Joder, esta tarde nos cagamos patas abajo Rent Boy y yo. Estábamos en el piso: yo, repanchingado encima de mis dos pufs negros y Renton, despatarrado en el sofá, fumando Denis Law[35] y viendo la apoteósica pelea entre Bruce Lee y Chuck Norris en El furor del dragón mientras hablamos de lo guay que lo pasamos la otra noche con el jaco. La bolsa de un gramo que le pillamos a Swanney me quema en el bolsillo, pero Rents quiere dejarlo un poco en paz y hemos quedado en terminárnosla juntos. Estoy a punto de volver a sacar el tema cuando alguien aporrea la puerta. Acto seguido, una voz retumba desde el fondo del pasillo por la rendija del correo.
—¡Eh, cabrones! ¡Abrid de una puta vez!
Nos miramos y nos damos cuenta a la vez: ¡Es Begbie! ¡El otro día lo dejamos plantado!
Ninguno de los dos tiene prisa por levantarse. Que conteste Renton y se lleve él el guantazo en todos los morros. Pero él está pensando lo mismo:
—Pasamos —le digo en voz baja.
Rents pone unos ojos como platos:
—Pero seguro que ha oído la tele.
—¡Joder! Vale, vamos los dos. Habla tú…, no, hablo yo…, ¡no, habla tú!
—¿¡Joder, en qué quedamos!?
—¡Habla tú!
Nos levantamos y vamos para allá, preparando excusas mentalmente; entreabro la puerta y Begbie, ansioso, irrumpe en el piso haciéndome a un lado. Trae un lote de seis latas de cerveza.
—Perdonad por dejaros plantados la otra noche. Os he traído un regalito a modo de disculpa y tal —dice, mientras lo seguimos hasta el cuarto de estar y nosotros nos miramos con cara de alivio y desconcierto. Franco se desploma en el sofá—: Bruce Lee…, ¡joder, qué guay! Es que me encontré con una puta tía, ¿vale? ¿Os acordáis de June? ¿June Chisholm, de Leith? ¡En aquellos tiempos no era gran cosa, pero no veáis qué par de tetas tiene ahora, cabrones! Y no se cortó un pelo, eso os lo cuento gratis…
—Sí, claro —dice Rents; se sienta cautelosamente a su lado y abre una lata. Me tira otra a mí y la abro, aunque es esa mierda de la Tennent’s, que no trago, porque inmediatamente me deja en la boca un sabor a lata. Me desplomo otra vez en los pufs.
—Hacía siglos que la tenía en el punto de mira, mecagüen —dice Franco, rascándose las pelotas por encima de los vaqueros y subrayando lo dicho con un golpe de cadera—. La vi en el puto Spiral el viernes por la noche y, joder, ¡me fui de cabeza pallá y empecé a entrarle a saco! En fin, que llevo todo el puto fin de semana cepillándomela. Se la he metido por todos lados. Al principio no quería ni comerme el rabo, coño. Así que le solté: «¡Pero, so capulla, si de lo último de lo que tendrás que preocuparte es de comérmela!». No te digo, ¡ya no se cortó tanto en cuanto le di cuerda! —Echa el cuerpo hacia delante, levanta la lata, así que como toca brindar de nuevo, me estiro y brindo. Me acuerdo de la guarra esa de la Chisholm: una babuina en ciernes. Sin duda, el bueno de Francis es el hombre indicado para ayudarla a cumplir su sórdido destino.
—Estás en racha, Franco —suelta Rents.
—Ya lo creo. Seguro que vosotros dos acabasteis con un pedo de cojones y follando otra vez con «Manolita» —dice, agitando la mano en el aire—, mientras yo me pasaba todo el fin de semana pulverizándole el coño a tope a la June esa. —Y se golpea repetidamente la palma de la mano con el puño—. No os separéis de mí, que ya me ocuparé yo de que la metáis en caliente, ¡par de putos inútiles!
Echo a la fuerza otro trago de este brebaje, que sabe a aluminio líquido rancio.
—Tu éxito me llena de inspiración, Frank —digo con una sonrisa, congratulándome, y me levanto a esconder la lata y su repugnante contenido en el alféizar, detrás de las cortinas—. Pero muchachos, tengo un par de candidatas en perspectiva, así que os dejo y me voy a ver qué tal se me dan. No me esperes levantado, Mark.
Pobre Rent Boy. No sólo le he endilgado a Begbie, sino que también le he jorobado el vídeo en el punto culminante. Que le den por saco a ver películas de kung-fu con Begbie, no hay nada más peligroso, porque intenta enseñarte sus versiones de los movimientos, contigo de cobaya, por lo general. Ya que Renton se ha venido a vivir a este piso, que comparta las obligaciones que conlleva hacer de anfitrión y dar palique a las visitas.
Me voy a ver a mamma mia y, por supuesto, a nuestros queridos vecinos Coke y Janey. Llevo una buena temporadita frecuentando los Banana Flats, y no sólo por la comida casera de mamá. Es cierto, la vida en mi antiguo domicilio es mejor sans Caracoño, y a mi madre le han dado la gran noticia: por fin le han concedido el piso nuevo de la Asociación de la Vivienda en el South Side, tras el que andaba desde hacía años. ¡Eso al viejo le va a poner del hígado!
Trotando con entusiasmo por el Walk rumbo a mi antigua zona de influencia, opto por dar esquinazo al hogar materno y me dirijo a la morada, idéntica a la nuestra, de mis vecinos. Janey, que lleva un top azul muy favorecedor y unas ceñidas mallas negras, me da la bienvenida y me acomoda en un sillón. Otra saga sedante de Coronation Street, la droga favorita de los británicos descerebrados, impregna las paredes color magnolia del domicilio de los Anderson.
No obstante, con Maria sentada enfrente, en el sofá, a Simone le cuesta bastante mantener la serenidad. Marco un ritmo insistente con la pierna mientras le echo miraditas furtivas; lleva el pelo rubio, recogido en la nuca, pero el flequillo cae en cascada sobre sus ojazos azules. Con esos párpados entreabiertos, esas largas pestañas y el pelo desplomándose sobre ellos, tiene una pinta de sueño que pide «cama» a gritos. Qué piel exquisita de color miel, que veo gracias al vestido marrón de una pieza, sin espalda, que lleva puesto, y que luce como es debido ese cuello esbelto y esos brazos fuertes, cubiertos por la más fina de las pelusillas rubias. La falda le llega justo por encima de las rodillas, y sus piernas, largas y torneadas, acaban en unas uñas pintadas y unas chancletas doradas. De repente estalla una pelea de mentirijilla con Grant, el pequeño; a Maria se le cae la revista y, cuando la recobra, la maniobra deja ver un instante un trocito de braguita blanca que contrasta tan eléctricamente con esos muslos morenos de Mallorca que casi me corro in situ.
—¡Deja de incordiar! —exclama Deirdre desde la caja tonta.
Esos labios grandes y carnosos…
Por suerte, o más bien por desgracia, Coke lleva rato tascando el freno y me mira con ese careto castigado que tiene:
—Creo que va siendo hora de ir a echar un traguito. ¿Te apetece bajar al pub, Janey?
Y unas narices, cacarea Ivy Tilsley[36], mientras Janey, hecha un ovillo cual gato en el sillón grande, contesta:
—No, me quedo aquí a ponerme al día con las series. Si vais a salir, traedme un fish and chips cuando volváis.
—Yo quiero empanada de carne —dice entusiasmado Grant con voz de pito.
Miro a Maria, que sigue absorta en su revista y pasando de todo el mundo.
—¿No quieres nada del chippy, cariño? —le pregunta Janey.
Maria levanta la vista un momento. Ay, ese dulce mohín de desdén: Dios mío, estoy más al borde del enamoramiento que nunca en mi vida.
—No.
Coke enarca las cejas y me indica que nos vayamos. Así que salimos por la puerta:
—Los adolescentes, ya se sabe… —musita, cuando salimos al rellano para bajar la escalera.
—Ya, supongo que criar niños debe ser difícil y tal. Yo ahí no me veo, si te digo la verdad. Ahora, mi madre no querría otra cosa que vernos a mí, a Carlotta y a Louisa con montones de críos a los que traer a su casa para mimarlos y malcriarlos.
—No, tú sigue soltero e independiente todo el tiempo que puedas —me aconseja Coke—. Y no es que me arrepienta de nada —matiza enérgicamente, aunque sé que, en cuanto empiece a correr la priva en el pub, voy a oír lamentaciones sin cuento—, porque Maria es una chica estupenda que nunca nos ha dado ningún problema, y el pequeño también es de lo mejorcito.
¿Tienes alguna idea de lo fenomenalmente follable que está tu hija?
Salimos de las escaleras grises a la cegadora luz del sol y nos damos un garbeo hasta el Bay Horse, en Henderson Street. Como no podía ser de otra manera, a Coke se le suelta la lengua en cuanto empieza a correr el alcohol. Tiene dos estados de ánimo: sobrio, taciturno y silencioso, o bien borracho, baboso y broncas.
—Me dijeron que al chaval ese, a tu amigo el futbolista, le pegaron una paliza de cuidado en el Grapes.
Me jugaría algo a que ha sido el cabrón de Dickson otra vez. Aun así, seguro que es la única vez que se lo ha ganado a pulso.
—Rab McLaughlin. Le llamamos Segundo Premio a cuenta de la cantidad de somantas que se ha llevado. Cuando va bolinga siempre busca bronca. Estoy seguro de que no sólo se lo buscó, sino que lo andaba pidiendo a gritos —informo a Coke, mientras pienso que sólo es cuestión de tiempo que Segundo Premio y él se conozcan y se hagan amigos del alma. Casi los veo ya en el albergue, contándose trágicos relatos de borrachines.
Empiezo a agobiarme un poco. Tendría que haberme pasado por casa de mi madre y estoy pensando en meterme un poco del caballo que le pillé a Johnny Swan. Rents me hizo prometer que esperaríamos unos días para chutárnoslo los dos juntos, pero ahora andará por ahí de pedo con Begbie, seguramente rumbo a los calabozos de Queen Charlotte Street o High Street, con ese psicópata desgraciado a remolque. Ahora quiero quitarme de encima a Coke, pero sin quedar mal, ya que necesito mantener vigente la política de puertas abiertas. Maria es una muchachita glacial y calculo que hará falta algo extraordinario para meterme en esas altaneras braguitas. El típico caso del patito feo que se convierte en un cisne precioso de la noche a la mañana y empieza a ser consciente de su poder. Veo a una Kathleen Richardson o una Lizzie MacIntosh N.o 2 en ciernes; necesita probar un poco de carne de SDW para que no adquiera las mismas costumbres calientapollas que esas dos. De pronto me abruma el miedo de haber perdido el tren y me pongo a pensar en cómo meter la directa.
Así que vamos de pub en pub, rumbo al río, luego empezamos a describir un círculo completo y acabamos en el puto Grapes. Sé que es un error, pero tengo unas ganas de mear que reviento, así que la necesidad manda. Ahora Coke ya va medio mamado y se tiene que sujetar a la barra mientras despotrica contra una supuesta injusticia u otra. Me dirijo al retrete, ahora manifiestamente tentado de chutarme un poco más del bacalao ese que me dio Johnny Swan. Pero se interpone en mi camino el corpachón del impío Dickson:
—Llévatelo de aquí, ¿vale?
—No está molestando a nadie.
—Me está molestando a mí. ¡Que te lo lleves, coño!
—Vale, de acuerdo, dame un minuto. —Doy media vuelta y me meto en el retrete.
Dickheid[37] es un sobrao que flipas, así que decido meterme un poco de este magnífico jaco en su local. Tengo que adquirir un poco de pericia en esto de «cocinar», o sea, preparar chutes, porque se puede tener la absoluta certeza de que Renton se habrá vuelto completamente obsesivo con el tema. A estas alturas, el cabrón habrá leído todo lo que se haya escrito sobre la heroína y hablará como si se la hubiera inventado él. Así que me siento en la taza, corro el pestillo y cumplo con el ritual: mechero, cucharilla, algodones, limón, agua en pequeño contenedor, jeringuilla, aguja y, sobre todo, jaco. No lo cargo mucho, me quito el cinturón como me enseñó el tiparraco ese de Swanney. Me pongo el chute, deslizando la aguja como un avión aterrizando, en lugar de pinchar en plan helicóptero. Encuentro una vena sin ningún problema; algunos tenemos putos oleoductos en los brazos, no cableado de nenaza como Rent Boy.
Chuta a puerta…, ey, eh, eh…, el colocón me recorre todo el cuerpo, pero seguro que no es más que la adrenalina…
Joder…
La adrenalina…, una mierda… Es como si me asaran lentamente por dentro… y subo hacia la gloria…
¡La madre que me parió, qué potente el caballo este; me estoy derritiendo, joder! Empiezo a sudar por la frente y se me acelera el pulso. Tengo que quedarme con el culo aparcado aquí un rato. Algún subnormal aporrea la puerta. Y otra vez. Pues que les den por culo: aquí estoy de vicio. Que se caguen en sus apestosas bragas; los muy asquerosos tendrían que haber defecado antes de salir de casa, joder.
Cohetes en pleno vuelo…, ¡uuu, aaa!
Aunque podría quedarme muy a gusto aquí todo el día, hago un esfuerzo voluntarioso y me levanto.
Cuando salgo no veo ni rastro de Coke, así que me siento en una esquina y me parece que soy uno con este mundo encantador, si bien en parte soy consciente de que llamar la atención picándose en el bar de un expolicía, y con una bolsa de jaco encima, quizá no sea una idea muy brillante, y menos sin una copa en la mano.
Así que me levanto y me acerco a la barra, donde hay un par de mutantes. Uno de ellos luce esa extraña sonrisa que hace imposible saber si es un cotilla o un psicópata.
—Dickson se ha llevado a tu amigo a la parte de atrás, para tener con él una de esas conversaciones suyas tan especiales.
Por el dulce olor del escroto del mismísimo Santo Padre, creo que quizá haya llegado el momento de marcharme. No tengo nada que hacer si pretendo impedir que Coke reciba el mismo trato que Segundo Premio, y menos en estas putas circunstancias, con manteca en las venas y casi un gramo entero en el bolsillo. Pero, de pronto, Dickson vuelve a entrar; parece alterado que te cagas. Se le ha quitado la cara aquí-soy-yo-el-que-corta-el-bacalao, eso está claro, y pienso para mí: es imposible que Coke le haya hecho cagarse patas abajo. El corpulento excerdo se me acerca con cara de acojone y como disculpándose.
—Tu amigo… está en la parte de atrás. No lo he tocado, estábamos discutiendo, ha tropezado con el barril y se ha dado un golpe en la cabeza. —Dickson se ha puesto colorado y le tiemblan los labios—. Parece grave —dice, mordiéndose el labio inferior. Es como si gesticulara grotescamente a cámara lenta; esto es como estar en un zoo, pero en uno en el que puedes observar los menores matices del comportamiento de tu propia especie. A continuación levanta la voz para elevar una plegaria a todos los presentes—: ¡No lo he tocado en ningún momento!
Salgo a la parte de atrás con un tipo enorme que se llama Chris Moncur, y allí encontramos a Coke tendido boca abajo, maltrecho que te cagas. Me agacho a su lado y le sacudo; pesa como un fardo y no consigo que reaccione de ninguna manera.
—Coke… ¡Coke!
Coke…, Dios, no…
Tiene la cara hinchada y la boca reventada.
—Pensé que había tropezado con un barril —dice Moncur, que se arrodilla junto a mí y levanta la vista, mirando acusadoramente a Dickson—. ¿Se ha caído hacia delante?
—Chris…, venga…, se ha caído redondo, iba como una cuba —dice Dickson, ahora cagado de verdad.
—Para mí que ha sido algo más que ir como una cuba —dice algún otro tipo con pinta de ir de rey del mambo por la vida, con las manos en jarras. Dickson era lo bastante bobo para creer que aquellos sobraos eran sus amigos, pero nadie quiere a un excerdo, y es evidente que sólo han estado esperando pacientemente la ocasión de volverse contra él.
Pero Coke…
Se ha ido. Estoy encima de él, me fijo en su boca babosa y blandengue y luego miro la cara de acojone que tiene Dickson, que se ha puesto de perfil.
—La ha palmado —digo levantándome.
Otro tío, que lleva un chaleco de nailon rojo, se pone en cuclillas junto a él.
—No, todavía tiene pulso y respira…
Joder, menos mal…
Vuelvo al bar; yo me largo de aquí cagando leches. Un par de tíos salen conmigo, uno de ellos llama al 999 desde la cabina, y pide que venga la policía, además de una ambulancia. Dickson ha salido detrás de nosotros y sigue totalmente cagao de miedo.
—El tío iba como una cuba, llevaba un pedo del carajo. ¡Le he dicho que se largara!
Me voy, pero el grandullón de Moncur me ve y me grita:
—¡Eh! ¡Simon! ¡Más vale que te quedes!
—Con toda cerdeza —refunfuño, pero no puedo hacer nada, puesto y con un gramo de caballo encima, porque la ambulancia y la policía acaban de llegar. Los paramédicos se esfuerzan por reanimar a Coke mientras la policía toma declaraciones. Un poli joven, un paleto, a juzgar por su aspecto y su forma de hablar, me mira boquiabierto y me pregunta si he estado fumando «cigarritos de la risa».
—No, sólo voy un poco bebido, llevo todo el día por ahí —le contesto, y se va a hablar con otros mientras un poli más veterano interroga a Dickson.
Los paramédicos han subido a Coke, con una máscara de oxígeno puesta, a la parte de atrás de su furgona. El jaco me espolea, el que llevo en el cuerpo y el que llevo en el bolsillo, así que, ante tan sórdido panorama, me piro discretamente y subo por Junction Street, donde cojo un taxi hasta la Royal Infirmary. Estoy en Urgencias, muy a gusto y esperando a que salga Coke, pero me quedo sobado y, cuando me despierto, el reloj de la pared dice que han pasado cuarenta minutos; tengo muy mal sabor de boca y además la tengo seca. Me cuesta siglos, pero al fin consigo localizar la sala donde han ingresado a Coke. Cuando me presento, me encuentro a Janey, Maria y Grant en una sala de espera. Janey se levanta y me pregunta con voz trémula:
—¿Qué ha pasado?
Por una perversa fracción de segundo pienso en las patatas fritas con las que Coke nunca regresó.
—No lo sé, yo estaba en el servicio; cuando volví, había desaparecido. Luego me dijeron que había salido a la parte de atrás con Dickson. Cuando lo encontramos tendido en el suelo estaba inconsciente, así que llamamos a la policía y a una ambulancia. ¿Qué dicen los médicos?
—Que tiene lesiones en la cabeza; le están haciendo pruebas. Pero no ha vuelto en sí, Simon. ¡No ha vuelto en sí!
Noto el roce del cuerpo maduro y curvilíneo de Janey contra el mío, veo la cara de pirado de Grant y las lágrimas que se condensan en los ojos de Maria, y me entran ganas de secárselas a lametones, y les digo:
—No pasa nada…, se pondrá bien…, saben lo que hacen…, se pondrá bien.
Y sé que no es cierto, pero abrazo a Janey y pienso en lo mucho que puede llegar a cambiar una vida en lo que tarda uno en meterse un pico.