DEMASIADO TÍMIDO

—Ésa es la puta tragedia de Escocia —se pronuncia Frank Begbie, alias «Franco» fornido, con el pelo rapado al dos y tatuajes en las manos y el cuello que se asoman lentamente a la luz, desde una banqueta de un austero pub de Leith Walk que jamás aparecerá en la Guía de Pubs de Edimburgo. Subraya sus palabras descargando en el escuálido bíceps de Spud[32] Murphy, como si tal cosa, un puñetazo tan potente que casi lo derriba del asiento—. ¡Ya nos han vuelto a eliminar de la puta Copa Europea de Naciones!

Para ilustrar lo dicho, señala el televisor, que está en alto en un rincón, por encima de la gramola; en la pantalla, de colores encendidos y luminosos, salen al terreno de juego dos equipos de futbolistas europeos. Tommy Lawrence la mira tensando su compacto y musculoso cuerpo y arqueando el cuello hacia arriba; Mark Renton, con mirada perezosa, hace otro tanto, porque ha llegado de nuevo la oportunidad de ver a Platini en acción. La cámara recorre en plano medio la alineación de jugadores atentos y ellos la siguen con atención en busca de pistas sobre cómo podría ir el partido. Desde el cochambroso bar en el que se encuentran —con sus paredes manchadas de nicotina, su suelo de baldosas agrietadas y su mobiliario destartalado— se preguntan lo que se sentirá ahí arriba, sacando pecho, concentrado y, en cierto modo, a noventa minutos de la inmortalidad.

Spud, pelo rubio sucio con mechones en punta, hace una mueca y se masajea el brazo para disipar el dolor palpitante que tan bien conocían Renton y Tommy. Fijándose en la expresión de Spud, que parece casi al borde de las lágrimas, Renton piensa afectuosamente que si Oor Wullie[33] se hubiera criado en Kirkgate, llevara polos Fred Perry descoloridos, se dedicara a robar en los comercios y consumiera mogollón de speed, sería talmente su doble. Aparte de su impagable sonrisa estilo Dudley D. Watkins, Spud tiene dos expresiones: completamente-ajeno-a-lo-que-sucede y siempre-al-borde-de-las-lágrimas. En este momento luce esta última. Abrumado por la autocompasión y el asco que se da por haber cometido la idiotez de sentarse al lado de Begbie, mira alrededor y se pregunta cómo podría cambiar discretamente de asiento:

—Ya…, qué chungo, oye —reconoce, sin saber cómo montárselo para cambiarse de sitio.

Sin embargo, Tommy, y sobre todo Renton, que tiene lesionados el brazo y la espalda, mantienen deliberadamente a Spud entre ellos y Franco, que está muy animado. Renton mira de arriba abajo el cigarrillo Regal King Size que Frank Begbie acaba de encender y, cuando éste inhala, haciendo que la punta se ilumine como un tercer ojo al tiempo que se le hunden las mejillas, sobre Renton se abate una abrumadora sensación de «¿Qué cojones hago yo aquí?».

Mientras tanto, Tommy se fija en el cuello de toro de Franco y en su constitución, fornida y achaparrada. Muy alto no es; más o menos como Renton, es decir, que no llega al metro ochenta y, por tanto más bajo que él, pero no cabe duda de que es musculoso y parece que condense en su denso cuerpo a todos los que estamos en el bar. Tommy se fija en la chupa bomber marrón que lleva Begbie, clavadita a la de Renton, aunque no por ello deja de insistir en que se la alaben.

—Ya…, es tope guapa, ¿eh?…, y además imposible más suave —proclama una vez más, antes de colgarla cuidadosamente en el respaldo de la banqueta.

Spud escudriña el grueso cableado de los bíceps y antebrazos de Frank Begbie, que asoma bajo las mangas de la camiseta Adidas blanca que lleva; son de una potencia fascinante, en comparación con los miembros finos y lechosos de Renton y los suyos. Tommy le mira fríamente el perímetro torácico e imagina el crochet de derecha que sería preciso para abrirlo y dejarlo tumbado de bruces en el suelo. Tommy es perfectamente capaz de asestar semejante golpe y rematarlo con una patada en la cabeza, lo que también entra dentro de su léxico emocional y marcial. Pero era impensable, porque entonces empezarían los problemas de verdad con Begbie. Además, era un colega.

Begbie hace un gesto agresivo con la cabeza a Mickey Aitken, que está detrás de la barra; el viejo se mueve como un petrolero embutido en un jersey, coge el mando a distancia y sube el volumen de La marsellesa. Platini, con un destello de hombre predestinado en los ojos, está cantando a pleno pulmón cuando la voluminosa silueta de Keezbo asoma por la puerta del pub con garbo y arrogancia. Tommy, Spud y Renton piensan al unísono y en solitario: A ver si hay suerte y ese Jambo cabrón y gordinflón se sienta al lado de Begbie y se come él las gallas. Keezbo localiza inmediatamente a sus amigos, pues en el garito escasea la clientela, y luego, a Lesley, la camarera, que acaba de salir de la trastienda para iniciar su turno. Que le den a Platini, aquí la principal atracción es ella, desastrada pero guapa, con ese pelo rubio que le llega hasta el cuello y un escote generoso, aunque el ladino de Mark Renton está más pendiente de sus vaqueros ajustados y el ombligo al aire.

Keezbo le echa a la camarera un vistazo más general y luego le pregunta:

—¿Cómo estás, vida mía?

Ella lo mira, pero sólo se fija en los ojos azul claro de su interlocutor, extrañamente conmovedores y enmarcados por unas gafas de pasta negras. A fin de determinar en qué punto de la matriz cachondeo/flirteo se mueve éste, adopta un tono de voz agradable pero neutral.

—Yo bien, Keith. ¿Y tú?

—En presencia de su hermosura, señorita Lesley, no podría estar mejor.

La sonrisa de Lesley tiene ese genuino destello de timidez y coquetería que Keezbo suele suscitar hasta en las chicas más fogueadas.

—Corta el rollo, gordo cabrón —tercia Begbie—. Es mía, ¿a que sí, Lesley?

—Será en tus sueños, hijo —le dice Lesley, más animada y orgullosa, después del requiebro de Keezbo.

—Pues anda que no son húmedos ni nada, hostias —dice Begbie riéndose. Tiene la cabeza pelada y parece tan dura como una bola de demolición.

Keezbo pide una ronda de cervezas. Para ver mejor la pantalla, se sientan todos cerca del rincón de la tele, en un reservado semicircular cuyos asientos de piel destrozados vierten la espuma de sus entrañas alrededor de una mesa de formica. Renton se ha encontrado una vieja papelina de speed en el bolsillo del pantalón y la hace circular; todos, salvo Begbie, que sigue sin quitarle el ojo de encima a Lesley, prueban un poquito.

—Ésa quiere guerra —dice de manera que lo oigan todos los presentes.

Keezbo trae las pintas en una bandeja y sonríe de oreja a oreja con la expresión radiante de quien tiene una obsesión que compartir. Deja las cervezas en la mesa y se mete su tirito de anfetamina, ya humedecida por la saliva fraternal. El sabor salado le arranca una mueca y termina de bajarla con un sorbo de cerveza.

—Mr. Mark, Mr. Frank, Mr. Tommy, Mr. Danny, ¿qué me dicen de éste?: Leo Sayer contra Gilbert O’Sullivan.

Begbie mira a Renton, a ver qué dice; al cambiarse de sitio, han terminado el uno al lado del otro. Renton está a punto de decir algo, pero lo piensa mejor. Opta por mirar a Tommy y echa un trago de cerveza, que le deja un sabor todavía más rancio de lo normal debido a los posos de sulfato que se le han quedado pegados en la garganta.

—Muy bueno —reconoce Tommy. Keezbo suele inventarse enfrentamientos imaginarios entre adversarios inverosímiles. Esta vez se diría que los elegidos hacen buena pareja.

—Gilbert O’Sullivan escribió aquella puta canción de pederasta sobre tirarse a crías —salta Begbie de repente—. Ese hijo de puta merece morir, coño. ¿Os acordáis de aquel puto vídeo?

—Ah, Claire, ya, pero yo no lo vi así, Franco, —se aventura a decir Spud—. La canción sólo iba de hacer de canguro a una niña a la que conoce y tal.

Begbie le lanza una de sus típicas miradas, de esas que arrancan la pintura de las paredes, y Spud se arruga ipso facto:

—Conque ahora eres un crítico musical que te cagas, ¿no? ¿Te parece normal que un hombre hecho y derecho escriba una puta canción sobre una cría que ni siquiera es suya, eh? ¡Contéstame a eso si puedes, joder!

Con el tiempo, Renton se ha dado cuenta de que no hay cosa peor que hacer que Frank Begbie se sienta aislado, por lo que considera diplomático darle la razón.

—Joder, Spud, tienes que reconocer que un poco sospechoso sí que es.

Spud se queda un poco mustio, pero Renton detecta en su mirada una gratitud silenciosa por el capote que le acaba de echar:

—Ahora que lo pienso, supongo que sí…

—Ya te digo, cojones —comenta despectivamente Begbie—. Tú hazle caso al capullo pelirrojo este —dice, señalando a Renton—. Es el que más sabe de música de esta puta mesa, el muy cabrón. Él y Keezbo. Montaron un grupo con Stevie Hutchinson —afirma, y mira alrededor para ver si alguien pone algún reparo a lo que acaba de decir. No parece que haya nadie interesado en llevarle la contraria.

—Entonces, chicos, ¿cómo lo veis? —vuelve a preguntar Keezbo—, ¿Leo Sayer o Gilbert O’Sullivan?

—Puestos a elegir, tendría que apostar por Sayer —se permite aventurar Renton—. Los dos son unos esmirriadillos, pero Sayer es bailarín, así que se movería bien, pero O’Sullivan suele quedarse sentado delante de un piano.

Los demás sopesan la respuesta durante unos segundos. Tommy recuerda la época en que frecuentaba el club de boxeo de Leith Victoria con Begbie y Renton, que a él le vino de perillas, aunque para el primero fue poca cosa y para el segundo demasiado. Se acuerda de una vez, cuando Begbie tenía quince años, que lo dejó sentado en el suelo, después de que éste lo hubiera perseguido por todo el cuadrilátero, furioso, frustrado e impotente, sin lograr cerrar la distancia para darle caza, y todo por culpa del infranqueable directo de izquierda de Tommy. Cuando perdió fuelle, el boxeador impartió al peleador callejero una clase magistral en la «dulce ciencia del aporreamiento». En aquel entonces, Tommy pensó que aquella victoria le iba a salir cara, pero sucedió todo lo contrario: se ganó el respeto de Begbie, pese a que su adversario aprovechó la ocasión para subrayar que cualquier conflicto que tuviera lugar fuera del cuadrilátero sería un asunto completamente distinto.

Y Tommy, que, con cierto remordimiento, había optado por el fútbol en lugar del boxeo, no tenía motivos para dudarlo. Había terminado por reconocer que Begbie tenía más madera de guerrero del asfalto que él. En un cuadrilátero, Tommy podía estar pendiente de un solo adversario, pero, en la vorágine del alboroto urbano, donde hacía falta tener buena visión periférica para «leer» lo que estaba pasando y donde podía haber más de un adversario, el pánico lo abrumaba. En esa clase de caos Frank Begbie se sentía como pez en el agua:

—Es lo que dice Rent, coño —sentencia—, sería una pelea de pesos mosca, y ahí lo decisivo es la velocidad. Sayer revienta al pederasta en tres asaltos, ¿no te parece, Tam?

—Pues sí, yo diría que por ahí andaría la cosa.

—Sayer —brindan todos, y Spud añade:

—El espectáculo debe continuar.

—Pues, para que este espectáculo continúe, tendrás que levantarte y pagarte una puta ronda, judío cabrón —sentencia Begbie antes de apurar su pinta de un trago largo, obligando así a los demás a seguir su ritmo.

Spud pone cara de pocos amigos pero obedece. Sigue trabajando en las mudanzas, aunque la empresa ha vendido uno de los camiones y se habla de más despidos. No obstante, lo consuela la idea de que lleva currando ahí desde que dejó los estudios: es buen trabajador y de toda confianza. Seguro que a él no le toca. Keezbo ha tenido menos suerte; les cuenta que lo han echado de la empresa de construcción en la que trabajaba de albañil:

—Sigo haciendo algunas cosillas para ellos en plan eventual, pero no pueden mandarme a Telford College a completar la formación profesional.

—¿Dónde cojones está Segundo Premio? —pregunta Begbie—. Me han dicho que le pegaron una somanta. Según me cuentan, no quiere decir quién coño ha sido.

—No se acordará; entró en el club ciego perdido después de haber estado de pedo todo el fin de semana. Los del Dunfermline lo han echado, lo han liberado. Se fue de juerga y lleva sin parar desde entonces —les explica Tommy a Keezbo y a Renton—. No tendríamos que haberlo dejado solo en Blackpool.

—Tal como yo lo recuerdo, fue él quien nos dejó a nosotros —dice Renton.

—Mark tiene razón, Tommy —ratifica Keezbo, quitándose las gafas para frotarse un ojo—. No podemos andar por ahí haciéndole de niñeras.

—El cabrón se está convirtiendo en un puto alcohólico —se mofa Begbie.

—No le falta a usted razón, Mr. Frank —reconoce Keezbo asintiendo con la cabeza y meneando las gafas para subrayar sus palabras.

A medida que el tema de conversación deriva hacia el talento echado a perder, Renton decide aprovechar la ocasión para cambiarse de sitio. Casi lo decepciona comprobar que el speed empieza a hacer efecto: todo el mundo cotorrea y nadie presta atención al partido, por lo que le pide a Mickey que quite el volumen, cosa que éste hace sólo a regañadientes y después de mirar a Begbie para que le dé el visto bueno. Las cabezas de algunos bebedores contrariados se vuelven al unísono y en silencio hacia la otra pantalla, situada en el rincón de la entrada. Entonces Renton se acerca a la gramola y pone Too Shy, de Kajagoogoo. Pensando en la parte de la letra que dice modern medicine falls short of your complaint[34], se entretiene imaginando a Frank Begbie con un corte de pelo a lo Limahl. Cuando empieza el estribillo, se pone a parpadear, a espaldas del cráneo pelado de Begbie, en plan corista de los locos años veinte, provocando angustia y nerviosismo en los demás.

El radar psicópata de Franco parece registrar algo y, volviéndose súbitamente hacia Renton, que se libra por los pelos de que lo pille in fraganti, le pregunta:

—¿Qué sabes de Sick Boy?

—Me lo encontré el otro día en Leith Walk. Me tomé una birra rápida con él en el Cenny antes de volver a casa después de currar —responde Renton tranquilamente—. Me voy a vivir con él a Montgomery Street.

—¿Qué pasa con el partido? —se queja Keezbo.

—Aún podemos verlo, dile que vuelva a subir el volumen cuando empiece el segundo tiempo. Me apetecía oír algo de música —se explica Renton, consciente de que Tommy tampoco parece muy contento.

Begbie no está dispuesto a cambiar de tema hasta que haya dejado claro lo que tiene que decir:

—El cabrón siempre anda diciendo que es demasiado bueno para los Banana Flats, pero me dicen que se tira todo el tiempo en casa de su madre, joder.

—Es porque su viejo se ha largado con una tía más joven —dice Renton.

Keezbo se ha vuelto a quitar las gafas y limpia los cristales con la camiseta Combat Rock de los Clash. Es una XXL, pero le queda ajustada alrededor de la tripa.

—Así es, Mr. Mark. Lo vi con ella por el centro. De unos veinticinco años o así. Y tengo entendido que tiene un crío.

Renton se vuelve hacia la pantalla. ¡Joder! ¡Follarse a una tía que tiene un crío! Ya es bastante malo de por sí pensar que otro tío se la ha metido a la que te estás cepillando tú, pero encima que le saquen el crío del otro por el chocho…, ni de coña, piensa, y se estremece de aprensión.

—¿Está buena o qué? —pregunta Tommy.

—No está mal —admite Keezbo—. Yo le echaba un polvo.

—Qué suerte tiene ese cochino viejo.

—A ti lo que te hace falta es meterla en caliente, Tam —dice Begbie, y luego se dirige a los demás y añade—: El otro día lo vi tratando de ligar con Lizzie Macintosh en el Foot of the Walk.

—Sólo la estaba saludando —dice Tommy encogiéndose de hombros.

—Ésa tiene demasiada categoría para ti, Mr. T —comenta Keezbo con una carcajada.

Tommy responde con una sonrisa calculadora mientras Spud evoca tiempos pasados:

—Una vez hablé con ella. Estaba pintando en un caballete y tal. Era un cuadro guapo, además. Eso fue lo que le dije: qué cuadro más guapo. Estudia Bellas Artes, ¿no Tam?

—Sí.

—Es una titi esnob —dice Begbie—. Me acuerdo de ella del colegio. Con ésa no tienes nada que hacer, Tam. Tienes que venir conmigo al Spiral; la semana pasada conocí allí a una tía. ¡Y cómo le iba la marcha!

A Renton le rechinan los dientes recordando cierto incidente escolar que tuvo como protagonista a Begbie; por un segundo se plantea la posibilidad de contarlo, pero opta por callarse. En su lugar, rememora los tiempos en que Lizzie iba a su clase de dibujo en secundaria. Tenía un polvazo, aunque en aquella clase había montones de tías así: todavía constituía la fuente de casi el cincuenta por ciento de su material masturbatorio.

—En realidad Lizzie no es una esnob. Jura como un puto carretero —objeta Tommy. Nada más decirlo, se avergüenza de su propia cobardía y de la de todos los presentes. Todos ellos habían pasado por la experiencia del encuentro casual con una muchacha que, como un sol ausente durante mucho tiempo, los sacó de un pozo oscuro, abriéndoles y dejándoles tan indefensos como capullos en flor.

—Has dado en el clavo en lo que se refiere a esa monada de la McIntosh —dice Renton, sonriendo y dándole a Tommy un discreto apretón en la rodilla—. leva ese rollito distante que tienen muchas tías follables, pero en realidad no es más que un mecanismo de defensa para evitar que los zumbaos intenten ligar con ellas. Pero cuando consigues charlar con ella, es maja.

Los demás parecen estar de acuerdo con ese dictamen; todos menos Begbie:

—Ya, pero la peña esnob sólo jura para aparentar; no lo hacen con naturalidad, como la gente normal, joder.

Por algún motivo que se le escapa, Renton experimenta de repente, en el fondo del corazón, un enorme cariño por Franco y le dispensa un guiño de reconocimiento:

—En eso llevas razón, amigo.

A Begbie casi se le eriza el pelo de gusto; se repantinga y poco le falta para ronronear de placer. Luego, le cambia radicalmente la cara y a Renton le entra la paranoia mientras piensa: ¡No he entendido lo que le pasaba por la cabeza a este cabrón imprevisible!

Entonces se da cuenta de que Begbie está concentrado en algo que hay a sus espaldas; se vuelve y ve a una muchacha delgada, de facciones angulosas, de unos dieciocho años, con el pelo de color rubio ceniza, de punta, y rapado por los laterales. A Lesley ni la mira, va directa hacia ellos y se detiene a cierta distancia con los brazos cruzados bajo su escaso pecho. Uno a uno, toman nota de su presencia, mientras Begbie se echa hacia atrás con expresión hostil y le pregunta:

—¿Y tú qué cojones quieres?

—Hablar —dice ella.

Inmediatamente, a Renton le parece una chica interesante. En realidad es más mi tipo que el de Franco. A él le gustan un poco más rellenitas.

—Habla todo lo que quieras —se mofa Begbie, impertérrito—: ¡Estamos en un puto país libre!

—Aquí no —dice ella echando miradas ponzoñosas a los demás, que se vuelven de nuevo hacia la pantalla, salvo Tommy, que le dedica una sonrisa apagada y luego, esperanzado, señala la puerta a Begbie con un movimiento de cabeza. Franco parece pensarlo y acaba levantándose y yéndose a otra mesa con su birra, obligando a la chica a seguirlo. Los demás toman nota de que no la invita a tomar nada.

—Esto no pinta nada bien —reflexiona Tommy en voz alta, al tiempo que empieza a sonar en la gramola la otra canción que había elegido Renton, White Lines, de Grandmaster Flash y Melle Mel.

—¡Porque sé que es tuyo! —oyen gritar a la chica por encima de la música, con un tono de voz agudo y nasal; entretanto, en la pantalla, Platini tira silenciosamente por encima del larguero.

—Eso lo dirás tú —replica Begbie arrellanándose en el asiento, sereno y disfrutando ya claramente. Los demás también: son todo oídos.

—¡No ha podido ser otro!

Begbie piensa en la grata impresión que le causó la delicadeza de la ropa de la chica, aquella noche, en la elegancia con que se quitó los zapatos. Esas imágenes fugaces prevalecían en su recuerdo sobre cualquier impresión de su cuerpo desnudo. Le gustaba vestida. Aunque era verano, fuera hacía fresco. No tendría que haber salido sin chaqueta. En el viejo puerto a veces llegaba a hacer bastante frío.

—Mira, si sales a la calle sin una puta chaqueta cuando está nevando por todas partes, puedes acabar pillando un resfriado del carajo, ¿no?

Ella lo mira fijamente, atónita, antes de pegar un alarido de incredulidad:

—¿Qué coño quieres decir con eso de la chaqueta y la nevada?

En la televisión, Dominique Rocheteau desvía un tiro libre que pasa rozando el poste. Renton aparta la mirada de la pantalla un instante y se fija en Begbie y en la chica.

Mientras la letra de la canción dice «subamos de tono, nena», Begbie también levanta la voz:

—¡Que si sales por ahí sin una puta píldora cuando hay leche por todas partes, te acaban haciendo un puto bombo, joder!

Lesley mira a Renton y enarca una ceja mientras finge limpiar unos vasos. Mickey Aitken echa una mirada a un par de clientes indiscretos, que se vuelven hacia la otra tele.

La chica escruta a Begbie en silencio durante un rato y se muerde el labio inferior; por último, le suelta:

—¿Y?

—Que te busques la vida, joder. Es tu puto problema, no el mío —dice Franco Begbie, desentendiéndose y echando un trago largo antes de dejar el vaso con cuidado en la mesa. El moteado de la formica le recuerda el de la cáscara de un huevo que encontró una vez en un nido, cuando era un chaval—. Yo te dije: «Venga, vamos a echar un polvo», y no: «Venga, vamos a tener un crío». ¿Por qué? ¡Porque me gusta echar polvos, no tener críos, me cago en la puta!

La chica se levanta y señalándolo le grita:

—ESTO NO VA A QUEDAR ASÍ, TÍO, ¿TE ENTERAS? —después se da media vuelta y camina hacia la puerta; en la pantalla suena el pitido del descanso y los jugadores abandonan el terreno. De momento, los españoles están dando lo mejor de sí, pero los que más cerca han estado de marcar han sido los franceses.

—¡EH! —ruge Begbie, que acaba de ponerse en pie—: ¡QUE NO SE TE OLVIDE QUE TODOS LOS DEMÁS TAMBIÉN TE LA METIERON! —exclama señalando a sus colegas—. ¡ACUÉRDATE DE AQUELLA RONDA QUE TE MARCASTE, COÑO!

La chica se detiene bruscamente. Se vuelve y los mira con gesto horrorizado antes de gritar a Lesley, casi suplicando:

—¡ESO ES UNA PUTA MENTIRA!

Lesley mira a Mickey y se encoge de hombros mientras la chica se vuelve de nuevo hacia Begbie.

—¡TE VAS A ENTERAR DE LO QUE ES BUENO, CABRÓN!

—¡YA ME ENTERÉ! —le grita él mientras le pega un corte de mangas—. ¡Y QUE SEPAS QUE FUE UNA PUTA MIERDA!

Renton ve a la chica, humillada, encogerse y salir por la puerta giratoria del bar; sus hombros, delgados y blancos, le parecen los más desnudos que ha visto en la vida, como si no necesitaran más chal que la noche. Imagina otro mundo, un mundo en el que ella no estuviera fecundada por la semilla de Begbie, y se imagina saliendo tras ella, caminando a su lado, quizá hasta cubriendo sus gráciles y delicados hombros con su chaqueta.

Frank Begbie apura su pinta, pide otra ronda a voz en cuello y vuelve donde los demás.

—Como se le ocurra denunciarme, vosotros me apoyáis y decís que vosotros también os la tirasteis. ¡Todo el mundo sabe que en el puerto lo compartimos todo, joder!

—Pueden averiguarlo haciendo pruebas de sangre, Franco —suelta Tommy.

A Renton le tienta mencionar lo que había leído en el Scientific American de la Biblioteca Central acerca de unas nuevas pruebas llamadas de ADN, pero de repente se acuerda de que no está en el bar del sindicato de estudiantes de Aberdeen, sino en un pub de Leith Walk, donde las conjeturas de los enteradillos no suelen sentar bien.

Begbie enseña los dientes:

—Joder, Tam, todo eso ya lo sé —le suelta, y luego, con mejor cara, añade—: ¡Pero si la guarra esa piensa que medio Leith va a estar ahí diciendo que la estuvieron bombeando después de que Franco terminara de darle lo suyo, eso la mantendrá alejada de los putos tribunales, capullo!

Aunque se ríen, los demás ya empiezan a sentir lástima por la chica. Sobre todo Spud. Demasiados Bacardí con Coca-Cola, un calentón, una metedura de gamba y ya estás criando a un Begbie para los restos. Da igual que la tía sea un poco corta, eso no se lo merece nadie.

Comienza el segundo tiempo y Platini, con aire de que sencillamente es inevitable, pone a los franceses por delante en el marcador. Todo el pub enloquece, al menos los del otro lado; a Begbie le irrita visiblemente el alboroto y lanza miradas reprobadoras de punta a punta de la estrecha barra para que se callen. Tommy se pregunta si alguna vez volvería a hacer frente a Begbie y qué circunstancias podrían obligarlo a hacerlo.

Un par de rondas más y se acaba la tarde. En la pantalla, Platini ha alcanzado su cima deportiva personal y alza triunfalmente la Copa de Europa de las Naciones. A Renton y Keezbo los asombra que Francia haya ganado por dos a cero; el otro gol no lo han visto. Se lo han impedido la anfetamina, la adrenalina y los dramas personales de cada uno.

—No sé ni cómo se llama, joder —dice Begbie mordazmente, con ánimo despectivo; pero, sin saber por qué, lo que transmite, para sorpresa propia y ajena, está a medio camino entre una acusación y un lamento. Piensa un instante en aquel huevo que vio en el nido, y no está seguro de si lo chafó o lo dejó en paz.