He ayudado a mi madre y a mis hermanas a trasladarse a su nuevo hogar, en South Side, en Rankellior Street, y en ausencia del bravo Marco Polo (que pese a todos sus graves defectos, es el único cabrón de por aquí que está en la misma longitud de onda que yo), he pasado el rato en casa de Janey intentando darle un poco de apoyo, a ella y a los críos. Y también para dar esquinazo a Marianne, que está cada vez más pegajosa. Me contó que su amiga April y un desgraciao llamado Jim «salían en serio» y, al mismo tiempo, mientras me proporcionaba esa información completamente superflua, me miraba esperanzada, con necesidad. Saliendo en serio. ¡Joder, garantizado que, con esa frase, sale uno pitando a toda leche!
Así que a esta hora aburrida y mortecina de la cena, supuestamente de final de verano, he quedado en llevar a Janey al club de los estibadores a ver a mi tío Benny. Me la encuentro sumida en ese perpetuo estado de aturdimiento en el que está ahora, bebiendo en abundancia, con un vaso de vino tinto barato y cutre delante, como si eso la acercara de algún modo a Coke. Está demacrada y el escalado que lleva pide a gritos el toque afectuoso de un estilista; tiene la mirada apagada y distante, lleva unos pantalones de chándal grises descoloridos y una camiseta amarilla con letras de plástico, en la que se ven unos números de bingo alrededor de un eslogan en relieve que dice:
—Saqué un Full House en Caister Sands[55].
Tiene todos los motivos del mundo para estar abatida. Los círculos oficiales se han lucido una vez más haciendo eso que tan bien se les ha dado siempre en Gran Bretaña: joder a las clases inferiores. Cerraron filas cagando leches; la familia quería que condenaran a Dickson por asesinato, pero esa pretensión se fue enseguida a pique sin pena ni gloria. ¡Y ahora ni siquiera lo van a empapelar por homicidio! En el informe, el forense determinó como causa probable de la muerte lesiones craneales graves a consecuencia de una caída. Pasaron de las heridas que Coke tenía en la cara, y en cambio hicieron hincapié en su grado de intoxicación etílica. De modo que a Dickson le van a juzgar por agresiones, lo que conlleva una pena máxima de dos años (saldría a los doce meses) en caso de que lo declaren culpable.
Janey pega una calada displicente a su cigarrillo y me da una noticia que me sienta como un tiro: me dice que Maria y Grant están en Nottingham, en casa de su hermano.
Los chicos lo están pasando muy mal. ¡Grant está como ensimismado y Maria se ha vuelto completamente loca! No para de hablar de matar a Dickson. Tuve que sacarla de allí.
Simone tenía a esa pequeña preciosidad en el punto de mira y ahora esta vieja bruja tontorrona va y lo echa todo a perder…
—Entiendo su punto de vista —digo, mientras lamento su ausencia tanto como si me hubieran abierto un boquete en el puto pecho.
—¿Me acompañas a los juzgados la semana que viene? —me ruega Janey con los ojos muy abiertos y la mirada expectante.
¡Protesto! ¡La defensa está chantajeando emocionalmente al testigo!
Protesta denegada.
—Claro que sí.
Ahora, su mayor preocupación es que le quiten la pensión de invalidez de Coke. Lo he consultado con Benny, el hermano mayor de mi padre (y mejor persona), que es un viejo incondicional de la confederación sindical TGWU. Janey se esfuma por la puerta del dormitorio y vuelve transfigurada; el maquillaje le realza las facciones y se ha puesto un vestido negro y dorado que le llega hasta la rodilla, con unos pantis oscuros que imagino que serán mallas, pero prefiero imaginar que son medias. A nivel de impacto, resulta de lo más devastador. ¡No puedo creer que una vieja babuina me esté poniendo cachondo! A medida que nos dirigimos hacia ese revoltijo arquitectónico de reliquias victorianas y paneles prefabricados de los años setenta que es el club de los estibadores de Leith, edificio que resume la zona a la perfección, tengo la impresión de que esto es como una cita.
Si mi padre rezuma repelente truhanería por todos los poros, Benny es todo lo contrario. Aparenta quince años menos de los que tiene, y lo más fuerte que bebe es agua del grifo de la región de Lothian. Ha dedicado su vida a representar a los demás y se toma el papel muy en serio:
—Lamento la pérdida, cielo —le dice a Janey.
Luego, mientras nos tomamos unas pintas de rubia y él H2O, nos expone el meollo de la situación. Al parecer, según las normas de la Autoridad Portuaria del Forth, cuando fallece el beneficiario, hay que volver a evaluar las pensiones, en lugar de reasignarlas automáticamente al pariente más próximo o a las personas a su cargo. Se trata de un cambio reciente, ahora que todo quisque se ha subido al carro thatcherista de la reducción de costes, sobre todo cuando se trata de esquilmar a proletarios. Eso significa que Janey recibirá algo, pero que lo dejarán en casi nada.
Ella encaja esta última derrota con entereza y da las gracias a Benny, que se ha quedado abatido. Vuelvo con ella al piso y enseguida nos ponemos a privar, ella en el sofá, donde se quita los zapatos, y yo en el sillón de enfrente. Cuando se acaba el vino, empezamos a beber whisky Grouse sin hielo. A medida que cae la noche, el ambiente de la habitación se vuelve cada vez más espeso y cargado.
El silencio de Janey resulta un poco desconcertante, pero disfruto del cálido fulgor del whisky y del ardor que me deja en la garganta y en el pecho.
—No les digas que ha muerto —le sugiero, fundamentalmente para llenar con algo de sonido el inquietante vacío que se ha creado—. Ése es mi consejo: si nadie se lo dice, no se enterarán.
—Pero eso es fraude —dice ella, alarmada brevemente, abriendo un poco los ojos. Estira el brazo y enciende una lámpara de mesa.
—¿Y qué es fraude? —le pregunto, deleitándome al ver cómo la anima la luz dorada que la envuelve, al tiempo que voy entrando en materia—. Alejémonos del control estatal y hablemos de moralidad de una puta vez. Fíjate, los hijos de puta como Dickson se van de rositas. Eso sí que es un puto fraude. ¡Asesina a un hombre y sigue ahí, en la calle, poniendo putas cervezas como si no hubiera pasado nada!
—Tienes toda la razón. Que les den por culo —espeta ella, desafiante; se lleva el vaso a los labios y da un sorbo—. De todos modos, ¿qué es lo peor que podrían hacer ahora? —Entonces inicia un lamento—: No digo que Colin fuera un santo, Simon, para nada. Entiéndeme, podría haber sido mejor marido y mejor padre… —dice, cruzando las piernas y alisándose el vestido, que se pega a las medias por la electricidad estática.
—Lo hacía mucho mejor que mi viejo.
Esta noticia manifiestamente novedosa parece pillarla por sorpresa.
—Pero si tu padre siempre parecía un hombre de lo más agradable.
—Sí, claro —me mofo—, seguro que contigo lo era. Siempre ha sido de lo más agradable con las mujeres bonitas —le explico, y veo que se ruboriza a su pesar—. Con quien no es muy agradable es con su propia familia.
—¿A qué te refieres?
Me acuerdo de que la aflicción necesita compañeros de cama y clavo a Janey una mirada abatida.
—Cuando yo era crío, solía llevarme por ahí y me dejaba en el coche con una Coca-Cola y unas patatas fritas mientras él atendía a sus amiguitas. Lo llamaba «nuestros recaditos secretos». En cuanto me percaté de qué iba la historia, dejó de hablarme; es más, perdió el interés por mí completamente.
—¡Pero cómo…! ¿Cómo iba a hacerle eso a un niño pequeño…?
—¡Pues ya ves! ¡No sabes de la misa la mitad! Te voy a contar una anecdotilla que resume ejemplarmente todo lo que se refiere a él y a nuestra relación. Mi padre es tan cabrón que una vez devolvió un reloj que le había regalado yo por el Día del Padre. El dinero lo había robado, vale, pero ésa no era la cuestión, sino la puta idea. Pero nada, el muy hijo de puta volvió con el reloj a Samuel’s, en el St. James Centre, con el resguardo con el que tenía que quedarme como garantía en caso de que se jodiera.
—¡Nunca hubiera imaginado que fuese capaz de hacer algo semejante…!
—Uy, sí, la puta escoria fue allí y hasta se negó a cambiarlo por otro artículo, quería que le devolvieran el dinero. —Se lo digo claro y disfruto con su reacción de perplejidad, pero airada. Se lleva el vaso de whisky a los labios y se rasca una rodilla, se levanta la falda por un lado y enseña un muslo que todavía está agradablemente musculado. Mientras le doy otro sorbo al mío, siento ese hormigueo tan familiar que anuncia el comienzo de una erección—. Y eso no es ni la mitad de la historia. Luego presumió delante de mí —digo, echándome hacia delante y hundiéndome el pulgar en el pecho—, te recuerdo que en aquel momento yo sólo tenía quince añitos, quince, joder —le digo, casi a voces, mirándola a los ojos con expresión traumatizada—, y que después se fue a Danube Street a buscar una buena puta, y de ahí al Shore, a meterse un curry y unas cuantas cervezas. Me contó que todavía le quedaba dinero suficiente para que una puta callejera costrosa le hiciera una mamada después. «Siempre me entra gusa después de echar un polvo y siempre me pongo cachondo después de papear», se rió dándose palmaditas en esa barriga fofa que tiene. Ésa era la forma que tenía ese puto cabrón de «intimar» conmigo —digo meneando la cabeza al recordarlo—. ¡Pienso en la santa con la que se casó y me pregunto qué hicimos para merecerlo a él!
—Pero tú no has salido como él —dice Janey, esperanzada, y vuelve a cruzar las piernas. Cada vez veo más a su hija en ella, y eso me lleva a pensar: ¿Cómo cojones se ligaría Coke a esta hembra?—. Has salido más a tu madre, que es una mujer encantadora. Y tus hermanas también.
—Y todos los días doy gracias a Dios —le digo, al tiempo que echo un vistazo al reloj enmarcado en roble del aparador—. En fin, creo que es hora de que me vaya.
Eso parece sumir a Janey en el pánico; se abraza a sí misma y mira en torno a la tumba fría y vacía en la que se ha convertido el piso. Abre los ojos como platos y frunce los labios en un gesto suplicante.
—No te vayas —me ruega en voz baja.
—Tengo que irme —me sorprendo suplicándole en el mismo tono.
—No quiero quedarme sola, Simon. Ahora no.
Enarco las cejas, me levanto de la silla y me acerco a ella. Asomándome a las profundidades de su mirada destrozada, la tomo de la mano, ella se levanta y la llevo al dormitorio. Me detengo ante la cama y le susurro:
—¿Estás segura de que quieres seguir adelante?
—Sí —dice ella en voz baja, y me besa en los labios; su aliento desprende olor a alcohol y fumeque. Acto seguido, me da la espalda, pero sólo para pedirme con voz ronca—: Desabróchame.
La cremallera se separa y el vestido negro y dorado se divide en dos mitades. Ella lo deja caer, saca los pies del vestido y se sienta en la cama, arquea el cuerpo para quitarse las medias y las bragas, lo que me permite vislumbrar un espeso felpudo antes de que se tape con las sábanas.
Me desnudo y me meto en la cama con ella. Me deslizo suavemente entre sus ansiosos brazos. Tiene el cuerpo caliente y mucho más firme de lo que habría imaginado en una mujer que debe de tener por lo menos treinta y cinco años. Tiembla, le castañetean los dientes, pero estoy empalmado a tope y sé que me voy a pasar toda la noche metiéndosela y voy a tener a raya a Coke y a los remordimientos hasta por la mañana.