En el espejo de pub robado se refleja, detrás de mí, lo asquerosísima que está la cocina. Tiene grabado un caballero McEwan’s Lager y me encantaría rajarle con un vaso ese careto provocador suyo. No me extraña que no pare de sonreír y de brindar; lograr que la gente pague por beber esos meados tibios y ponzoñosos no es para menos. Vuelvo a cagarla con esta piojosa corbata negra: me la arranco por décima vez.
—¡Mierda!
Sick Boy aparece a mi lado para socorrerme. Consigue anudarla a la primera.
—Hala, ya está —me arrulla, haciendo que me sienta como si fuera tonto del culo—. Desayuna algo, anda.
¿Comer algo en este basurero? No, gracias.
—Ya tomaré algo en casa de mi madre. Aquí no hay nada.
—Hice un poco de lasaña —dice, señalando el horno.
—Es una mierda, la probé anoche. —Es cierto, la probé después de que un par de tragos rápidos con un par de muchachos de la empresa Gillsland se convirtieran en una sesioncilla.
Sick Boy se pone en jarras.
—Ésa era la receta de mi madre, tío jeta —me pseudobrama, tomándoselo a cachondeo por mi bien.
—La lasaña de tu madre la he probado, y esa mierda de ahí dentro —digo señalando el horno—, no se le parece en nada. Es evidente que no seguiste su receta. Para empezar, la lasaña no lleva grumos de atún.
—Utilicé los recursos disponibles. Tú empieza por bajar a la cooperativa de vez en cuando y luego métete con las dotes culinarias de los demás.
El jeta es él. Llevo dos palabras escritas en la frente: alquiler y dinero. Pero que le den por culo a discutir con este capullo ahora mismo.
—Vale, me piro. —Cojo la chaqueta, que está colgada de un clavo que hay detrás de la puerta.
—Muy bien, te veo en el crematorio a las dos —dice, antes de dar un paso al frente y abrazarme—. ¿Te encuentras bien?
—Claro que sí, desgraciao.
Me suelta, pero me planta las manos en los hombros.
—Te acabará haciendo efecto, ¿sabes? El dolor —me asegura, al tiempo que baja una mano—. Pero tú hazte el escocés estoico todo lo que quieras. Ahora, yo te aconsejo el luto italiano, es el mejor. Ábrete. Siente el ardor por dentro. Déjalo salir —dice; con la otra mano me da un par de cachetitos cariñosos en la cara.
—Sí, claro —le digo, antes de salir por la puerta.
Miro la hora y empiezo a bajar por el Walk. El sol llega hasta Pilrig, pero allí se divisan unas nubes grandes y cochinas que parecen dispuestas a echarlo por la fuerza. Llego a Junction Street y me libro por los pelos de un chaparrón de verano, porque empiezan a caer chuzos de punta.
Mis padres parecen zombis. Literalmente. Con ojos vidriosos y tropezándose con cosas. No puedo creer que todavía les dure el pasmo por el fallecimiento de alguien cuya muerte estaba anunciada desde el día en que nació, y por todos los especialistas médicos del Reino Unido. ¿Acaso no comprendieron el término «corta esperanza de vida»? ¿Creían que sacándole el líquido de los pulmones a golpes podían mantener a Davie vivo para siempre?
Ahora no tienen que sufrir el agobio de oírle respirar, ni el duf-duf-duf y el aj-aj-aj de las sesiones de drenaje postural, después de las cuales se derrumbaba en un sueño exhausto mientras llenaba de aire sus pulmones chirriantes. Entretanto, los demás esperábamos, nerviosos y aterrorizados, a que todo volviera a empezar de cero. Eso se acabó. ¿Por qué no se les ve siquiera un poco aliviados?
Se acabó para siempre.
Los dejo allí, agarrados con todas sus fuerzas a la encimera de esa cocina pequeña y gris en la que parecen vivir condenados a perpetuidad. El ambiente del cuarto de estar está cargado de humo. Billy y su novia fuman un cigarrillo tras otro; ahora que ya no está Davie, no hace falta sentarse junto a la ventana del dormitorio para echar el humo a la calle. Ahora pueden destrozarnos los pulmones a todos. Me pican los ojos y me lloriquean; apenas han pasado los segundos necesarios para que dejen de picarme, cuando veo a Billy lanzarme su mirada de «eres un bicho raro de mierda», lo cual me hace estar pendiente de todos y cada uno de mis actos. Tengo la sensación de que hemos retrocedido casi una década.
Estás en posición de ventaja, Tobacco Boy.
Sharon está buena; de esa forma barriobajera, tipo boutique de franquicia. Tiene las tetas, el culo, el corte de pelo rubio en capas y la cintura delgada que ponen a los tíos; todo menos las patorras, que son un poco cortitas y gordas. La sagacidad calculadora que capto en su mirada me induce a pensar que quizá valdría la pena hablar con ella cuando no se encuentre en la sofocante compañía de Billy. No para de largar sobre una chica llamada Elspeth; opto por poner la oreja, porque seguramente se trata de la hermana guapetona de Begbie (por suerte para ella, no se parece a él en nada), pero el humo y el mal rollo de Billy tienen un impacto asfixiante que extrae el oxígeno del aire que respiramos. Se me viene a la cabeza una cita de un tal Schopenhauer, a saber: casi todas nuestras penas surgen de nuestras relaciones con otras personas.
¿No te dabas cuenta, Tobacco Boy, del poder nocivo que tenía tu maléfico humo, por más que quisieras disimularlo, sobre los debilitados pulmones de tu hermano menor?
Cojo el New Musical Express que dejé encima del aparador el otro día. La sonrisa irónica de Mark E me recuerda la cinta de the Fall que le grabé el otro día a Hazel, que seguro que viene al funeral. Decido llevármela, y estoy a punto de esfumarme rumbo a mi vieja y mohosa madriguera de música y masturbación, cuando suena estridentemente el teléfono y destroza los nervios, tensos como cuerdas de piano, a todo el mundo. Pita sin piedad, pero nadie se mueve.
Mein bruder Wilhelm, maestro de la mirada acusadora:
—¿¡Algún cabrón piensa coger el puto teléfono!?
Capto tu dilema, Tobacco Boy. ¡Contestar al teléfono supondría tener que hablar por el auricular y privarte así de unos preciosos segundos inhalando esa nicotina que tan desesperadamente ansías!
—Ya verás como lo coge alguien —declaro mientras le sonrío de oreja a oreja a Sharon—. Quiero decir algún día y tal. —Ella me obsequia con la más leve de las sonrisas.
—No empieces a ir de listo, coño —amenaza Billy—. ¡Hoy no!
El chalao este está mosqueado que flipas, y me imagino que estará acordándose de la vez que me pescó meneándosela a Davie. Fue muy duro tratar de explicarles a todos que lo hacía exclusivamente por el pobre cabrito, porque, desde luego, yo no le saqué ningún placer. Por más que uno actúe por los motivos más desinteresados, siempre habrá cabrones que lo interpreten de manera tendenciosa para que encaje en sus retorcidos esquemas. No obstante, reconozco el estado de ánimo en el que se encuentra Bilbo y, a decir verdad, me asusta un pelín.
—Seguro que no es para mí —protesto.
Oímos que contestan al teléfono, que mi madre dice unas palabras y luego se suma a nosotros para espesar la densa humareda, aún más si cabe, con su B&H. Podríamos estar todos apretujados en este cuchitril de habitación y aun así jugar al escondite como es debido.
—Mark, es para ti.
Billy entorna los ojos: se mosquea echándome en cara silenciosamente que tenía razón él. Se impone este último sentimiento, le sostengo la mirada un segundo y los dos empezamos a reírnos a carcajada limpia, cosa que distiende un poco el ambiente. El capullo pendenciero este no me gusta y nunca me ha gustado, pero, con enorme desagrado por mi parte, a veces no me queda más remedio que recordar que lo quiero, en cierto modo. Sin embargo, estamos en Chez Renton; en cuanto uno adopta la posición reglamentaria, el otro se distancia.
—¿Qué os hace tanta gracia, joder? —grita mi madre—. ¡Yo no se la veo por ninguna parte!
Ese lenguaje te acabará llevando al infierno, madre. ¡Otra serie de avemarías que le deberás a algún pederasta con sotana en otro momento!
Levanto las palmas de las manos en modo rendición y digo:
—Ya voy —y recorro el pasillo, perennemente azotado por corrientes de aire, hasta donde tenemos el teléfono, colgado de la pared—. ¿Hola?
—Mark, ¿eres tú?
—Sí. ¿Fi?
—¿Cómo estás, cariño?
—Bastante bien, pero muchísimo mejor después de oír tu voz.
—Oye, Mark, estoy en Waverley. Quiero ir al funeral de tu hermano contigo.
Primera emoción: euforia. Segunda: inquietud ante la plétora de bochornos en potencia que se avecina. La cinta de E de Hazel y Mark. En fin.
—Estupendo. Eh…, gracias, me parece de maravilla —le suelto, rebuscando en el cajón del endeble soporte de madera que hay debajo del teléfono. Dentro hay una funda donde mi madre guarda las gafas de leer. Me vendrá bien para llevar la chuta que me dio Sick Boy. Me la meto en el bolsillo de la chaqueta.
—Voy a coger un taxi ahora mismo, cielo. ¿Dónde quedamos?
—Dile al taxista que te lleve a un pub que se llama Tommy Younger’s, en Leith Walk.
—De acuerdo. Nos vemos dentro de diez minutos.
Es evidente que mi madre ha estado haciendo labores de vigilancia, porque aparece en el pasillo con pose de pistolero. Un escalofrío recorre su delgado cuerpo, el cigarrillo le tiembla en las manos.
—¡Tú no vas a quedar con nadie en ningún pub! ¡El coche ya está pedido! ¡Vamos a salir de aquí y vamos a ir en familia!
—He quedado con mi… eh… novia de la universidad.
—¿Novia? —pregunta boquiabierta; mi padre aparece a su espalda—. No nos habías dicho nada de ninguna novia —me acusa, entornando los ojos—. Pero, claro, ¡cómo ibas a hacer eso, Mark, porque tú nunca cuentas nada, maldita sea!
—Cathy… —dice mi padre para tranquilizarla, y le pone una mano en el hombro.
Mi madre vuelve la cabeza violentamente y lo fulmina con la mirada.
—¡Es que es así, Davie! ¿Te acuerdas de aquella chiquilla a la que oímos llorando en la escalera? ¡No quería ni dejarla entrar en casa!
Era un feto…, una malfollada asquerosa que me siguió a casa después de que me la tirara en el apartadero…, ellos la invitaron a entrar y se pusieron a consolarla como gallinas cluecas, e insistían en que me quedara levantado y me tomase un café con ella en la cocina, cuando lo que yo quería era morirme… o que se murieran ellos, hunos de los huevos…
Me pongo colorado como un tomate desde el cuello hasta las orejas y veo que Billy también ha salido, picado súbitamente por el interés.
—¿Qué pasa aquí?
—No es asunto tuyo —le dice mi padre, y me callo, al tiempo que Billy esboza una sonrisa como un hachazo.
—Dile que venga aquí —suplica mi madre, sacudiéndose un poco de ceniza de la manga de la amarillenta chaqueta de punto—. Habrá sitio en los coches.
—No… eh…, os veo a todos allí. Podría resultarle excesivo ir con el séquito, no conoce a nadie —le explico; entonces aparece Sharon al lado de Billy, enarcando una ceja depilada a la cera.
—¡Excesivo para ti, querrás decir! —me reprocha mi madre—. ¡Todavía se avergüenza de nosotros! ¡De su familia! —Y entonces mira a los demás con gesto suplicante—. Bueno, pues él ya no está aquí y ya no puede avergonzarte más…, angelito, nunca le hizo daño ni a una mosca… —Y vuelve a empezar.
—Cathy… —dice el viejo, que de momento sigue en tono conciliatorio—, deja que se vaya.
—No —repite ella con los ojos tan desorbitados que parecen de pez—. ¿Cómo no va a decirle a la chica que venga aquí? ¡Una chica de la que ninguno sabía nada! ¡Porque nunca la había mencionado siquiera! ¡Nunca nos cuenta nada, para variar! ¡Se avergüenza de nosotros! —me acusa—. ¡De su propia familia!
Billy Boy echa un poco de humo en plan dragón y me lanza una mirada fulminante e inmunda:
—El sentimiento es mutuo, joder. Eso te lo digo gratis.
Tus poderes de inhalación de humo son impresionantes, Tobacco Boy. Mucho más que tus crípticos comentarios.
Mamá levanta la vista hacia el techo.
Padre nuestro que estás en los cielos…, ¿qué he hecho yo…?
—Ahora no empieces tú. Hoy no —dice papá, en un tono de voz que está a mitad de camino entre la súplica y la amenaza—. ¡Hala, tranquilos todos! Un poco de respeto por el peque. Mark, vete a buscar a la chica esa, a tu… —la palabra se le atasca en la garganta, como si fuera un bocado de comida exótica que no le acabara de convencer—, … novia, pero no llegues tarde al cementerio. Y te sentarás en primera fila con ella, conmigo, con tu madre, con tu hermano y con Sharon. ¿Entendido?
Cuánto follón y cuánto drama a cuenta de dónde se sienta el personal…
Asiento levemente con la cabeza y me doy cuenta enseguida de que ese acto será demasiado minimalista para él.
—Te lo repito: ¿entendido?
Sospecha confirmada.
—Sí, no te preocupes —le digo, y me voy brincando por el pasillo, emerjo de ese ambiente viciado, arcaico y apestoso a la tregua que me dan el rellano y la calle, y llego a Junction Strasse. Un Joe Baxi[57] hambriento baja con estruendo por la calle, lo paro y subimos a toda leche por el Walk, rumbo a TY.
Dentro de la gran caverna que es ese pub, Willie Farrell y Kenny Thomson, un par de tipos mayores a los que conozco vagamente, me saludan con un gesto de la cabeza. La forma en que personifican a la peña de Leith da miedo; uno va de bar en bar hasta que, al final, se queda en un garito y envejece allí. Dentro de diez o veinte años sabrás dónde encontrarlos. Por suerte, Fiona sólo tarda un par de minutos en aparecer y su presencia me transporta a los cielos.
—Mark…, cuánto me alegro de verte, cariño —dice, y se pasa la lengua por esas dos perlas que tiene por dientes delanteros. Qué encantadora es, joder.
Estación de Newcastle… Waverley…, que le den…
Evito mirar a Willie y a Kenny mientras nos abrazamos, y Fiona achaca mi rigidez al dolor. Nos sentamos en un rincón tranquilo con dos cervezas. Le cuento lo difíciles que han sido las cosas con mi familia. Ella me dice que tienen que ser momentos dolorosos para todos. Estoy de acuerdo. Decido olvidarme de toda la mierda mala, estúpida y débil. Hacer como que nunca existió, joder. Porque ahora somos ella y yo, y así es como va a ser, y lo demás no son más que un montón de putas chorradas sin importancia.
Apuramos las pintas rápidamente y pido otra ronda a voces. Todo vuelve a estar bien. Se me inundan los sentidos de ella: la toco, la miro, la abrazo, la beso, pero, cuando intento decirle algo, soy incapaz y no suelto más que clichés.
—No pasa nada, Mark —dice ella. Mientras me abraza, me sube del estómago una bola asfixiante de ácido, pero la obligo a bajar de nuevo. La nuez me sube y me baja mientras le enmarco la cara con las manos, que tengo frías—. Joder qué bueno volver a verte.
—Ay, Dulce de Vainilla —dice ella mientras nos levantamos, yo, un poco paraca, por si alguno de los cabrones de la barra ha oído lo que me ha llamado (porque parezco un helado de vainilla con una capa de frambuesa por encima), y luego salimos al Walk. Paro un Joey que se aproxima en ese momento para que nos lleve al crematorio.
La gente forma una fila para entrar en la capilla, pero no hemos llegado tarde, sino justo después del coche fúnebre y el ataúd, así que nos hacen sitio. Hay unos cuantos necrófagos que adoran esta parte de la ceremonia, pero la mayoría se revuelve, incómoda, en unas prendas de luto que no les sientan bien, mientras esperan ansiosos el pelotazo inminente. Mis padres parecen inmensamente aliviados de verme; Fiona y yo ocupamos los asientos que nos han reservado, delante de la parentela de Glasgow y de Midlothian, así como de amigos y vecinos varios. Un bobalicón baboso no sería capaz de llenar un autobús de amigos dolientes, pero a nadie le gusta que la espiche un jovencito y la asistencia es considerable. Veo a mis colegas; Begbie, Matty, Spud, Sick Boy, Tommy, Keezbo, Segundo Premio, Sully, Gav, Dawsy, Stevie, Mony, Moysie, Saybo y Nelly, además de Davie Mitchell y Bobby y Les de la empresa de Gillsland. No hay rastro de Swanney. Veo a Hazel; está con Alison, Lesley, Nicky Hanlon y Julie Mathieson, otra vieja amiga con la que cambiaba cintas, que tuvo un crío y que parece una escoba con ojos. Veo a abuelos, tíos y tías y algunos otros parientes ancianos a los que no recuerdo del todo, todos atrapados en una vejez lúgubre y amorfa. A veces, un par de ojos fogosos en una cabeza blanca, hinchada o flacucha, dan una pista de que en algún momento han sido personas de verdad; pero Schopenhauer tenía razón: la vida tiene que ser un proceso de desilusión, de ir tropezando inexorablemente hacia el desastre total.
La ceremonia es una mierda de esas con cinta transportadora; el mamonazo del meapilas dice con desgana no sé qué de caminos inescrutables, pero lo pillo un par de veces echando una mirada de soslayo al reloj. Luego clavo la vista en el ataúd cerrado; pese a las atenciones de los fisios y los esfuerzos más ímprobos de mis padres, Davie se había quedado tan contrahecho que habrían tenido que romperle los brazos y la columna por un par de sitios para conseguir que adoptara la posición debida ahí dentro. No me extraña que el viejo dijera hasta aquí hemos llegado cuando mi madre se empeñaba en celebrar la ceremonia papista de ataúd abierto.
Sin embargo, suceden cosas extrañas. A la salida de la capilla, al ir hacia los coches bajo la llovizna y después de dar la mano, fría y huesuda, a los acompañantes al duelo, mi padre me planta un beso en la mejilla. Es la primera vez que lo hace desde que yo iba a primaria. El tufillo del aftershave y la enorme barbilla áspera contra mi piel tienen algo que me infantiliza. Luego, cuando nos subimos al buga para recorrer Ferry Road y acudir a la comida en el Ken Buchanan Hotel, mi madre me estruja la mano y, tras una cegadora máscara de lágrimas, me dice:
—Ahora mi pequeño eres tú. —Lo achaco al dolor, pero hay otra parte de mí que piensa: Esta mujer está como una puta cabra, pero en mi fuero interno el resentimiento y la ternura rivalizan.
En el hotel, mientras me tomo un whisky y me como un bollo de salchicha de esos que levantan ampollas en las tripas, Hazel se nos acerca a mí y a Fiona. Parece que se transmite algo entre las chicas, pero tengo el ánimo tan por los suelos que ni siquiera me incomodo.
—Hola, Haze —digo, y le doy un casto beso en la mejilla—. Gracias por venir. Eh, te presento a Fiona. —Y, con formalidad desmañada y estúpida, añado—: Fiona Conyers, Hazel McLeod.
Hazel le estrecha la mano.
—Soy amiga de Mark —dice. No sé lo que pasa entre ellas, pero es decoroso, casi conmovedor y, por un instante, es como si algo se me abriera por dentro. Echo un trago de whisky ardiente para sofocar la emoción.
Fiona dice lo que suele decir la gente en estas circunstancias: encantada de conocerte, lástima que haya tenido que ser en estas circunstancias. Circunstancias. Llevo la cinta de The Fall para Hazel en el bolsillo; una mezcla de mis temas favoritos de Slates, Hex Enduction Hour y Room to Live. Sí, pensaba dársela, pero no parece correcto hacerlo delante de Fiona. Schopenhauer decía que las relaciones entre varones están definidas por una indiferencia natural, pero que las relaciones entre mujeres se caracterizan por el antagonismo. También es verdad que fue un cabrón de lo más cínico.
Las cintas de Hazel.
Hazel y yo éramos amigos desde tiempos del colegio. Desde segundo curso. Oíamos música juntos; la Velvet, Bowie, T. Rex, Roxy, Iggy and the Stooges, los Pistols, los Clash, los Stranglers, los Jam, los Bunnymen, Joy Division, Gang of Four, los Simple Minds, Marvin Gaye, Sister Sledge, Wire, Virgin Prunes, Smokey Robinson, Aretha Franklin, Dusty Springfield; por oposición a los Beatles, los Stones, Slade, Springsteen, U2, OMD, Flock of Seagulls, Hall and Oates, juntos, a veces en su dormitorio y otras en el mío. Ella me gustaba, pero me ponían otras chicas más guarronas, supongo. Chicas que se reían de forma histérica y que, cuando les entraba, me decían: «largo de aquí, chaval» o «deja de incordiar». Chicas que te echaban miradas calculadas y decían «ya veremos» cuando tú decías «venga, tú y yo», como si les estuvieras invitando a una pelea limpia. Pero, a pesar de que era un imperativo evidente, nunca quise metérsela a una chavala sin más. Siempre buscaba algo más complicado; quizá dramatismo, puede que hasta amor, ¿quién coño sabe?
Mis amigos se negaban a creer que Hazel y yo no folláramos. Es guapa, aunque de una forma un tanto depresiva. Es gótica de espíritu, si bien viste ropa convencional de chica disco: tonos pastel incongruentemente luminosos, del Top Shop, entre semana, y los fines de semana tiramos la casa por la ventana con Etam. Una vez le estaba poniendo un elepé de los Stranglers, Black and White, y empezamos a morrearnos. Creo que empecé yo, puede que porque estuviera harto de las conjeturas de aquellos capullos, aunque también podría ser que la cabeza me estuviera jugando una mala pasada, como suele. Quizá las letras de los Stranglers me hicieran creer que tenía derecho. Pero, empezara quien empezase, todo acabó cuando traté de ir más allá. A ella le entró lo que sólo podría describir como un ataque de pánico de una ferocidad impresionante. Le dieron convulsiones, se quedó un rato sin poder respirar y empezó a ponerse colorada. Fue como un ataque de asma como los que le daban a Spud o a Davie, en plan espasmódico…
Drenaje postural…, duf-duf-duf, como los demoledores golpes al cuerpo que asestamos a los sacos pesados del gimnasio Leith Victoria.
A medida que pasaron esos meses adolescentes, lo intenté alguna que otra vez más, curiosamente casi siempre instigado por ella. Pero en cada ocasión pasaba lo mismo. Se quedaba paralizada y luego padecía una reacción violenta; era como si tuviera una alergia física al sexo. Ni siquiera estaba dispuesta a hacerme una mamada, aunque sí me hacía alguna que otra J. Arthur[58], concentrándose en mi polla como si fuera un científico realizando un experimento. Una vez, cuando me corrí, la lefa fue a parar a su oreja y al pelo que le caía por un lado de la cara. Al tocar los filamentos pegajosos dijo: «Es horrible, qué asco…». y, antes de levantarse para lavarse la cara, volvieron a darle arcadas convulsivas. Cuando regresó, tenía el pelo mojado: también se lo había lavado. Me acuerdo de que en ese momento la deseé de verdad, me moría de ganas de tirármela por el solo hecho de verla ahí de pie, con el pelo mojado. Y eso que acababa de soltar el chorromoco.
Pero no había manera.
Cuando por fin follamos, fue deprimente, pero ésa es otra historia. Ahora, pasan siglos sin que nos veamos, pero luego acabamos quedando con el pretexto de ir a un concierto u oír un poco de música, y mantenemos unas relaciones sexuales malísimas. Nefastas. Los dos pensamos: «nunca más», hasta que uno de los dos, normalmente ella, coge el teléfono.
Stevie Hutchison y su chica están hablando con mi padre. Él se acerca con ese andar pesado que tiene, desplazando el peso de una pierna a otra, y me pasa el brazo por los hombros.
—¿Cómo lo llevas, hermano?
—Bien, Hutchy, bien. La vida sigue, ¿no? ¿Y tú, qué tal?
—Hasta los huevos —dice, con mirada iracunda—. Me dieron el finiquito en la Ferranti. Presenté una solicitud en la Marconi de Essex. Por aquí no hay una puta mierda. De todos modos, me apetece probar suerte un poco en Londres, y a lo mejor montar un grupo allí. —Echa una mirada de soslayo a su torda, Chip Sandra, que está charlando con Keezbo. Es una zumbada de cuidado, ni de lejos lo bastante buena para Stevie y, en cierto modo, la culpo de la ruptura de nuestro grupo de antes, Shaved Nun—. A ella no le apetece mucho ir —dice, con una sonrisa retorcida—. Hora de abrirse, me parece —añade, guiñándome el ojo.
Le sonrío a mi vez. Ya iba siendo hora.
—¿Qué pasa, Stephen? —suelta Chip Sandra, al captar la onda.
—Nada, hablábamos de música, ya nos conoces —Stevie vuelve a guiñarme el ojo y luego la mira a ella—. Venga, vamos a tomar algo —dice, y se la lleva empujándola por la espalda con el dedo corazón para que lo vea yo.
A Chip Sandra le pusieron ese apodo porque una vez se puso a comer patatas fritas mientras Matty se la tiraba en el apartadero de las vías. Hace siglos. Para Matty fue un episodio bochornoso: una tía comiendo patatas fritas mientras tú le das lo suyo contra una pared. Peor todavía, cuando pasamos por ahí todos. Yo le pedí descaradamente una patata a Sandra y ella me pasó el paquete, así que cogí una. Matty gritó:
—¡Vete a tomar por culo, Renton! —No sabía que todos (Begbie, Nelly, Saybo, Dawsy, Gav y algunos más) habían hecho fila para coger patatas mientras el pobre Matty bombeaba desesperadamente, con el culo al aire, brillando en la oscuridad. Recuerdo que, al salir al Walk, Saybo se relamía la salsa de los morros y nos dijo—: ¡La mejor rueda para los muchachos que ha hecho ésa en su vida, joder!
Se acercan Franco y la June Chisholm esa, la que se cepilla últimamente; ella se pone a hablar con Hazel. El Pordiosero, por su parte, me clava con su voluminoso puño un directo cariñoso en las costillas de esos que te dejan marca al día siguiente.
—Échate esto al gaznate —dice, y me pasa un whisky doble—. Joder, colega. ¿Cómo lo llevas?
—Bien —le digo mientras echo un sorbo.
Mi viejo me lanza una mirada que dice:
—Qué mal estás quedando con estas dos señoritas, amigo. —Pero esa desaprobación está trufada de alivio porque veo que, para él, acabo de pasar de mariquita en potencia a golfo mujeriego.
Franco mira a Fiona antes de volverse a mí.
—Preséntanos de una vez, cabronazo maleducado.
—Fiona, te presento a mi amigo Frank Begbie. También conocido como Franco.
O como Beggars. O Beggar Boy[59]. O como el Generalísimo. O como Capullo Psicópata y Matón. Yo era el saco de huesos que encajaba aquellos demoledores golpes al cuerpo en Leith Vic. Duf-duf-duf…
—Hola, Frank. —Ella hace ademán de estrecharle la mano pero él la obsequia con un besito bastante sofisticado en la mejilla. De vez en cuando, el cabrón este es capaz de dar alguna que otra sorpresa agradable (no violenta). Apúntate un tanto, Beggars—. Mark me habla mucho de ti.
La chispa paraca de pirao ilumina la mirada de Begbie.
—Conque sí, ¿eh? —Y escruta las profundidades de mi alma, o lo que queda de ella.
—En términos muy halagüeños, debo decir, —añade Fiona con elegancia y desenvoltura.
Begbie se relaja y una leve sonrisa le humaniza el careto. Joder, ha logrado embelesar hasta a este cabrón. Franco me pasa un brazo por los hombros.
—Bueno, es que somos muy amigos, ¿no Mark? Lo conozco desde primaria, cuando teníamos cinco tacos.
Sonrío con nerviosismo, me echo un buen trago de whisky y noto el ardor.
—Este tipo es de lo mejorcito que hay —suelto, y, presa de la emoción del momento, encima me lo creo totalmente. Aprovechando que ahora gozo de cierta licencia, le asesto un puñetazo relativamente potente en el pecho.
Begbie ni se entera; está en su elemento. Los funerales se le dan de vicio, como tiende a suceder con muchos psicópatas. Supongo que si se tiene la vocación existencial de sembrar la muerte y la desesperación, uno se realiza en sitios como éste: el trabajo ya está hecho, así que puedes limitarte a ponerte cómodo y relajarte. Me agarra con más fuerza y aprieta la cara psicoafectivamente contra la mía; su olor caliente, oscuro y ahumado me asalta los sentidos.
—Ya no vienes nunca a buscarme para ir a echar unos putos tragos los dos solos como hacías antes, joder.
Porque siempre acabas reventando a algún capullo.
—Paso la mayor parte del tiempo en Aberdeen, Frank.
—Pero no todo, joder. ¡Seguro que es porque siempre acabamos reventando a algún capullo!
¿Qué insinúas con ese «acabamos», pirao de los cojones?
—Qué va…, siempre nos lo pasamos de puta madre cuando salimos los dos solos y tal.
—Joder, ya lo creo —le dice a Fiona, y barre la habitación entera con un brazo al tiempo que me estrecha más fuerte con el otro—. Nuestro sentido del humor no lo pilla ni la madre que lo parió, ¿a que no, Rents? A la mayoría de los capullos ni se le puede explicar, coño, y perdona la grosería —dice disculpándose con Fiona, y a continuación intenta ilustrar ese estilo jocoso y absurdo tan singular que sólo tenemos él y yo.
Hazel ya lo ha oído todo antes y se vuelve hacia mí.
—Te he grabado una cinta del elepé en directo ese de Joy Division.
—¿Still?
—Sí.
—Guay, muchas gracias. Me han dicho que sale una versión estupenda de Sister Ray —le digo con una sonrisa de gratitud. Tengo ese elepé desde que salió, pero no pienso decírselo. Cuando grabamos cintas a los demás, por mucho que Sick Boy diga que es un acto encubierto de agresión y de control mental egotista, lo que cuenta es haber tenido la gentileza de grabarlas. Me imagino la caligrafía clara de Hazel en el lomo de la casete:
Joy Division: Still
Hay un instante de incomodidad entre ambos mientras sonrío y remato el whisky, y Hazel parpadea, baja la cabeza recatadamente y se excusa para acercarse a la mesa del bufé. Consigo captar la atención de Fiona y circulamos; yo cojo otro chupito, hablo primero con Keezbo y con mi padre, Moira y Jimmy, y luego con algunos parientes de mamá, la peña de Bonnyrigg-Penicuik, que la está consolando.
Veo a Alison dirigirse a la mesa del bufé y la intercepto.
—Ali…, siento mucho lo de tu madre. ¿Es muy grave?
—Aquí me tienes, estoy de ensayo —me dice, a la vez que me dedica una sonrisa de cúter—. No creo que tarde mucho. Pero gracias por preguntar —apostilla, y luego se arrima a la barra, donde están las demás chicas. Entonces parece acordarse de algo y da media vuelta—. Kelly te manda sus condolencias, siente no haber podido venir; es que tiene exámenes la próxima semana.
—Guay —le suelto mientras veo cómo se marcha para acercarse a Matty y Gav. Fiona está hablando con Tommy y Geoff, así que me siento al lado de mi madre. Lleva un sombrero soso, porque hace algún tiempo que no se tiñe esas raíces castaño-grisáceas que tiene. Mientras le pega una calada a un pitillo, me fijo en que lleva pegados a la frente unos mechones sudorosos y oxigenados, y que las lágrimas le han corrido el maquillaje. Entre el peso del dolor y tanto fumar, se le ha puesto una voz áspera de estibador—. A veces pienso que todo esto es castigo de Dios —dice.
—¿Por qué iba a castigarte?
—Por dar la espalda a la fe cuando me casé con tu padre.
Echa un chorro de humo con los labios fruncidos. Las mejillas hundidas y la mirada demencial apuntan a que está enajenada.
—¿De verdad crees que Dios te castiga porque eres católica y te casaste con alguien de otra religión?
—Sí. Sí lo creo —dice categóricamente, con las pupilas completamente dilatadas. Está mosqueada porque no hemos hecho una ceremonia en St. Mary’s Star of the Sea. Cuando era más pequeño y más fácil de transportar, siempre llevaba allí a Davie.
—¿Y qué me dices de papá? —El viejo está con Andy y su familia Weedgie, la abuela Renton y sus hermanos, Charlie y Dougie. Ya me he pulido el whisky y dejo el vaso vacío encima de la mesa—. Él es protestante y Davie también era hijo suyo. Así que eso quiere decir que al menos Dios es equitativo: os odia a los dos.
—No puedes decir eso, Mark. No digas eso…
—O quizá, pero sólo quizá, podría ser que le importarais una puta mierda los dos. ¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza esa posibilidad?
—¡No! —grita ella, y pienso en lo que molaría un Dios así; uno que odiara a los putos cristianos, a los musulmanes, a los judíos y a todos los demás capullos que le tocaran los huevos. E incluso, o sobre todo, a los cabrones esos que justifican las castas: a los putos budistas. Pero mi pequeño exabrupto ha sido escuchado: sin querer, he creado una muestra de unidad cristiana.
—Vamos, Mark, ya basta, hijo —me suelta Kenny, y mi padre y sus hermanos se acercan a toda prisa, acompañados por Billy. Dougie no es mal tipo, pero Charlie es un fanático superficial y venenoso; fue el que metió a Billy en toda esa mierda orangista, y, encima, mi padre lo sabe. Me mira con el ceño fruncido como si yo fuera la escoria del averno; estoy seguro de que Billy le ha contado la movida de la paja de Davie. Empiezan a dar vueltas a mi alrededor como buitres.
Busco a Franco con la mirada, pero está en la barra con June. Entonces aparece Fiona a mi lado y se pone a pedir excusas y a embelesar a todo el mundo sin proponérselo.
—Está alterado. Pero cómo, cielo…
Y un huevo peludo estoy alterado. Lo que me altera es la mierda esta. Protestantes y papistas; el furgón de cola de los fracasados de los bajos fondos, destilado a partir de los desechos de las dos tribus blancas más endógamas de la cristiandad europea. Unas alimañas retorcidas y rabiosas que saben intuitivamente que forman parte de lo más infecto del montón de basura del puñado de rocas heladas más inmundo del Mar del Norte y que no saben hacer otra cosa que pensar en a quién convertir en chivo expiatorio de su triste suerte. Para ellos, la aparición del monstruo en forma de mi hermano fue una ocasión (cristiana) enviada por Dios. Se les escapó el hecho de que Davie seguramente era el nadir que sólo podían haber producido unos subnormales sectarios como ellos, porque, al margen de los colores de mierda de paloma que luzcan en torno a sus simiescos hombros o de las baladas de lealtad o rebelión mierderas y monocordes que canten, están todos cortados por el mismo patrón apestoso de idiotez nociva.
Mamá, dejándonos ayudarla a Billy y a mí a hacer una tarta de chocolate en la cocina de arriba, en The Fort. Nos lo pasamos todos en grande. Entonces suenan los gritos de Davie; agresivos, imperiosos, profanadores. Yo y Billy la miramos como diciendo: «déjale», pero, primero ella y después nosotros nos acordamos desesperadamente de quiénes éramos. El entrecortado ir y venir de nuestra respiración cuando salió corriendo escaleras abajo. A modo de amargo consuelo, metemos los dedos en la masa de chocolate.
La muerte de Davie no me trastorna. Cuando pienso en él, lo único que se me viene a la cabeza es lo monstruoso y lo grotesco. El caso es que se parecía a mí: pelo rubio rojizo, piel blanca como la leche y ojos azules, de loco. Yo solía pensar que la gente sólo lo decía para vacilarme, pero era verdad. Para vergüenza de Billy el orangista, era él quien tenía pinta de mozo de granja de Connemara, achaparrado, pelo oscuro y cejijunto, trasladado a los pozos de Midlothian, igual que todos los varones papistas de la parte de mi madre.
De niño suplicaba que me llevasen a la piscina al aire libre de Porty, con Davie, Billy y papá. El agua de la de Porty siempre estaba fría que te cagas y yo la odiaba; además, allí la chulería de Billy solía alcanzar cotas más psicóticas, pero prefería aquello mil veces a la humillación de que me vieran con ellos en Leith Vickie.
Mamá empieza a chillarle a Margaret «Bendix». Curran, nuestra exvecina amargada, que cree que utilizamos a Davie para conseguir la vivienda protegida, y que luego lo abandonamos en una residencia para discapacitados.
—Lo único que digo, Cathy, es que en esa lista había otra gente que iba delante de vosotros…
—¡Nunca lo metimos en una residencia! ¡Murió en el hospital, en el Royal Infirmary!
—Pero ahora que no está aquí, deberíais renunciar a esa casa, es lo único que digo. —Entonces es cuando ve a mi amigo Norrie, que trabaja en el Departamento de Vivienda.
—Vaya, vaya, ¿qué hace ése aquí? ¡Está claro que no importa tanto lo que sepas como a quién conozcas!».
—¡Largo de aquí! —grita mi madre; mi viejo y Olly Curran, racista delgaducho con pinta de enterrador, se acercan y se suman al alboroto, y yo me voy saltando a la barra, donde Spud está haciendo cola para invitarme a una pinta. Siempre evito los conflictos sociales de los demás; prefiero con mucho armar mis propios follones. Mientras me fijo en los esfuerzos que hace Spud por captar la atención del camarero, unos brazos me rodean por detrás. Lo primero que pienso es que es Fiona, pero la veo hablando con unos parientes míos, y entonces me pregunto si las circunstancias habrán inducido a Hazel a volverse tan inusitadamente táctil. Vuelvo la cabeza y veo a Nicola Hanlon.
—Sólo quería darte un achuchoncillo —dice, y me da un besito en la mejilla.
Y pienso: joder, ¿el cabroncete de Davie no podía haber estirado la pata el año pasado? ¡Ahora que tengo pareja, las chavalas se ponen a hacer cola!.
—Gracias, Nicky, se agradece.
Spud se acerca con una pinta para mí; ha estado siguiendo a Nicky por ahí como un cachorrillo al que ella acabara de salvar de la perrera de Seafield.
—Gracias, socio.
—Qué putada, Mark: dale, tronco.
Le guiño un ojo y, entonces, alguien me agarra del culo y pienso: ¿es que la cosa se va a poner mejor todavía? Pero sólo es Sick Boy, que anda enredando.
—A Nicky se le cae la baba contigo —me susurra al oído; observo que Billy y Sharon se han interpuesto entre mis padres y los Curran—. Yo me la tiraría, aunque sólo fuera por joder a Spud —me sugiere. Me fijo en que Spud se ha puesto a perseguirla otra vez inútilmente.
Paso de Sicko y me fijo en el perfil de Fiona. Está preciosa, lo único que quiero es estar a solas con ella. Pero como el cabrón insiste, le digo:
—Ya, creo que hoy quieren otorgarme el voto del polvo de compasión.
—La compasión por la muerte del hermano discapacitado sólo es una faceta de la cuestión. El elemento decisivo es que ya tienes una tía.
—¿Qué quieres decir?
—El factor de incumbencia. Las chicas te ven con Fiona, enhorabuena, Rent Boy, por cierto, aunque está un poco por encima de tu categoría —dice, mirándola y, de paso, tranquiliza a mis padres y los Curran se marchan—. Como iba diciendo, ven que la tratas como un pretendiente agradable y atento y eso las atrae, porque se acuerdan del último tiparraco desapegado con el que salieron.
No puedo creer que este cabrón me esté haciendo un cumplido.
—¿Entonces?, ¿es porque les parezco un buen novio?
—Con toda cerdeza, pero no se dan cuenta de que estáis en la fase luna de miel. No tardarás en transformarte en un tiparraco desapegado, como nos pasa a todos. Así que, dale fuerte mientras el hierro esté candente; cuando se tiene una tía nueva que te vuelve loco es precisamente cuando hay que tirarse a todo lo que se te ponga a tiro.
Es como un puñetazo en el pecho. Noto que se me encoge la voz.
—Pero no quiero hacer eso, yo sólo deseo a Fiona.
—Por supuesto —dice con aire de suficiencia, y coge un rollo de hojaldre con salchicha que lleva rato sudando en el plato de papel; pero lo piensa mejor y vuelve a dejarlo donde estaba—. Es una paradoja. Sólo puedes luchar contra ella utilizando la fuerza de voluntad y confiando en la polla enhiesta, a la que hay que obedecer en todo momento. Que resuelva ella todas las inquietudes que te acometan, joven Skywalker. Joder —dice de repente—, ¡tendría que cobrar por estos consejos!, no debería dárselos gratis a otro tío. Por suerte, acabarás demasiado mamado para acordarte de ello mañana.
Me doy cuenta de que el cabrón este realmente nos lleva años luz de ventaja a todos. No somos más que unos chiquillos embobados.
—¿Cómo cojones sabes tú todo eso?
—A fuerza de estudiar el juego con entusiasmo. Experiencia y observación. Me fijo y escucho, y estoy dispuesto a pasar por todo el espectro de emociones —declara; apura el trago y se larga muy ufano. Creo que, para él, debe de ser un día «E»; en ese preciso momento se me acerca Norrie Moyes y se pone a despotricar contra los Curran. Al parecer, odia a esos cabrones tanto como yo, ya que, por lo visto, siempre andan por el Departamento de Vivienda jorobándole.
Entonces veo a Billy, que se acerca a toda prisa mirándome con aborrecimiento. Ha estado hablando con la parte Weedgie de la familia y ha acompañado a la salida a Margaret y Olly Curran. Norrie capta la mirada y se pira discretamente.
—¿Qué tal, hermano? —bromeo.
Billy apesta a whisky.
—Ahora tendrás que buscarte un novio nuevo, ¿no?
Una rabia controlada me arde por dentro. Pongo los ojos en blanco.
—¿Te interesa la vacante? ¡Estas cosas tienen que quedar en la familia!
Nos damos cuenta de que Fiona y Geoff, el baboso de Bonnyrigg, vienen hacia acá. Como ese cabrón haya intentado ligar con ella…
—Puto cabroncete pervertido…».
—Eres fantástico —le digo.
—¿Qué insinúas, eh? —grita él.
Todo el mundo lo ha oído y se nos acercan.
—Nada —digo con toda tranquilidad—. Decía que eres la leche.
—Mark… —me implora Fiona, cogiéndome del brazo.
Sharon pregunta a Billy:
—¿Qué pasa, Billy? ¿Por qué le gritas a Mark? ¡Estamos en el funeral de Davie, Billy!
—No sé por qué se calienta tanto los cascos —protesto con cara de inocente y los ojos como platos.
Begbie ya está aquí; su energía estática tensa magnéticamente las facciones laxas de los borrachos y les imprime sobriedad y raciocinio temporalmente. Hace callar a Billy con una mirada ceñuda y reprobadora. Charlie y Dougie se llevan a mi hermano mayor; este último vuelve la vista atrás y sacude la cabeza con expresión triste y desolada. Me dan ganas de reírme en su estúpido careto. En vez de hacerlo, le guiño un ojo a Franco, que parece tenso (¿y qué si quiero a este tío? ¡Sí, lo quiero!), cojo un bolígrafo de la barra, me subo a una silla de un salto y golpeo el vaso con el boli.
—Por favor, ¿podríais prestarme todos atención?
Algunas cabezas se vuelven a un lado y al otro, a ver si mis adversarios potenciales están en posición reglamentaria; después se posan en silencio sobre mí. Mío es el poder.
—Davie y yo… —Miro a mis desconcertados padres y a mi hermano mayor, que está lívido—. A pesar de su profunda discapacidad, Davie y yo teníamos una relación especial. —Sonrío a Billy, que está indignadísimo, y espero un momento—. Nuestros padres le dieron la mejor vida que nadie hubiera podido darle y nunca jamás dejaron de quererlo, de cuidarlo y de desearle lo mejor a pesar de todo. Y él nunca dejó de aportar alegría y risa a la vida de toda la familia. Le echaremos muchísimo de menos. —Hago una pausa para fijarme en las caras serias y formales de la gente y veo unos lagrimones de vergüenza en el careto de Billy. Y de repente me mareo aquí arriba. La priva. Así que me lleno los pulmones de aire, levanto el vaso y brindo—: ¡Por Davie!
Los rostros que pululan por la casa se dejan vencer un instante por la tristeza y la embriaguez, hasta que por fin se deciden a corear:
—¡Por Davie!
Me alegro de bajarme de la silla y echarme en brazos de Fiona, y que me jodan si no me esfuerzo por contener unas lágrimas incipientes al ver que los ojos afligidos de mi padre y de mi madre rebosan ahora de orgullo y cariño.