La obstinación malsana es consustancial al carácter escocés. Desde que dije «no» a los tíos esos de Manchester, estoy obsesionado con la heroína. A veces quisiera haber dicho «sí»; puede que así me inclinara más a pasar de ella. Además, se supone que es un buen analgésico, y me sigue doliendo la espalda, sobre todo por la noche. El médico piensa que le echo mucho cuento y los putos paracetamoles no valen para nada.
En nuestro círculo es un secreto a voces que Matty, que nos consigue la mayor parte del speed que consumimos, lleva siglos felizmente enganchado al jaco. Por él conocí a Johnny Swan, un colega futbolero mío de hace años que consigue buen material. También llevo siglos sin verlo: desde que jugábamos los dos en el Porty Thistle. Él jugaba bien y yo fatal, pero me esforcé que te cagas con tal de escaquearme de ir al club de boxeo con Begbie y Tommy.
Ya va siendo hora de reanudar esa amistad.
Se lo cuento a Sick Boy en el piso de Monty Street y se apunta:
—Me parece una idea excelente, coño. Hace siglos que me apetece probar esa mierda. —Se pone a cantar con voz suave el tema fundamental de la Velvet Underground, el que dice lo de clavarse la aguja en vena…—. Ven con Simone —dice, mientras deja a un lado el diccionario que estaba hojeando.
—Pero sólo un poquitín, para probar, porque acuérdate de que esta noche hemos quedado con Franco en el centro.
Sick Boy se da una palmada en la frente:
—Estoy hasta la puta coronilla de que ese cabrón me organice la vida. No me hace ninguna falta estar toda la noche oyéndole hablar de si piensa matar a tal o apuñalar a cual…
—Ya, pero un poquito de jaco nos tranquilizará, y luego nos vamos a verlo al Mathers.
Sick Boy se encoge de hombros, se pone de pie y levanta los cojines del sofá para buscar monedas. Se guarda el escaso botín en el bolsillo.
—El Estado tendría que darme una asignación mayor —refunfuña—. Estoy harto de gorronear a las nenas para llegar a fin de mes.
Salimos a la calle y nos subimos a un 16, rumbo a casa de Johnny, en Tollcross. Hace uno de esos días de calor abrasador, así que nos sentamos en la parte de abajo, al final, para ver mejor a las titis que pasan por la calle. Con Begbie viajo arriba, al fondo, para intimidar a los sobraos, pero, para mirar lascivamente a las chicas, prefiero ir abajo, al final. La vida tiene unos códigos muy sencillos.
—Esto va a ser divertidísimo —dice Sick Boy frotándose las manos—. Las drogas siempre son divertidas. ¿Tú crees en las fuerzas cósmicas, en el destino y toda esa mierda?
—No.
—Yo tampoco, pero ten en cuenta que hoy ha sido un día «T».
—¿Qué…? —pregunto antes de caer en la cuenta—. ¡Ah, sí! Tu rollito con el diccionario.
—Todo acabará por revelarse —asiente. Y empieza a hablar de heroína.
El jaco es lo único que no me he metido, ni siquiera lo he fumado o esnifado nunca. Y tengo que reconocer que estoy cagado de miedo. De pequeño me enseñaron que un solo porro de hachís me mataría. Por supuesto, era una memez. Luego, que si una raya de speed. Luego que si un ácido; todo mentiras difundidas por gente empeñada en aniquilarse a fuerza de priva y fumeque.
Pero la heroína…
Eso es cruzar una frontera.
Ahora bien, como dijo aquél, hay que probarlo todo una vez. Y a Sick Boy no parece preocuparle, así que sigo vacilando:
—Pues sí, me muero de ganas de meterme un poco de caballo.
—¿Qué? —dice Sick Boy, mirándome con horror mientras el autobús sube la cuesta rugiendo—. ¿De qué cojones me hablas, Renton? ¿De «caballo»? No se te ocurra decir eso delante de tu amigo el traficante, si no quieres que se te descojone en la puta cara. Llámalo jaco, por el papa Juan Pablo —salta, antes de quedarse mirando fijamente a una chavala en minifalda que deambula por Lothian Road con propósitos manifiestamente seductores—. Vaya preciosidad; qué porte y qué expresión: demasiado sueltos para ser una babuina…
—Vale… —respondo, cortado.
Llegamos a casa de Johnny Swan y, aunque abajo tienen portero automático, la puerta está más abierta que la boca de un mendrugo. Subimos las escaleras sabiendo instintivamente que será la última planta. Es el único piso en cuya costrosa puerta negra no aparece ningún nombre. Johnny nos recibe con una sonrisa, aunque él y Sick Boy se cruzan una miradita.
—¡Señor Renton! Cuánto tiempo…, pasen…
—Pues sí, lo menos un par de años —reconozco.
Por aquel entonces estuve aquí en una fiesta. Con Matty. Acabábamos de volver de Londres. Swanney sigue teniendo el pelo rubio, pero ahora lo lleva más largo y desgreñado; también tiene unos penetrantes ojos azules, pero los piños son un amasijo de color verde y marrón. Con esa cara de desconcierto permanente y esa actitud de estar siempre al borde de la indignación, me recuerda a Ron Moody, el que hizo de Fagin en Oliver. Huele como a sudor rancio; o emana del inquilino o de la vivienda, y se hace más intenso cuando entramos. Sick Boy, al que presento, capta la tufarada y no hace el menor esfuerzo por disimular el asco que le da.
Una de las ventanas está cegada con tablones y eso oscurece el cuarto de estar. En las demás hay unas tomateras enormes que acaparan casi toda la luz restante. En el suelo todavía hay linóleo, aunque lo tapa una alfombra descolorida. En la pared, encima de la chimenea, hay un póster guapísimo de Siouxsie Sioux desnuda de cintura para arriba.
Nos dejamos caer en un sofá de piel. En una jaula veo un eco de lo que en otro tiempo debió de ser un periquito, con plumas grasientas, que se desplaza sobre un palo de punta a punta. Parece Ricardo III. Después de ponernos rápidamente al día en lo que a los viejos tiempos se refiere, Johnny pasa a ocuparse de los negocios.
—Matty Connell me dice que sigues con el rollo Northern Soul ese. Entiendo que habrás venido a buscar algo de speed, ¿no?
Echo una mirada fugaz a Sick Boy y luego otra a Johnny; procuro ir de tranqui.
—La verdad, hemos oído decir que tenías jaco del bueno.
Swanney enarca las cejas y frunce los labios.
—Últimamente es lo que quiere todo el mundo —dice con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Lo habéis probado ya? —pregunta, mientras se sube la manga de la camisa. Veo unas marcas rojas que recuerdan granos purulentos—. A ver, ¿os habéis chutado alguna vez?
—Sí —miento, sin mirar a Sick Boy—. En Aberdeen.
Swanney se da perfecta cuenta de que es mentira, pero se la suda. Saca una caja de madera de debajo de una mesilla auxiliar de cristal, en la que hay un jarrón azul y dorado chulísimo, una taza de la Copa del Mundo 82 con los colores de Escocia, una vela a medio derretir, un plato blanco con anilla azul, de esos que tiene todo dios, y un cenicero lleno de colillas.
—¿Te apetece meterte un pico?
—Sí.
Abre la caja, saca un poco de polvo blanco de una bolsita de plástico, lo pone en una cucharilla y absorbe agua de la taza con una jeringuilla. Vierte el contenido en la cucharilla y lo calienta sobre la vela, removiéndolo con la aguja para que se vaya disolviendo. Al ver que Sick Boy no le quita los ojos de encima, le echa una sonrisa picarona por encima del hombro y añade al agua el contenido de un bote de plástico que tiene forma de limón. Sin dejar de dar vueltas con la punta de la aguja, vuelve a absorberlo todo con la jeringuilla.
Me recuesto, fascinado por los preparativos. No soy el único: Sick Boy parece un empollón de ciencias escudriñando a su mentor. Johnny me mira, fijándose en la cara de pasmao boquiabierto que tengo, como si fuera una picha de recambio en un congreso de putas. Se da cuenta de lo que hay.
—¿Quieres que te lo ponga yo?
—Sí, porfa —le digo. Swanney es un tío legal y tiene el detallazo de ahorrarme la vergüenza.
Tira bruscamente de mi brazo hacia sí y se lo apoya en el muslo. Noto en la muñeca lo mugrientos y pegajosos que lleva los vaqueros, como si se hubiera echado miel o melaza encima. Me ata una tira de cuero alrededor del bíceps y empieza a darme golpecitos en las venas. Siento en la espalda el dolor palpitante de un porrazo fantasma y me estremezco.
Sé que esto es cruzar una frontera.
El corazón me late a mil por hora, y no es broma. ¡Y encima se supone que hemos quedado con Franco para ir de tragos y ver el fútbol Euro 84! ¡Con lo que le jode que lo dejen plantado!
Di no.
Y Johnny venga a darme golpecitos en el brazo mientras yo me distraigo fijándome en las escamas de piel seca que tiene justo donde le nace el pelo.
Begbie. ¡Hemos quedado con él a las nueve!
Me planteo la posibilidad de gritar «¡para!», pero sé que a estas alturas nunca podría echarme atrás. Si el jaco es tan adictivo como dicen, entonces yo ya soy todo lo yonqui que puedo llegar a ser.
Di no.
Pienso en la universidad: en mis estudios, en el módulo de filosofía y en el libre albedrío frente al determinismo…
Di no.
Pienso en Fiona Conyers en clase de historia apartándose la melena negra de la cara, y en sus ojos azul claro y en sus dientes blancos cuando me sonríe…
Di no.
Johnny sigue dando golpecitos como un buscador de oro veterano y paciente. Me mira y me dice con una sonrisa socarrona:
—Tienes unas venas de mierda.
¡No es demasiado tarde! No es demasiado tarde para poner una excusa, te está ofreciendo una salida, di no, no, no…
—Ya, no puedo ser donante…
Di otra cosa…, di no, joder…
NO, NO, NO…
—Quizá sea mejor así —dice con una sonrisa, mientras me clava la aguja en el brazo. Lo miro con cara de mala leche, molesto por el intenso dolor del pinchazo. Él me sonríe con esos dientes podridos y me extrae un poco de sangre con la jeringuilla. Estoy a punto de esbozar la palabra «no», pero él pulsa el émbolo e inyecta el contenido de la jeringuilla en la vena. Miro la hipodérmica vacía. No puedo creer que acabe de meterme esa mierda.
El miedo me sube por la columna como el mercurio por un termómetro cuando se aplica calor. Y después desaparece. Sonrío a Johnny. Justo cuando en mi cabeza se forma el pensamiento «¿eso es todo?». me entra un colocón repentino y una especie de calorcillo, y luego es como si las entrañas, el cerebro y el cuerpo se me hubieran convertido en una pastilla con sabor a fruta que se funde en una boca enorme. De repente, todo lo que me bullía en la cabeza, todos los temores y todas las dudas, se disuelven sin más, todo se va alejando hasta desvanecerse…
Sí, sí, sí, sí, SÍ, SÍ.
Se me viene a la cabeza una imagen de mi hermano Billy, de cuando íbamos caminando por el paseo marítimo de Blackpool, cruzábamos la avenida y nos metíamos por una bocacalle de casas de ladrillo rojo, todas pensiones. Hacía un caluroso día de verano y yo me estaba comiendo un helado de cucurucho.
Johnny dice algo así como:
—Está bueno el bacalao este, ¿eh?
—Sí…
Sí…
Me abruma la sensación de que todo está, ha estado y estará perfectamente. Me recorre un estado de puro éxtasis, de euforia, como la luz del sol sobre la sombra, y eso hace que las cosas no sólo estén bien, sino del todo bien.
Sí…
De pronto me cuaja en las entrañas una náusea y noto que un vómito líquido me sube por la garganta. Swanney me ve haciendo arcadas y me pasa una hoja de periódico.
—El bacalao este es potente; se me olvidó que eras un novato, respira hondo… —me dice.
Sí, claro, pero ahora ya no tengo ningún miedo Swanolito, voy volando, joder…
Me lo trago, aguanto el tipo y me encuentro estupendamente, apoyado en el respaldo del sofá. No sé qué esperaba, igual alucinaciones tipo tripi, pero no, todo es como siempre, no es que sea bonito, es que me lo parece a mí: acogedor y maravilloso, joder, como si todas las aristas del mundo se hubieran difuminado y suavizado. Ahora, la columna vertebral, rígida e irregular, es como una goma flexible. La porra de un policía rebotaría en ella y sacudiría al muy cabrón en todos los morros…
Sí, claro.
—Está bien, ¿eh colega? —me pregunta Swanney.
—Acabas de hacer… una cosa… interesante, John. —Me doy cuenta de que las palabras se me caen de la boca lentamente y nos reímos los dos en voz baja.
Sick Boy es el siguiente; me observa fascinado. No tarda nada en tener puesto el torniquete; el pincho de Johnny entra en una vena grande y oscura.
—Esto es lo mejor —digo; le sube, lo veo, y se desploma encima de mí, cálido y suave como un peluche grandote.
—Ay…, cojones, qué pasada… —dice entre jadeos, antes de vomitar encima del periódico. Cuando se incorpora, me sonríe embobado—. La palabra… la palabra «T»… mi diccionario… era torniquete… por el plácido penduleo del escroto del Santo Padre… esto es alucinante, joder…
—Alucinante… —repito como un loro.
No vamos a ir a ninguna parte, le hemos pillado un gramo a Swanney que Sick Boy se ha echado al bolsillo, y nos quedamos aquí un ratito más, en el silencio profundo del sopor de la tarde, interrumpido sólo por el grito de un crío o la bocina de un coche que pasa por la calle. Swanney pone un elepé de los Doors. Nunca me había gustado esa mierda antes, pero ahora empiezo a pillarle el punto. Sobre todo disfruto con el caudal sereno del delicioso discurso, sabio y retozón, con la actitud y las réplicas, y con el goce hipnótico que me produce la sensación de bienestar de Riders on the Storm, y me deleito con ese tema de la primera cara que ha vuelto a poner. Que le den por culo a ir al centro, a andar por esas callejuelas y callejones de mala muerte, donde porteros nerviosos se enredan en tira y aflojas verbales con tajas folloneros, animados por chavalas más bien ligeritas de ropa y con piel de gallina que chillan con más estridencia que las gaviotas. Todo eso no me inspira más que un desdén fulminante. Me da igual que se trate de Mickey Platini o de Franco Begbie: todos ellos tendrán que esperar.