OTRA RONDA DE LO MISMO

Me estoy bajando del autobús número 1 al comienzo de Easter Road, a las puertas del pub Persevere, cuando veo a Lizzie McIntosh corriendo hacia la parada; se esfuerza por aferrarse a su gran carpeta de bellas artes mientras el viento huracanado tira de ella en ambos sentidos. Está más que guapa; botas negras sexys con medias de lana y una falda corta a franjas rojas, negras y amarillas. Quizá sea un vestido: es imposible saberlo, con ese abrigo marrón, la bufanda y los guantes que lleva.

—Espera, colega —le digo al conductor, que está a punto de arrancar. Pongo la bolsa de deporte en la plataforma, por si intenta cerrar la puerta, y él me obsequia con una mirada avinagrada.

Vale la pena, porque, según se va acercando, Lizzie tiene mejor aspecto todavía; casi no lleva maquillaje, sólo un poco de lápiz de ojos y algo de carmín color cereza.

—Gracias…, Tommy… —dice jadeando; pasa junto a Tommy Gun Sin Miedo y va a meter el dinero en la ranura—. Llego tarde… —Me sonríe.

¡Sí, preciosa!

En fin, nunca un tío tan pusilánime conquistó a una tía buena, así que pruebo suerte —porque hay que hacerlo— mientras veo cerrarse la puerta y el gruñón del conductor hace no sé qué comentario antes de arrancar y largarse:

—Me debes un trago.

Hace frío; aún estamos en octubre, pero esta mañana había escarcha y el terreno podría estar helado. Mucho peor, desde el punto de vista futbolístico, es este viento de mierda. Pero Rents ha venido de Aberdeen a pasar el fin de semana; esta noche salimos y mañana vamos al estadio de Easter Road a ver el derby. Así que salgo a toda leche hacia casa de mi hermana Paula, a dejar allí la bolsa y a meterme algo entre pecho y espalda. Me invitó a cenar, pero no sé si me apetece ver a su marido, un capullo quejica de Coventry que siempre anda totalmente deprimido. Todos nos podemos poner así, pero no puedes dejarte vencer y machacar. No hay que tirar la toalla en ningún momento.

Pero la Lizzie esa…, fua…

Así que me jalo el papeo rapidito, dejo allí la bolsa y me voy al Volley pensando que voy a llegar el primero. ¡Ni de coña! Ya hay un grupito sentado en un rincón, preside Begbie. Parece que se alegre mazo de verme.

—¡Tommy! ¡El mismo cabrón que viste y calza!

—¿Todo bien, chavales? —pregunto, y saludo a Rents con una inclinación de cabeza; lleva una camiseta de franjas rojas y negras a lo Daniel el travieso, y luego a Nelly, que luce tatuaje nuevo en el careto, ¡un ancla en la mejilla! El muy bobo—. ¡Puta carne de trena! —digo, señalándolo en plan de coña. Luego, con mayor desconfianza, saludo a Larry, un gilipollas retorcido al que no trago, y a Davie Mitchell, un viejo colega futbolero mío que trabaja con Mark en la empresa de Gillsland.

Nos ponemos al día mientras tomamos unas cervezas y echamos unas risas.

—¿Y vas a algún partido allí, Mark?

—No… —contesta Rents. Es como si fuera fumado todo el rato. Se sienta ahí con una gran sonrisa boba. En tiempos se mofaba a tope de los fumetas y le encantaba el speed. ¡Típico capullo universitario!

—Paso —dice, mientras enreda con la funda de unas gafas.

—No habrás empezado a llevar gafas, ¿verdad? ¡Enséñamelas!

—No —dice, y se las guarda en el bolsillo interior de la chaqueta vaquera. Al pobre cabrón debe de darle vergüenza. ¡Por aquello de sumarse al club de los gafotas pelirrojos al que pertenece Keezbo!

Tiene suerte de que Begbie esté hablando con Nelly y Larry de tatuajes y no se hayan enterado, así que decido darle un respiro al capullo cuatro ojos este. Mark es legal, pero para ser un capullo pelirrojo a veces es un poco engreído y vanidoso.

Ahora le está comiendo la oreja Begbie.

—¿Cómo está la tía Geordie esa con la que sales? Fiona, ¿no se llamaba así? —Se vuelve hacia los demás señalando a Rents—. ¡Y parecía un mosquita muerta! ¡Anda que no! ¡No se corta el cabronazo este!

—Guay, tío, es absolutamente magnífica —dice Mark, sonriendo afectuosamente—. Ha ido a Newcastle a ver a su hermana. Es su cumpleaños…, es decir, el de su hermana, ¿sabes?

—Si la hermana se parece a ella aunque sólo sea un poco, recomiéndame, cabrón —dice Franco.

—Vale —suelta Rents con esa sonrisa de colgado vicioso, aunque se nota que no tiene la menor intención. Se vuelve hacia Davie—: ¿Qué tal los chicos de la empresa de Gillsland?

—Bien. Les me preguntó por ti. El tarado de Bobby también. Y Ralphy sigue tan capullo como siempre —sentencia Mitch con una sonrisa.

—Ese hombre… —masculla Renton, pero se pone tieso y se corrige—, ese cabrón es la capullez hecha carne.

—Así es —dice Begbie en un tono de voz más lúgubre, que delata que está pensando en otra cosa—. Abundan mucho.

—¿Qué pasa? —pregunta el gilipollas de Larry a Franco. Una vez tuve un roce con este capullo en Leithy. Estaba metiéndose con Phillip Hogan. Se tomaba muchas libertades, joder. Esas cosas nunca se olvidan.

Franco baja la voz de esa manera que tanto acojona y que se oye todavía mejor que cuando emplea su tono habitual.

—Nada, que últimamente oigo hablar mucho del capullo ese de Pilton, el hermano de la guarra —suelta—. Lo lógico sería que cerrara el pico, después de lo que les pasó a sus dos hermanos cuando vinieron por aquí, joder.

—Ya —asiento, sin poder quitarme de la cabeza la imagen del pobre cabrón aquel llenando todo el taxi de sangre. Fue una sobrada que te cagas.

—Pues el puto subnormal del hermano mayor anda diciendo que si va a hacer esto y lo otro. Por lo visto, el cabrón tiene cierta fama en Pilton —se mofa Franco.

—¿Y? A mí me parece que es todo de boquilla —suelto yo. Nelly hace un gesto de asentimiento.

Parece que Begbie se anima con la idea.

—Anda que si me hubieran matao todos los capullos que me han dicho «eres hombre muerto»… ¡tendría que haber tenido noventa y nueve vidas, coño!

Estoy a punto de cambiar de tema, y entonces el tal Larry suelta en plan malicioso:

—Se supone que es karateca, de la escuela de George Kerr. Cinturón negro, me dicen.

—Que le den —se mofa Begbie—. Como te revienten los putos huevos de una patada, el kárate no te va a servir de nada. ¿O es que da huevos de acero? —le pregunta a Larry.

—No… —dice éste, escurriendo el bulto—, sólo era un decir…

—Pues para eso te callas, coño —le corta Begbie.

No me gusta el rumbo que está tomando esto. Se suponía que nos íbamos a echar unos tragos tranquilos antes del gran partido de mañana. El ambiente siempre está tenso el fin de semana anterior a un derby, como cuando hay luna llena.

—Me parece que ya has llegado al fondo del asunto, Franco —le suelto, y simulo una puñalada, lo que le arranca una sonrisita—. Serán todo bravatas. Después de lo del otro día, no creo que esos capullos tengan mucha prisa por volver.

—Eso, sobre todo ahora que el hermano del cabrón se ha quedado como un puto colador —suelta Nelly, riéndose.

Miro a Begbie, que ha vuelto a poner esa expresión glacial. Conozco esa mirada.

—Ya, pero con alguna gente nunca se llega lo bastante al fondo. El hermano mayor del capullo ese sigue soltando gilipolleces por ahí. Tal y como va la cosa últimamente, parece que haga falta matar a alguien para que te tomen en serio, coño. —Echa una mirada alrededor de la mesa y sentencia—: ¡Vamos a ir allá a charlar un ratito con el puto Hong Kong Phooey ese!

Trago con fuerza, aunque no tengo nada en la garganta.

—¿Cuándo?

—Nada mejor que el jodido presente —dice Franco frunciendo el labio inferior—. Vamos a hacerle una visita y a decirle cuatro putas palabras al muy cabrón, joder.

Me fijo en las caras de los muchachos. Todos están por la labor. Incluso Mark, que sólo ha venido a pasar el fin de semana, sonríe y suelta:

—¿Por qué no?

—Tú no vienes —le suelta Franco.

Mark le mira con una cara de desconcierto total.

—¿Y por qué no?

—Vas a la puta universidad. No vas a mandarlo todo a tomar por culo. Esto no es asunto tuyo. Quédate aquí con tu colega —dice, señalando a Mitch.

Rents sacude la cabeza.

—Sí es asunto mío, Franco, nosotros también somos colegas —le suelta, pero le distrae algo situado detrás de Begbie, cerca de la entrada del pub. Clava la mirada en la puerta cada vez que se abre.

Begbie tira de Mark y le pasa el brazo por los hombros. Lo mira directamente a esos ojos de colgado.

—Y una polla como una olla. Tú lo que tienes que hacer es montártelo bien en la puta universidad esa y darte el piro de aquí. Además, vas hasta el culo de hachís, cabrón. ¿De qué coño ibas a valernos?

Miro a Mitch. Es uno de mis mejores amigos, pero últimamente casi no lo veo. Les digo:

—Vosotros dos esperadme aquí. Vuelvo en cosa de una hora.

Mitch asiente y Mark mira alrededor como si fuera a protestar, pero al final se encoge de hombros. Mientras apuramos las copas, parece que la idea de quedarse lo alivia y lo disgusta al mismo tiempo. Rents no es un tío violento pero tiene sus momentos. Le pegó un navajazo a Eck Wilson en el cole y le rompió una botella en la cabeza a un tío después de la semifinal aquella de Hampden. Esas cosas dejaron huella, porque normalmente no es así. Dice que sólo se pone violento cuando tiene miedo de verdad. A Mitch se le dan muy bien las broncas, pero es de Tollcross y esta movida no va con él.

Nelly y Franco son unos piraos y el capullo del tal Larry no es más que un matón. Salimos, montamos en la furgona de Nelly, él y yo en la parte de atrás, y tiramos hacia Pilton; Begbie, emocionadísimo, nos va dando instrucciones desde el asiento del copiloto:

—¡Vosotros quedaros en la furgona y no salgáis hasta que os avise! ¡Que no se os olvide: quedaros aquí hasta que os avise!

—¿Estás seguro? —le suelto, porque esto es alucinante y la verdad, ahora mismo no soy tan Tommy Gun Sin Miedo. De todos modos, a veces eso es lo mejor; para que te pongas las pilas tiene que entrarte un poco de miedo.

—Lo dicho, si necesito refuerzos, ¡os pego un grito! —ruge Franco.

No insisto, porque ya lo ha dejado bien claro. Sin embargo, me paso el trayecto mirando fijamente a Franco a la cabeza y pienso en cuántos puñetazos harían falta para tumbarle, en la combinación que lo dejaría fuera de combate. Directo, directo, directo de derecha, crochet de izquierda, gancho de derecha, directo de izquierda, crochet de derecha, crochet de izquierda. Y el puto Larry ese…, un buen crochet de derecha le rompería esa mandíbula de cristal…

Al llegar a la barriada vemos a unos chavalines jugando al fútbol en un descampado. Nelly baja la ventanilla y les pregunta:

—¿Sabéis dónde viven los Frenchard, colegas?

Los chiquillos se miran entre sí y uno de ellos señala un viejo bloque de apartamentos al final de una calle que están reformando y pintando de blanco.

—Allí, en el Rise, en el número 12.

Conozco el Rise; es una calle estrecha y empinada con una iglesia arriba del todo y unos comercios cochambrosos en la parte de abajo. Paramos delante de la casa, junto a un contenedor que está casi lleno. Franco baja de la furgoneta y señala el piso de la derecha, en la planta baja.

—Es ahí —dice, todo concentrado.

Acto seguido se pone a escudriñar la calle, se acerca al contenedor y rebusca un rato. Los ojos se le ponen como platos cuando ve un balaústre que cuelga de una verja de hierro forjado, que está doblada por la mitad, como si un coche hubiera chocado con ella y la hubiera jodido. Termina de arrancarlo y lo agarra con las dos manos, blandiéndolo como una cachiporra. Entonces se acerca a la casa y deja la tranca apoyada contra el seto de la entrada. En efecto, viven en la planta baja; están viendo la tele en el cuarto de estar. ¡No doy crédito cuando Franco saca un ladrillo del contenedor y lo tira por la ventana sin más! Se oye un estrépito de la leche y luego unos gritos. Miro a Nelly y estamos a punto de agarrar al tontolculo de Franco y salir echando leches de aquí.

—¡AVON LLAMA! ¿HAY ALGÚN CAPULLO EN CASA? —grita Franco. Te imaginarías que saldría todo el mundo, pero, aparte de unas cuantas cortinas que se mueven, nadie da señales de vida. La mayor parte de las casas están vacías, abandonadas y en ruinas, o en proceso de restauración.

Menos el domicilio de los Frenchard, claro. El primero que sale a la puerta es un capullo grandote; aparece una maruja en una ventana, que se pone a señalar a Franco y grita:

—¡Es ése! ¡TÚ! ¡TÚ! ¡TÚ ERES EL QUE INTENTÓ MATAR A MI HIJO!

—Al muy capullo lo unté —dice Franco, burlón, medio riéndose—. ¡Si lo hubiera querido matar, a estas alturas ya estaría muerto, coño!

El grandullón está furioso que te cagas y baja corriendo por el camino de la entrada hacia Franco, que le está esperando; Franco da un paso atrás, coge el balaústre y arrea al hijoputa en la mandíbula, todo en un solo movimiento seguido. El menda cae como un saco de patatas; ha sido un leñazo que flipas, de los que dan náuseas; hay que ver cómo se derrumba el tío, y luego Franco, agarrando el balaústre con ambas manos, sacude al pobre cabrón de lleno en las pelotas con el extremo roto y con todo el peso del cuerpo. Después le suelta un par de golpes espantosos en la jeta.

—¡NO OS ACERQUÉIS A LEITH, JODER!

El tipo no se mueve en absoluto mientras la sangre se derrama por el pavimento. Mierda, tío, creo que voy a vomitar. Por algún motivo me bajo de la furgoneta y me pongo junto a Franco, que se limita a echarme una mirada severa y desquiciada por el rabillo del ojo; luego bajo la vista para echar un vistazo al tío. Está fatal. Le ha abierto la cabeza completamente. Hay dientes esparcidos por la acera; parecen fichas de dominó que se hubieran caído de la mesa de un pub. Me cago en la puta, joder.

La maruja grita a sus otros dos chicos.

—¡A POR ÉL! —La chica está junto a ella, mordiéndose las uñas, pero la vieja brinca más que una verdulera de Bowtow que se hubiera encontrado una cagada en el umbral de su puerta—. ¡HE DICHO QUE A POR ÉL!

—¡VENGA! —ruge Begbie a los otros dos hermanos. El pobre grandullón sigue gimiendo en el suelo, a sus pies. Los hermanos están cagaos de miedo, paralizados, como idos.

No son los únicos.

—Me cago en la puta… —suelta Larry al asomarse por la ventanilla con los ojos más salidos que las pelotas de un galgo semental.

La madre sigue gritando a sus hijos.

—¡A POR ÉL, GALLINAS DE MIERDA!

Begbie les mira con expresión burlona.

—Ésos no van a hacer una puta mierda. —Y, mirando al capullo del cachas tendido en el suelo, añade—: ¡Y éste tampoco! —Luego se ríe de la chica—: ¡Si sale niño, pégame un toque, pero si es niña no es mía, joder!

Tira el balaústre al suelo, me hace un gesto con la cabeza y me subo con él a la furgoneta, él delante y yo detrás. Nelly arranca y salimos pitando. La madre sigue gritando a sus hijos, que intentan levantar al pobre tipo del pavimento con ayuda de la chavala.

Franco se vuelve y nos mira a Larry y a mí.

—Eso es lo que pasa cuando le tocas los huevos al YLT.[70] —Cuando pasamos por delante de unas viviendas destartaladas con tiendas de mierda en la planta baja, Franco asoma la cabeza por la ventana y grita—: ¡NI SE OS OCURRA ACERCAROS A NUESTRO BARRIO, PUTOS GUARROS PIOJOSOS DE PILTON!

Nos preocupa la pasma, pero no porque estos capullos vayan a chotar a nadie; además, es dudoso que en la comisaría de Drylaw se molestaran en interrumpir una pausa para tomar té por escoria como ésa, pero puede que algún viejo capullo haya hecho una llamada.

Franco lleva un subidón que te cagas y va tan tranquilo, con una sonrisa enorme en el careto.

—Tanto follón porque a una puta guarra le hacen un bombo. La próxima vez que me la tire, se la meteré por el culo pa no dar pie a acusaciones, coño.

—El romanticismo no ha muerto, ¿eh, Franco? —dice Nelly, que va al volante, con una sonrisa; saca la furgoneta de la barriada y se dirige hacia West Granton Road.

—Puede que no, pero esos putos guarros de Pilton sí. Aún no he terminao con esos putos cabrones. Es más —dice, con una mueca de indignación—, ¡ni siquiera he empezao, coño!

Tengo que reconocer que estoy cagado de miedo; el ritmo cardíaco no se me normaliza hasta que guardamos la furgoneta en el almacén de Newhaven, que es más o menos de Nelly, aunque tanto Begbie como Matty tienen llaves, y luego cada uno se va por su lado. Yo me voy al Walk por donde vine, a reunirme con Mitch y Rents en el garito. Cuando llego, veo a Mitch de solateras; no se ve a Rent Boy por ningún lado.

—¿Dónde está Mark?

Mitch se limita a encogerse de hombros.

—Se largó con un tipo pequeñajo que apareció por aquí, el tal Matty ese. Me dijo que tenía que ir a hacer un recadito con él y que volvería —me explica Davie, y luego me pregunta—: ¿Está bien? Lo veo muy raro, incluso para ser él, y eso que hace siglos que curramos juntos.

—Sí… —digo riéndome—. Bueno, al menos eso me parece.

—¿Seguro?

—Irá más fumao de la cuenta. Y también creo que el cabrón se ha enamorado de una chavala de Aberdeen. Conociéndolo, habrá ido a pillar más hierba o más speed.

Tengo que reconocer que lo envidio. Todo le sale a pedir de boca: una novia maja, unos buenos estudios, y fijo que cuando se licencie se irá lejos cagando leches, porque aquí no se va a quedar. Es algo que admiro en él, porque yo soy un pájaro demasiado casero. Eso sí, me encantaría poner tierra de por medio. Sería estupendo.

—Pues será eso —dice Davie; coge su pinta y la apura. Menea el vaso vacío y yo capto el mensaje.

—¿Otra ronda de lo mismo?

—Como de costumbre.