COLGAO

Fue un error ir a ver a la familia. Una vez que te has pirado es mejor seguir así: volver equivale a sumergirse de nuevo en la locura ajena. Mis padres no paran de agobiarme con que Davie está en el hospital y que vaya a hacerle una visita. No soporto esa fantasía de mi madre de que «pregunta por mí», cuando el pobre cabroncete apenas tiene ni pajolera idea de quién está en la habitación. Me entran ganas de decirle a gritos: ¿por qué no se lo cuentas a quien le importe una mierda?

—Ya sabes cómo se pone, hijo. Se pone a gritar: «Maaarrryyyk…» —suelta mi madre imitando de una forma repulsiva y repugnante el canturreo aterrador de mi hermano por las tardes.

El Servicio Nacional de Salud dispensa a Davie toda la atención especializada experta que necesita. No sólo padece fibrosis quística crónica, también le han diagnosticado distrofia muscular y autismo extremo. Un forense de la Universidad de Edimburgo, para el que mi hermano pequeño es una especie de celebridad, calculó que las posibilidades de que todos estos males se dieran en una misma persona eran de cuatro billones contra una.

Justamente cuando pensaba que la discusión en la mesa de la cocina, con cervezas de por medio, ya no podía bajar más de nivel, así fue: sucumbiendo a una leve intoxicación alcohólica, mis padres se pusieron a hablar absurdamente de Emma Aitken, una chica de cuando yo iba a primaria.

—Emma siempre le gustó. Y fue con ella a la fiesta de fin de curso —me toma el pelo mi padre.

—¿Hasta dónde llegaste con ella? —preguntó Billy con lasciva malevolencia.

—Vete a la mierda —contesté al payaso despreciable de mi hermano.

—Estoy segura de que se portó como un perfecto caballero —dice mi madre atusándome el pelo con la mano, aunque me aparto.

Acto seguido mira a Billy y añade:

—No como otros.

—¿No irás a decirme que ni siquiera intentaste tocarle las tetas? —soltó Billy con una risotada, antes de echarse un buen trago de su lata de Export.

—Que te den por culo, zumbao.

Mi viejo menea el índice entre Billy y yo como si fuera el péndulo de un reloj.

Ya basta, par de dos. Este tipo de conversaciones las guardáis para el pub, no para casa. Un poco de respeto a vuestra madre.

Así que fue estupendo volver a Montgomery Street. Pese a que es su nombre el que figura en la libreta del alquiler (o puede que precisamente por eso), Sick Boy casi nunca anda por aquí. El lugar está perfectamente situado: en el extremo de la calle que da al Walk, justamente entre Leith y Edimburgo. Eso sí, le hace falta mobiliario nuevo. En el cuarto de estar hay un sofá viejo y un par de pufs, además de dos sillas de madera viejas junto a una mesa peligrosamente inestable. En el dormitorio hay un diván de mierda y un armario ropero lleno de prendas de viejales. También hay un minidormitorio, pero está hasta los topes de ropa de Sick Boy. En la cocina hay otra mesita y dos sillas cutres, las baldosas rotas del suelo te hacen tropezar cuando vas a oscuras; la cocina de gas no se ve, de la capa de mugre grasienta que tiene, y la nevera traquetea que asusta. El tigre…, en fin, dejémoslo.

Llaman a la puerta; es Baxter, el casero, un viejo con cara de malas pulgas, pero al que si le hablas de Gordon Smith, Lawrie Reilly o cualquier otra vieja gloria de los Hibs[38], se le ilumina el careto de inmediato.

—Dicen que Smith fue el mejor de todos los tiempos —le suelto, mientras saca la libreta del alquiler, vieja y gastada; su respiración laboriosa, consecuencia de un enfisema, me hace pensar en una vieja locomotora diésel entrando en la estación de Waverley.

Sólo le funciona un ojo, y le arde con un brillo imponente. El otro parece un coño afeitado de los que salen en Penthouse, con una costra de batido de chochito encima.

—Matthews, Finney… —dice con voz ronca y nostálgica, mientras se acomoda en una silla destartalada de la cocina, se moja el pulgar con la lengua y va pasando las páginas de la libreta—, … ninguno de ésos tenía la categoría de Gordon. ¡Y si no que pregunten a Matt Busby quién fue el mejor jugador que vio en su vida!

¿Segundo Premio?

Ante eso no hay forma de responder nada que valga la pena, así que le pongo al galápago este una sonrisa inane y me empapo de sus reminiscencias.

El viejo Baxter se larga por fin, sin dejar de dar la paliza con Bobby Johnstone hasta que sale por la puerta. Cuando llegue al Foot of the Walk ya andará por Willie Ormond. Con la casa para mí solo, me planteo la posibilidad de hacerme una Arthur J. Rank[39], pero estoy demasiado hecho polvo después del turno de hoy en la empresa de Gillsland. Al menos salimos de la fábrica; hicimos carpintería de verdad, para equipar otro pub, esta vez en William Street. Tengo unas ganas locas de volver a la uni. Me gusta el rollo que tengo aquí con los chicos, pero si apareces con un libro te toma el pelo todo dios, menos Mitch; aunque él lo va a dejar, así que pronto no tendré con quien hablar de cosas sensatas. Pero antes está lo de Interraíl con Bisto, Joanne y Fiona. Suponiendo, claro está, que las chicas aparezcan y no haya sido todo hablar por hablar.

Estoy viendo un capítulo de World in Action sobre asiáticos de Uganda en Gran Bretaña, cuando Sick Boy entra por la puerta con los ojos enrojecidos y la cara pálida, como si hubiera visto un fantasma. Y da la casualidad de que van por ahí los tiros.

—Es Coke. Ha muerto.

—¿Coke Anderson? ¿El que vivía donde tus viejos? ¿Me tomas el pelo?

Mierda, esa forma tan sombría de sacudir la cabeza me dice que no es el caso.

—Se quedó en coma y lo han desconectado esta mañana.

Por lo visto, Dickson, el del Grapes, lo infló a leches y le reventó la cabeza. Ese tío es un hijo de puta; le largaron de la policía por forrar a gente en los calabozos. Todos los polis lo hacen, y vale, la mayoría de los borrachos zumbaos a los que encierran una noche preferirían que un fascista inepto les arree un par de bofetones y que los suelten por la mañana a enfrentarse al agobio y los gastos que supone tener que presentarse en los juzgados. Pero Dickson se pasaba de la raya y le pidieron que se marchara del cuerpo, o al menos eso es lo que cuentan. Dicen que fue él quien infló a leches a Segundo Premio, cuando se fue de juerga después de que lo liberaran los del Dunfermline; aunque la verdad es que podría haber sido cualquiera. Pero pobre Coke; me dice Sick Boy que perdió el conocimiento y nunca lo recuperó. La próxima semana saldrá el informe del forense. Joder, qué fuerte. Es alucinante.

Sick Boy no para de atusarse el pelo y sacudir la cabeza. De vez en cuando suelta un «joder» con voz entrecortada.

—Janey y los niños están destrozados —dice, mirando a su alrededor como si fuera la primera vez que está aquí y no le gustara lo que ve—. Me voy para allá…, a Cables Wynd House…, a darles un poco de apoyo moral.

Sé que está alterado porque nunca jamás le he oído llamar «Cables Wynd House» a los Banana Flats menos cuando pretende impresionar a alguna tía rica que ha venido a la ciudad durante la temporada del festival.

—El caso es… —y aparta la vista antes de volver a mirarme con cierto pesar—, que ayer me chuté un poco cuando sucedió todo….

—¿Qué?

—Que me piqué en el retrete del Grapes con el caballo que le pillamos a Swanney. Y cuando salí me encontré con que el cerdo ese le había arreado a Coke.

Qué cojones…

—Ya… —le suelto, incapaz de ocultar mi desilusión, porque habíamos quedado en hacerlo juntos, aquí. Tengo que reconocer que, después de pasar la noche con Franco por ahí, yo también estuve tentando de chutarme. El cabrón no paraba de hablar de lo bien que follaba con la tal June; eso cuando no me inflaba la cabeza con su versión particular de los Premios Duque de Edimburgo: a quién piensa apuñalar y qué pobres desgraciados simplemente pueden contar con que les parta la boca.

Sick Boy se olvida de Coke un instante y se vuelve súbitamente hacia mí:

¿Tú te metiste algo?

—Pero si lo llevabas tú! ¿Cómo coño iba a meterme?

—Podrías haberte ido a ver a Johnny de extranjis.

Me doy cuenta de que si Begbie no me hubiera sacado por ahí a rastras a ponerme hasta el culo, seguramente es lo que habría hecho.

—Pues no —le digo—, hay que andarse con ojo con esa mierda… —Y entonces me entra el pánico—. Aún te quedará, ¿no? ¿No te lo habrás metido todo?

—Ni de coña, sólo me metí un poquitín. Todavía queda casi un gramo entero —dice mostrándome la bolsita de plástico para que vea lo intacto que está el pedrusco principal y que la mayor parte del polvillo sigue allí.

—¿Quieres un poco o qué?

—No…, me lo estoy tomando con calma.

—Ya, a mí me dejó un poco chungo —reconoce Sick Boy—. Es una putada cuando se te pasa el punto, así que yo voy a dejarlo una temporada. A la manteca esa hay que tratarla con respeto; de momento, me ceñiré al speed —dice, al tiempo que apaga un cigarrillo en el cenicero con el logo de McEwan’s Export que hay en la mesa precaria; luego saca una papelina y se lleva una pizca a la boca con el dedo—. ¿Quieres un poco?

—No, voy a quedarme aquí sentado viendo la caja tonta —le digo.

—Vale, pues nos vemos. —Se levanta.

—He pagado el alquiler. Ha venido Baxter.

—Bien hecho, luego arreglamos cuentas. Nos vemos dentro de un rato —me suelta el muy capullo antes de coger la puerta y largarse.

No vale la pena decirle ahora que me suelte algo de guita, después del marrón que se acaba de comer, y de todas formas me apetece estar solo. Finalmente decido cascármela visualizando a una chica delgadita con dientes grandes que trabaja en una pastelería de Aberdeen. En cuanto vacío los huevos en el sofá marrón raído me entra una ligera depre y me doy cuenta de que estoy pensando en el caballo. Tendría que haberle cogido el jaco a Sick Boy. Cabrón. Lo de la otra noche estuvo guay.

Llamo a Johnny, pero el teléfono no hace más que comunicar, así que cojo la chupa y me voy a casa de Matty. Me abre él, pálido y con el pelo negro en punta, secado con secador hacia los lados para disimular las entradas prematuras que tiene a la altura de las sienes. La desconfianza con la que me mira sólo se aplaca un poco cuando constata que he venido solo. Un reguero de mocos que parece una cicatriz de duelista le cruza la cara desde la aleta de la nariz a la demacrada mejilla. A juzgar por el ángulo, ha estado tumbado en el sofá medio sobao. Matty tiene toda la pinta de estar condenado a pasarse la vida hurgando entre los restos del banquete de otro. Me indica que pase con un gesto de la cabeza y enseguida desaparece en la cocina y me deja en un cuarto de estar minúsculo, dominado por una tele exageradamente grande, la mayor que he visto en mi vida.

Entonces aparece la chica de Matty, Shirley, una muchacha bonita de rostro ovalado y con unos ojazos que parecen estanques, de profundos que los tiene; se le ha estropeado un poco el tipo desde que tuvo a la cría, Lisa, a la que lleva en brazos, vestida con un pelele. Es como si Shirl todavía estuviera preñada. Cuando me siento en el sofá, Lisa se me sube encima.

—Hola, amiguita… Estamos en la fase de las rabietas, ¿no? —le digo a Shirley; la cría decide tirar de unos cuantos cabellos pelirrojos.

—A mí me lo vas a decir. ¿Qué tal la vida en la universidad? —pregunta ella. A pesar de los kilos, sigue siendo muy sexy. Deben de ser esos ojos enormes de color avellana, siempre impregnados de patetismo.

—El primer año ha sido estupendo, Shirl, me apetece mucho volver —le digo, al tiempo que esquivo a Lisa, que lleva en la mano algo parecido a un biscote y parece empeñada en incrustármelo en el careto—. Gracias, coleguita, ya he comido… —Me vuelvo hacia Shirley de nuevo—: Disfruto trabajando en la empresa de Gillsland, para variar, y me lo paso bien con los muchachos y eso.

Debo decir que el piso apesta que flipas y no es sólo por la cría y los pañales y demás. Es como si Matty hubiera arrastrado a Shirley a su nivel; en el colegio, ella nunca fue una zarrapastrosa. Sé que Matty es colega y que su padre era un borrachín, pero hay que reconocer que el muy cabrón es un puto mangui; siempre lo fue y siempre lo será.

—¿Sigues saliendo con Hazel? —me pregunta Shirley con ese tono coqueto pero inquisitivo que tienen las tías.

—No, en realidad no, sólo nos vemos en plan amigos. Hace unas semanas conocí a una chica en Manchester. Dije que iría a hacerle una visita, pero he estado trabajando sin parar para reunir dinero para hacer un viaje por Europa.

—Qué bien. Ojalá pudiera irme yo de viaje a Europa. Ahora ya no puede ser —dice, mirando con atribulado afecto a la cría, que no hace más que dar botes encima de mi regazo—. A lo mejor cuando crezca Lisa —añade antes de preguntar—: ¿Y qué tal está tu hermano?

—Bien… —contesto, sin saber si se refiere a Davie o a Billy.

—¿Os han dicho algo de cuándo podrá volver a casa?

Davie.

—No.

—¡Señor raro! —me grita Lisa.

—Así es, amiguita. Es buena psicóloga —le digo a Shirl sonriendo. Levanto a la cría en alto y le hago pedorretas en la tripa, cosa que le encanta.

Mientras transcurre este extraño numerito doméstico, extraño para mí en cualquier caso (asusta pensar que realmente haya peña que vive así), me fijo en unas cajas de artículos de dudosa procedencia amontonadas en un rincón, detrás del sillón. Conociendo a Matty, será mierda barata, como puede deducirse de la que está encima del todo, ya abierta y de la que asoma una chaqueta bomber envuelta en una bolsa de plástico que parece de mejor calidad que el producto que contiene. En Junction Street se pueden comprar trapos que, comparados con ésos, son de marca. Shirley suelta una carcajada al ver que Lisa reanuda su campaña de agresión con el biscote, pero he llegado al umbral de mi tolerancia para esta clase de chorradas.

Sácame de la puta jeta a esta cría. Ahora mismo.

Matty asoma la cabeza desde la cocina y echa una mirada a Shirley, que se levanta y sale para allá dejándome con Lisa. Oigo cuchicheos detrás de la puerta; Shirley no parece muy contenta. Matty reaparece por fin, justo a tiempo para evitar que Lisa me eche encima más trocitos de biscote, y dice:

—Marchando, joder.

Shirley me quita a la cría de encima mientras pone cara de pocos amigos. Yo no digo nada, ni ella me mira a los ojos.

Aunque parece un gnomo demente y resuella como si tuviera un resfriado espantoso, Matty baja las escaleras saltando como un poseso, tanto, que cuesta seguirle el ritmo. Siempre fue rápido, en el colegio y en The Fort. No era muy hábil como jugador de fútbol, pero aguantaba muy bien el ritmo.

—¿Qué son esos espantosos artículos mangados que tienes en esas cajas, Connell?

—La mierda de siempre —me informa lúgubremente—. En el dormitorio no hay sitio y Franco dice que no quiere guardar demasiadas cosas en el garaje. ¿Llevas guita para un taxi? —me pregunta.

—No —le miento. Ya he apoquinado el puto alquiler de Sick Boy y aún tengo que pagarme el viaje a Europa. A veces hay que echar el freno.

—Mierda —suelta él—. Joder, pues habrá que coger el autobús.

—¿Adónde vamos?

—A Muirhouse.

—Te conté que hace poco vi a Nicksy, ¿no?

—Sí…, ¿en Londres?

—No, en Manchester. Preguntó por ti.

—Ah.

Subimos a un 32 en Junction Street. El autobús traquetea por el camino y Matty está más callado que un muerto. Como si hubiera dejado de prestar atención a todo.

—¿Va todo bien? —le pregunto.

Se limita a sonreír, exhibiendo una hilera de dientes amarillos. Qué guarro es este cabrón, cepillarse los piños sólo cuesta cinco minutos al día.

—Las tías —dice poniendo los ojos en blanco—. El ayuntamiento por fin nos ha ofrecido una casa.

—Eso está bien. El piso igual se queda un pelín pequeño para vosotros y mogollón de artículos chorizados.

—Ya, pero nos la han ofrecido en Wester Hailes. Joder, yo ahí no me voy.

Wester Hailes es lo más lejos que se puede estar de Leith sin salir de Edimburgo. Es una barriada fría e impersonal, infestada de Jambos.

—Imagino que a Shirley no le habrá hecho mucha gracia.

—No…, bueno, la verdad es que es el puto jaco. Joder, ya sabes que ella es un poco cuadriculada, ¿no? En fin, supongo que tiene que pensar en la cría y tal…

—Ahora todo ha cambiado, ¿no?

—Supongo —responde mientras se limpia los mocos con la manga—. El colocón es de lo más guay, pero para conseguirlo… Swanney no hace más que vacilarme, desaparece de la faz de la tierra cuando le sale de las pelotas. Joder, anoche fui a Tollcross, a su casa. Tenía la luz encendida, pero el cabrón no me abrió. La puerta de la calle estaba cerrada, así que llamé a otro timbre y conseguí entrar. Joder, me asomo por la rendija del correo y ahí está el muy mamón, cruzando el pasillo desde la cocina hasta el puto cuarto de estar —me suelta Matty con los ojos desorbitados y cara de incredulidad. Parece que lleve las pecas pintadas en esa cara tan pálida—. Conque aporreo la puerta y empiezo a gritar por la rendija. Adivina. ¡El muy cabrón sigue fingiendo que no está!

Pongo cara comprensiva, o a mí me lo parece; pero la verdad, esto empieza a resultarme bastante cómico.

A Matty no. Ahora se anima como una marioneta manejada por un epiléptico, mueve las manos de una forma tan espasmódica que si intentara cascársela se desgarraría el prepucio y se lo haría trizas.

—Así que esta mañana cojo y le llamo por teléfono y el muy hijo de puta aún tiene el morro de decirme que no estaba. Le digo: «¡Vete a tomar por saco, mongolo, te estoy diciendo que te vi, Johnny!». Y el muy cabrón va y me dice: «A mí no me vistes, chaval, estarías alucinando», pero tenía ese tono de voz… —Matty hace una pausa y me mira con cara desagradable—. ¿Sabes cuando un cabrón te está vacilando a tope?

Hago un débil gesto de protesta a favor de Johnny, pero Matty me corta.

—¡Ya sé que es un viejo colega tuyo, pero que le den por culo! Vamos a ver a Goagsie y Raymie a casa de Mikey Forrester. Joder, ha montado un chutódromo[40], y nos picamos todos juntos con arpones de veinte miligramos. En plan hermanos de sangre. —De repente sonríe, animado por la idea—. ¿Conoces a Forrester?

—De oídas.

—Vivía en Lorne Street. No es mal tipo. Un tea leaf [41] total, aunque a veces va un poco de sobrao.

—¿No lo infló a leches Begbie hace un tiempo?

—Sí —dice Matty—, en Lothian Road, pero eso fue hace siglos —añade, un tanto avergonzado.

Según Begbie, la historia (que tantas veces he tenido que soportar) era que él y Matty estaban en Lothian Road cuando se toparon con Gypo, un gilipollas de Oxgangs que andaba con el tal Forrester, y que acabaron teniendo una disputa de borrachos con ellos. Matty se achantó pero Begbie no, y les metió una somanta a los dos. Se mosqueó un huevo con Matty por escurrir el bulto. En cualquier caso, la sola mención de esa historia vuelve a sumir a Matty en el modo silencio. Finalmente abre la boca y me pregunta:

—¿Has visto al tocino de Keezbo?

—Sí, la otra noche estuve por ahí con él.

A Matty, Keezbo le cae mal, porque en tiempos salió con Shirley. Eso fue mucho antes de que apareciera Matty, pero hay peña que nunca olvida ese tipo de cosas. Además, Keezbo sabe tocar la batería y Matty no vale una mierda como guitarrista. Ni siquiera era lo bastante bueno para nosotros, y es por ahí por donde van los tiros en realidad.

Jambo de los cojones —espeta entre dientes.

Yo no digo nada, porque Keezbo y yo somos de lo más amigos, como Matty y yo antes, cuando éramos punks y nos fuimos a vivir a Londres.

Nos bajamos en Muirhouse y tomamos un atajo por el centro comercial, que está desierto, entre tiendas que sólo exhiben grafitos en sus persianas metálicas, y nos dirigimos a un edificio de cinco plantas que hay detrás de la biblioteca prefabricada. En barriadas como ésta, Wester Hailes, o como Niddrie, no hay nada; sólo más barriada. Como mucho, unas pocas tiendas de mierda que venden latas o verduras putrefactas y más caras de la cuenta, o un bar que más bien parece un búnker asesino. Al menos en Leith, si vives en una barriada de vivienda protegida, estás rodeado de pubs, casas de apuestas, cafeterías, tiendas y montones de chorradas que puedes hacer.

Matty me cuenta que desde que los hijos de puta de los conservadores acabaron con el programa de intercambio de agujas en Bread Street, hace unos años, cuesta hacerse con jeringas, pero dice que al tal Forrester le consigue jeringuillas grandes un contacto que tiene en un hospital. A Sick Boy ya le ha conseguido su propio arpón una enfermera a la que conoce. La idea de compartir jeringuillas no le gusta, aunque a mí me da igual. Eso sí, dice que a mí también me va a conseguir uno.

Subimos varios tramos de escalera y llamamos a la puerta; al otro lado del vidrio esmerilado aparece una silueta y, cuando se abre, veo a un tipo alto pero con cara de torta y pelo rubio que se está quedando calvo. Me mira con expresión dubitativa antes de ver a Matty.

—Matthew…, pasa, amigo mío.

Entro detrás de Matty hasta un cuarto de estar lleno de alfombras roñosas y descoloridas que cubren unas baldosas de linóleo negras como el carbón. Las paredes, por lo demás desnudas, están decoradas con pósters. Hay uno guapo de los Zeppelin con los cuatro símbolos y otro gigantesco y guapísimo del Setting Sons de los Jam, pero los demás son de grupos de mierda a los que no vale la pena ni mentar. El mobiliario de la habitación está integrado por un sofá desvencijado, dos mesitas auxiliares idénticas, de madera de teca, un sillón maltrecho y un par de colchones mugrientos. Parece que el sitio esté reservado exclusivamente para el consumo de drogas, con la posible excepción de alguna que otra violación en grupo.

Lo mejor es que veo algunas caras conocidas. Está Goagsie, que es de Leith, así como Raymie, el segundo de Swanney, y como ellos responden por mí, Forrester se relaja un poco. Me sorprende ver a Alison Lozinska, o LA Woman como la llama Spud. Fui con ella al cole, y durante un tiempo muy breve (sin duda un lapsus de gusto por su parte) salió con mi hermano Billy. También está Lesley, la del bar, con una chica llamada Sylvia, alta y delgada, y con un pelo rubio cenizo que le llega hasta los hombros. Me presentan a dos chicos; un tío llamado ET (que deduzco que es la contracción de Eric Thewlis) y uno de más edad, American Andy, que está preparando caballo en una gran cuchara de metal sobre un hornillo de gas, así que no hay premio para el que adivine quiénes se van a chutar primero. Nadie me presenta a los otros dos tipos. Uno de ellos tiene una pinta muy chunga; es un cabrón con cara de tipo duro y pelo entrecano que tiene una cicatriz de cuidado en medio del careto. Se me queda mirando hasta que aparto la vista. El otro tipo es pequeño y tiene una cabezota enorme; no llega a ser enano, aunque lo parece. Forrester tiene pinta de legal, quizá un poco seco al principio, seguramente porque soy nuevo, pero sonríe en cuanto saco los emolumentos y se da cuenta de que no he venido a chutarme por la jeta ni a colarme.

Me siento en el colchón junto a Alison, que me saluda y me besa platónicamente en la mejilla.

Circula una jeringuilla grande con una buena dosis ya preparada. Intento sacarme la vena con el cinturón apretado alrededor del brazo, como me enseñó Johnny la otra vez, pero no hay manera. La jeringuilla pasa de manos de American Andy a las de ET, y de las de éste a Mikey y a Goagsie. Caen como fichas de dominó, y yo, que soy el siguiente, no paro de darme golpecitos como un bailarín de claqué. Veo a Raymie preparándose un chute por separado con sus propias herramientas; se lo pone; mientras Ali, Lesley y la tal Sylvia se limitan a mirar y a liarse porros, y rehúsan cualquier oferta de jaco. No miro a Matty, pero oigo que me dice bruscamente:

¡Venga, joder, que no tenemos todo el puto día!

No puedo hacer otra cosa que pasársela al cabrón llorica este. Me levanto y cojo un pipa de aluminio de una mesa y empiezo a quemar un poco de caballo en plan torpe; los demás me observan con desprecio.

—Estás desperdiciando jaco del bueno, coño —se queja Forrester, y se pasa la mano por el pelo, que está en vías de extinción.

—Mierda, Renton —salta Goagsie, que tiene una boca que parece una papelera con pedal.

—Eso es, ahora arréglalo, desgraciao —me suelta Matty en tono rencoroso, mientras Forrester, que va todo puesto y que al principio parece que está jugando a ponerle la cola al burro, consigue inyectarle.

—¡A mí no me vais a dejar colgado, coño! He puesto la puta pasta —salto yo a mi vez—. A mí Swanney me chutó, él sabe cómo sacar una puta vena…

—Vete a la mierda, mongolo —me dice Matty con desprecio viperino antes de desplomarse en el sofá por efecto del jaco.

CABRONES.

—Tranqui, Mark. Ven aquí —me suelta Alison, y me hace una seña para que me arrime a ella, a Lesley y a Sylvia; están pasándose una pipa de aluminio—. Te estás poniendo en evidencia, y me quedo corta —me reprende.

—No sabía que le pegaras a este rollo, Ali —le digo.

—Ahora lo hace todo el mundo, cariño —dice mascando chicle—. Pero yo sólo lo fumo. ¡No me acercaría a una aguja ni loca!

Enciende el mechero debajo del aluminio; el caballo empieza a arder y yo chupo el humo como un aspirador.

Joder…

Me lleno los pulmones con un par de tiros grandes. Odio fumar lo que sea y procuro no toser, aunque hago muecas y me retuerzo y los ojos me lloran más que una boca de incendio rota…

Cojones, tú…

Entonces noto que alguien me coge suavemente la pipa y el aluminio de las manos…

—Fumando con las damas… —me dice Matty con sorna y acento jamaicano de pega, y una cara más pálida que el brezo blanco.

Forrester comenta algo del tipo «las chicas están bien» y Goagsie también se ríe. Me vuelvo y digo:

—Si vosotros, cabrones… —No logro terminar la frase, el jaco me golpea como un mazo de malvavisco. Estoy demasiado colgado para que me importen sus chorradas, y además prefiero estar con las chicas que con estos putos retrasados…

Gilipollas hechos polvo…

Alison está un poco ida, con la boca medio abierta y los párpados entreabiertos, pero no para de hablarme del nuevo curro —que consiste en salvar putos árboles— que le ha salido y en el que empieza mañana. Después me habla de un grupo de poesía al que asiste. La creo, porque en el colegio siempre fue lista, tenía el jersey de delegada con el ribete distintivo…

—Emily Dickinson —digo apoyándome contra ella—, … esa tía sí que sabía escribir putos poemas…

—Sabes, Mark… —comenta Ali forzando una sonrisa—, deberíamos tener una charla como está mandado…, cuando los dos estemos serenos…

—Lo hicimos… hace siglos. Zeppelin contra los Doors…, aquella vez en el Windsor. ¿Te acuerdas?

—Sí…, pero aquella vez yo iba de hongos…

—Ya…, puede que yo estuviera de tripi… —recuerdo, pero ahora veo a Forrester, que saca la gran jeringuilla del fino brazo de Matty, y me fijo por primera vez en las sanguinolentas marcas de pinchazos que lleva. Ese cabrón es un guarro; siempre lo ha sido. Me pilla mirándolo.

—Nadie te estaba dejando colgado, Mark…, joder, te estabas dejando colgado tú solo… —dice ahora con una sonrisita de suficiencia—. Hazte con unas venas como es debido, tío… —añade, y se tira de nuevo en el sofá. Me acerco a rastras y me coloco a su lado—. Perdona, tío… —me suelta, y nos reímos los dos y nos cogemos de la mano como si fuéramos novios.

La jeringuilla grande va a parar a manos de los dos cabrones que dan miedo, el Sargento Salt and Pepper y su Muñeco Ventrílocuo, que no tardan en desintegrarse. Creo que quizá haya llegado el momento de alejarme de ellos, pero las chicas se me arriman y Ali se apoya en mis piernas; siento su espalda reposando en mis espinillas. Tiene unas trenzas tan negras y lustrosas que estoy tentado de acariciarlas, pero logro resistirme y, para variar, le sonrío a la tal Sylvia, que tiene unas facciones angulosas, finas y pálidas. Goagsie le está diciendo al Sargento Salt and Pepper, que está despatarrado en el suelo, que en realidad Motörhead es un grupo punk, no de heavy metal, y la gente entabla conversación consigo misma mientras se pone el sol y la habitación empieza a ensombrecerse.

Me quedo sobado un rato; luego noto que se me contrae la garganta y me despierto de golpe con una sensación de frenazo repentino. Matty está consciente, a mi lado; el cabrón tiene los ojos abiertos y mira directamente al frente. Suda, abre y cierra las manos, se clava las uñas en las palmas, como si fuera tan puesto de jaco que ya ansiara volver a meterse. Puto zumbao. ¡Yo nunca me dejaría enganchar de esa forma por una droga de mierda!

Forrester se acerca, se coloca en cuclillas a mi lado y se pone a darle la vara a las chicas, pero en plan guarro. Joder, menos mal que los dos cabrones espeluznantes están fuera de juego; el Sargento Salt and Pepper está casi dormido y el cabrón enanoide cabecea como si se le fuera a caer el melón de los hombros.

—Ya, pero ¿cuánto…? —les pregunta Forrester a las chicas arrastrando las palabras.

—¿Cuánto qué? —pregunta Ali con indiferencia de colgada.

—¿Cuánto tiempo tendrían que salir un tío y una tía antes de acostarse?

Ali se aparta desdeñosamente de él para hablar con Lesley; no capto lo que dice, pero suena algo así como: «Cortarlos en pedacitos antes de que infecten a todo el mundo», y Forrester levanta la vista como un niñato mosqueado, tratando de calibrar mi reacción. Intento mantener cara de póquer. Al darse cuenta de que seguramente no tiene la menor posibilidad de montárselo con Ali o Lesley, Forrester lo intenta con Sylvia.

—Ya, pero ¿cuánto tiempo?

—En tu caso, yo diría que hasta el fin de los tiempos.

—¿Qué?

—Que nadie va a acostarse contigo, Mikey, ni siquiera aquí —dice Sylvia, echándole el humo del cigarrillo a la cara—. Ni. Siquiera. Aquí.

—No estés tan segura —dice Raymie; se levanta, saca una gran polla blanca y empieza a meneársela delante del careto de Mikey—. ¡Prueba ésta, hombre! ¡Venga, muñeco!

—¡Vete a tomar por culo! —grita Mikey y lo aparta de un empujón mientras todos nos reímos.

Afortunadamente Raymie accede y se desploma de nuevo en un colchón, mientras me habla de los tiempos en que era gimnasta juvenil y practicó de forma obsesiva hasta que consiguió chupársela a sí mismo.

—Todavía me llego al capullo y puede que un poco más allá, si tengo el día bueno, pero ya no puedo hacerme una mamada hasta el fondo como está mandado.

—Vaya tragedia —dice Lesley.

—Estoy de acuerdo. Así que si alguna de las hermosas damiselas presentes está por la labor…

Nadie parece interesarse. Sylvia se levanta y se hace un hueco junto a mí en el sofá, obligándome a apretarme contra Matty, que farfulla algo vagamente hostil. Sylvia masca chicle pero no me importaría que quisiera fumar algo de jaco, como yo, Ali y Les. En una pletina de mierda suena una canción de John Lennon, pero yo tarareo mentalmente la de Grandmaster Flash…

—Si yo pudiera hacer eso, no saldría nunca de casa… —le dice Goagsie a Raymie.

—Pero si nunca lo haces, Gordon. Eres una vieja bruja que se pasa todo el día recluida en casa, chupacapullos con piños de hámster…

Todo el mundo se ríe de eso, porque la verdad es que Goagsie tiene un poco cara de torta.

—Joder —se ríe Matty—, ¡yo no tardaría ni dos semanas en empezar a decirme a mí mismo que tenía jaqueca!

—Eres una cara nueva —me dice Sylvia—. Y además agradable.

Sé que sólo flirtea conmigo para vacilarle a Forrester, que se está empapando de todo, pero a mí me empieza a molar el rollo. Al cabo de un ratito más de charla de colgados empezamos a morrearnos. Siento la presión de sus labios entumecidos sobre los míos, pero su proximidad me reconforta y nunca me había sentido tan relajado besando a una tía. Exploro todos los rincones de su boca con la lengua, le recorro los dientes y las encías, pero, a pesar de la intimidad, me produce una sensación más distante que sexual. Evidentemente no debe dar la misma impresión, visto desde fuera, porque de repente se oye un grito:

—¡Qué hija de puta eres, Sylvia! ¡Pero hija de puta total!

Dejamos de besarnos y vemos a Forrester mirándonos desde arriba, con cara de gran mosqueo y pasándose nerviosamente la mano por su escasa cabellera.

—Es de muy mala educación hablarle así a una dama —tercio yo. Y así es. A un tío le puedes llamar hijo de puta, pero decírselo a una tía está muy feo.

—Tú no te metas, coño.

Joder…

Trato de levantarme, pero estoy apretujado entre Matty y Sylvia y, con el caballo en el cuerpo, apenas puedo moverme. Empujo, pero tengo la mano encima de las mallas negras de Sylvia y los cochinos vaqueros de Matty, que se aparta maldiciendo, como si estuviera intentando abusar de él.

—Eres mala, Sylvia. Siempre has sido una guarra de mierda. Nunca has tenido ni pizca de bondad en todo tu cuerpo, ¿te enteras?

—Sí, claro —suelta ella.

Yo le aprieto el muslo y grito a Forrester:

—Ya está bien, niñato de los huevos.

—Eso, tranquilízate de una puta vez, ¿vale? —dice Ali.

—¿Y tú quién cojones te has creído que eres? —Ahora Forrester pasa de ella y se mete conmigo.

Vuelvo a darle un apretón en la pierna a Sylvia.

—Bruce Wayne —le suelto, lo que desata unas cuantas risas. Jodido, Forrester me patea la suela de la zapatilla. Me pongo en pie a cámara lenta y me encaro con el cabrón.

—Señoritas, por favor. Nada de bolsos —dice Raymie con voz de mariquita—. Se lo ruego.

—Ninguno de los dos vale mucho como peleador. Y vais puestos de jaco —nos recuerda oportunamente Goagsie.

Tanto Forrester como yo tenemos la decencia de avergonzarnos mientras asumimos recelosamente y sin decir palabra la evidencia. Entonces nuestro anfitrión le lanza otra mirada fulminante a Sylvia:

—Fóllate a quien te dé la gana, zorra imbécil —dice antes de dar media vuelta y largarse dando un portazo. Mientras vuelvo a dejarme caer en el sofá, oigo sus pasos en la escalera.

—¡Muchas gracias! —grita ella, y luego se dirige a la concurrencia para recabar apoyo—. ¡A ver si voy a necesitar su puto permiso! ¡No es mi padre y tampoco recuerdo haberme casado con él!

—Yo nunca pido permiso a mi padre para follar con nadie —apostillo perezosamente.

—Cuánto me alegro —dice Sylvia en tono cortante, mientras Ali sofoca unas risitas.

—Yo tampoco… —rezonga Matty—, salvo si se trata de mi madre.

—Qué menos, es una simple cuestión de modales —digo yo encogiéndome de hombros.

Raymie mira al tal Eric Thewlis con cara muy seria y le dice:

—De verdad que tendrías que darle un toque a tu madre. —Tras unos instantes de silencio y desconcierto, todo el mundo pilla la gracia y se ríe. Comienza una ronda de vaciles tontorrones, pero tanto esfuerzo me ha dejado hecho polvo y me sumerjo de nuevo en un estado de amodorramiento. Vagamente, oigo discutir a Goagsie en un rincón con uno de estos tarados, o con ambos, sobre gente a la que no conozco y un tipo llamado Seeker, cuyo nombre sale a relucir mucho últimamente. Y no sé nada más hasta que me despierto en la calle parpadeando y pasando frío; cojo un taxi con Matty, Goagsie, Lesley y la tal Sylvia para volver a Leith.

—¿Sabías que la madre de Ali se está muriendo? —me pregunta Lesley.

—¿Sí? Me cago en la puta…

Sylvia me pone la mano en el muslo.

—Ha ingresado en el club del cangrejo.

—¿Tiene cáncer? —le pregunto.

—Sí… —dice Lesley estremeciéndose, como si el solo hecho de oír esa palabra le expusiera a uno a contraer la enfermedad—. De mama. Le hicieron una mastectomía doble, pero no sirvió de nada. Es terminal.

—Una mastectomía doble…, joder, eso es cuando te cortan las dos tetas, ¿no? —pregunta Matty. Sin poder evitarlo, echo un vistazo al generoso escote de Lesley, que se estremece y asiente con la cabeza—. Qué putada —suelta Matty—, y encima sin que le funcionara. Joder, qué chungo es eso, tener que pasar por que te corten las tetas y que aun así te digan que te vas a morir —especula con una alegría morbosa. A continuación, como si estuviera inspirado, añade—: Joder, eso fue lo que le pasó a la madre del gordinflón de Keezbo, Moira Yule, ¿no, Rents?

—Sí, pero a ella le salió bien, lo cogieron a tiempo —le digo, mientras Sylvia me cuchichea al oído que tengo un bonito culo.

—Eso sí, se volvió majara que te cagas. Lo digo por los putos periquitos esos —dice Matty riéndose.

Le echo una mirada severa para que se calle y luego acaricio el muslo de Sylvia. Lo cierto es que la madre de Keezbo sí se volvió un poco majareta cuando le metieron la pajarera esa en casa, pero no está bien hablar de los asuntos familiares de los amigos así como así. Y todo sea dicho, el cabroncete no insiste.

—De todos modos, ¿dónde está Ali? —suelto yo, preocupado de repente al ver que no está con nosotros.

—Joder, se ha ido con Raymie a casa de Johnny —suelta Matty.

Goagsie, como fundido con la ventana, refunfuña:

—A mí me vas a hablar de Seeker… —farfulla—. Conozco a ese cabrón…

Noto una punzada en los pantalones.

Ye game?[42] —le cuchicheo al oído a Sylvia. Capto un olor a pitillos y perfume barato.

—Si tú estás de caza… —me contesta ella sonriendo ásperamente.

Los demás desembarcan en el Foot of the Walk. Sylvia y yo seguimos hasta Duke Street y, de ahí, nos vamos a su piso en Lochend. Ella lo llama «Restalrig» pero es Lochend de cabo a rabo. Y yo odio Lochend. Es un sitio más que chungo. Está infestado de psicópatas asesinos dispuestos a partirte la boca. Normalmente, si anduviera por aquí a estas horas de la noche, sobre todo ahora, cuando estoy a punto de tirarme a una tía del barrio, iría nervioso y me sobresaltaría cualquier cosa que se moviera entre las sombras; sin embargo, es curioso, pero, cuando el taxi se aleja y un grupo de sobraos con aire arrogante se aproxima a nosotros con intenciones torvas, no experimento el menor temor.

El jefe de la manada le echa a Sylvia una gélida sonrisa, y a ella se le graba en el careto una expresión de preocupación, y luego me dan a mí el mismo tratamiento.

Tú eres el colega de Begbie, ¿no? El hermano de Billy Renton.

No me he topado con este cabrón en la vida, pero, gracias a las obsesiones de Franco, sé exactamente quién es.

—El señor Charles Morrison.

—¿Qué? —me suelta, mirándome con la boca abierta, la mandíbula relajada; pero enseguida desenfunda los dientes y abre los ojos desmesuradamente.

—Encantado de conocerle. Su fama le precede.

Durante un instante, Morrison parece desconcertado. Tiene una expresión sombría y afligida, de receloso ante la eventualidad de una conspiración. Uno de sus fornidos segundos salta:

—¿Quién es este cabrón?

A los demás ni los miro, ni mucho menos les dirijo la palabra. Sólo Cha importa y no lo pierdo de vista ni un segundo. Es pálido de cara, pero, a la luz anaranjada de la farola, posee una dignidad extraña y una belleza montuna. Entonces suelta una carcajada y empiezo a preocuparme por primera vez cuando anuncia:

—¡Me gusta el palique de este cabrón!

Y eso parece. Así que estoy un rato pegando la hebra con los chalados estos hasta que Sylvia me tira de la manga, gesto que a Cha no se le escapa.

—Será mejor que te vayas, colega. El deber te llama, ¿eh? —dice con una risita cómplice—. Hasta luego. Rompan filas.

Nos metemos en el portal de Sylvia y nos refugiamos en su piso. Esta noche la he impresionado plantándole cara a Forrester (que no se puede decir que sea un gran peligro) y luego manteniendo el tipo con Cha Morrison (empresa arriesgada, se mire como se mire).

—No le tienes miedo a nada, tú —dice con admiración.

—Qué va, le tengo miedo a todo —le contesto, cosa que, cuando se reconoce, seguramente produce más o menos los mismos efectos. Aun así, algo he debido de hacer bien, porque ella no pierde el tiempo y me lleva al dormitorio. Nunca había visto tanta ropa; en el suelo, saliéndose de los armarios y de maletas y bolsas de deporte. Pero la quita toda de encima de la cama, me pongo encima de ella y empezamos a morrearnos de nuevo y a despelotarnos. Sylvia levanta un momento un camisón amarillo cogiéndolo por el dobladillo, que está raído; parece que vaya a ponérselo, pero es lista y enseguida descarta la idea. Eso sí, no es nada tímida; me agarra la polla e, hipnotizada, mira cómo se pone tiesa en su mano. Retira el prepucio para que el capullo, agradecido, salga a la luz. Yo deslizo mis dedos sobre ese suave vello, abro la oscura y húmeda rajita y, cuando ella me suelta, el pito ocupa el lugar de mi mano y empujo, la estimulante sacudida me acelera el corazón y me deslizo hasta el fondo con la sensación de haber llegado a alguna parte.

Y nos ponemos a follar a saco. No parece que a ella el jaco le haya afectado, pero yo estoy entumecido y no muy creativo, y me limito a mantener el ritmo y a bombear para sacarme el caballo del cuerpo a base de sudar. Es guay, porque me noto bien la espalda. Puede que sea el jaco, pero aunque la erección se mantiene no parece que vaya a ser capaz de soltar el chorromoco, a pesar de que ella «chorrea a tope», como diría Sick Boy.

La dama chorreaba a tope.

Finalmente hago algo que en la vida pensé que fuera a hacer: gimo, tenso el cuerpo y finjo un orgasmo. Ella seguramente se dará cuenta de que no tiene nada dentro porque no nos habíamos tomado la molestia de buscar un condón. Con un escalofrío estremecedor, de repente me acuerdo de Begbie y de la loca esa de Pilton que apareció por el garito. Aunque no haya eyaculado nada, de todas formas puede haber restos no detectados de lefa y como solía decir nuestro viejo profe de ciencias, el señor Willoughby, «con uno basta».

—¿Estás… ejem… bien? —le pregunto—. Quiero decir, ¿tomas la píldora y tal?

—Sí, pero ahora ya es un poco tarde para preguntarlo, hijo.

—Perdona, tendría que haberlo hecho antes. La pasión del momento y esas cosas, ¿no?

Ella pone los ojos en blanco con expresión dubitativa, enciende un pitillo y me ofrece otro a mí. Yo rehúso y me echa una breve mirada de incomprensión. La llama del mechero ilumina su rostro demacrado y sus facciones angulosas. Las jetas como la suya siempre las veo como caretos de viejo. Siempre tendrá el mismo aspecto.

A veces Mikey se pone celoso si hablo con cualquiera que no sea él. Está obsesionado conmigo. Me da repelús. No me gusta, y se lo he dejado superclaro, joder.

Forrester es imbécil, pero a nadie le mola una calientapollas y me doy cuenta de que la tía esta se ha estado dando gusto mareando a ese zumbao. No mola nada que alguien te dé la vara con su fijación con otra persona con la que ni siquiera folla, así que me visto y me interno en la noche con el pretexto de que mañana tengo que trabajar.

Cuando vuelvo al piso, veo que Sick Boy aún no ha regresado. Me desnudo de nuevo y me miro en el espejo de cuerpo entero. Me hago torniquetes de forma sistemática y me doy golpecitos en la venas para descubrir dónde están las mejores. En las piernas tengo algunas que no están mal, una que tiene bastante buena pinta en el hueco del codo y otra en la muñeca a la que quizá pueda recurrir en caso de necesidad. Ni de coña me vuelvo a quedar sin picarme.

Llaman a la puerta; es tardísimo, sobre las dos de la madrugada; abro en calzoncillos creyendo que es Sick Boy y que el cabrón se ha dejado las llaves. Pero es Spud, que trae una bolsa llena de cervezas. Va medio pedo; me cuenta que le han dado el finiquito en la empresa de mudanzas donde lleva trabajando desde que dejó los estudios.

—¿Te apetece una cerveza o subir al Hoochie para echar el último bailoteo y tal?

Me jode reconocerlo, pero el Hoochie me aburre. Mala señal: el Hooch y el estadio de Easter Road son los únicos templos de iluminación espiritual que quedan en esta ciudad. Le digo que voy puesto de jaco, y que además para cuando lleguemos allí ya se habrá acabado la fiesta.

Él sigue la trayectoria de mi mirada hasta dar con el instrumental que está sobre la mesa. Niega con la cabeza y resopla con fuerza:

—Yo me he metido de todo, tío, pero la gran raya marrón en las arenas de Portobello yo la trazo ante el jaco y tal.

—Yo sólo lo fumo —le informo—. Así no te enganchas. Es guay, tío, no se parece a nada de este mundo. Es todo tan de puta madre que lo demás te importa una mierda —le digo.

—Pues vale, quiero probarlo.

No ha sido muy difícil vendérselo, que digamos. Así que saco la mercancía y la pipa de aluminio (he practicado y ya he hecho mogollón de ellas) y nos echamos una. Se notan las partículas de aluminio que se te pegan a los pulmones mezcladas con el humo sucio, pero empieza a pesarte la cabeza y te invade una euforia que se extiende como una explosión de luz solar. Spud, con su sonrisa torcida y los ojos entreabiertos, parece mi reflejo y compartimos un pensamiento solitario: Todo lo demás puede irse a tomar por culo. Me recuesto en el sofá y le digo:

—Sabes, Spud, todo esto no es más que una gran aventura antes de desengancharme para ir a recorrer Europa y después volver a la uni.

—Una aventura… —dice con voz áspera, resistiendo el impulso de potar, hasta que sucumbe. El vómito espeso y amarillo va a parar al suelo, a lado de la bolsa de cervezas, que sigue intacta.