Y aquí llega Fiona. Lleva un top verde oscuro con capucha. Unos pantalones negros, ceñidos, de loneta. Guantes negros. Lápiz de labios morado. Su sonrisa, enorme y relajada, me da ganas de echarme a llorar.
—Perdona el retraso, Mark, estaba hablando con mi padre por teléfono —me dice, y de pronto se interrumpe bruscamente—. ¿Qué pasa, amor? ¿Cuál es el problema?
—Siéntate.
No lo digas…
Se sienta. La cara que pone. No puedo hacer esto. Pero tengo que hacerlo. Porque de algún modo entiendo que es el último acto desinteresado que haré en la vida. No puedo detenerme ahora. Voy a hacerle daño, pero es por su bien. El miedo va trepándome por las entrañas como una mala hierba.
—Creo que tendríamos que dejarlo, Fi.
Joder…, ¿de verdad he dicho eso?
—¿Qué? —Intenta reírse en mi cara con una risa amarga, como si fuera una broma de mal gusto—. ¿Pero de qué vas? ¿A qué te refieres, Mark? ¿Qué problema hay?
Es una broma. Ríete. Dile que es broma. Dile: «En realidad me preguntaba qué te parecería irnos a vivir juntos…».
—Tú y yo. Creo que tendríamos que cortar. —Pausa—. Quiero cortar. Quiero que dejemos de salir juntos.
—Pero ¿por qué…? —dice, llevándose la mano al pecho, al corazón, momento en el que el mío casi se rompe a la vez que el suyo—. Hay otra persona. En Edimburgo, esa chica, Hazel…
—No, no hay nadie más. De verdad. Simplemente pienso que tendríamos que hacer borrón y cuenta nueva. No quiero ataduras. Además, estoy pensando en dejar la universidad y tal.
Cuéntale que estás deprimido. Que no sabes lo que dices. CUÉNTALE…
Fiona se queda boquiabierta. Tiene una expresión más boba y más carente de dignidad de lo que nunca habría imaginado posible en ella. Es culpa mía. Soy yo. Todo esto, toda esta mierda, es cosa mía y de nadie más.
—¡Teníamos planes, Mark! ¡Íbamos a viajar!
—Ya, pero necesito largarme solo —le digo; estoy pillando el ritmo de la apatía cruel, he encontrado las reservas de cabronez necesarias para seguir adelante con algo así.
—Pero ¿por qué? Te pasa algo, últimamente estás muy raro. Siempre estás resfriado, llevas así todo el invierno. Tu hermano…
Sí…, sí…, eso es. Cuéntale que es eso. Cuéntale ALGO…
—No tiene nada que ver con mi hermano —digo rotundamente. Otra pausa. Ha llegado el momento de confesar—. He estado consumiendo heroína.
—Ay, Mark… —Se nota que ahora todo le encaja. Las postillas en el dorso de la muñeca y en el pliegue del codo. La moquera eterna. La fiebre. El aletargamiento. El desaliño. La disminución en la frecuencia de las relaciones y los intentos de evitar el sexo. Los secretos. Casi parece aliviada—. ¿Desde cuándo?
Aunque no sea verdad, parece que sea desde siempre.
—Desde el verano pasado.
Hay un destello en su mirada y se lanza.
—Es lo de Davie… y su muerte. Estás deprimido, nada más. ¡Puedes dejarlo! Lo superaremos, cielo —y la mano que está al otro lado de la mesa sale disparada y coge la mía. La suya está calentita, la mía parece un filete de trucha encima del hielo de una pescadería.
Fiona no capta el cuadro de conjunto.
—Pero es que yo no quiero dejarlo —digo, y, con un gesto de rechazo, retiro la mano—. La verdad es que me mola —confieso—, y no puedo compaginarlo con una relación. Tengo que ir a mi bola.
Se le desorbitan los ojos de horror. Se pone toda sonrosada. Jamás la he visto así; es una versión extrema de cuando estamos en la cama y va a correrse. Por fin explota:
—¿Me vas a dejar? ¿Tú me vas a dejar a mí?
Echo un vistazo por encima de su hombro y veo la reacción del camarero, que se aparta deliberadamente para dejar constancia de su desagrado. Una mueca de desprecio como no me habría imaginado jamás desfigura la cara de Fiona. La arrogancia salta al primer plano. Pero me alegro de que sea así.
—Soy yo —le digo—, no hay nadie más. Es el jaco y punto.
—¿Me… me vas a dejar porque quieres pasar más tiempo metiéndote heroína?
La miro. En resumidas cuentas, es eso. No tiene ningún sentido negarlo. La he cagado.
—Sí.
—Huyes por cobardía, cabrón de mierda —me espeta, y alza tanto la voz que se vuelvan unas cuantas cabezas—. Pues, ¡hala, cagao de mierda! —dice poniéndose en pie—. ¡Mándalo todo a la porra, mándame a mí a la porra, manda a la universidad a la porra! Eso es lo único que eres y lo único que serás en la vida: ¡UN COBARDE Y UN VICIOSO DE MIERDA!
Acto seguido se larga y cierra de golpe la puerta de cristal esmerilado al salir. Se vuelve un instante, como si quisiera mirar otra vez al interior antes de desaparecer. La puta, su cliente bobochorra y el soplapollas del camarero echan ojeadas fugaces alrededor después de que se haya esfumado. Esa chica tan dulce y cariñosa se ha enfurecido, me ha enseñado otra faceta suya y, aunque me ha dejado pasmado, me alegro de que la tenga.
En conjunto, me parece que la cosa ha ido muy bien.