La primera vez que vi a Fiona Conyers fue en el seminario de historia de la economía. Era un aula estándar, pequeña, con los pupitres dispuestos en semicírculo y con una pizarra acrílica. Los rotuladores nunca funcionaban; aquello era lo único que jorobaba al profesor, Noel, un tipo por lo demás flemático que siempre llevaba puesta una chaqueta de cuero negro raspado. En clase éramos aproximadamente una docena. Sólo cuatro hablábamos: yo, Fiona, un tío mayor, alto, de Sierra Leona, llamado Adu, y una muchacha iraní regordeta y de expresión dulce que se llamaba Roya. Lo de los otros ocho iba más allá del mutismo: eran tan retrasados sociales que les aterraba preguntar cualquier cosa.
Fiona polemizaba con Noel e impugnaba todas las ortodoxias, pero de una forma enrollada, que no chirriaba, a diferencia de mucha peña politiquera. Tenía un acento Geordie[49] culto, que se hizo más marcado a medida que fuimos intimando. Como el mío de Edimburgo, me imagino. Me atrajo inmediatamente. No sólo era preciosa, sino que tenía voz propia. La mayoría de las chicas con las que había estado en Edimburgo eran calladas, astutas y amorfas, precisamente, me di cuenta, porque yo las trataba así. Pero entre Fiona y yo no pasó nada: a mí siempre se me ha dado de culo saber si a una tía le molo o no. Me pareció que a su amiga Joanne Dunsmuir, que iba a mi clase de literatura inglesa el año anterior, sí que le hacía tilín, pero a mí ella no me interesaba. Era una Weedgie entrometida, bueno, no del todo Weedgie, pero de por ahí. A diferencia de mucha peña de Edimburgo, que los desprecia y los considera unos golfos, yo no tengo nada contra los esquivajabones, porque mi padre también lo es. Pero Joanne tenía un no sé qué maniático y avasallador que me desagradaba. Era de las que van a la universidad a buscar a un tío al que mangonear para los restos.
En Edimburgo yo era un golfo; frívolo y vicioso, siempre en busca de aventuras. Ponerme hasta el culo, dar palos en casas o intentar tirarme a chicas. Aquí era todo lo contrario. ¿Por qué no? Para mí tenía todo el sentido del mundo. ¿Para qué largarse, si es para hacer la misma mierda que ya hacías en casa? ¿Para ser la misma persona? Así lo veo yo: soy joven, quiero aprender y formarme como persona. En la universidad soy totalmente serio, y sobre todo, trabajador y disciplinado. No porque quiera «llegar lejos». En lo que a mí se refiere, ya he «llegado». Sentado en una biblioteca bien iluminada, rodeado de libros, en silencio absoluto: ése es mi cenit personal. No había nada en el mundo que me gustara más. Así que estudiaba duro: no había venido a Aberdeen a hacer amigos. Durante el primer año, la mayoría de los fines de semana volvía a Edimburgo para ir al fútbol o a conciertos y clubs con mis colegas o mi novia intermitente, Hazel. Pero hice un buen amigo, Paul Bisset, un tipo de Aberdeen. «Bisto» era un chico de clase obrera, de Torry, bastante bajito pero fornido, de pelo rubio platino, que, pese a ser urbanita, tenía pinta de pueblerino. En Aberdeen frecuentaba a elementos antisociales, vivía en casa con su madre y su padre y, como yo, había trabajado a tiempo completo. Otra cosa que teníamos en común era que ambos habíamos tenido trabajos como está mandado (él era impresor), sabíamos lo mierdero que era y apreciábamos el hecho de estar en la universidad más que la peña que venía aquí directamente, después de haber terminado el sexto año en el colegio o en algún instituto de tres al cuarto.
Bisto y yo habíamos planeado un viaje a Estambul. Yo siempre había querido viajar. Sólo había estado en el extranjero dos veces: de juerga adolescente en Ámsterdam con los muchachos y, antes de eso, en España, de vacaciones en familia. Estuvo guay: sólo fuimos yo, mamá, papá y Billy, porque mi tía Alice se quedó cuidando del pobre Davie. Papá estaba encantado, pero mamá andaba siempre preocupada por Davie y se gastó un dineral en llamadas a casa. Yo me lo pasé en grande, fueron las mejores vacaciones que habíamos tenido en la vida, sin monstruos que nos avergonzaran a Billy y a mí.
Cuando Fiona y Joanne se enteraron de nuestro proyecto de viaje, digamos que se invitaron ellas solas. Todo empezó en plan de cachondeo, pero luego la cosa empezó a ir más en serio. Incluso cuando intercambiamos los números de teléfono e hicimos planes más concretos, Bisto y yo seguíamos en la onda: vale, que sí, que nos lo creeremos cuando aparezcan.
Después de la última clase del último trimestre, Fiona, Joanne y Bisto quisieron emborracharse en el bar del sindicato de estudiantes. Yo estaba por la labor, pero primero tenía que ir a ver a Parker, el de literatura inglesa. El cabrón me había puesto un sesenta y ocho por ciento en el trabajo que hice sobre F. Scott Fitzgerald. No me conformaba con eso, joder: era la primera vez que sacaba una puntuación de menos de setenta en un trabajo y estaba mosqueadísimo. Me acuerdo de que Joanne me dijo: «¡Estás loco, Mark, un sesenta y ocho por ciento es buena nota!».
A la buena nota le podían dar por culo; yo me lo había currado y había dejado el listón muy alto, coño. Quería una matrícula de honor conjunta en Historia y Literatura; bueno, en historia, porque ese año dejé de estudiar literatura. Analizar novelas suponía arrancarles el alma y destruir el placer que me proporcionaban. No podía permitir que me formaran para pensar de esa manera. Sólo negándome a estudiar literatura pude conservar mi pasión por la lectura. También estuve pensando en cambiar la licenciatura en historia por la de economía. Pero solía ser el número uno en todas las clases; sólo Adu, el africano, rivalizaba conmigo en algunas; él y Lu Chen, una chavala china que tenía una capacidad de concentración acojonante. Así que los dejé plantados y me fui a entablar un combate con el payaso de Parker, un ratoncillo estirado que llevaba pajarita y se comportaba como si fuera catedrático de Oxford o algo así. En sus anotaciones, había hecho hincapié en que ése era el trabajo más flojo que había presentado, y que no había entendido ni la vida y obra de F. Scott ni al personaje de Dick Diver en Suave es la noche.
Así que, cuando llego a su despachito, abarrotado de libros y papeles, me encuentro al capullo de marras recostado en su mullido sillón. Las estanterías llegaban hasta el techo y tenía un par de escaleras para acceder a los libros viejos y llenos de polvo de la parte de arriba. ¡Cuántos libros metidos a presión en aquel escondite cómodo y calentito! Y además tenía un Rolodex de ésos, para todos sus contactos; yo hago como que los odio, pero, en secreto, creo que molan que te cagas. Me daba envidia que el muy hijo de puta dispusiera de semejante espacio: un sitio donde poder encerrarte, leer y reflexionar. Me asombraba el hecho de conocer a la vez a aquel cabrón y a gente de la ralea de Frank Begbie, Matty Connell y Spud Murphy. Parker adoptaba una actitud distante y de leve superioridad, con esas gafas de montura dorada apoyadas en el puente de la napia, y, cuando se dignaba mirarte, lo hacía de una forma inquisitivo-policial como si hubieras hecho algo que no debías. Así que le expuse mi queja, pero no se inmutó.
—Se te escapa algo fundamental, Mark, y he de confesar que me sorprende —me suelta.
—¿Qué? —pregunté, con la mirada fija en lo que parecía un ejemplar muy antiguo de Jane Eyre, colocado en un estante que estaba al lado de la ventana.
—Vuelve a leer el libro, los ensayos críticos y la biografía suplementaria de F. Scott —me propuso, y se levantó a abrir la puerta a algún capullo que estaba llamando—. Ahora, si me disculpas…
Cuando me volvió la espalda y se fue a ver quién era, aproveché la ocasión: estiré el brazo y me metí el ejemplar de Jane Eyre en la bolsa de viaje. Con un mismo movimiento del brazo, hizo pasar a un gilipollas de posgrado y me indicó que me marchara. Salí del despacho de mala leche, pero con el puntito de haberle cobrado en especie a aquel burgués tramposo levantándole uno de sus artículos de coleccionista. Al llegar al bar, conté la conversación que habíamos tenido a Fiona, Joanne y Bisto y a algunos otros, pero omití la represalia virtuosa vía «reasignación de recursos», como Sick Boy y yo llamamos al hurto, no fuese que la malinterpretaran.
—Quiere que vuelva a leerlo, el jeta de los cojones —me quejé, y me llevé a los labios la rubia, que se había quedado sin gas.
—Te dará tiempo a leerlo en los trenes de Europa —dijo Fiona con una sonrisa enrollada, y le pegó al Marlboro una calada de infarto; Joanne se reía, lo que me dejó más convencido que nunca de que se estaban quedando con nosotros. No obstante, cuando volví a Edimburgo, Bisto me llamó para decirme que se apuntaban al viaje de todas todas, y que habían comprado los billetes de Interraíl. Yo le dije que me lo creería cuando lo viera.
Y joder, cuando llegó el día, tuve que volver a mirar cuando vi a Joanne en el vestíbulo grande de la estación de Waverley. Estaba leyendo Vida y época de Michael K, de J. M. Coetzee, evidentemente porque le habían dado no sé qué premio piojoso, y porque la gente como ella, pese a sus pretensiones de librepensadora, siempre necesita que le digan lo que tiene que leer. Subimos al elegante InterCity en un estado incómodo de antipatía mutua, pues al igual que yo, seguramente ella también se estaría preguntando cómo íbamos a aguantarnos durante cuatro semanas. Por suerte, Bisto estaba esperándonos en el tren; se había subido en Aberdeen, y traía un lote de cervezas. De camino a Newcastle nos tomamos una o dos cada uno, yo, electrizado ante la perspectiva de ver a Fiona y, luego, fingiendo despreocupación al divisarla en el andén, antes de subir. De repente, Joanne se puso a chillar con su acentazo Weedgie:
—¡Fiona, estamos aquí!
Fiona estaba preciosa: con gesto concentrado, se pasaba la lengua por los dientes, pequeños y perfectos, al tiempo que dejaba una bolsa en la rejilla del portaequipajes, antes de acercarse a nosotros. Su presencia y sus movimientos hicieron estragos en mis entrañas como si tal cosa. «Hola», dijo dirigiéndose directamente a mí. Estoy seguro de que me puse más colorado que mi puto pelo o que la camiseta del Aberdeen que llevaba Bisto, con las rayas blancas y la divisa de la Copa de Europa de 1983. Sólo se me ocurrió levantar la lata de cerveza y hacer un brindis teatral, porque estaba deshecho por dentro. Ella llevaba una chaqueta de cuero negro con el cuello levantado y, cuando se la quitó y se echó el pelo hacia atrás, dejó al descubierto una camiseta de los Gang of Four. Jamás en la vida había deseado tanto a nadie.
Estábamos en camino: Londres-París-Berlín-Estambul.
París. ¿Dónde, si no? Sentados en una terraza del Barrio Latino, tomando Pernod con mucho hielo. Hacía calor y nos estábamos embolingando a toda velocidad. Había un rollito coqueto y sexy en el ambiente. No sé cómo coño, pero el caso es que empezamos a jugar a lo bobo a pasarnos cubitos de hielo de boca a boca, lo que dio pie a practicar los besos con lengua; primero Joanne y Fiona, para asombro nuestro, que nos quedamos boquiabiertos, aunque yo lloraba por dentro, y luego yo y Bisto (rígidos, apretando la boca cerrada, los labios del uno contra los del otro, y sobreactuamos) ante los vítores de las chicas. A esto le siguió una breve sesión de sillas musicales y, a continuación, se me puso el corazón a mil al mirar a Fiona y ella a mí y, en un instante interminable, nos pusimos de acuerdo: Yo soy tuyo, tú eres mía, antes de ponernos a ello. Finalmente nos dimos cuenta, cuando los vítores dieron paso a las protestas, de que el hielo se había derretido, y no era lo único. Nuestros rostros siguieron soldados e hicimos caso omiso de los comentarios descarados y jocosos de Bisto y de las protestas estridentes de Joanne la controladora. Le habíamos jorobado el viaje. Ella quería conocer a chicos extranjeros y darse el gusto de catar unas cuantas pollas continentales antes de volver a la universidad y pescar de por vida a algún ceporro lleno de granos. Más tarde, Fiona me contó que hasta le había llegado a decir: «¡Eso no es lo que se supone que tenía que pasar!». En plan tortolitos, Fiona y yo incomodábamos y avergonzábamos a Bisto y a Joanne. Ellos no tenían el menor interés el uno por el otro, y nosotros no hacíamos más que restregárselo por la cara sin querer.
Y una mierda.
¡Me encantaba hacerlo! Cuando volvimos al hotel, que estaba al lado de la Gare du Nord, era evidente que íbamos a dormir juntos. Nos alojábamos en un tugurio argelino de mala muerte, aunque para mí era el último grito en sofisticación. Era como vivir con una tía, pero en Europa, que es de lo que se trataba en realidad. Al haberme criado con dos hermanos, la mera proximidad doméstica de una chica me fascinaba. Me maravillaba verla sentada al borde de la cama, con el albornoz, sorprendentemente elegante, del hotel, encima de la raída colcha de chenilla; quitarse el albornoz y meterse en la bañera para afeitarse las piernas; no sólo lavarse los dientes, sino también hacer una cosa que se llamaba «pasarse la seda». Sentada en el tocador, delante del espejo, maquillándose o limándose las uñas distraídamente, con el pelo mojado envuelto en una toalla.
Hasta seguí el consejo de Parker y me releí Suave es la noche mientras me imaginaba que Mark Philip Renton y Fiona Jillian Conyers eran Dick y Nicole Diver en versión contemporánea: una pareja bohemia que viajaba por Europa gozando de interesantes aventuras y haciendo comentarios finos y elegantes sobre el mundo en general. Para mí fue un paso muy importante. Por lo general, mi vida sexual había consistido en una serie de cópulas amargas y apresuradas, a hurtadillas, en rellanos de escaleras y dormitorios familiares, o entre edredones mugrientos en ruidosas casas okupas. Aquello era un lujo asiático y supuso que el pobre Bisto y Joanne tuvieran que compartir la habitación adyacente y las camas gemelas.
Luego Berlín y más de lo mismo. Berlín me moló que te cagas. En la línea 6, de camino a Friedrichstrasse, había un tramo muy curioso en el que el U-Bahn, el metro, pasaba por debajo del Muro y atravesaba dos estaciones abandonadas espeluznantes, de la parte comunista, que llevaban cerradas desde la división de Alemania, antes de volver a salir al sector occidental. Fiona y yo nos escapamos de los demás (lo hacíamos a menudo) y nos fuimos a Berlín Este; me moría de ganas de ver cómo era aquello. Era mucho mejor que la parte occidental: no había vallas publicitarias que afearan hermosos edificios antiguos. Una comida copiosísima, de tres platos, costaba treinta peniques. Una mamada en el parque con un poco de picante clandestino debido a la proximidad de guardias armados. Casi llegamos después del toque de queda, ya que habíamos entrado por Friedrichstrasse e intentamos volver por Checkpoint Charlie, sin tener ni idea de que había que volver por la misma ruta por la que habías entrado.
Más tarde estuvimos en una cafetería tomando café solo rodeados por los sonidos de la ciudad (trenes eléctricos, bocinas de automóvil y seres humanos), que creaban un ambiente extraño, pero hermoso, de emoción serena. Fiona tenía los ojos resplandecientes y desbordaba asombro.
—¿Te acuerdas de lo blanca que era aquella aula, cuando estábamos en clase de Noel?
—Sí, siempre le daba la luz y la persiana estaba hecha polvo.
—Me acuerdo de una vez que deslumbraba y todo, te daba en los ojos y te los tapabas con la mano sin dejar de debatir con Noel acerca de la formación del capital en la Europa mercantil.
—Ah…, sí…
—Me entraron unas ganas locas de follar contigo…
Semejante revelación me produjo euforia y desesperación al mismo tiempo.
—De eso hace seis meses…, podríamos llevar seis putos meses así…
No obstante, nos fuimos al este entusiasmados, flotando como cometas a base de vino barato y de la marcha del grupito. Yo tenía el corazón en un estado turbulento de desmadre perpetuo, y Fiona igual. Construimos a nuestro alrededor un universo de fiesta indescriptible y vertiginosa, y atraíamos a nuestra órbita todo y a todos con los que nos cruzábamos, cantando la canción de Estambul y Constantinopla con acento yanqui cursi en los trenes que nos llevaban por Europa.
Why did Constantinople get di woiks?
Ain’t nobody’s business but dem Toiks’.[50]
Por la noche, cuando volvíamos al hotel, destrozados por la pura intensidad de estar juntos, caíamos agradecidos el uno en brazos del otro y cobrábamos vida otra vez de forma explosiva para poner el broche sublime a un día más. Fiona me daba masajes suntuosos en las lumbares, palpando cariñosamente las vértebras maltrechas con las yemas de los dedos y extrayendo el dolor infligido por el Estado.
Nos poníamos motes; ella me llamaba su Hombrecillo Hedonista de Leith, por lo mucho que me gustaba quedarme en maceración en la bañera. Cuando entramos en Turquía, Bisto y Joanne ya no podían más y acabaron enrollándose. De todos modos, el asunto resultaba un poco macabro; la verdad es que no sintonizaban y fueron las circunstancias las que los impulsaron a hacerlo.
Estambul era un sitio chulísimo, lleno de pandillas amenazadoras de ceporros mojigatos que patrullaban las calles con cara de no haber visto a una tía en su vida: igualito que Leith. Siempre iba pegado a Fiona. En un restaurante pedimos cosas alucinantes. Cuando me pusieron delante un plato de koc yumurtasi, o pelotas de carnero, Bisto sacó a relucir la faceta de muchacho de Aberdeen. El cabrón no sabía si comérselas o acariciarlas.
Donde mejor nos lo pasamos fue cruzando el Bósforo en barco, rumbo al embarcadero de Besiktas. El sol feroz y castigador de primera hora de la tarde había usurpado el protagonismo: nos aplastaba y nos saturaba a través de una calima densa. El polo Fred Perry se me pegaba al cuerpo como una segunda piel. En el trayecto de vuelta decidimos meternos un ácido que le había pillado yo a un tío en una discoteca la noche anterior, más que nada, por no comprar el caballo que me ofreció, aunque me tentó a más no poder. En la cubierta del barco me subió el tripi que no veas. Me impactó mucho constatar que estábamos cambiando de continente, dejando atrás Asia y volviendo a Europa. En cuanto me di cuenta, las estrechas dimensiones del barco se ampliaron más allá de donde me alcanzaba la vista, que sólo lograba abarcar a Joanne. No veía ni a Bisto ni a Fiona, pero ella estaba unida a mí, sentía su presencia, éramos como un solo animal con dos cabezas. Su sangre y su aliento me recorrían el cuerpo como si compartiéramos venas, pulmones y corazón. Mi vida pasada, presente y futura parecía expuesta en una panorámica espacial sobre la cubierta; el dormitorio de The Fort se fundía con el del piso de protección oficial junto al río, que recordaba al Bósforo, y de repente estaba en la tribuna este de Easter Road y luego en nuestro cuarto de estar de Montgomery Street, que daba a nuevas vistas y a calles sin nombre, por las que me emocionó saber que algún día pasearía…
—Pasearía o ya he paseado en una vida anterior —le cuchicheé a Fiona, que se rió a carcajada limpia y repitió:
—Fleegle, Bingo, Drooper y Snork.
Me acordé de que le había dicho que así era como nos llamaba mi madre a mí, a papá, a Billy y a Davie, en honor de los Banana Splits, los de la tele. Makin up a mess of fun[51], pensamos al unísono, mientras contemplábamos, ahora con un solo ojo, el viaje chungo de ácido de Joanne, que suplicaba constantemente:
—Estoy harta, ¿cuándo acabará esto? ¿Cuándo terminará?
Una revelación abrumadora me golpeó con la fuerza de un bate de béisbol: Parker tenía razón, mientras varios libros, revoloteando como pájaros, flotaban ante mí remedando trampantojos que anunciaban su victoria.
—Ahora lo entiendo todo —reconocí, mientras me abrazaba a Fiona y Bisto consolaba a Joanne diciéndole «estás buena» y el mar adquiría el color y la textura de una camiseta gigante de los Hibs ondeando al viento—, ahora entiendo por qué está todo tan hecho mierda.
Fiona volvió a reírse con un sonido extrañamente mecánico, como el de un dispositivo atascado; le aparté el pelo de la cara, le cuchicheé «suave es la noche» al oído y después sellé sus labios con los míos, que estaban entumecidos. El ácido sólo complementaba mi amor; sin ley, con alas, sin restricciones, derribando las estrechas barreras de mi psique.
—¿Cuándo va a acabar esto? —seguía gimiendo Joanne—. Esto ya no me gusta. Quiero que se acabe. ¿Cuándo va a terminar?
Un tipo con una mata de pelo fantástica, negra como el carbón, con las puntas rubias, llamativas, que parecía una anémona exótica de arrecife de coral, se aproximó a nosotros. Llevaba unas gafas de espejo en las que vi reflejado al monstruo Fiona-y-Mark, que tenía dos cabezas chifladas con lenguas protuberantes que surgían de un solo cuerpo. El tipo señaló el muelle, que se había materializado de repente a un lado de la cubierta, ahora desierta.
—¿No van a bajar del barco, amigos?
Temblando de miedo, como piratas condenados a desfilar por la tabla, bajamos por la pasarela con piernas de goma y llegamos a tierra firme.
—Joder, joder…, menudo viaje, tío… —me dijo Bisto con voz trémula.
—No ha estado mal —reconocí.
—A mess of fun —canturreó Fiona.
—¿Cuándo va a terminaaar…? —seguía gimoteando Joanne.
La respuesta era, como pasa siempre con todo lo bueno: antes de la cuenta, joder. Había llegado el momento de volver; nuestra gozosa tristeza rebotaba por los compartimentos del ferrocarril mientras cruzábamos Europa rumbo a la villa de Londres sin dejar de cantar. Istanbul (Not Constantinople), The Northern Lights of Old Aberdeen, I Belong to Glasgow (interpretada por Joanne con brío y desinhibición sorprendentes y no exentos de pasión; nos explicó que Paisley no tenía canción propia). Pensé que ojalá la tuviera Leith, e incluso me habría valido con una de Edimburgo, de haber existido. Pero lo mejor de todo fue la alegre versión de Blaydon Races[52] que nos brindó Fiona…
A medida que el tren se acercaba a casa, el bajón se hacía mayor y más insoportable; tenía a Fiona entre los brazos, unos lagrimones enormes le caían por las mejillas cuando llegamos a la estación de Newcastle. La besé en la frente, que estaba aceitosa. Cuando se bajó del tren, me invadieron una sensación de desespero total y un deseo de llevarla conmigo a casa. Pero no a una con Sick Boy dentro, y al domicilio familiar menos todavía. En lugar de eso, cuando el capullo de la cara colorada tocó el silbato, le dije:
—¡Sólo faltan dos semanas para la uni! ¡El fin de semana que viene bajo a Newcastle!
Nos dijimos «te quiero» en silencio, como dos pececillos de colores separados por un cristal, mientras el tren cerraba las puertas de golpe, me apartaba de ella implacablemente y nos separaba, cada uno en un país bobo distinto.
Ay, love’s young dream[53], dijo Joanne. Sacó el labio inferior con un gesto amable de amargura pasivo-agresiva y no dirigimos hacia el norte, un trío depauperado. Joanne y yo nos bajamos en Edimburgo, dejamos a Bisto solo, con destino a Ovejilandia. Estuve a punto de despedirme de Joanne en plan enrollado en Waverley, pero me miró con expresión de angustia y me dijo:
—¡No quiero que todo el mundo se entere de que Paul y yo salimos juntos!
Me marché con una sonrisa evasiva y la bolsa de viaje llena de ropa apestosa. En realidad no…, la cosa no fue así, pero ésa es otra historia.
¿Ah, sí? Cuenta la verdad, coño.
Cuenta…, joder…
Basta.
En lugar de ir andando hasta Montgomery Street, compré un New Musical Express en un quiosco. Siempre me hacía pensar en Hazel con un poco de remordimiento. Luego me subí a un 22 para ir a casa de la vieja y dejarle algo de ropa para lavar. En Monty Street no teníamos lavadora, y a diferencia de la señora Curran, yo no tenía el menor deseo de dejar que me la metieran en la Bendix.
Cuando llegué a casa estaba tan absorto que tardé un rato en darme cuenta de que mi madre lloraba. Estaba en el sofá, con la cabeza entre las manos. Sollozaba tanto que sus frágiles hombros se estremecían. Lo supe en el acto, pero tenía que preguntárselo:
¿Qué pasa, mamá? ¿Qué sucede?
Miré a Billy, que estaba sentado a la mesa. Me miró enfadado y me dijo:
Davie ha muerto en el hospital. Hace dos noches.
El carácter irrevocable de la afirmación fue como un golpe sordo y violento. El mantra «se acabó» no paraba de darme vueltas en la cabeza. A mess of fun. Lots of it for everyone[54]. Snorky el silencioso ha desaparecido de los Banana Splits de mi madre. Fleegle el huno, Billy Bingo y yo, el querido, queridísimo Drooper, león enrollado, pero un tanto inepto para la vida social, aquí seguimos. El tiempo se dilataba y tuve la sensación de que las emociones se paralizaban. La insensibilidad me impregnaba poco a poco, como el anestésico de un dentista invadiéndome todo el cuerpo. Entonces salió mi padre de la cocina: yo, mi madre y Billy levantamos la vista de repente, como si un profesor nos hubiera sorprendido haciendo algo malo. Mis padres se volvieron hacia mí, luego hacia Billy, luego otra vez hacia mí. Me limité a asentir lentamente con la cabeza; no tenía nada que decirles. Nunca en la vida tuve nada que decirles.