Janey no puede decir que no se lo advirtieron; habría que vivir en Marte para no darse cuenta de que los tories iban a endurecer las medidas contra el fraude en las prestaciones. Así que el tribunal le impuso una pena ejemplar. Tras condenarla a seis meses de prisión, el juez dijo que sólo sus trágicas circunstancias «le han inducido a mostrarse indulgente». No es el mismo que dejó que el asesino de su marido se librara pagando una simple multa.
¡Cuando se la llevan, parece una ternera aterrada camino del matadero! Suplica, implora a esos rostros glaciales que tengan un poco de piedad. La abogada de oficio, vegetariana y buena samaritana, que le asignaron para defenderla parece casi tan traumatizada como ella, y seguro que ya está pensando en emprender una nueva trayectoria profesional como abogada de empresa. Maria, que está a mi lado, llora de incredulidad una vez más. «No pueden… no pueden…», repite, estupefacta. Elaine, tía de Maria y cuñada de Janey, una mujer flacucha y sin sangre en las venas, que parece un cuchillo de cocina, se lleva un moquero a los ojos. Por suerte, a Grant lo han librado de los juzgados, igual que en el juicio de Dickson; está en Nottingham con el hermano de Janey, Murray.
Nunca imaginé que la cosa podía acabar así. Hasta yo tiemblo como una vara, mientras escolto a Maria y Elaine, que están completamente abatida, hasta la taberna de Deacon Brodie’s, en la Milla Real. El pub es un anexo de los juzgados, que se encuentran un par de números más allá, y está a rebosar de delincuentes y algún que otro letrado, además de por no pocos turistas que se preguntan cómo han acabado en un sitio tan raro.
Pido un dedal de too risky[69] para mí y otro para Elaine, además de una Coca-Cola para Maria, quien, para sorpresa de todos, se echa rápidamente al coleto uno de los dos chupitos.
—Pero ¿qué haces? Ni siquiera tendrías que estar aquí —le digo, y echo una mirada escudriñadora alrededor y Elaine dice no sé qué sosería con su acento de las Midlands orientales.
Maria se sienta en el asiento de respaldo alto. Está que arde de indignación.
—¡No pienso volver a Nottingham! ¡Me quedo aquí!
—Maria…, cariño…, pobre Nottingham —le ruega Elaine con el acento de aquellos lares.
—¡He dicho que me quedo aquí, joder! —Y agarra su vaso vacío con tal fuerza que se le ponen blancos los nudillos al intentar estrujarlo.
—Déjala quedarse unos días en casa de mi madre —insto a la desconcertada tía Elaine y añado en voz baja—: Luego, en cuanto se haya calmado un poquitín, la convenzo de que se vuelva en tren.
Veo saltar una chispa en los ojitos feos y mortecinos de la cuñada.
—Siempre y cuando no te suponga mucho problema…
No es exactamente como llamar sin más ni más para vender ventanas dobles en una barriada de casas prefabricadas. No creo que Maria haya sido una huésped especialmente entrañable. En cualquier caso, va siendo hora de pirarse de aquí. Cuando bajamos de the Mound hacia Princes Street, Maria va hecha un siniestro total, llora y vomita vitriolo contra Dickson, y los viandantes nos miran furtivamente. Acompañamos a la sosa y anémica Elaine a la estación de autobuses y la vemos subirse, agradecida, al autobús de National Express. El bus se aleja y Maria se queda en la explanada con los brazos cruzados, mirándome como si dijera: «¿Y ahora qué?».
No voy a llevarla a casa de mi madre. Demasiado agobio, ahora que acaban de mudarse. Cogemos un taxi y nos dirigimos a su hogar paterno, ahora desprovisto de padres. Por supuesto, sé que la mejor forma de lograr que haga algo consiste simplemente en insinuar lo contrario.
—Tienes que volver a Nottingham, Maria. Sólo serán unos meses, hasta que salga tu madre.
—¡No voy a volver! ¡Necesito ver a mi madre! ¡No voy a ninguna parte hasta que le haya dado su merecido a ese hijo de puta de Dickson!
—Bueno, pues, entonces, ¿qué te parece si recogemos algunas cosas de tu casa y luego vamos a la de mi madre?
—¡Voy a quedarme en mi casa! ¡Sé cuidarme sola!
—Cometerás alguna estupidez. Con Dickson.
—¡Lo voy a matar! Él es el culpable de todo esto. ¡Él!
El taxista nos mira por el espejo retrovisor, pero yo lo miro a él fijamente y el capullo entrometido no tarda en volver sus miserables ojos de periquito a la puta carretera, que es donde debe ponerlos.
El taxi llega avanzando lenta y ruidosamente a Cables Wynd House y pago la carrera de mala gana. Maria se baja a toda prisa, tengo que echar a correr para alcanzarla. Por unos segundos llenos de ansiedad, temo que se haya encerrado en casa y me haya dejado en la calle, pero me está esperando en la escalera con un mohín desafiante. Subimos hasta nuestro rellano y ella abre la puerta.
—A Dickson déjamelo a mí —le ruego con delicadeza, al tiempo que entramos en el piso frío.
Maria se desploma en el sofá con la cabeza entre las manos; el labio inferior le cuelga, flojo. Se estremece levemente y llora un poco más. Enciendo el radiador eléctrico y me siento con delicadeza a su lado.
—Es muy natural que quieras vengarte, lo entiendo perfectamente —le digo en un tono suave y sosegado—, pero Coke era mi colega y Janey es mi amiga, así que yo me encargaré de que Dickson pague por lo que ha hecho, ¡y no quiero que te mezcles en esto!
Se vuelve hacia mí hecha un mar de mocos, convertida en un ser tan repelente como la tía de El exorcista, y dice hoscamente:
—¡Pero es que estoy mezclada! ¡Mi padre ha muerto! ¡Mi madre está en la puta cárcel! Y él está allí abajo —dice, señalando la ventana grande—, paseándose por la calle en libertad y tirando putas pintas como si nada!
De pronto se levanta de un salto y sale disparada por la puerta. Yo voy detrás inmediatamente, pero, mientras la persigo a toda leche por las escaleras, me doy cuenta de que está absolutamente fuera de sí.
—¿Adónde vas, Maria?
—¡A DECÍRSELO CON TODAS LAS LETRAS, JODER!
Cuando llega al final de las escaleras, cruza la explanada a la carrera, se mete por la calle lateral y va hacia el garito; voy detrás, pisándole los talones.
—¡Me cago en la puta, Maria! —exclamo, cuando por fin la agarro por el hombro.
Pero ella se zafa, abre la puerta de golpe y se mete corriendo en el pub, y yo, detrás. Todas las cabezas se vuelven a mirarnos. Dickson, cosa que me sorprende mucho, ha reanudado sus obligaciones detrás la barra. Está hablando distraídamente con uno de sus amigotes al tiempo que hace un crucigrama. Levanta la cabeza cuando nota el silencio ensordecedor que llena el local. Pero dura poco.
—¡ASESINO! —chilla Maria, señalándolo con el dedo—. ASESINASTE A MI PADRE, HIJO DE PUTA! ASE…
Empieza a ahogarse a medida que el ataque de frustración la agota, y la cojo por debajo de las axilas y la saco por la puerta, mientras Dickson larga una réplica petulante pero apagada:
—No es eso lo que ha dicho el juez…
Ya la he sacado fuera, pero parece que el aire le renueva las fuerzas.
—SUÉLTAME —ruge, con la cara contraída de furia y dolor. Tengo que esforzarme a tope, porque su esbelto cuerpo está fortalecido por la histeria y la rabia, y me entran unas ganas enormes de abofetearla como en las películas, pero de pronto se calma y llora y gimotea en mis brazos; me la llevo al otro lado del parking y, mientras subimos las escaleras de casa otra vez, pienso que así es como tenía que acabar la cosa.
Y cuando la meto otra vez en casa y la siento en el sofá, casi tengo la sensación de que su intento de poner en evidencia a Dickson ha sido una pesadilla, porque la estrecho entre mis brazos y le acaricio el pelo y le digo que todo saldrá bien. Le digo que me quedaré aquí con ella todo el tiempo que quiera y que iremos a por el cabrón de Dickson los dos juntos, ella y yo…
—¿De verdad? —me pregunta, con una expresión sanguinaria y demencial, hiperventilando—. ¿Tú y yo?
—Dalo por hecho, princesa. Dalo por hecho. Ese puto paria mandó a Coke al cementerio y, por lo que sabemos, también a Janey a la cárcel. —La miro fijamente, con gesto rencoroso y vengativo—. Se va a llevar su puto merecido.
—¡Vamos a matar a ese hijo de puta asesino!
—Tú y yo. ¡Créeme!
—¿Lo dices de verdad? —me pregunta con voz suplicante.
La miro directamente a los ojos, está desolada.
—Te lo juro por la vida de mi madre y por la de mis hermanas.
Asiente lentamente y noto que se relaja un poquito.
—Pero… tenemos que combatir de manera inteligente. Si hacemos una chapuza, acabaremos como Janey. ¿Me explico?
Inclina lentamente la cabeza, como ausente.
—Piénsalo —insisto—. Si entramos ahí a saco y lo masacramos, pasaremos lo que nos queda de vida en la cárcel. ¡Tenemos que estar libres para disfrutarlo, para disfrutar de haber hecho lo que había que hacer, mientras ese hijo de puta babea en una silla de ruedas o se pudre en una zanja!
Respira más despacio. Le cojo las manos.
—Tenemos que pensarlo. Y cuando ataquemos, hay que ser tan fríos como el hielo. Tan fríos como ese cabrón de ahí abajo —digo, señalando hacia fuera—, si no, ganará él. Tiene a la policía y a los tribunales de su parte. Eso significa que hay que esperar, actuar con calma y averiguar cuáles son sus puntos débiles antes de atacar. Porque si hacemos una chapuza o nos dejamos llevar por la emoción, volverá a ganar. No podemos dejar que vuelva a ganar. ¿Me sigues?
—La cabeza…, esto es una pesadilla…, no sé qué hacer…
—Escúchame. Lo trincaremos —insisto; ella asiente y se tranquiliza; se pone la mano en la frente.
Estoy lo bastante tranquilo como para sacar las herramientas y empezar a preparar unos chutes.
Al ver la chispa del mechero, Maria se vuelve.
—¿Qué haces…? —me pregunta, con los ojos como platos.
—Lo siento, estamos en tu casa y tendría que haberte pedido permiso. Me estoy preparando un piquito.
—¿Qué? ¿Qué es eso? Es… ¿es heroína?
—Sí. Oye, que esto quede entre tú y yo. No estoy orgulloso, pero me pico un poco. Voy a dejarlo, pero bueno, en fin, ahora mismo es como que lo necesito. Desde que tu padre… —me tiembla la cabeza al fijar la vista en su rostro colorado y desencajado—, … es que estoy muy deprimido y me siento muy impotente…
Maria se queda impasible, como si tuviera la cara de porcelana. No le quita el ojo de encima al líquido burbujeante que se está disolviendo en la cucharilla.
—Esto es lo único que me quita el dolor… —le digo—. Voy a meterme un chutecito, sólo uno, para mantener a raya los nervios. Al fin y al cabo, no quiero acabar enganchado en serio, pero la verdad, ha sido un día estresante que te cagas.
Así que absorbo la solución a través de la bola de algodón y luego me atravieso la piel con la punta de la aguja. Cuando extraigo un poco de sangre y lleno el cilindro con ella, a Maria se le oscurecen los ojos, como si también a ella se le espesara algún fluido opaco. La sangre vuelve a entrar lentamente en la vena, pero no noto la presión de mi mano en el émbolo, es como si la vena la sorbiera directamente de la jeringuilla.
QUÉ GUAPO… DE PUTA MADRE… SOY INMORTAL, SOY INVENCIBLE…
—Quiero un poco… —la oigo decir, medio asfixiada por la ansiedad.
—Ni hablar…, no es cosa buena —le digo; vuelvo al sofá sudando, balbuciendo como un bebé extático a medida que el jaco me inunda el cuerpo como una canción infantil. Luego experimento esa náusea casi melosa en el mismo centro de mi ser…, tomo aire a jadeos y dejo que la respiración se regule poco a poco.
—Entonces, ¿por qué te la metes?
—Es que últimamente lo paso mal…, a veces, fatal…, es lo único que me ayuda…
Fataaal…
—¡Pues yo también estoy mal! ¡Y yo qué! —exclama con cara de dolor; durante un instante vagamente perturbador veo en su cara a Janey y a Coke a la vez—. ¡Dijiste que me ayudarías!
La miro con tristeza y le cojo las manos temblorosas.
—Eres una jovencita preciosa y no quiero que te des a las drogas… —Dios, es un ángel destrozado y arrojado a esta pocilga oscura y vil—.… Entiéndeme, se supone que te tengo que cuidar…, no ponerte las cosas peor. —Niego con la cabeza mientras noto la sangre recorriéndola lentamente—. Ni hablar…
—¡No pueden ser peores! —brama ella, y a continuación parece que piense en su apuro actual—. Venga…, va…, sólo un chutecito, como dijiste —vuelve a suplicar—, a ver si se me pasa esto…
Me quedo sin aliento, con esa misma resistencia hermética del émbolo de la jeringuilla cuando tiras de él hacia atrás, ese delicioso tirón sellado…
—Vale, pero uno y no más…, es de locos… y sé que es un error…, sólo un poquitín, para relajarte. —Le acaricio suavemente el rostro—. Y luego pensamos en cómo pillar a Dickson…
—Gracias, Simon.
—Debes de tener la impresión de que el mundo entero se acaba —digo, y me pongo a prepararle un buen chute—. Esto te ayudará, nena, te quitará el dolor.
Pone cara de debilidad y desconcierto cuando le ato el lazo de cuero al brazo, delgado y blanco, y aparece una vena. Tiene buen cableado, además. Esta pequeña anhela y ansía olvidar, y hacerle un favor a una dama en apuros es una cuestión de decencia elemental…
Le pongo el chute y me fijo en su reacción; gime suavemente y se funde de nuevo con el sofá.
—Sienta bien…, es agradable…, es guay…
Entonces la acuesto con la cabeza en el reposabrazos del sofá, para ir preparándola para el otro chute que pienso meterle.
—Pero ahora la mujer de la casa eres tú, y tienes que ser fuerte, por Grant. Tenemos que mantenerlo todo en orden por aquí. Por tu madre y por la memoria de tu padre. Pronto iremos a verla —le digo, mientras le aparto el flequillo de los ojos; luego se lo vuelvo a colocar sobre la frente—. ¿Vale, cielo?
—Sí… —dice ella, mirándome con unos ojos tan vidriosos y brillantes como monedas de plata.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí…, sienta bien…, creí que nunca volvería a estar tan bien…
—Vamos a ir a por Dickson, es nuestro. Tú y yo haremos pagar a ese hijo de puta —le cuchicheo. Me arrodillo en el suelo junto a ese magnífico cuerpo tendido. Le paso una mano por debajo de la cabeza, se la levanto y le pongo debajo un cojín—. Eso es, ahora relájate. Has pasado un mal rato. ¿Quieres que me eche a tu lado… y te abrace?
Asiente con gesto lento pero definitivo.
—Eres muy bueno conmigo… —Y levanta la mano y me acaricia la cara. Me inclino un poco más hacia esos labios que parecen picados por una avispa.
—Claro que sí. Sienta bien ser bueno contigo. Ahora dame un besito.
Me mira con una sonrisa triste y me besa en la mejilla.
—No, no, nena, así no vale. Venga, dame un beso de mujer como está mandado.
Y sus labios se posan sobre los míos y noto su lengua en la boca; de momento, todo el trabajo se lo dejo a ella. Cierro los ojos, pensando un instante en la pobre Janey, que se va a pasar unos meses en Corton Vale fabricando peluches. Como dijo el juez, hay que castigar de manera ejemplar a los individuos que pretenden explotar a los necesitados por medio de prácticas fraudulentas. Creo que estaba citando al pie de la letra al ministro del Interior. Pero para Janey será un aprendizaje: lamerá más coños que sellos un empleado de Correos. Eso sí, ahora mismo me preocupa más la educación de su hija, que está mejorando por momentos, con estos besos prolongados y húmedos. Sí, señor; lo que es yo, desde luego no siento ningún dolor. Porque ahora ella es mía. Me separo un poco y le digo, mirando esos ojos tristes, sexys y llenos de jaco:
—Nunca te dejaré, no como los demás. A partir de ahora todo irá bien.
Una sonrisa lastimera moldea sus facciones:
—¿De verdad, Simon?
—Sí —le digo, y nunca he sido tan sincero en toda mi puta vida—. Con toda cerdeza.