UNION STREET

Otro día deambulando estoicamente por la ciudad; bajo por Union Street y me azotan feroces ráfagas de viento. Puede que Edimburgo sea un lugar gris y deprimente, pero Aberdeen te vacila a base de bien. Podrías pasarte la vida entera esperando a que el cielo pase del gris al azul. No obstante, ahora paso más tiempo aquí arriba; ya no voy tanto a casa como antes.

La última vez que volví, me puse hasta las cejas de jaco con Matty, Spud y Keezbo, en casa de Swanney.

No sé cómo llegué al queo de Swanney desde una fiesta de drogatas en la morada del yonqui veterano, Dennis Ross, en Scabbeyhill[71], aunque recuerdo vagamente haberme pasado siglos buscando cambio en los bolsillos para pagar a un taxista cabrón que refunfuñaba al oído que flipas, pero regresé a la superficie del mundo consciente en Tollcross. Recuerdo cuando salió el sol e inundó el cuarto de estar de Johnny con una luz destructora, que nos acribilló sin piedad y nos obligó a asumir de nuevo nuestro deterioro y nuestras flaquezas de vulgares mortales. Me levanté y, luego, Matty, Spud y yo fuimos a ver a los demás al Roseburn Bar, varias horas antes del derby; después fuimos con un montón de basca a Haymarket, a echar unos tragos en varios garitos más. Por el camino, las dos hinchadas no paraban de amenazarse a tope, pero el cordón policial que las separaba no cedió. El partido terminó en un empate reñido, sudoroso y sin goles. Como estaba hecho polvo, no me enteré de la mayor parte del partido, pero recuerdo que, hacia el final, los Hibs casi marcan el gol de la victoria; McBride logró regatear a un Jambo y pasó el balón a Jukebox[72], que hizo lo propio con otro capullo granate y se lo centró a Steve Cowan, cuyo disparo con la derecha falló el blanco por un pelo cuando el portero estaba ya batido. El asaltacunas de Sick Boy también le había pegado al jaco, pero aun así se volvía completamente loco; iba con la pobre chica esa, Maria, a remolque. Es un poco jovencita para él, y se la veía bastante perdida en aquel proceloso mar de grillaos.

Después del partido hubo un montón de movidas pasadas de rosca con Begbie. Él, Saybo y unos cuantos más les metieron una somanta a unos zumbaos en Fountainbridge. Como siga con esa mierda, el muy cabrón acaba en Saughton fijo. Pero el caos de Edimburgo me recordó lo mucho que me había llegado a gustar mi existencia ritualizada en Aberdeen. Me di cuenta de que mis pretensiones de espíritu libre no eran más que chorradas. En realidad, saturaba los días de rutina, hasta que me mosqueaba tanto que me veía obligado a romperlas drásticamente. Una buena ración de jaco ayudaba. Aquí, sin embargo, estaban Fiona, mis estudios y mis paseos. Y la razón por la que hacía menos viajes a casa era que había localizado una fuente de jaco.

Pateé una burrada, recorrí las calles durante siglos y con independencia del tiempo que hiciera. No parecía que llevara un rumbo determinado, pero invariablemente acababa más allá de la estación de ferrocarril, en los alrededores del muelle. Me quedaba allí mirando los barcos grandes que iban a Orkney, Shetland y quién coño sabe a qué sitios más. En el cielo, las gaviotas graznaban y describían círculos; a veces, pasando por Regent Quay, tenía la sensación de que se reían de mí a grito pelado, como si supieran lo que me traía entre manos, aunque yo no.

Y qué decir de los pubs náuticos: el Crown and Anchor, el Regent Bridge Tavern (un antrito estupendo) y el Cutter Wharf. El Peep Peeps, más chabacano, que estaba en una calle lateral, y donde siempre terminaba con una pinta de rubia en la mano, pero con ganas de otra cosa. Esperándola. Casi oliéndola. Sentado siempre en el mismo lugar, sabiendo que si la esperaba lo suficiente, acabaría viniendo a mí.

Fue allí donde lo vi: un tipo sentado junto a la gramola, a su rollo, leyendo el Financial Times, con una Pepsi a la que no le había echado ni un trago. Con una melena larga y grasienta, negra-pero-canosa, fina y rala en la parte superior, y unas carnes mortecinas de tono translúcido y azulado. De unos granos amarillo mostaza que tenía en la barbilla le salía una barba escasa y escuálida. Tenía unos dientazos amarillentos que parecía que se le fueran a caer al primer estornudo. En otras palabras, apestaba a jaco. Yo no. Yo era un universitario pulcro con una novia bonita. Yo no podría apestar a jaco, no con los ojos luminosos, la piel clara y los dientes blancos que tenía. Fiona había conseguido hasta que me pasara la seda dental. Pero aun así, en cuanto me vio, fue como si se hubiera dado cuenta en el acto. Yo también. Me senté a su lado.

—¿Qué tal? —me preguntó.

No tenía ningún sentido andarse con gilipolleces.

—Tirando a mal. Me encuentro un poco chungo.

—¿Estás con la tontería?

No sabía qué coño querría decir aquello, pero me pareció que daba en el clavo, y reconocerlo fue como darme permiso para hundirme en la miseria. Antes de aquella sensación mierdera, había experimentado vagos síntomas de gripe; me pesaban los brazos y las piernas, tenía la cabeza cargada y notaba dolores que iban cambiando de sitio. Ahora, algo apremiante acechaba detrás de todo ese malestar.

—Entonces, tío, ¿necesitas medicina?

—Sí.

Don me echó una mirada turbia, parecida a la que les había visto a los picotas más talluditos de Edimburgo.

—Vete a dar una vueltecita por la manzana y te veo en la entrada del muelle dentro de diez minutos —me dijo en un tono metálico y nasal; y se repantingó y siguió leyendo el Financial Times.

Lo cierto es que tuve que esperar diecisiete minutos hasta que Don se dignó salir del bar y acercarse a mí arrastrando los pies; tenía una pinta tan chunga como el estado en que me encontraba yo. No podía estar enganchado físicamente, no por un solo fin de semana chutándome, pero mi mente y mi cuerpo ansiaban un pico. Mientras íbamos a su costroso piso, que estaba a la vuelta de la esquina, para cerrar el trato, me esforcé todo lo que pude por disimular una excitación y una ansiedad poco menos que abrumadoras.

El queo de Don podría haber sido el de Swanney, el de Dennis Ross, el de Mikey Forrester o incluso el nuestro de Montgomery Street. Los mismos carteles mal pegados en unas paredes decoradas con un papel pintado feo y envilecedor, colocado por capullos que ya habían muerto o tan viejos que lo mismo les daría estarlo. Cubos de basura repletos, pilas de platos caóticas en un fregadero que parecía un pueblo mediterráneo arrasado por un terremoto y los omnipresentes montones de ropa vieja por el suelo: los marchamos oficiales de los fracasados desequilibrados de cualquier parte del mundo.

Don preparó picos para los dos. Me di unos golpecitos en el brazo derecho, la mejor vena que tenía en la muñeca salió obedientemente a la superficie y ahí me chuté. Era manteca potable y me entró un colocón excelente. Me impregnó todo el cuerpo y me abrí irresistiblemente bajo el impacto como una flor en primavera. Acto seguido me subió del estómago algo afrutado y amargo. Me dio una arcada y Don me puso un Financial Times viejo debajo, pero lo aparté. El momento había pasado; ahora era invencible.

Pese a que yo me conformaba con relajarme y disfrutar del jaco (es increíble hasta qué punto me hacía soportable incluso una mierda tan asquerosa como la cinta de los Grateful Dead de Don), él insistió en darme conversación después de haberse chutado él y todo. El cabrón se metió una buena dosis que apenas pareció hacerle efecto. Me pregunté cuánto se metería habitualmente.

—Así que eres de Edimburgo, ¿no? Allí abunda el caballo bueno.

—Sí… —dije yo. Me entraron ganas de explicarle que los de Leith no nos considerábamos parte de Edimburgo, pero ahora que estaba derretido y disfrutando del colocón, me pareció una trivialidad.

—De allí sale todo. —Y levantó hacia la bombilla pelada una bolsita de plástico llena de polvo blanco—. Allí es donde lo fabrican: en el hermoso centro de Gorgie. ¿Conoces a Seeker?

Quién coño sabría de qué iba todo aquel rollo de Gorgie; yo era de Leith, pero qué será[73].

—Sólo de oídas.

—Sí, es mala gente, tío. Conviene estar lo más lejos posible de ese pirao.

La dulce futilidad de todo aquello me hizo sonreír. Era inevitable que el tal Seeker y yo acabáramos siendo, cuando menos, conocidos. Lo sorprendente era que todavía no hubiera sucedido. Así que me quedé ahí mientras Don cascaba monótonamente y la habitación se iba sumiendo en la oscuridad. No me interesaba nada de lo que decía; me daba igual que el cabrón hablara del cachorro nuevo que le había comprado a su sobrina o de los cadáveres que hubiera debajo de las tablas del suelo de su piso; el caso es que yo disfrutaba con el ritmo balsámico de su voz.

Cuando pude moverme, me fui de allí y volví a mi habitación de la residencia universitaria. Fiona me había dejado una nota por debajo de la puerta.

M

He pasado por aquí, pero ni rastro del Hombrecillo Hedonista de Leith. Buaa.

¿Te veo mañana en clase de Renacimiento o vienes esta noche a cenar… y a tomar postre?

Besos

F xxxx

La nota me temblaba en la mano. Quería a esa chica, la quería de verdad. Sentí un espasmo horroroso al darme cuenta, allí mismo y en ese mismo instante, de que pronto iba a importarme menos que cualquier desgraciao al que acabara de conocer y ni siquiera me cayera bien. Pero aquello no fue más que una vocecilla fugaz que ahogaron los coros y danzas del jaco, que canturreaba: «Tú estás bien, todo está bien».

Pero no fui a verla. Me acosté y me quedé mirando las volutas de Artex del techo. Caí en un sueño anémico y modorro, me despertaron los retortijones del hambre y la precaria luz de la mañana. Me di cuenta de que el día anterior no había comido absolutamente nada. La ropa estaba tirada en el suelo, junto a la cama; no sé cómo, pero me había desnudado durante la noche. Me había salido un hematoma amarillento en la parte interior del codo. Aquella mañana decidí no ir a clase de Renacimiento.

En cambio, salí a darme un garbeo. Hacía frío. El cielo gris se abrió repentinamente un minuto y el sol irrumpió en la atmósfera e inundó la ciudad brillando en el granito centelleante. La sangre me latía en la cabeza y me dieron ganas de estar en otra parte. Luego la luz desapareció y el espeso manto gris volvió a cubrirme. Lo prefería así: me gusta que se me ralenticen los pensamientos cuando ando bajo ese cielo hasta quedarme lánguido, sumido en un estado irreflexivo, libre de la carga opresiva de las opciones infinitas de la cotidianidad.

Acababa de dejar una tumba por otra que estaba en la misma costa, sólo que un poco más arriba. Pero no pasaba nada; en Aberdeen me encontraba a mis anchas. Me gustaba la ciudad, los habitantes solían caerme bien. Era gente bastante enrollada y tranquila, no unos mitómanos gilipollas e impertinentes, como tantos escoceses de las tierras bajas, que no paran de pasarte por los morros que son ellos quienes cortan el bacalao, cuando en realidad son unos pelmazos sin excepción. Antes que participar en la vida social de la universidad, prefería beber con vejetes que me contaban historias de la pesca de arrastre y de los muelles, o charlar de partidos y bullas del pasado con aficionados al fútbol que rara vez sentían necesidad de darse ínfulas. Era todo muy natural. En aquellos sitios yo siempre era el único universitario.

Y, no obstante, todo esto sucedía al ladito mismo de Marischal College, un edificio de la Universidad de Aberdeen que parecía milimétricamente diseñado. Sólo de vez en cuando me dejaba caer por el bar del sindicato de estudiantes con Bisto y alguna gente más, o con Fiona, pero lo evitaba todo lo que podía. Una vez, por el cumpleaños de Joanne, me llevaron allí casi a rastras a echar unos tragos. Ella iba un poco pedo, se encaró conmigo delante de todo el mundo y, en un tono desagradable, de reproche, me preguntó:

—¿A qué te dedicas todo el día, Mark? ¿Dónde te metes?

Alguien más dijo no sé qué de «el misterioso Mark Renton» y entonces Fiona me miró como animándome a contarlo. Todo el mundo me miraba y yo me reía y les daba la penosa excusa de que me gustaba mucho patear. La verdad era que ahora pasaba casi todo el tiempo libre merodeando por los bares del muelle, esperando a Don.

La siguiente vez que Fiona vino a verme fue un sábado por la mañana. No tenía un pelo de tonta, pero llevábamos vidas independientes, a pesar de mantener una relación. Edimburgo estaba lo bastante cerca para poder decirle, con un pretexto cualquiera, que iba a pasar la noche a casa; por lo general, le decía que era para ver qué tal andaba mi afligida familia. Pero en realidad me tiraba en el sofá de Don, en un sector de Aberdeen que frecuentaban muy pocos estudiantes o profesores. Esta vez, sin embargo, mi comportamiento debió de confirmar la impresión que le había producido mi ausencia de clase a lo largo de toda la semana, a saber, que algo andaba mal.

—Mark…, ¿dónde has estado?…, ¿te encuentras bien?

—Creo que he pillado una gripe malísima.

—Tienes un aspecto horroroso…, voy a bajar a la farmacia a buscarte algo, cielo.

—¿Me fotocopias tus apuntes del Renacimiento?

—Pues claro. Tendrías que haberme dicho que estabas malo, tonto —dijo; me besó en la frente sudorosa y salió por la puerta. Tardó una media hora en volver con las medicinas. Luego se marchó al sitio donde curraba los sábados. Esperé un poco y, ansioso por alejarme del olor rancio y químico de la habitación, de ese olor que yo desprendía (¿acaso ella no lo percibía? ¡Yo sí!), salí y me fui calle abajo.

Los sábados, Fiona trabajaba de voluntaria con niños necesitados. Eran unos pilluelos alborotadores que la adoraban: ellos, psicópatas en ciernes con orejas de soplillo que se ponían colorados como tomates cuando ella los saludaba, y ellas, chiquillas de mirada dura que siempre mascaban chicle y de pronto reclamaban atención. Hacía unas semanas, deambulando por ahí como de costumbre, la había pillado con un grupo de chavales a la puerta del teatro Lemon Tree. Se la veía feliz; en el fondo era una tía cuadriculada y me había hablado de buscar piso juntos el año siguiente. Después llegarían la licenciatura, los curros de nueve a cinco y otro piso, éste ya con hipoteca. Luego el compromiso. Después la boda. Una hipoteca mayor para comprar una casa. Hijos. Gastos. Y por último, las cuatro Ds: desencanto, divorcio, dolencias y defunción. Por mucho que se negara a reconocerlo, ella era así y eso era lo que esperaba de la vida. Pero como yo la quería, me esforzaba por disimular lo malo que me sacaba de dentro. Al verla arrear pacientemente a aquellos críos asilvestrados para que se metieran en el teatro, sabía que yo jamás podría ser así. Que nunca podría tenerla a ella, tenerla de verdad, en el sentido de entregarme plenamente a ella. Quizá no fuera más que un imbécil. En su entorno me acogían más que favorablemente. Mis padres tenían ambiciones respetables. ¡Joder, cómo aborrecía esa palabra! Me daba repelús.

Pero lo cierto es que me querían.

En la librería me coloqué estratégicamente para espiar sin ser visto y oír lo que decían; estaban en la cafetería de al lado. Un gafotas desgarbado y entusiasta acompañaba a Fiona y a los críos.

—De acuerdo, chicos y chicas, ¿podéis dejar los cuadernos y los bolis y venir conmigo un momento?

Ella acabaría liada con uno como ése. Quizá una versión más enrollada, con el que echara un polvo de vez en cuando, o con un capullo un poco más arrogante que acabase amargándole la vida, pero en definitiva vendría a ser lo mismo. Vestido de anorak y con gafas de culo de vaso o con camiseta de rugby y musculatura hinchada, en realidad no hay ninguna diferencia: un cuadriculado es un cuadriculado.

Vuelvo a casa. Cuando aparece Fiona, estoy todavía levantado. No me he tomado más que un par de infusiones contra la gripe. Lleva el pelo mojado por la lluvia y se lo seca con una toalla que saca de la mochila. Pongo a hervir un poco de agua para preparar un cacao caliente.

Consciente de lo que me mola el pelo mojado, Fiona me echa un vistazo e inmediatamente se da cuenta de que estoy tan malo que no puedo agarrarla y tirarla encima de la cama.

—Estás tiritando, cielo. Tendrías que ir al médico…

—¿Puedo decirte una cosa?

En cuanto sus pupilas se dilatan y dice:

—Claro que sí, Mark. ¿De qué se trata? —sé que no puedo decirle lo que le quiero decir, pero, para disimular, tengo que hacerle alguna revelación igual de profunda e importante.

—Se trata de mi hermano pequeño —me oigo decir, casi horrorizado de que sea mi propia voz, como si me acabara de chotar alguna otra persona que estuviera en la habitación—. Jamás le he contado esto a nadie…

Fiona asiente con la cabeza mientras se envuelve el pelo con la toalla; luego coge la taza humeante. Me recuerda a la tía esa a la que dejan plantada en el anuncio de Nescafé.

Me aclaro la garganta mientras ella adopta la posición del loto en la silla.

—Me di cuenta de que Davie estaba colgado de Mary Marquis, la presentadora del telediario escocés. Quizá la hayas visto, tiene unas facciones… digamos italianas; es morena y lleva mucho maquillaje, sobre todo en los ojos, y usa lápiz de labios rojo intenso.

—Creo que sé a quién te refieres, cielo. ¿La de por las noches?

—Sí, ésa. Bueno, pues me fijé en que Davie se excitaba cuando presentaba ella las noticias. Respiraba más deprisa. Y era imposible no darse cuenta de lo que le estaba pasando debajo del pantalón de chándal aquel…

Fiona asiente con gesto comprensivo. Veo en sus vaqueros, a la altura de la rodilla, una marca roja en la que no me había fijado, seguramente pintura de algún taller que habrá hecho con los críos.

—Tenía que quedarme con él los viernes hacia la hora de cenar. Cuando echaban el telediario escocés, veía a Davie mirando la pantalla fijamente, con la polla visiblemente erecta, y empecé a pensar: joder, el pobre cabroncete tiene quince años…, ¿me entiendes?

—Sí —dice Fiona en tono triste pero analítico—. Que tenía su sexualidad pero que no podía darle salida.

—Exacto —digo, respirando de alivio que flipas porque alguien lo entiende, simplemente—. Así que… se me ocurrió que podía meneársela.

Fiona baja la vista un instante y luego la levanta y me mira a los ojos con los labios muy fruncidos. No me dice que siga, pero tampoco que pare.

Respiro hondo.

—Así que lo hice. Parecía consolarle.

—Ay, Mark.

—Lo sé, lo sé…, se trataba de mi hermano y era un rollo sexual, así que no fue muy sensato por mi parte. Ahora lo entiendo. En aquel momento, sin embargo, no pensaba más que en aliviarle la angustia, como cuando le sacudía en la espalda para ayudarle a drenar el líquido de la cavidad torácica. Así que lo hice. El pobre cabrito se volvió loco y se corrió en lo que a mí me pareció una fracción de segundo. Y luego se quedó profundamente dormido. Nunca lo había visto tan en paz. Lo limpié y él se echó la mejor siesta de su vida. Así que pensé: no hay ningún mal en ello.

—¿Y qué pasó? —pregunta Fiona, descruzando las piernas; luego deja la taza en el suelo sin quitarme la vista de encima ni un instante.

—Que después me exigía que se lo hiciera. Los críos autistas son como mecanismos de relojería: están programados para responder a una rutina. Que si las comidas a la misma hora, que si los acuesten siempre a la misma hora, etcétera. Aquello se convirtió en algo así como su mimito de los viernes; si Davie no hubiera tenido otros problemas físicos, lo habría hecho él solo constantemente, a todas horas. Pero los demás días que daban el telediario, miraba primero a la pantalla y luego a mí y gritaba, e intento reproducir ese espantoso mugido: «¡MAY-HAY! ¡MAY-HAY!»…, por supuesto, estando los demás en casa, yo no podía ayudarle.

Ahora la expresión de Fiona es de asco. Se acomoda de nuevo en la silla, rígida, con las piernas cruzadas.

—Ellos pensaban que estaba gritando «Marky» y les parecía muy enternecedor. Sólo él y yo sabíamos que gritaba «Mary» —le explico. Ahora Fiona está tan inmóvil que me enerva—. ¿Crees que hice mal?

—No… —dice Fiona con voz trémula—, claro que no, cielo…, pero es que…, ¿no podías contárselo a tus padres?

—No tenemos esa clase de relación. Son mis padres.

Ella asiente pensativamente; coge la taza y la sostiene contra el pecho con ambas manos.

—En fin, que seguí haciéndole pajas todos los viernes ante la imagen de Mary en la caja tonta. No era fácil. Las cosas se complicaban. A veces, ella presentaba en el estudio y, cuando él estaba a punto de correrse, si de repente cambiaban de plano para mostrar una emisión exterior, él se desmoronaba y se ponía a chillar; otras veces le entraba un ataque de tos. Y así todos los viernes. La cosa llegó a tal punto que tenía que esforzarme a tope para conseguir que se corriera. Y, en fin, un día se me olvidó de que Billy iba a venir de permiso de Belfast. No lo oí entrar, porque lo hizo a hurtadillas, como siempre, para sorprender a mi madre. Se acercó por detrás del sofá… justo en el momento en que Mary volvía a aparecer en pantalla…

A Fiona se le ponen los ojos como platos.

—Entonces…, ¿Billy te pilló haciéndoselo a Davie?

—Peor. El nabo de Davie explotó en ese mismo momento. Soltó una descarga que salió por los aires cual serpentina y le dio a Billy de lleno, en toda la cara, y también en la pechera del uniforme.

Fiona se lleva la mano a la boca.

—Ay, Dios…, ay, Mark… ¿Y qué pasó entonces?

—Nos separó a Davie y a mí, me sacó del sofá a rastras y me sacudió una patada en las costillas. Yo me levanté y, aunque conseguí darle un par de leches, me llevé una buena palicilla. Davie empezó a chillar. Los vecinos oyeron el jaleo y la señora McGoldrick se puso a aporrear la puerta y a amenazar con llamar a la policía, lo que con toda seguridad me libró de una tunda de consideración. Los dos nos tranquilizamos, pero, cuando mis padres volvieron a casa, se dieron cuenta de que nos habíamos peleado. Así que nos interrogaron y cada uno contó su versión de la historia.

Ha empezado a llover. Oigo los golpecitos contra el cristal de la ventana.

—¿Y ellos qué dijeron?

—Más o menos se pusieron de parte de Billy. A mí me dijeron que era un cabroncete retorcido y cochino. No hacía mucho que acababa de dejar el colegio y no supe explicar lo que pretendía al hacer aquello por Davie: «¡El derecho de los discapacitados a disfrutar de su sexualidad!» —exclamo golpeándome el pecho con el puño, como si Fiona hubiera dudado de mí, pero ella no dice ni pío y asiente de forma más o menos comprensiva. Pero, pese a su silencio, de pronto me percato de cómo pinta la cosa. Sé que si Fi tuviera una hermana discapacitada, mientras le quedara un hálito de vida en el cuerpo, lo último que se le ocurriría sería hacerle un dedo, pongamos que viendo a David Hunter, el del culebrón Crossroads. Por primera vez en mi vida tengo que reconocer que, a cierto nivel, podría ser un puto enfermo o, cuando menos, uno con las ideas muy equivocadas. En voz baja, le digo con angustia—: El pobre cabrito sufría un tormento y yo sólo pretendía aliviarlo un poco. ¡No te vayas a creer que me ponía!

Fiona me mira un rato casi con gesto inexpresivo, mientras la luz va desvaneciéndose, pero su expresión es la de quien se encuentra completamente en paz consigo misma.

—¿Y no puedes contárselo ahora a tu madre y tu padre?

—Lo he intentado una o dos veces, pero nunca parecía ser el momento oportuno. Además, creo que ya tienen unas ideas muy definidas acerca de quién soy.

Fiona suelta un suspiro con los labios fruncidos.

—¿Por qué no les escribes una carta explicándoselo todo y poniendo los puntos sobre las íes?

—No sé, Fi…, sería como si le diera más importancia de la que tuvo… —digo, y de pronto me siento enfermo y agotado, tirado en la silla; luego me echo hacia delante y me abrazo.

—Pero está claro que para ellos sí significa algo, Mark. Y para ti también, porque si no, no me lo estarías contando.

—Lo sé —digo, mirándola y reconociendo la derrota—. Lo pensaré. Gracias por escucharme.

—Claro, cariño… —sonríe con tristeza, fijándose en mis sudores y en mis tiritones nerviosos—. Me voy a ir, cielo, así te dejo dormir un poco —me susurra; se levanta, me acaricia la frente sudorosa con la mano y después me la besa. La sensación de sus brazos alrededor de mi cuerpo es pesada y asfixiante; me alivia que se vaya.

En cuanto pasan un par de minutos bajo al teléfono de pago a llamar a Sick Boy a Montgomery Street. Empiezo a hablar sin parar, le cuento lo de Don y le pregunto cómo se las apaña en materia de heroína. Y va él y me dice:

—A ti no te interesa nada que no sea el jaco.

Cuando parece que negarlo es inútil y en vano, me doy cuenta por vez primera de que esa afirmación es, en lo fundamental, completamente verídica. Y a su vez eso me lleva a pensar: tienes que poner fin a esto, de verdad. No me quedo con nada más de lo que dice Sick Boy, hasta que se acaba el dinero.

Vas a tener que poner fin a esto ahora mismo o la vas a cagar del todo.

Así que lo que hice fue salir a la calle, atravesar la ciudad fría y borrascosa y enfilar por Union Street.