BALTIC STREET

Maria Anderson supo, por el sabor metálico de sangre que tenía en la boca, que se había quedado sin chicle. Mientras escupía sobre los húmedos adoquines grises, se sacó un tirabuzón de detrás de la oreja, se lo enrolló en el dedo como una espiral y luego lo soltó; acto seguido cogió otro y repitió la operación. Todavía no habían ido a por Dickson, pero el síndrome de abstinencia no admitía medias tintas en lo tocante al imperativo de picarse. Después de aquello, Simon y ella se marcharían juntos, a Londres o a otro sitio por el estilo. Simon tenía grandes planes.

Sick Boy la mira desde un portal. El comportamiento compulsivo de la chica le recuerda el del perro que tenían los Renton en otros tiempos: cuando se metía en su cesto, siempre tenía que dar tres vueltas sobre sí mismo y entonces, por fin, se tumbaba. Tras un comienzo tan prometedor, todo se había ido al traste rápidamente. Para Sick Boy fue una amarga desilusión comprobar que él no había sido el primer amante de Maria. A un chico del colegio y a un camarero español oportunista les había tocado el gordo antes que a él. Compensó tal circunstancia ampliando los horizontes de Maria y, de paso, también los suyos un poco. Ella se encontraba en su mejor momento cuando empezaba a darle el mono, durante la breve fase que precede al debilitamiento total, en la que uno creía que, a fuerza de follar, podía sacudirse un síndrome cada vez más fuerte. Cuando iba puesta era de lo más complaciente, pero costaba lograr que adoptara las posiciones con un mínimo de entusiasmo.

Se oye un motor y pasa un coche por los adoquines de unas calles mojadas, bañadas en la luz anaranjada de las farolas; un Volvo se detiene al lado de Maria; un hombre que parece pequeño baja la ventanilla y la mira de arriba abajo; después se dirige a Sick Boy, que se acerca moviendo la cabeza como un halcón al que acaban de quitarle la capucha.

—¿Tu amiga necesita que la lleven a alguna parte?

—Sí —dice él, fijándose en la expresión ausente y en la mirada vidriosa y desamparada de Maria. Conversa con el tipo unos instantes y luego le dice—: Adelante, Maria, sube, este tío es legal. Sólo quiere darse una vueltecita contigo, ir a su casa y volver a dejarte aquí. Nos vemos en casa.

Maria se estremece de ansiedad.

—Pero ¿no puede venir él a casa y ya está?

—No conviene que todo el mundo, los vecinos y tal, se meta en nuestros asuntos. El otro día, la señora Dobson andaba fisgoneando por ahí. —Sick Boy escudriña la calle con sus enormes ojos—. ¡Venga! Nos vemos por la noche, cariño.

—No quiero… —protesta ella.

Éste es su tercer cliente. Dessie Spencer, uno del bareto, había sido el primero, seguido poco después por Jimmy Caldwell. Sick Boy detesta compartirla, pero no es más que sexo por dinero y no significa nada.

—¿Vas a subir o qué? —se impacienta el tipo trajeado del coche.

Sick Boy capta tufillo a cerdo de paisano, pero los polis también tienen cartera y, en cualquier caso, el mono aprieta tanto ya que no le importa, hasta el punto de que, ahora, que lo detengan y lo encarcelen no le parece un perjuicio tan grande, sino una oportunidad perfecta para desengancharse. Está saliendo todo fatal. Todo el mundo está enganchado. Tommy, Begbie, Segundo Premio, y Gav no, pero casi todos los demás sí. Maria había hecho gala de un entusiasmo mayor de lo que esperaba, y no sólo en cuestión de sexo sino también respecto a la sed de jaco. Su propio hábito se le ha ido de las manos por estar con ella. Maria está tensa y se empeña en no subir al coche del tipo trajeado. Sick Boy intenta empujarla.

—¡Vete ya!

Ella clava literalmente los tacones en el adoquinado.

—Es que no quiero, Simon…

—No me puedo quedar aquí esperando —protesta el tipo trajeado—. ¿Vienes o no? ¡Bah, al carajo! —Arranca de nuevo y sale disparado.

Sick Boy se da en la frente con la mano al ver cómo se aleja de él a toda pastilla una bolsita de plástico que contiene una preciosa bola blanca y unos restos de heroína. Se vuelve hacia Maria y la decepción lo induce a vocalizar lo que estaba pensando el tipo del traje:

—¡Joder, qué poca profesionalidad!

—Lo siento, no quiero hacerlo… —lloriquea ella, abrumada por una súbita sensación de pusilanimidad, producto del mono y de la angustia, y agarra a Sick Boy por las solapas de la chaqueta de espiguilla plateada—. Yo sólo quiero estar contigo, Simon…

A Sick Boy le deja atónito el desprecio abrasador que le inspira esta chica, que, hasta hace tan poco, era su objeto de deseo más desenfrenado. Hay que ver la rapidez con que Maria le cogió el gusto a la heroína. Supone que serán los genes de adicto bolingoso de Coke; se suelta y le canturrea el sonsonete de las Noticias de las diez:

—¡Di-di-di, di-didi-di! Estamos con el mono. ¡Ping! Tenemos que conseguir jaco o será peor todavía. ¡Ping! Cuesta dinero. ¡Ping! —Maria hace un mohín, se encorva y se aleja; Sick Boy se queda mirando la silueta de niña abandonada y sufre remordimientos de conciencia a pesar de la abrumadora necesidad de caballo; no está lista para hacer la calle—. Vale, nena, vale, vuelve a casa. Yo llevaré a alguien y montamos una fiestecita.

—¿Todavía me quieres? —lloriquea ella.

—Claro que sí. —La abraza; le gratifica notar que se le pone la polla dura. La desea, cree que la quiere. Si fueran diferentes, si él lo fuera…— Vuelve a casa y espérame.

Maria se marcha cabizbaja. Sick Boy la observa mientras se aleja. A medida que se aleja de él, parece que anda con mayor arrogancia y seguridad en sí misma, casi le hace sospechar que quizá se la esté jugando. ¿De verdad creía que iban a matar a un expoli entre los dos? El gran problema de presentársela a otros tíos es que empezaba a darse cuenta del poder que ejercía sobre ellos. La otra noche tenía completamente fascinado al tocino de Caldwell, un lelo gilipollas, capaz de cualquier cosa por un chochito joven y tierno. Retenerla podría acabar siendo complicado.

Sick Boy echa a andar con el cerebro bulléndole de ideas contradictorias. En el Foot of the Walk, en Woolies, un cartel casero y chapucero, decorado con purpurina en los bordes, proclama que sólo quedan veintiún días de compras para Navidad. Poco después ve una silueta enfundada en un top Wrangler azul oscuro con capucha, temblando en la deprimente llovizna, bajo el toldo del centro comercial de Kirkgate, y sabe que es Spud Murphy.

—¿Tienes jaco? —se preguntan simultáneamente.

—No —dice Spud, al tiempo que Sick Boy niega con la cabeza.

—Te acabo de ver con la tal Maria —se aventura a decir Spud con una expresión ansiosa y hosca en su pálido careto, como un sacerdote viejo encapuchado.

—Ni me la nombres. Esa putilla atontolinada se cree que puede mantenernos a base de mamadas de cinco libras. No tiene ni zorra. Lo que quieren todos son coñitos y culitos prietos. Podría ponerse las pilas, pero tiene que aprender. Soy demasiado blando, ése es mi puto problema.

Olvídate de Maria, el verdadero inocentón es Spud, piensa Sick Boy, consciente de que su amigo seguramente achaca su biliosa perorata a fantasías inducidas por el síndrome de abstinencia, y que la estará reconfigurando mentalmente a toda leche hasta convertirla en algo aceptable. Casi oye el mantra interior de Spud, que va asfixiando su repugnante rollo a base de cachorritos, gatitos y conejitos aterciopelados. Por una fracción de segundo, querría ser como él, pero algo le surge rápidamente de dentro y aplasta esa idea sin piedad.

Los dos amigos siguen adelante hasta que la intensidad de la lluvia supera el umbral de lo tolerable y los obliga a detenerse delante de la tienda de alfombras del Walk, debajo del puente.

—Van a derribarlo —dice Spud, levantando la vista—. El puente. Es la línea vieja que salía de la Estación Central de Leith.

—Confirmado, entonces: no hay escapatoria de esta puta ratonera.

Spud pone cara de pocos amigos. Sick Boy sabe que no soporta que la gente ponga a parir a Leith, y que le parece imperdonable que lo hagan los nativos del viejo puerto. Pero el chico está desesperado, tiene frío y está pelado, así que informa a su amigo:

—Me han echado de casa, ¿sabes?

—Vaya, lo siento.

Los ojos de Spud, tan grandes, luminosos y alucinados como los del más patético personaje de Disney, chorrean necesidad.

—Me preguntaba… si podría quedarme unos días contigo. Sólo unos días y eso, tío, hasta que me recupere…

Ante el asombro y la incredulidad de Spud, Sick Boy le entrega gentilmente las llaves del piso.

—Claro que sí, colega, cuando quieras, ya lo sabes. Vete para allá y enciende la chimenea esa. Yo me acerco luego. Tengo que ir al South Side, a casa de mi madre —le dice, mientras Spud coge las llaves con una mano mugrienta, casi esperando que las retire cruelmente en el último instante.

—Gracias, tronco…, eres de lo mejor que hay —dice jadeando de alivio.

Hay que ayudar a los colegas, piensa Sick Boy, con un satisfactorio hormigueo de sentimiento virtuoso; reanuda la marcha Walk arriba repasando la estrategia planeada. Ahora irá a sablear a su madre y a sus hermanas, luego a casa de Johnny Swan a por jaco, y por fin, al puerto; piensa entrar en un garito para buscar un cliente a Maria. Se vuelve a echar una mirada fugaz a Spud, que se aleja agradecido, arrastrando los pies, por Constitution Street, seguramente rumbo a St. Mary’s Star of the Sea, a encender una vela y a rogar a la Virgen que perdone a su amigo y, de paso, pedir a Dios un poco de jaco. Seguro que ahí se encuentra con Cathy Renton, que estará completamente absorta, fantasea Sick Boy, arrastrando los dedos, pringosos de caramelo, en la fuente del agua bendita.

Sick Boy lleva encima las monedas justas para pagar el billete de autobús hasta The Bridges y llegar a casa de su madre. Pero, al llegar al nuevo hogar, en cuanto cruza la puerta, algo se le muere por dentro. Allí está su padre, en su sillón de toda la vida, impasible, enfrascado en la serie policíaca que echan en la tele. Es como si nunca se hubiera ido. Y su madre luce una gran sonrisa de satisfacción.

—Bonita choza, ¿eh? —le dice Davy Williamson a su hijo, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Le has dejado volver… —le dice Sick Boy a su madre con voz entrecortada—. No me lo puedo creer. —Le echa la mirada de reproche más feroz que podría echarle a su madre un hijo único favorito—. Le has dejado volver. ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

Su madre es incapaz de decir una palabra. Su padre toca un violín invisible parodiando una expresión atormentada.

—Así son las cosas. Sécate las lágrimas, chaval.

—Hijo, tu padre y yo… —la madre empieza a balbucir un pretexto, pero el padre la hace callar con delicadeza.

—Calla, cielo, calla —dice Davy Williamson, y se lleva un dedo a los labios. Tras haber silenciado a su mujer, el padre se vuelve hacia el hijo y le habla en tono firme—. No las metas —dice tocándose la nariz, un gancho impresionante repleto de capilares reventados—. ¡No metas las putas narices!

Sick Boy se pone rígido y cierra los puños.

—Me cago en tu…

Con un gesto grandilocuente y desdeñoso, Davy Williamson estira lentamente el brazo y vuelve la palma de la mano hacia arriba.

—Yo no me meto en tu vida sentimental, así que tú no te metas en la mía —dice sonriendo; ladea la cabeza y pone cara de payaso. Su madre no entiende nada y a Sick Boy se le escapa un bufido involuntariamente. El cabrón lo sabe todo—. Ya ves. A que eso no te ha gustado, ¿eh? —confirma su padre con otra sonrisa—. Pues que no se te olvide: ¡no metas las narices en mis asuntos!

—¿Qué significa todo esto…? —pregunta la madre.

Davy Williamson declara con fingida formalidad:

—Nada, cariño. —Ha recuperado el control sobre todos ellos una vez más. Mira a Sick Boy con una sonrisa amigable—. ¿No es así, bambino mío?

—Vete a la mierda —grita Sick Boy. Pero quien se marcha es él, y se esfuma rumbo a South Clerk Street acompañado por las súplicas de su mamma y las carcajadas desdeñosas y burlonas de su padre.

Tira por The Bridges sumido en la confusión, con el cuello al rojo; sigue pelado y no sabe si pasarse por Montgomery Street para ver a Spud o continuar rumbo a Leith para ir a buscar a Maria. Opta por lo segundo. La recogerá y se la llevará a la cama, donde la abrazará, la protegerá y la amará, como se supone que tendría que haber hecho desde el principio. Nada de ir echando las redes en cochinos pubs en busca de sucios golfos con los que volver a casa; se quedarán juntos en la cama los días que haga falta, sudando hasta sacarse el bacalao del organismo, abrazados, cuidándose el uno al otro hasta que la pesadilla haya pasado y amanezcan por fin en una era nueva y dorada.

No hay otra forma de hacer borrón y cuenta nueva…

Entonces se oye un bocinazo y un Datsun destrozado se detiene junto a él. Transporta la corpulenta figura de Jimmy Caldwell, que baja la ventanilla.

—Menuda fiestecita la de la otra noche, ¿eh? Le he hablado aquí a mi amigo Clint de la palomita esa tuya —dice, señalando con la cabeza a un cómplice de facciones angulosas que ocupa el asiento del copiloto y sonríe lascivamente. Un diente de oro solitario brilla en su boca cual mansión en medio de una barriada en ruinas.

—¿Os apetece montar otra ahora mismo? —pregunta Sick Boy, agachándose. Inmediatamente se produce un cortocircuito entre el síndrome de abstinencia y lo que venía pensando hace sólo unos instantes.

—Súbete atrás —dice Caldwell con una sonrisita afable—. Llevamos la pasta. Hay que ver lo que tira la lira, ¿no, Si?

—Así es —dice Sick Boy, ausente y distraído; entra en el angosto espacio y los huesos, doloridos, protestan por la dureza de los asientos de piel—. Le cose si fanno per soldi