Iba a llegar tarde y sabía que no era la mejor forma de causar la impresión deseada el primer día en su nuevo empleo. Salir ayer había sido mala idea, pero después de visitar la casa de sus padres, Alison quiso borrar todo aquello de su memoria: el terrible instante en que su madre tosió y llenó el pañuelo de sangre viscosa; la forma en que se vinieron abajo su madre, su padre y ella misma, paralizados por la mancha de color rojo oscuro que su madre tenía en la mano. No obstante, lo realmente horroroso había sido la expresión petrificada de culpabilidad en el rostro de Susan Lozinska. Se disculpó diciéndole ansiosamente a su hija y a su marido Derrick:
—Creo que ha vuelto.
Aquélla había sido la tarde libre de Alison, un descanso tras terminar con el trabajo de la piscina antes de empezar su nuevo empleo. Había pasado por el hogar familiar para acallar la sensación de culpa que tenía por no haber ido a ver a sus padres tan a menudo como quizá hubiera debido, desde que se marchó de casa, hacía ya un par de años. Sus hermanos menores, Mhairi y Calum, no estaban, cosa que la alegró. Recordó la palidez y la expresión tensa de su padre, su esfuerzo por hablar en tono desafiante:
—Nos haremos las pruebas, y si es el caso, y no estoy diciendo que lo sea, lo superaremos, Susan. ¡Lo superaremos juntos!
Alison tuvo la impresión de que todo daba vueltas y de que el alma se le caía a los pies. Se quedó un rato, hablando con sus padres en un tono acorde con sus voces apagadas, que sonaban amortiguadas, como si estuvieran en otra habitación. Su madre, que ahora estaba tan destrozada y afligida, y su padre, un hombre enjuto y con bigote que a duras penas había logrado aferrarse a una noción de sí mismo pulcra y elegante en la madurez, y que ahora, al enterarse de la terrible noticia, menguaba visiblemente en solidaridad con su mujer. Ha vuelto. Después Alison se marchó y fue caminando hasta su piso en Pilrig. Incapaz de calmarse, salió enseguida, a primera hora de la noche, y se encontró con Lesley y Sylvia, dos chicas a las que no conocía muy bien. Fueron a una fiesta en Muirhouse en la que circulaban drogas en abundancia, y al final acabó en el sofá de Johnny Swan.
A Johnny le costaba tener las manitas quietas y por la noche intentó meterle mano. Pese a su estado de confusión emocional, agravado por el consumo de narcóticos, como movida por un resorte, se animó y le mandó a tomar por culo: tan mamada no iba. Luego él le suplicó tanto que Alison llegó a sentir que la maltratadora era ella por negarse a follar con él. Por un instante estuvo a punto de transigir, sólo para hacerle callar, antes de darse cuenta de lo horrible que habría sido eso desde todo punto de vista. Finalmente, Johnny se dio por vencido y la dejó en paz, refunfuñando de vuelta al dormitorio.
Cuando se marchó de allí, con la primera luz de la mañana, regresó al piso de Pilrig, se duchó y luego salió tambaleándose hacia su empleo nuevo y la conferencia en la sala consistorial del ayuntamiento.
Durante la larga convalecencia de su madre, Alison se acostumbró a llenar su vida de distracciones. El Grupo de Poesía de Mujeres de Edimburgo era una de las mejores, y tenía la ventaja añadida de ser una libre de varones. Asistió al GPME con su amiga Kelly hasta que el novio de esta última, Des, creyéndose amenazado, consiguió que su novia dejara de participar haciendo burla y escarnio del grupo. A Alison le destrozó ver la forma en que Kelly, tan alegre y extrovertida, generaba un precario exoesqueleto siempre que Des andaba por medio. Era el refugio en el que solía ocultarse, y desde allí estaba pendiente hasta de la palabra más nimia que saliera de boca de su novio. En cualquier caso, la decisión había sido suya, y Alison optó por seguir asistiendo al grupo de poesía.
No es que le entusiasmaran precisamente todas las chicas que asistían. Era evidente que muchas iban por objetivos sexuales y algunas odiaban furibundamente a los hombres y generalizaban a partir de sus malas experiencias personales. No obstante, Alison se daba cuenta de que algunas no habían asimilado la lección, lo que las condenaba a toparse con el equivalente más próximo, el misógino semialcohólico que rumiaba amargamente desde el taburete de un bar acerca de la última zorra que lo había dejado pelado. Había un Des para cada una de esas chicas; la verdad, era una lástima que éste saliera con Kelly. Y luego estaban aquellas a las que Alison consideraba las peores: las que realmente creían ser buenas poetisas.
No obstante, la mayor parte de las mujeres del grupo le caía bien. Estaba en una fase experimental de su vida. Aprendió un poco sobre estructura métrica y haikus, y también descubrió que nunca podría ser lesbiana, después de acostarse con una chica llamada Nora. Fue agradable que Nora le hiciera un cunnilingus durante un rato, pero luego Alison empezó a pensar: Vale, muy bien, pero ¿cuándo llega la puta polla? Evidentemente no iba a ser el caso y empezó a sentirse tensa e irritada, como si estuviera perdiendo el tiempo. Al menos Nora no era egoísta, porque se dio cuenta, levantó la cabeza del felpudo y asumió su derrota diciéndole: «En realidad esto no es lo tuyo, ¿verdad?». Alison tuvo que confirmarle que no. Y tuvo algún remordimiento por no sentirse inclinada a corresponder: el aroma un tanto intenso y almizclado de Nora le recordaba el de su propia menstruación.
Ahora bien, si algo era Nora era insistente, y a la semana siguiente le dijo a Alison que había encontrado «la solución para nuestro problema». Expresarlo con esas palabras ya era lo bastante desconcertante, pero Nora se había presentado con un consolador con correa. No cabía ninguna duda de que era formidable, pero en cuanto se lo puso, Alison empezó a reírse a carcajadas. Entonces, al ver la cara que ponía Nora, se le ocurrió que era como si el consolador se hubiera quedado morcillón, si tal cosa fuera posible. Pero lo cierto es que lo había intentado y Alison podía decir con el corazón en la mano que no tenía un solo hueso sáfico en todo su cuerpo.
Al entrar en la sala consistorial, forrada con paneles de roble, y abrumada por el calor que hacía en la calle, se puso nerviosa al ver a tanta gente ajetreada y resuelta y al notar el tufo que emanaba de sus axilas, aunque se había duchado y se había puesto desodorante. Puaj. ¡El hedor de las drogas y el alcohol! Por más que te laves, el tufo vuelve.
Se abrió paso hasta el fondo de la sala, que estaba llena en sus dos terceras partes, y tomó asiento. En ese momento, su nuevo jefe, Alexander Birch, acababa de subir al estrado y estaba tomando posición delante del atril. A Alison le desconcertó la buena impresión que le causó, con aquel traje de color gris perla y aquel corte de pelo elegante. Iba tan acicalado como un homosexual, pero tenía ese toque ligeramente pugnaz de los heterosexuales con tendencias deportivas.
—Me llamo Alexander Birch, y por algún motivo que se me escapa, desde muy joven me sentí atraído por el trabajo con árboles[43] —arrancó entre las consabidas risas de cortesía. Había aprendido hacía mucho tiempo a convertir la coincidencia potencialmente embarazosa de su apellido y de su profesión en una de sus herramientas de trabajo. Cuando amainó la hilaridad, reanudó su discurso con mirada penetrante y cara de póquer—. No quiero ponerme melodramático —dijo echando una mirada a la concurrencia, que se iba calmando y tomando asiento—, pero he venido aquí a hablarles de una terrible plaga que amenaza con cambiar nuestra hermosa ciudad hasta dejarla irreconocible.
Los cuchicheos cesaron de forma abrupta y todo el mundo estaba pendiente de él, incluso Alison, que se estaba preguntando si tanta ironía no sería pisar terreno peligroso.
Cambió rápidamente de parecer cuando Alexander se concentró con gesto serio al lado de un proyector de diapositivas. Al ponerlo en marcha, apareció una imagen frontal de un insecto oscuro que, con las patas extendidas, parecía retar en duelo a toda la sala.
—Éste es el escarabajo de la corteza del olmo, o Scolytus multistriatus. Propaga una enfermedad micótica fatal para todas las especies de olmos. Para tratar de evitar la difusión de dicho hongo, el olmo reacciona obturando sus propios tejidos con resina, lo que impide al agua y otros nutrientes alcanzar la copa del árbol. Entonces el olmo comienza a marchitarse y muere.
¡Lo dice en serio!
El tambor del proyector avanzó de nuevo, y en la pantalla, tras el clic, apareció una segunda diapositiva. En ésta se veía un árbol que iba amarilleando de arriba hacia abajo.
—Los primeros síntomas de infección aparecen cuando las ramas superiores empiezan a marchitarse y a mudar de hojas en verano, lo que da al árbol enfermo un aspecto otoñal poco habitual en la época estival —explicó Alexander solemnemente—. Luego se propaga hacia abajo hasta alcanzar las raíces, que acaban por atrofiarse.
Alison se acomodó en su asiento, en el fondo de la sala consistorial. Cruzó las piernas y se distrajo con fantasías carnales, que se le venían fácilmente a la cabeza con la debilidad de la resaca y, lo que es más, era la única forma de sacarle algún partido a ese estado.
Hacia abajo. A la raíz.
Entonces, de repente, con un estremecimiento involuntario, se preguntó qué podían hacer con su madre. Las pruebas. Más quimio. ¿Daría resultado esta vez? Seguramente no. ¿La llevarían a un centro de atención paliativa? ¿Moriría en casa o en un hospital?
Mamá…
Se le cortó la respiración. Abrumada por el pánico, hizo lo que pudo por llenarse los pulmones del aire caliente y viciado de la sala. Se sucedieron una serie de diapositivas en las que se veían planos del paisaje urbano de Edimburgo, que iban desde los reconocibles jardines de Princes Street y el jardín botánico hasta lugares recónditos de la ciudad.
—Edimburgo es una ciudad llena de árboles y bosques, que van de la magnificencia de los bosques naturales de Corstorphine Hill o Cammo a la variedad enorme de espléndidos ejemplares que pueblan nuestros parques y calles —argumentó Alexander, adornando su retórica con bonitas florituras—. Los árboles y las zonas boscosas poseen un valor de biodiversidad intrínseco, y ofrecen al mismo tiempo oportunidades de recreo y de educación medioambiental. Nuestro objetivo es mantener un paisaje arbóreo de todas las edades dotado de una amplia gama de especies, que atienda de forma equilibrada a las necesidades físicas, económicas, sociales y espirituales de la ciudad. En Edimburgo hay más de veinticinco mil olmos, que forman parte integral del paisaje arbóreo de nuestra ciudad.
Mientras Alexander paseaba la vista por el mar de rostros del público presente en la sala, Alison visualizó a su nuevo jefe como un niño pequeño que merodeaba, inseguro, por los lindes de un bosque. Sin embargo, éste continuó con su exposición sin encogerse ni un ápice:
—No podemos permitirnos fracasar. Hemos vivido con esta pesadilla desde que, en 1976, descubrimos la presencia de este escarabajo en nuestros árboles. Ya hemos perdido el siete y medio por ciento de nuestros olmos. Ahora es preciso intensificar los esfuerzos en lo que a talas sanitarias se refiere, aunque eso suponga ir hacia un Edimburgo sin olmos.
Eso era lo que abrumaba a su madre. La sensación de fracaso. Estaba aquejada por aquella horrible enfermedad y se culpaba a sí misma. Cree que nos ha abandonado, que ha fracasado.
En la siguiente diapositiva aparecía una cuadrilla talando árboles con sierras eléctricas. Alison creyó adivinar en el rostro de Alexander una expresión de tristeza, como si lamentara la pérdida de un viejo amigo. Otra imagen: esta vez, consistía en un montón de árboles ardiendo y una espesa columna de humo negro que ascendía hacia un cielo azul y blanco. Alison pensó en el último funeral al que había asistido. Debió de ser el de Gary McVie, un chaval del colegio que murió en Newhaven Road cuando iba a casa conduciendo un coche robado bajo los efectos del alcohol. Era un chico joven, popular y guapo, y acudió mucha gente al sepelio. Ahora visualizaba su cuerpo destrozado, convertido en esquirlas de hueso y polvo dentro de aquel horno en el que habían metido el ataúd. Matty, que había trabajado brevemente en el crematorio de Seafield, le había contado con malévola alegría que el incinerador no reducía los cuerpos a ceniza del todo, por lo que los empleados tenían que introducir en un aparato triturador, para molerlos, los huesos más grandes y más tenaces del esqueleto: la pelvis y el cráneo.
Mamá…, ay, mamá…
La mirada mesiánica de Alexander se posó en los diversos concejales, funcionarios, empleados y periodistas antes de ascender hasta la escasa representación de ciudadanos concienciados que se encontraban en la tribuna del público.
—Para mantener la enfermedad en unos niveles tolerables, es absolutamente fundamental intensificar el control de la grafiosis del olmo mediante una política de tala y quema de ejemplares afectados, complementada con el reemplazo paulatino por otras especies.
Ahora, mientras Alexander les enseñaba otra diapositiva en la que se plantaban árboles, Alison se imaginó a su madre jugando con los nietos que, supuestamente, le darían algún día Mhairi, Calum y ella. De pronto, se animó de nuevo. ¿Tendría hijos su jefe? Alison creía recordar haberle oído decir algo de pasada al respecto después de la entrevista, cuando ya la habían elegido para el puesto y ella había ido a verle y tomaron un café y charlaron de manera informal.
—La única forma de conservar nuestro paisaje arbóreo, y, por consiguiente, nuestro paisaje urbano, es adoptar una política implacable de selección de los árboles enfermos y renovarlos plantando otros en su lugar —concluyó, poniendo así punto final a la presentación con una nota positiva y dando gentilmente las gracias al público.
Todo parecía haber salido a pedir de boca, pese a que la conferencia había sido diseñada más como una sesión «de concienciación», en palabras de Alexander. La comisión de parques y jardines ya había aprobado las medidas presentadas y la semana siguiente la someterían a la formalidad de pasar por el pleno municipal, puesto que había que solicitar recursos extraordinarios al Scottish Office[44]. Alison evaluó la sonrisa de Alexander al bajar éste del estrado: lacónica y formal, cálida y general, pero sin llegar a ser frívola, aceptando tranquilamente la admiración por la forma en que había formulado aquella política y se disponía ahora a ponerla en práctica.
Cuando por fin logró captar la atención de Alexander, éste se hallaba en compañía de un hombre de cincuenta y pico años de cara inusitadamente colorada, como si lo hubieran pintado con spray, un efecto alarmante que intensificaban su cabello plateado y el color amarillo chillón de su camisa.
Alison… —le dijo Alexander con una sonrisa, mientras la chica se acercaba—, te presento al concejal Markland, presidente de la comisión de parques y jardines. —A continuación se volvió hacia el hombre semáforo—. Stuart, te presento a Alison, la nueva auxiliar administrativa de nuestra unidad. La PRC nos la ha cedido de forma temporal.
—¿Cómo van las cosas en la Commie últimamente? —le preguntó el concejal Markland.
—Muy bien —contestó Alison con una sonrisa, y le tomó simpatía instantáneamente, por emplear el término coloquial con el que los usuarios designaban a la Piscina de la Royal Commonwealth, en lugar de la insulsa denominación de la neolengua municipal que había utilizado Alexander—. Hoy empiezo a trabajar con Alexander, y me han asignado este puesto para un año.
—Ven a comer con nosotros. Luego te llevaré en coche a ver algunos de los sitios más afectados por la grafiosis —le dijo Alexander.
Salieron de la sala consistorial y recorrieron la Milla Real envueltos en la calima achicharrante hasta llegar a un bar de vinos. Era el último día del Festival de Edimburgo y la estrecha calle estaba abarrotada de gente contemplando los espectáculos organizados por los artistas sobre los adoquines de la antigua arteria de la ciudad. A lo largo del recorrido, a Alison le colocaron en la mano ocho folletos para otros tantos espectáculos. Alexander también cogió un par, pero Stuart Markland apartaba a los jóvenes estudiantes que se los ofrecían con ruidos graves y broncos, exhibiendo el porte amedrentador de quien ya lo había visto todo antes. Pero se le iluminó la cara en cuanto pusieron el pie en la taberna, y cuando los acomodaron en una mesa que había en un rincón se frotó literalmente las manos.
Aunque Alison agradecía mucho más el vino que la comida (era como si su estómago hubiera encogido), se acordó de lo poco que había comido en dos días y se esforzó por no dejarla en el plato. Stuart Markland parecía disfrutar tanto de una cosa como de la otra. Tras llevarse a la boca una generosa ración de pollo Kiev y limpiarse a continuación con una servilleta, dedicó a sus dos comensales una sonrisa voraz.
Alexander, con una copa de vino tinto en la mano, dijo con toda seriedad:
—No me gusta la forma en que alguna gente emplea el acrónimo «DED»[45] en la correspondencia municipal. Se lo he hecho saber a Bill Lockhart. Si la prensa se entera y empieza a seguir esa costumbre, creará una impresión macabra y derrotista. Tenemos que evitar tirar piedras contra nuestro propio tejado, Stuart —dijo, obligando al concejal a prestarle atención.
—Sin duda —le espetó Markland.
—Dutch elm suena más recio —aseguró Alexander pinchando el aire con el tenedor—. La prensa va a ser un factor de mucho peso en esta campaña, así que será mejor asegurarnos cuanto antes de que todos leemos la misma partitura. Alison, quizá sea buena idea que hagas un seguimiento de toda la correspondencia que tenga que ver con la unidad, con la grafiosis del olmo en general y, a lo mejor, mandar una breve nota al respecto a todos los interesados.
—Muy bien —dijo Alison.
¿De qué cojones va?
Markland parecía estar reflexionando sobre algo mientras fruncía el ceño. Por unos instantes, Alison supuso que estaría paladeando el vino, hasta que el concejal preguntó:
—Entonces, ¿cuándo empieza a ponerse en práctica esta política de talado y repoblación?
—Ya tengo a una cuadrilla de peones en marcha, en la parte más lóbrega de West Granton, junto a la fábrica de gas. Empezaron ayer —le informó Alexander con una confianza y una satisfacción rayanas en la petulancia. Era consciente de que se había saltado las normas, de que se había adelantado a los acontecimientos al ordenarles dar comienzo a la tarea antes de que las medidas hubieran sido aprobadas oficialmente, pero estaba ansioso por dar una imagen de dinamismo.
Escrutó el rostro del concejal, castigado por el alcohol, en busca de una reacción, y su sensación de alivio fue palpable cuando éste esbozó una sonrisa:
—Por donde pasas tú no vuelve a crecer la hierba —aseveró el concejal antes de añadir—, y no lo digo con segundas. —Acto seguido, para mayor alegría de Alison y evidente incomodidad para Alexander, con un gesto de la mano, indicó al personal de la barra que trajeran otra botella de vino.
Cuando ésta llegó, Alexander cubrió su copa con la mano y, mirando al camarero, se excusó:
—Tengo que conducir.
Markland se volvió entonces hacia Alison y a ella le recordó una ilustración del gato de Cheshire de un libro de cuando era pequeña:
—¡Estupendo, así nosotros tocamos a más! Por la nueva unidad —brindó.
Alison en el País de las Maravillas, solía decir mamá.
Cuando salió del bar en compañía de Alexander, Alison estaba más que gratamente piripi, tanto que tuvo que tener cuidado al sentarse en el Volvo al lado de su jefe. Pensó que, tal como iba, no tenía ningún sentido disimularlo.
—Guau…, no estoy acostumbrada a beber por las tardes —dijo—. ¡Tengo que reconocer que voy un poco achispada y me quedo corta!
—Ya, gracias por tomarte una por el equipo —asintió Alexander, mientras ponía el motor en marcha; al parecer, estaba realmente satisfecho de ella, porque se había bebido casi una botella de vino por su cuenta.
Joder, qué curro más guay…
Los excesos del día anterior, la falta de sueño y el efecto primera hora de la tarde empezaban a hacer estragos.
—De nada…
—No me malinterpretes, Stuart Markland es un tipo estupendo —creyó conveniente decir Alexander, mientras maniobraba para entrar en el South Bridge—, pero es muy de la vieja escuela.
Alison estuvo a punto de decir que ella no tenía nada que objetar, pero contuvo el instinto parlanchín. Estás trabajando, no paraba de recordarse a sí misma. Pero, sentada en el coche tapizado, con las ventanas bajadas y el sol entrando a chorros, no tenía esa impresión. Alexander era un poco gilipollas, pero con ese traje tenía buen aspecto y le apetecía flirtear con él. Estiró las piernas y se miró desde las espinillas hasta las uñas de los pies, pintadas de rojo, que asomaban de sus veraniegas sandalias de tiras. Tuvo la acuciante impresión de que los ojos de Alexander habían hecho el mismo recorrido, pero, al volverse rápidamente hacia él, el hombre estaba completamente pendiente de la carretera.
—Esto es un espectáculo muy, muy triste —dijo Alexander frunciendo el ceño mientras subían por West Granton Road. Se detuvieron junto a la gran torre azul de la fábrica de gas y al salir del coche, Alison vio a la cuadrilla talando un árbol, como en una versión móvil de la diapositiva que Alexander había mostrado en la conferencia—. Éste tenía indicios de la plaga —dijo, entrecerrando los ojos para que el sol no lo deslumbrara mientras señalaba otro árbol afectado que los miembros de la cuadrilla estaban desarraigando. Acto seguido indicó con un gesto del brazo un minibosque situado al otro lado de la torre de la fábrica de gas—. Ésos todavía están sanos. Bueno, al menos de momento. La verdad es que aquí estamos en la línea del frente.
Me apetece que me la metas, pensó Alison para sus adentros, primero sólo como un impulso ebrio subversivo y vagamente malicioso. Luego, la bolita de lujuria en aumento, que pareció hincharse y estallar después de que se permitiera esa noción transgresora, la sorprendió y excitó al mismo tiempo, mientras pasaban del asfalto a la hierba.
A lo largo de aquella franja de terreno situado en zona de mareas ganada al río, los operarios estaban llevándose dos árboles talados para colocarlos con otros en una pila. Aunque hacía calor, el terreno estaba cada vez más blando y Alison notó una sensación fría y húmeda entre los dedos de los pies. Se acercaron a un hombre que estaba rociando los árboles infectados con el contenido de una gran lata rectangular. Estaba a punto de prenderles fuego cuando Alexander gritó:
—¡Espera!
El hombre lo miró con el ceño fruncido y el gesto hostil. Un segundo tipo, de aspecto autoritario, achaparrado y con el pelo negro muy corto, que Alison imaginó sería el capataz, se acercó con expresión amenazadora gruñendo:
—Jocky, quema esos putos troncos —mientras fulminaba a Alexander con una mirada desafiante y el mentón levantado.
Con esperanzas de desarmarlo, Alexander le tendió la mano y dijo:
—Usted debe de ser Jimmy Knox. Hemos hablado por teléfono. Alexander Birch, Unidad de Control de la Grafiosis del Pino.
—Ah…, vale —respondió Jimmy Knox, sin rastro de deferencia, y, con renuencia, aceptó la mano que Birch le tendía—. Pues es que tenemos que quemar a estos hijos de puta antes de que los putos escarabajos que hay dentro levanten el vuelo. Como lo consigan, estamos jodidos. —Mirando a Alison, que había levantado la mano para taparse los ojos del sol, añadió—: Disculpa la grosería, guapa.
—Por supuesto, Jimmy, yo sólo quería enseñarle a la señorita Lozinska…, a Alison, aquí presente… —dijo Alexander, e indicó a la muchacha que se acercara. Ella fue pisando con cuidado, pero no pudo evitar hundirse de nuevo en el húmedo césped—. Alison, Jimmy Knox. Él y sus muchachos están haciendo una gran labor aquí, en primera línea, y no quiero entretenerlos —dijo, sacudiendo enérgicamente la cabeza—, pero me gustaría enseñarte la copa de este árbol. Concédeme un momento, por favor —rogó al desconcertado capataz—. Fíjate en la corteza —le rogó mientras se inclinaba sobre el árbol y arrancaba un manojo amarillento del tronco—. Está podrida. Acércate un poco más —la instó—. Mira. Completamente podrida —repitió, con los ojos empañados.
En realidad, Alison no tenía el menor deseo de acercarse más, pero se vio obligada a hacerlo por sentido del deber. Cuando el pie derecho se le hundió en el barro, tropezó; estuvo a punto de caerse, pero logró recobrar el equilibrio, no sin antes volcar la lata de gasolina de una patada. Jimmy maldijo en voz baja y Alexander dio un respingo cuando la gasolina le salpicó la pernera del pantalón por detrás.
—No pasa nada —dijo quitándole importancia mientras un peón recogía la lata y la dejaba firmemente clavada en el terreno empapado. A instancias de Alexander, Alison hundió la mano a regañadientes en la esponjosa corteza, y le dio la misma sensación que la de los pies en la hierba empapada.
Retrocedieron un poco para que el operario prendiera fuego a los árboles. No parecía que tuvieran mucha humedad, ya que las ramas comenzaron a arder enseguida y la corteza también prendió y elevó al cielo una columna rizada de humo negro. Fascinada, Alison se fijó en la combustión y en el crepitar de las llamas. Era consciente de que Alexander estaba a su lado mientras las oleadas de calor le lamían el rostro. Podría haberse quedado ahí para siempre, pese al frío que sentía en los pies, cada vez más hundidos en el suelo húmedo.
Oyó que Alexander se aclaraba histriónicamente la voz, rompiendo el hechizo del fuego, y se despidieron de la cuadrilla. Cuando se volvió para irse, Alison oyó las risas burlonas de Jimmy Knox y algunos peones. Miró a Alexander, pero era evidente que le daba igual, si es que había oído algo. Se enojó por él y con él al mismo tiempo, y le pareció curioso.
—Estos tíos están bastante mosqueados —comentó Alexander mientras llegaban al coche—. Los han sacado a todos del registro de parados de larga duración, por medio del Programa de Iniciativas Comunitarias de la Comisión Manpower[46]. El gobierno ha cambiado la normativa y ha convertido todos los puestos de trabajo en empleos a tiempo parcial, con el pretexto de sacar al doble de gente de las listas del paro por el mismo precio. —Miró al grupo de trabajadores—. Pero el hecho sigue siendo el mismo: que no hay trabajo suficiente para todos. Ahora, éstos tienen que aceptar salarios de trabajo a tiempo parcial o volver al paro.
Alison asintió con la cabeza y pensó en un artículo del periódico que decía que, a raíz de los recortes en la financiación que había aprobado el gobierno central, la Junta de Salud de Lothian se había visto obligada a aumentar el tiempo de espera entre controles para pacientes de cáncer en remisión. Aquel artículo, que en otro momento habría pasado por alto por considerarlo una trivialidad de relleno de la prensa local, le había llamado la atención.
—Me pregunto adónde irá a parar todo esto —comentó el jefe, mientras subían de nuevo al Volvo.
Alexander introdujo la llave de contacto en la ranura, pero, en lugar de poner el motor en marcha, parecía que se le había ocurrido algo. Se volvió precipitadamente hacia Alison y la miró a los ojos.
—Oye, ¿qué pensabas hacer ahora, es decir, luego?
—Nada…, ¿por qué? —se oyó decir mandando así a la porra al grupo de poesía de mujeres. ¿Para qué? ¿Por qué? No quería ir a casa a lidiar con los lóbregos mensajes que tendría en el contestador. Era importante seguir en la calle.
—Hay una barbacoa en casa de mi madre en Corstorphine. Cumple sesenta años. Será un aburrimiento mortal, pero no hace falta que nos quedemos, basta con que estemos un rato. Me apetece dejar el coche por ahí y tomarme un par de cervezas. Tengo que reconocer que Stuart y tú me disteis un poco de envidia, por lo del vino —dijo, sonriendo, con los ojos brillantes.
—Claro, ¿por qué no? —contestó ella con falsa despreocupación, ya que la verdad era que le apetecía oír a Alexander hablar de árboles un rato más. No perdía la conciencia de que la jornada, hubiera sido lo que fuese, se había convertido ahora en otra cosa.
Fueron al centro y pasaron por Tollcross, donde Alison se acordó de Johnny, de cómo los ojos se le habían puesto vidriosos y la boca se le redujo a una estrecha hendidura cuando ella le dio calabazas. Como si él se hubiera ausentado de su propio cuerpo y ella lo hubiera tenido que volver a poner en su sitio a gritos. Alexander frenó de súbito en Dalry Road y detuvo el coche.
—Ése es mi hermano —dijo.
Alison miró y vio a Alexander en versión bajita, también trajeada, que entraba con aire alegre y garboso en lo que parecía un pub destartalado.
—Desde luego, le gusta frecuentar los bajos fondos —dijo Alexander, leyéndole la mente—. Vamos a saludarlo. Puedo dejar el coche aquí y luego vamos todos a Corstorphine en taxi.
El pub de Dalry Road era el típico garito de mala muerte de clase obrera, muy semejante a muchos de los que había a ambos lados de Leith Walk. Durante el breve trayecto que separaba la puerta de la barra, Alison tuvo la impresión de que la habían desnudado con la mirada una docena de veces. Alexander, aparentemente incómodo con su traje, miró hacia uno de los reservados del fondo, donde estaba su hermano, Russell, con un hombre que llevaba mono.
Michael Taylor miraba con dureza a Russell Birch impasiblemente, en silencio. A Alison le pareció que estaban discutiendo.
—Hola. ¿Os importa que nos sentemos con vosotros? —preguntó Alexander con cierta vacilación, al captar las malas vibraciones que flotaban en el ambiente.
Al principio, Russell abrió los ojos de par en par, primero porque no se esperaba ver a su hermano, y después, al mirar escrutadoramente a Alison.
—Mike…, eh, te presento a mi hermano —dijo, mirando un momento a su perplejo compañero de copas; luego se volvió de nuevo hacia Alexander—. ¡Faltaría más! ¿Qué tal va el negocio de la silvicultura? —preguntó, al tiempo que arrimaba una silla.
—He pasado de la Comisión al Consejo Municipal —dijo Alexander, tomando asiento y acercando otra banqueta para Alison.
—Eso tengo entendido. ¿Y cómo te va con todo eso? —preguntó Russell. Alison era consciente de que le estaba mirando las piernas y se sentó con cuidado, alisándose la falda sobre los muslos.
—El trabajo está bien, pero la catástrofe de la grafiosis nos está arruinando. ¿Y el negocio farmacéutico qué tal?
—Estamos viviendo un boom. Todo el mundo quiere algo para el dolor —le informó Russell con una sonrisa mientras se volvía hacia el hombre que estaba con él—. Te presento a Michael, es… —Russell vaciló; sus labios parecieron estar a punto de esbozar la palabra «compañero» antes de reparar en el mono—. Trabaja en la misma empresa que yo.
—Lo mismo que Alison —contestó Alexander—. ¿Vas a casa de la vieja?
—Sí. Estaba a punto de salir —dijo meneando su pinta.
—¿Vas en coche?
—No.
—Entonces tomémonos otra y cojamos un taxi —propuso Alexander señalando la pinta de Michael—. ¿Otra rubia?
Michael sacudió la cabeza.
—Yo no, gracias. Tengo que irme. —Se levantó, dejando sin consumir aproximadamente una cuarta parte de su pinta—. Nos vemos luego, Russell.
Alexander se quedó mirándolo con cierta perplejidad; después se levantó y se fue a pedir otra ronda.
—¿Y qué tal se trabaja con mi hermano? —preguntó Russell a Alison, cuando su jefe no podía oírles.
—Bien… —respondió ella torpemente—. Aunque hoy es mi primer día.
Cuando Alexander regresó, los hermanos se pusieron a hablar de sus cosas; Alison tenía la sensación de estar de más. Se fijó en un tipo joven, delgado y pelirrojo que entró en el bar. Por un instante pensó que era Mark Renton, pero no era más que otro producto de esa fábrica de gente de piel blanca y pelo color canela que hay en alguna parte de Escocia.
Todavía no sabía qué pensar de Mark. Ahora parecía majo, pero en primaria era un cabroncete cruel. Se acordaba muy bien del mote que, con toda naturalidad, le había puesto: «la judía», por la nariz, y a ella le había entrado complejo. Resultaba raro imaginarlo ahora en la universidad, y seguramente Kelly tampoco tardaría en acabar allí. Alison se fijó en los hermanos Birch, un par de triunfadores, y trató de imaginar qué tendrían ellos que no tuviera ella. Siempre había sacado buenas notas en el colegio, pese a haberla cagado cuando los Highers[47]. Fue entonces cuando a su madre le diagnosticaron cáncer por primera vez. Pero podía volver a presentarse al examen. Ojalá fuera capaz de concentrarse. Era como si la hubieran despojado del don de la perseverancia, que hubiera sufrido una pérdida catastrófica de resistencia cerebral. Ahora la vida parecía consistir en una constante búsqueda de distracciones efímeras, una tras otra. Se preguntó si alguna vez recobraría la capacidad de concentración.
Los dedales de vino de cocinar agrio que vendía aquel cochambroso establecimiento resultaban casi imbebibles después del vino de calidad que habían tomado a la hora de comer en aquel bar especializado en vinos. Alison se sintió aliviada al ir en la parte trasera del taxi con los hermanos Birch. Cayó en la cuenta de que estaba en compañía de dos hombres a los que en realidad no conocía y, no obstante, acudía con ellos al cumpleaños de su madre. Y por lo visto mantenían una relación terriblemente competitiva:
—Apestas —le espetó bruscamente Russell a Alexander.
—Me ha caído un poco de gasolina encima en el trabajo, ya me limpiaré como es debido en casa de mamá.
Llegaron a Corstorphine y el taxi se detuvo delante de una casa prodigiosa de arenisca roja. El enorme camino de entrada de grava ya estaba lleno de coches, y había unos cuantos más aparcados fuera, en la calle. Cuando llegaron al jardín de atrás, un amplio espacio rodeado por un muro de piedra y lleno de arbustos, árboles y parterres de flores, había grupitos de gente repartidos de cualquier manera por el patio y el césped. El padre de Russell y Alexander, un hombre de mirada cansada, pelo gris y pliegues colgantes de piel en la cara y el cuello, estaba asando salchichas, hamburguesas, pollo troceado y bistecs.
Mientras Russell iba circulando entre grupos de vecinos, parientes y amigos, Alexander le presentó a Alison a su padre, Bertie, que reaccionó de forma educada pero somera. Lo dejaron allí con su tarea y Alexander explicó que su padre era quince años mayor que su madre. Alison vio en él a un anciano que se había quedado aislado, que había ido perdiendo los contactos de los tiempos en que trabajaba, con una esposa atareada, socia del Rotary Club y absorta en sus actividades, unos hijos pendientes de sí mismos que estaban llegando al egocentrismo frenético de la madurez y unos compañeros de golf ancianos, que estaban muertos o en vías de morir. Sus ojos, furtivos pero de mirada férrea, delataban un espíritu deseoso de escapar del pesado residuo que representaba su cuerpo.
Harta del gentío, Alison se dedicó a disfrutar viendo a los niños correr alrededor de una piscina infantil, cada vez más asilvestrados, animándose unos a otros. Entre los adultos reunidos destacaba una pareja. Una mujer de labios carnosos con el pelo mal teñido de rubio se reía estentóreamente, echando la cabeza atrás, de algo que acababa de decir su acompañante, un hombre grande y musculoso con la cabeza afeitada, que llevaba un traje que le quedaba grande. Acto seguido, se quedó petrificada y, a continuación, le asestó un puñetazo en el pecho y empezó a desternillarse de risa otra vez.
Alexander le acercó un vaso de vino y, al ver hacia dónde miraba Alison, le presentó a la rubia, que resultó ser su hermana Kristen:
—Encantada de conocerte —le dijo con una sonrisa—. Te presento a Skuzzy —añadió Kristen, volviéndose hacia Alexander—. No conocías a Skuzzy, ¿a que no?
—No —dijo Alexander estrechándole la mano con cierto recelo a aquel hombre.
—Alexander se dedica a la horticultura —dijo su hermana haciendo una mueca.
—Bueno, no exactamente…
—Puedes conducir a una puta hasta la cultura, pero no obligarla a leer[48] —terció Alison antes de apostillar—: Lo dijo Dorothy Parker.
Kristen la miró un instante con cara de desconcierto antes de estallar en una risotada socarrona, volverse hacia Alexander y decir:
—¡Me gusta! ¡Me alegra verte con una chica que tiene sentido del humor para variar!
—Alison trabaja con… —empezó a protestar él, pero Kristen ya estaba poniendo a parir a la esposa de Alexander, cuando se acercó su madre[*] que saludó secamente a Alison con un movimiento de cabeza y se llevó aparte a Alexander.
En Rena Birch, Alison vio a una mujer de facciones rapaces y ojos saltones, fulminantemente fijos en su hijo mayor.
—¡Mira que traer a una jovencita a mi fiesta de cumpleaños, cuando tu mujer está en casa con tus hijos y tiene el corazón partido! ¡¿Qué clase de hombre eres?! He hablado por teléfono con Tanya y con los niños; sólo deseaban que su padre volviera a casa…, ¡y te presentas en mi fiesta con una jovencita borracha…! —dijo, y se volvió a mirar a Alison.
—Yo no estoy… —protestó Alison antes de llevarse inmediatamente la mano a la boca para taparse un hipo.
—… en lugar de traer a mis nietos —le espetó Rena a su hijo—. ¿Te parece bonito, Alexander?
Alexander respondió encogiéndose groseramente de hombros:
—Me importa un huevo que te parezca bonito o no. —Miró a Alison con una expresión que transmitía exasperación y una leve disculpa, y se dio cuenta de que ésta había retrocedido un poco, hacia donde estaba Kristen—. Para empezar, Alison es una compañera de trabajo. En segundo lugar, fue Tanya quien me echó a mí de casa. Fue idea suya que yo me marchara para —y Alison sintió vergüenza ajena cuando vio a Alexander simular unas comillas con los dedos—, «darle espacio». Así que eso hice. ¿Ahora se supone que tengo que estar siempre a su completa disposición? Ni hablar. Me dijo un montón de cosas hirientes, como que quería que desapareciera de su vida. Pues hay que tener cuidado con lo que se desea, porque eso es exactamente lo que he hecho. Y ahora mismo te voy a decir una cosa para que se la cuentes si te apetece: no tengo ninguna prisa por volver con ella, ¡porque me lo estoy pasando de puta madre!
—¡Tienes hijos! —graznó Rena.
Alison, cruzada de brazos y con una copa en la mano, empezaba a divertirse. Sonreía mientras Kristen le soltaba un rollo, aunque, al mismo tiempo, procuraba enterarse de cómo lidiaba su jefe con el desprecio de su madre.
—¿Sabes lo que me dijo? —preguntó Kristen a Alison, mirando malévolamente a otro familiar de aspecto irascible, el hermano de su madre, casi seguro—: Pues va y me suelta: «¿Y tú a qué te dedicas?». Me entraron ganas de decirle: «¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso? Me dedico a hacer el amor. A ver la tele. A salir de copas». ¿Por qué siempre tenemos que suponer que cuando nos preguntan eso se refieren a la vida laboral?
Alison se volvió hacia la barbacoa y se fijó en cómo subían las llamas y lamían la grasa que desprendían las chisporroteantes salchichas. Disfrutaba de la expresión ceñuda y concentrada de Bertie, que seguía colocando pechugas de pollo en la parrilla con unas pinzas. Pese a tener los sentidos agradablemente embotados, se dio cuenta de que Alexander había levantado la voz, adoptando un tono de seguridad y aplomo más propio del lugar de trabajo:
—¿Y a ti qué te parece mejor? ¿Que mis hijos vivan en una casa con dos padres que se aborrecen, o que vivan en dos hogares normales entre gente cuerda?
Mientras Bertie Birch daba la vuelta a las salchichas y las llamas envolvían la carne, que siseaba y goteaba, Alison tuvo la impresión de que el hombre disfrutaba discretamente de la discusión pública entre su esposa y el mayor de sus hijos. Era probable que para él los pretendientes de baja estofa de su hija Kristen y su implacable trayectoria descendente en la escala social, el porte fatuo pero alicaído de Russell y la arrogancia ecológica de Alexander hubiesen acabado por encarnar cualidades místicas y exóticas.
Hasta Kristen dejó de hablar; se quedó absorta en la disputa, que iba subiendo de tono, y empezó a acercarse paulatinamente arrastrando a Alison consigo, mientras Rena levantaba estridentemente la voz:
—Conque en realidad de lo que se trata es de tu padre y yo, ¿no? ¡Pues al menos ten las agallas de decirlo! Pobrecito mío: el colegio Stewart’s Melville, que apenas podíamos costear, los campamentos de verano en Baviera y Oregón para que pudieras ver tus preciosos árboles…
De repente Alexander soltó un chillido agudo que alarmó a todo el mundo. Parecía fuera de contexto incluso en el marco de la tormentosa discusión con Rena. A Alison le pareció que le iba a dar un ataque o algo así; empezó a agitar las manos alocadamente en el aire y echó a correr, y tropezó con su padre y con la barbacoa. En el preciso momento en que Alison se dio cuenta de que a Alexander le había picado una abeja o una avispa o que, al menos, lo perseguía uno de tales insectos, vio una cortina de llamas subiendo por el dorso de los pantalones de su jefe.
Los invitados, sin dar crédito a lo que veían, se quedaron paralizados, mientras Alexander se esforzaba en vano por apagar las llamas. Russell fue el primero en reaccionar: arrastró a su hermano hasta la piscina infantil, en la que Alexander cayó agradecido, y donde se revolcó de un modo que a Alison le recordó a un niño en la playa. Después se incorporó, jadeando y con una mancha negra y carbonizada en la parte de atrás de la chaqueta. Como si de repente se hubiera dado cuenta de dónde estaba, se puso rápidamente en pie y salió de la piscina hinchable más avergonzado que conmocionado. Se opuso rotundamente a que llamaran a una ambulancia.
—Estoy perfectamente —declaró, y aunque el traje había quedado para tirarlo a la basura, parecía que había salido milagrosamente indemne, sin quemaduras de importancia.
—Voy a casa a cambiarme —dijo, para quitarle importancia al revuelo que se formó a su alrededor. Como para subrayar las palabras, echó a andar rígidamente y salió a la calle con las piernas y el culo chamuscados y empapados. Entonces la madre se puso a discutir con Kristen y Alison oyó repetir a Skuzzy varias veces, como un obseso—: Déjalo, lo único que conseguirás es provocar más discusiones. —Cuando Alison salió detrás de Alexander, lo vio caminando a zancadas por la calle. Tuvo que echar a correr para alcanzarlo y, a medida que se acercaba, empezó a llamarlo. Él se detuvo y se avergonzó al verla.
—Lo siento mucho, de verdad, ha sido culpa mía. Me refiero a lo de la gasolina y eso —se excusó ella.
—No pasa nada, fue un accidente. Es que me entró el pánico y cometí una imprudencia…, la avispa…, un accidente doble —dijo; de pronto se echó a reír y Alison se sumó a él.
Pasado el momento de risa, Alexander dijo con tristeza:
—No sabes cuánto siento haberte traído aquí a presenciar semejante espectáculo».
Alison pensó casi de inmediato en su propia familia, en la que tantas cosas se callaban desde la enfermedad de su madre. Muchas veces la tensión era insoportable. Al menos aquí todo parecía ventilarse a plena luz del día.
—Ha sido emocionante —confesó, y enseguida, consciente de la angustia de Alexander, se tapó la boca con la mano.
Él sacudió la cabeza:
—No me gustan las abejas ni las avispas. Por eso intentaba quedarme al lado de la barbacoa, por el humo. De niño me picaron y casi me muero.
Alison no alcanzaba a comprender cómo podía uno morirse por una picadura de abeja, pero se sintió obligada a reaccionar en consonancia.
—Resultó que tenía una alergia grave y entré en estado de shock anafiláctico —le explicó Alexander, y ante la cara de perplejidad de Alison, añadió—: Me desmayé y tuvo que venir a buscarme una ambulancia. La presión arterial me bajó peligrosamente y estuve un par de días en coma.
—¡Dios! No es de extrañar que tuvieras miedo.
—Sí, me siento como un mariquita de mucho cuidado por montar semejante número a cuenta de un insecto, pero prefiero correr el riesgo de quemarme que…
—Calla —dijo Alison, dio un paso al frente y besó a ese hombre, que todavía echaba humo, en mitad de la calle residencial.