BLACKPOOL

Sábado al mediodía

La radio suena a todo trapo mientras yo, Dave Mitch, Les y el joven Bobby, el Youth Trainee[10], coreamos con Nik Kershaw a pleno pulmón: WOO-DINT IT BE GOOOD TO BE IN YOUR SHOES, EE-VIN IF IT WAS JUST FOR ONE DAHY…[11] Entretanto, Ralphy Gillsland arrastra el cepillo a lo largo de una plancha de madera y pone cara de asco.

Estaba un poco perjudicado por unos tragos de más anoche en Leith y me encuentro en una postura muy incómoda, con la espalda destrozada, y casi me amputo la punta del dedo intentando cincelar la cerradura de una puerta. Pensé que no dejaría de sangrar nunca, pero conseguí detener la hemorragia con un vendaje de algodón y gasas.

Joder, casi se saborea ya el finde, porque es sábado por la mañana y nosotros aquí pringaos, ¡pero no por mucho rato! Dejando de lado las horas extras, que me han venido muy bien porque estamos en el centro, fuera del taller, reacondicionando un bar hecho polvo en Tollcross, ha sido una semana bastante potable. El lunes me perdí la competición de chorizos porque estaba en un piquete en Yorkshire, y Sandy Turner, el chófer, me ha destronado con un ejemplar de treinta y ocho centímetros, que Les ya me ha enseñado dos veces en lo que va de semana, y que está colocado sobre un Daily Record empapado, encima del tejado plano del garaje que está al fondo de la fábrica. Pero las cochinas gaviotas han llamado un poco la atención. Los tíos del servicio de alquiler de furgonas de enfrente las ven picotear y graznar frenéticamente, y con el calor que hace se levanta la peste y vuelve a colarse en el cagadero. Sólo es cuestión de tiempo que el jefe se dé cuenta.

Eso sí, de todas formas Ralphy no está nada contento, porque quiere que nos quedemos trabajando hasta tarde en las unidades de bar estas. Pero por mucho que disfrute de volver a hacer carpintería a medida como está mandado, hoy es un sábado a la hora del almuerzo, así que va a ser que no.

Para mí que el careto de Ralphy es el más desgracio y grotesco del universo. Tiene unas mejillas colgantes gigantescas que parecen labios vaginales y una tocha aguileña que, según Les, es «un clítoris extragrande». Y lo que es peor, una boca que va de norte a sur en lugar de ir de este a oeste. Una vez Les le puso el mote de «capullo caracoño». Justo. ¡Eso es lo que parece! Y encima se pone colorado, como si le acabaran de meter una manita de leches, y el pelo, cada vez más ralo y mal cortado, remata la imagen de ingle brasileña. Resopla como un mulo por la napia clitoriana esa y yo no pienso más que en el inminente all-nighter de Northern Soul en Blackpool. «Tienes que acabar de cortar esos rodapiés, Mark. Hay que terminarlos esta noche para que Terry y Ken puedan colocarlos mañana por la mañana. Está clarísimo».

Sí, ya.

Yo no estoy aquí más que de puto temporero, pero Ralphy me endosa todo el curro a mí. Como si me importara una mierda lo que él considera que «está clarísimo». Lo que está clarísimo es que él es un cuadriculado llorón, la clase de pequeño empresario que tanto adora la Thatcher: un capullo avaricioso, espiritualmente muerto, con mentalidad de esquirol y que no para de pregonar a los cuatro vientos «lo mucho que trabaja por su familia», de lo que se infiere que todos tenemos que darle carta blanca y dejar que se nos cague encima con una sonrisa a su mayor gloria. Lo que al muy cabrón se le olvida es que tú a su familia la conoces: la tocina de su mujer, esa rata, ese pozo de mierda sin fondo, y su descendencia desangelada y mutante. Así que pienso: que le den por culo a tu familia, saco de Barry White[12]; son unas putas alimañas a las que habría que exterminar antes de que rematen tu obra y hagan de este mundo un lugar aún más insufrible, aburrido y malévolo de lo que ya es, joder. Así que vete a tomar por culo con esa mierda, buitre hijo de puta.

Antes de regresar pavoneándome al mundillo académico, tengo intención de explotar al máximo la afortunada posición en la que me hallo gracias a este empleo de verano con mi antiguo jefe.

—Yo ya he terminado por hoy, Ralphy.

—Yo también —dice Davie Mitchell antes de apostillar—: Tengo cosas que hacer, ¿sabes?

Vaya, eso sí que desencadena un temblor de aúpa en esas bolsas faciales. Los ojos de Ralphy se iluminan de dolor, como si acabara de vernos levantar las patatas fritas al horno McCain’s del plato de sus regordetes kinder.

—Los sábados tenemos derecho a echar unos tragos —dice Les para echarnos un cable. Les es un tío fondón, más o menos de la edad de mi padre, rubio, aunque se está quedando calvo y con la cara colorada de tanto privar. Siempre anda cachondeándose de todo a saco—: Hasta Bobby, el chaval, ha quedado con una chati para ir al cine, ¿no, Bobby?

Bobby sonríe; tiene un careto lleno de granos amarillentos y sus afeminados ojos negros echan chispas de malicia cuando logras verlos debajo de su enorme flequillo.

—Y que lo digas. Menudo meneíto le voy a dar a la pava esa —dice, soltando tal risotada de burro que le tiemblan los hombros, cosa que siempre hace que los demás también nos riamos y que deja a Ralphy completamente hecho polvo. Se fija en las uñas mugrientas de Bobby y se las imagina desgarrando el himen a su hija adolescente en la última fila de algún cine cochambroso.

—Venga, muchachos —gimotea Ralphy en tono agudo y conciliador al tiempo que se oye ese hermoso sonido definitivo que indica que ha llegado el momento de dejar las herramientas en su sitio—. ¡Por lo menos podríais quedaros una hora más!

Nos ponemos todos a recoger las cosas mirando al suelo. Les empieza a cantar en plan Sinatra: «… to walk away from some-one who, means ev-ray-thing in life to you…»[13].

Ralphy se pone en jarras.

—Mark —me dice, suplicante—, tú no sueles fallarme nunca, amigo…

Yo siempre le fallo, pero como llevo un año en Aberdeen, me echa de menos. De todos modos, la súplica lamentable y descaradamente manipuladora cae en saco roto. Se le olvida que, cuando le dije que iba a tomarme el lunes de fiesta para ir al piquete, me dijo:

—Eso es muy propio de ti. Irte a apoyar a unos vagos que no quieren trabajar cuando aquí hay un montón de trabajo por hacer.

Pues que te den, cortinillas de coño, que yo ya he cumplido con mi horario y me piro.

—Imposible —le digo con gesto compungido, y le enseño los piños, pongo ojos saltones e imito la voz de George Formby—: Ah ave ter be in luv-er-lee lit-tle Lan-ca-sheeeerrrr[14]

Les y Bobby se suman tocando ukeleles aéreos; disfrutamos de una breve jam session, pero una mierda vamos a quedarnos una hora más. Abandonando alegremente al capullo quejica este, nos vamos de cabeza a un bar de Port Hamilton. Un par de rápidas para mí y luego a casa, a cambiarme y a ver a los muchachos.

Tommy, Keezbo, Segundo Premio y yo nos piramos al all-nighter de Blackpool en el carro de Tam. He grabado una cinta, y Otis Blackwell canta It’s All Over Me a pleno pulmón. No hay nada como un poco de Northern Soul y echamos muchísimo de menos el Wigan Casino de nuestra adolescencia. De todos modos debería ser una buena noche, porque lo han organizado unos tíos del Blackpool Mecca original. Tam conduce todo el camino, con ese escandaloso corte de pelo futbolero de los años setenta; yo voy en la parte de atrás con Keezbo, sentado de forma rara por culpa de la puta espalda y procurando apoyarme en la nalga izquierda. No es el mejor sitio del mundo, porque este gordo cabrón lo ocupa todo, con las manos encima de la barriga como un Buda pelirrojo. Segundo Premio, que lleva la cabeza rapada al uno, y por eso parece más duro de lo que es, porque ese corte le realza el hermetismo de la jeta y los ángulos afilados del cráneo, va de copiloto. Él y Keezbo van bebiendo (él, mucho) y yo hago como que bebo, pero cada vez que me pasan la botella meto la lengua dentro y no la saco. El vodka a palo seco no me vuelve loco y quiero estar lo bastante sereno para disfrutar del baile y del subidón del Lou Reed[15].

Parece que a Keezbo se le extiende sobre los hombros ese cuello grueso, mantecoso y salpicado de pecas que tiene, como si fuera el casco de Darth Vader. Pero tiene una pelambrera pelirroja guapísima, de la variedad cepillo de bañera, que nunca raleará ni tendrá entradas, no como mis pelujos de rata. Lleva unos chinos de cinturilla alta y ancha, que no le quedan bien a nadie, pero que a los gordos les quedan fatal. Tommy ya ha dejado caer un discreto comentario acerca de la «moda de Gorgie». Como era de esperar, apenas hemos salido de Edimburgo cuando Keezbo ya quiere parar a comprar patatas fritas.

—Tengo un hambre que me muero, Tommy…

—Ni hablar, hasta que lleguemos a Blackpool no. Quiero llegar a tiempo de ver el fútbol por la tele.

Keezbo se agarra dos pliegues de grasa.

—Me estoy consumiendo. Díselo, Mark —suplica, enarcando las cejas pelirrojas por encima de la gruesa montura negra de sus gafas.

—Parece que Keezbo se va a morir de inanición, Tam. Tú pusiste para lo de Biafra —le recuerdo antes de imitar la voz de mi antigua vecina racista de the Fort, la señora Curran—: ¡Cuidemos de los nuestros primero!

—Vale, pero no hasta que paremos a echar gasofa —dice Tommy, pasándose la mano por esa melena a lo Rod Stewart que lleva en la cabeza—. ¿Qué te has hecho en el dedo? —me pregunta.

—Un cincel. El cabrón me ha hecho perder tanto oficio a base de no dejarme hacer nada, más que montar paneles, que ya no sé cómo se hacen las cosas cuando vuelvo a trabajar de verdad —digo mientras Keezbo rezonga por lo bajini.

—¿Crees que lograrás resistir, compañero? —le pregunto.

—Estoy quemando grasas a lo bestia, Mr. Mark. Si lo consigo, será por los pelos. Si Mr. Rab tuviera a bien pasarme el vodka, igual eso me ayudaba a pensar en otra cosa…

—Mgrum… —gruñe Segundo Premio, poniendo mala jeta, y la zarpa regordeta de Keezbo sale disparada hacia la botella de Smirnoff.

Pese a la pinta que tiene de coco puesto de lado y vuelto del revés, Keezbo rivaliza con Tommy en la pista de baile. Yo tiendo a quedarme plantado como un soplagaitas en la línea de banda, lamentando no saber bailar, hasta que me entra el subidón del speed. Entonces lamento no ser capaz de parar. Una vez, en el Casino, me emocioné más de la cuenta y me jodí la espalda intentando hacer un mortal. ¡El puto poli tuvo que encontrar el punto exacto con la porra! El muy cabrón estará en una casa prefabricada viendo la tele con su esposa frígida y sus niños ingratos, ajeno al hecho de que ha acabado con los bailoteos del bueno de Renton para siempre. Menos mal que existe el puto paracetamol. Ahora, lo de Keezbo, para ser un tío tan tocino, es increíble. Será el ritmo de la batería. Está muy gordinflón para dar volteretas, vale, pero evoluciona en la pista como una máquina sexual obesa y pelirroja.

Llegamos a Blackpool y dejamos el coche por ahí. El olor a fritanga, diésel y aire de mar me recuerda los fines de semana de septiembre de hace muchos años. Me acuerdo de haber venido aquí con mi madre, mi padre, Billy, Davie, la abuela y el abuelo Renton. Yo, cohibido y desgarbado, montado en un burro lleno de costras, mientras la abuela Renton empujaba la silla de ruedas de Davie a mi lado, y todos los demás gritando: «¡QUE TE GANA, MARK!».

Y yo deseando clavarle los talones en las costillas al estoico animal para que el muy cabrón saliera galopando hasta el mar de Irlanda, sólo por librarme de aquella vergüenza. Me acuerdo de estar tan agobiado que me escapé seis veces para ir yo solo a ver Oliver en un cine de allí. «Es imposible que quieras volver a ver esa película, hijo. Íbamos a ir a Pleasure Beach», protestaba mi madre. «Venga, dale el dinero y déjale ir, que si no se pasará todo el día con la misma cara», decía papá, meneando la cabeza. Y yo cogía el dinero con avaricia, ansioso por refugiarme en la hermosa soledad de la oscuridad de la sala de cine y por saborear el helado que me comía tan a gusto, lejos de los ojos de ave rapaz de Billy, y con la frase Que os den, mamones, reverberándome en la cabeza.

… nunca antes hubo un muchacho al que quisiera más…

Llegamos a la Milla Dorada y entramos en ese garito estrambótico y enorme que hay justo debajo de la Torre. Está hasta los topes, pero conseguimos tomarnos unas copas justo a tiempo para ver a Platini marcar el gol de la victoria contra Portugal.

—Es bueno el cabrón, ¿no, Rab? —le digo a Segundo Premio, que se está tomando una pinta y un vodka doble y empieza a disfrutar.

No le apetece hablar de fútbol.

—¿Northern Soul? —me pregunta en un tono que me recuerda a mi padre—. ¿Pero eso qué es, Mark? ¿De qué cojones va?

—Ya verás, colega —le dice riéndose Tommy, mientras un chaval gordinflón que tenemos al lado abre una botella de Becks, se le desparrama toda encima y sus amigos se descojonan. Yo les había visto sacudiéndola cuando él no los miraba—. Putos cabrones —maldice con acento de las West Midlands.

—Mala suerte, amigo —dice Tommy, dándole al chaval una palmadita en la espalda.

—Oye, no te pongas de parte de estos cabrones —se queja éste. En todas las pandillas hay un amigo gordinflón; en algunas, más de uno. Esto es el Tower Bar de Blackpool, y si tu estado de ánimo es el debido y la compañía la adecuada, es uno de los mejores sitios que hay en el planeta.

Puede que Tommy sea mi mejor amigo. Le importan las cosas y también la gente, quizá un pelín más de la cuenta, para la clase de mundo en el que tenemos que vivir. Pese a ser uno de los cabrones más duros de pelar y más guapos que conozco, con su tipito de boxeador de peso ligero, en lo fundamental, Tommy es un tipo muy humilde.

Empezamos a hablar del tipo de chicas que nos gustan, y le digo que prefiero a las chicas con tetas pequeñas, comentario que, para estos cabrones, es sacrilegio. Después de que me hayan llamado de todo, desde maricón pasando por pederasta, Keezbo sacude la cabeza y me suelta:

—Que no, Mr. Mark, a mí me gustan las tías con un buen par de domingas.

—Tanto, que también te han salido a ti —le suelto, agarrándole esas tetas cerveceras que tiene.

Pero este cachondeo me dice que, por idóneo que sea el Tower de momento, el momento pasa enseguida. El fútbol y los chicos tienen que ceder ante el bailoteo y las chicas, así que apuramos y nos encaminamos hacia el club. Mientras recorremos el paseo marítimo, los recuerdos vuelven de repente a instantes congelados del pasado como un chorro de agua caliente. Oigo a mamá leyéndonos en la silla que había entre mi cama y la de Billy, oigo su voz, pastosa de tanto fumar, que va y viene al tiempo que vuelve la cabeza del uno al otro. Libros sobre perros, osos y caballos. Todos disfrutando del cuento, pero esperando con angustia el siguiente berrido de Davie, que haría bajar el telón sobre nuestra preciosa ración de tiempo hipotecado.

El club está en el salón de actos de un gran hotel, un poco más arriba del paseo marítimo. Cuando entramos hay ambientazo a tope. Suena un tema que no reconozco, pero no quiero darle a Keezbo la satisfacción de preguntarle cuál es, así que sigo la letra en plan playback mientras nos abrimos paso entre el mogollón de personal. Segundo Premio me mira a mí, luego a la barra, y después a las Pepsis, presa del pánico. Se da cuenta de que el garito no tiene autorización para vender bebidas alcohólicas.

—No… ¡No hay puta priva…!

—Así es —le dice Tam con una sonrisa.

Segundo Premio explota que te cagas. Se pone todo rojo, como cuando le da un ataque:

—¿De qué va el rollo este? ¡ME TRAÉIS HASTA AQUÍ Y NO HAY PUTA PRIVA, PEDAZO CABRONES!

Pensé que la iba a emprender a porrazos con alguno de nosotros, porque está hiperventilando, pero se limita a dar media vuelta y largarse del club como un huracán.

—Me cago en la puta…, cómo se ha puesto…, voy a buscarlo —dice Tommy.

—Déjalo —suelto yo—. ¿Se puede ser más ridículo?

—Es que le gusta beber, Mr. Mark —dice Keezbo.

—A todos nos gusta, pero ¿te imaginas no poder pasarte unas putas horas sin Christopher Reeve?[16] —digo riéndome—. ¡Es peor que un puto yonqui! ¡Podía haberse metido un poco de Berwick[17] con nosotros!

Así que echamos un vistazo por ahí, gratamente sorprendidos por la cantidad de titis potables que hay en el garito. A mí me encanta el Northern Soul, pero algunas noches de club se escoraban un tanto hacia los gustos de los chicos. De repente oigo el tintineo de piano de la introducción del clásico de los Volcanoes (It’s Against). The Laws of Love, y me voy de cabeza a la pista, pero de pronto me distraigo al ver en la pista a un tipo pequeñajo con la cabeza vendada. Es Nicksy.

Estoy evaluando la situación[18]

Lo observo un rato mientras se luce, hay que ver qué poco estilo tiene, y voy entrando en onda mientras estrecho el cerco. Tommy y Keezbo siguen merodeando por el borde de la pista. Estoy a punto de acercarme y saludar a Nicksy, cuando empieza a sonar Skiing in the Snow, y me abro pitando de la pista, porque es la versión de Wigan’s Ovation, no la original de los Invitations. Como el tocino que es, el Jambo[19] gilipollas de Keezbo demuestra su mal gusto lanzándose a la pista a echar el resto.

Desde la barra, mientras, echamos el ojo a las chicas, que van como hay que ir: con vestido sin mangas (¡magia!), camisetas escotadas y faldas cortas (¡de puta madre!), o pantalones y blusas ceñidos (¡guapo!). Tommy me pregunta por el viaje a Europa en Interraíl.

—Vas a ir con un colega y dos tías, ¿no? Por su sitio.

—Sí.

—¿Te estás tirando a alguna de las dos?

—No —le digo, acordándome de pronto de una, Fiona Conyers, de lo molona que es, una chavala alucinante. Es de Whitley Bay. Roja convencida. De pelo largo, lacio y negro, y con una gran sonrisa de dentífrico y un pecho que reclama imperiosamente tu atención. De vez en cuando le salen unos granitos en la frente, una zona grasienta con la que Clearasil no ha podido. De repente me entran ganas de pegarle un toquecillo. Pero seguramente no es más que el speed, que empieza a hacer mella.

Keezbo no pierde el puto tiempo, evoluciona en la pista entre grandes vítores. A todo el mundo le gusta ver a un gordo extrovertido ir a por todas, meneando ese culo fofo. La gente cree que si él puede ligar, ellos también, y fijo que deja mosca a cantidad de peña cuando se larga a rematar la noche con una monada y ellos se vuelven a casa con la tripa llena de priva a darle la mano a su hermano pequeño, al que han vuelto a dejar con las ganas una vez más. Y lo sé porque más de una vez me ha tocado a mí. Pero no puedo denigrar a otro pelirrojo, y menos cuando tocamos juntos, yo el bajo y él la batería. Ahora, no hay forma de seguirle el ritmo a ese cabrón.

Tommy, que lleva su polo Fred Perry amarillo, procura ir de tranqui, espera el momento oportuno, cuando aparezcan más chavalas en la pista. Estamos todos bastante desesperados por echar un polvo, al fin y al cabo es el puto fin de semana, pero creo que Tam tiene aún más ganas que los demás, creo que lleva sin mojar desde que cortó con Ailise en Navidad.

Me acerco a Nicksy por la espalda; baila sin parar con unas chavalas de Manchester, pero en general olisquea la pista como un perro policía en un almacén de Ámsterdam. Cogiéndole con fuerza por el hombro, le suelto:

—¡Brian Nixon, queda usted detenido por agresión a la porra de un agente de la ley…!

—¡MARK RENTON! —exclama, y me planta un beso en la frente. Está totalmente ido, pero las chicas y algún que otro tío me miran como si fuera una especie de superestrella, porque Nicksy es una cara muy conocida en la movida Northern Soul.

—¿Qué tal llevas lo del melón?

—Ya ves, un pasma hijoputa me arreó. No podía ir al hospital, porque estaban deteniendo a todo quisque. Alucinante, ¿no?

—Y que lo digas. A mí los hijos de puta me destrozaron la Fleetwood Mac[20]. Me cuesta horrores bailar.

—Cualquier excusa es buena —dice, riéndose y señalándose el tarro—. Sí, seis puntos, pero la puta entrada a lo Graeme Souness que me hiciste me dolió más, so cabrón —añade sonriendo, y se agacha a frotarse el tobillo mientras mira hacia la salida—. ¿Con quién has bajado, macho?

—Con tres colegas. Bueno, ahora con dos. Uno se largó en cuanto vio que no había priva. Lo creas o no, era Rab, el que te dije que llegó a fichar por el Manchester United. Ahora no puede estar ni diez minutos sin echar un trago.

—¿Ha venido Matty? —pregunta emocionado.

Me entran ganas de decirle que Matty ya no es exactamente el mismo tío al que conoció en aquel piso de Shepherd’s Bush en el año setenta y nueve, pero no está bien poner a parir a un colega delante de otro.

—Nah, a última hora se echó atrás. Shirley, el crío, y todo eso.

—Lástima, llevo años sin ver a ese cabrón.

—He venido con algunos otros chavales a los que quiero presentarte. Y aquí tengo a un pequeñín…

Me saco un par de pastillas azules del bolsillo pequeño de los vaqueros y le paso una a Nicksy. Nos las echamos al coleto y empezamos a despotricar alegremente el uno del otro. Brian Nixon, mi primer amigo de la casa okupa aquella en la que Matty y yo nos acabamos quedando a base de asistir a todas las fiestas que organizaban. Monday, Tuesday, happy days. Me acuerdo de que Nicksy decía que odiaba su nombre auténtico, porque la gente lo asociaba con Richard Nixon. A mí mi nombre real me gusta: ojalá la peña lo utilizara más, en lugar de la mierda esa de Rent Boy. Así que cotorreamos un poco más, repasamos los viejos tiempos, y hablamos de la huelga y de la guerra de clases. Este speed está que te cagas

Estamos pegándole al Orbit sin azúcar cuando le presento a Nicksy a Tommy y a Keezbo. Aparecen enseguida, en cuanto ven que está ampliamente rodeado de compañía femenina, dos chavalas de Manchester que se llaman Angie y Bobbi. Aquí todo el mundo conoce a Nicksy, porque no es muy normal que suba gente de Londres a las provincias, y las cosas como son, el cabrón se mueve muy bien en la pista. Pero me dice que no le interesa ninguna de las dos chicas.

—Pillao que estoy, ¿sabes?

—Me alegro por ti. ¿Está aquí?

—Nah, no quiere salir de Londres. Ni te cuento lo que la echo de menos. Pero a ella no le importa que me venga por aquí, porque no es que nos veamos poco. Vive en el mismo bloque que yo, unos cuantos piso más arriba.

—Nunca cagues donde comes, macho.

—Menuda jeta tienes, cabrón —dice él—. Nah, ésta es especial. La madre de mis hijos.

—Contigo lo son todas, colega —le replico, entrando en un juego muy viejo—. ¿Te acuerdas de la chica de la casa okupa de Shepherd’s Bush? Lorraine, de Leicester. Te partió el corazón. Te cuelgas demasiado, colega, eso es lo que te pasa.

—Esto no tiene nada que ver —dice con una sonrisa—, y más vale torda en mano que ciento volando, ¿no te enseñaron eso en el cole, macho?

Es estupendo volver a ver a este cabrón y ponernos al día sobre los viejos tiempos. Me cuenta que lo más seguro es que Chris Armitage, de Salford, otro amiguete punk de Londres, se acerque por aquí en algún momento. Esto promete. Así que, mientras Nicksy pega la hebra con Tommy, yo me pongo a darle palique con la tal Bobbi.

¿Puede un hombre ser un villano toda su vida?[21]

Es una monada chiquitilla y serena, de pelo castaño oscuro, y me cuenta que la llaman «Bobbi» y que en realidad se llama Roberta, pero a Tommy le da por tocarme las pelotas y me pregunta en voz alta:

—¿Sabe Hazel que te vas a Europa con dos tías?

—Hazel y yo somos historia, Tommy.

—Sí, durante diez minutos, y luego volvéis a las andadas.

—Esta vez no —le digo, esperando que Roberta tome nota. Decido que me gusta más Roberta que Bobbi, porque no quiero pensar que una tía lleve el mismo nombre que Bobby, el del curro.

Me voy a la pista con ella un rato mientras empieza a sonar What Shall I Do de Frankie and the Classicals. Roberta es más rellenita de lo que parecía o de lo que a mí me suele gustar; bueno, tampoco es lo que se dice una gordita, pero con un poco más de carne en los muslos y en el culo de lo que uno se imagina, a juzgar por la cara, los hombros y esos pechitos enfundados en una camiseta ceñida de ondas rojas y blancas. Mola esa melena, larga y oscura, y tiene una cara bonita. Así que opto por la política de no darle tregua en lugar de marcar territorio. Le doy la serenata con el estribillo: Huh, baby, what’s happening wit choo. Nothin? Ah, that’s too bad. Hey, jist came around to see what was happenin wit choo, to see if there was any new party. Ah, c’mon, you can do bettah than that now, uh[22]

—Oye, tú estás loco —me suelta con unas risitas de niña pequeña, de esas que animan mogollón y te burbujean en las tripas, como el champán. Entonces me guipa la mano y me pregunta—: ¿Qué te ha pasado en el dedo?

—Accidente industrial —le digo, y le guiño un ojo.

La fiesta termina en euforia total cuando el DJ pone ese viejo tema típico de los finales de fiesta del Wigan Casino, I’m On My Way de Dean Parrish. Y luego, por desgracia, eso es lo que hacemos: irnos. Estamos en la puerta del club y hace fresco; nos colgamos un rato, porque Tommy sigue preocupado por Segundo Premio, y a decir verdad yo también lo estoy un poco. Nicksy y Roberta proponen ir a Manchester a una fiesta, a un sitio llamado Eccles, y aunque a mí me apetece un montón, procuro ir de tranqui.

—¿Y qué pasa con Rab?

—Habrá vuelto al coche, Mr. Mark —dice Keezbo—. A estas horas no le van a dar de beber en ningún lado.

Me doy cuenta de que en realidad hace una noche de verano tranquila y templada y que es el Lou Reed lo que me da sensación de frío. A Roberta le castañetean los dientes y me dedica una sonrisa picarona al tiempo que se aparta el pelo de la cara. En el coche no hay ni rastro de Segundo Premio.

—Habrá ido a Manchester —digo, poco convencido—. Todavía tiene amigos allí, de cuando jugaba al fútbol.

—Muy cierto, Mr. Mark —dice Keezbo, que no quiere que la noche termine bruscamente y que le ha estado tirando los tejos a Angie, una tía alta de pelo largo y oscuro. Es cierto: para ser un Gordo Cabrón Pelirrojo y Gafotas, a Keezbo se le da de miedo acabar metiéndola en caliente. Hace reír a las chavalas presentándose como un osito de peluche alegre y adorable que no supone ninguna amenaza sexual real. Seguro que, en un momento de lucidez, más de una se habrá preguntado: «¿Qué hago yo con un capullo obeso y sudoroso encima barrenándome el coño con su gran nabo pelirrojo?».

Así que nos subimos a los bugas. Yo voy en el de Nicksy, un montón de chatarra oxidada, sucio, lleno de periódicos viejos, cartones de comida para llevar y latas de cerveza vacías. Voy en la parte de atrás con Roberta y una chavala que no es Angie, y no tengo ninguna prisa por llegar a nuestro destino, porque Nicksy ha puesto una cinta de Northern buenísima y los Tomangoes están dándole a tope a I Really Love You, y Roberta y yo y la otra chavala, que creo que se llama Hannah, vamos en la parte de atrás cantando y chocando al compás los hombros. Delante va una chavala que tiene una melena rubia y lacia que le llega hasta el cuello. Cuando llegamos a la casa de Eccles, está atestada de gente de la fiesta de Blackpool. De repente me abruma la idea de que me encanta ser yo: un tío de clase obrera, joven e inteligente, oriundo de estas hermosas islas. ¿Qué más puede pedir un ser humano?

Roberta y yo nos sentamos en un sofá destartalado y hablamos de viajes. Para mí que, después de Europa, el año que viene voy a recorrer Estados Unidos; me voy a meter en el rollo ese de los campos de verano de BUNAC para buscarme la vida, enseñar a los críos americanos a jugar al fútbol y luego irme a tomar por culo y dar vueltas por ahí hasta que se me acabe la pasta. Los demás están en la cocina y en el pequeño espacio verde de la parte de atrás, bailando al son de los temas de Northern Soul; son todo grabaciones guapas, como I Love My Baby de los International GTO’s; nosotros nos hemos apalancado en la misma habitación que unos capullos con pinta de guarros que están fumando caballo en papel de plata. Los observo, y uno de los tíos, de pelo lacio y con grandes ojeras, me mira con una sonrisa lúgubre y ojos fríos:

—¿Te apetece un poco? —dice arrastrando la voz con acento Scouse[23].

Unos cabrones apestosos metiéndose esa mierda en una fiesta Northern…

—Nah…, tú a lo tuyo —le digo, rehusando la pipa y el papel con un gesto de la mano. Roberta parece un poco mosqueada y hace otro tanto. El asqueroso ese se encoge de hombros, se ríe y se la pasa a su colega, que quema la parte de abajo del papel de plata con un mechero, se mete un montón de humo en los pulmones absorbiéndolo a través de la pipa, y, en cuanto le sube, se queda superaturdido, con los ojos entreabiertos.

Qué imbécil, mira que meterse esa mierda para convertirse en un puto zombi, cuando podría estar divirtiéndose…

—Me quiero ir —dice Roberta—. Vámonos a buscar a los demás.

Me levanto con ella y vamos a la cocina, a ver si ha aparecido Chris, el de Salford. Me voy hacia el jardín trasero, pero Roberta me para y dice:

—Estaba pensando que podríamos irnos a mi casa.

—Guay —le digo, encantado pero de rollo tranqui. Hago una seña a Keezbo con la cabeza mientras los du-du-dús anuncian el comienzo del tema clásico de los Invitations What’s Wrong With Me Baby. Y pienso: «más vale que la Roberta esta tenga un buen polvo, por aquello de sacarme de aquí de esta manera», mientras le canto a gritos a mi amigo las instrucciones para quedar mañana—: El Swinging Sporran, en el centro, Sackville Street, en el Arndale, mañana a las doce.

Keezbo está con la tal Angie y me indica con la cabeza a Tommy, que está hablando de batallitas futboleras con unos tíos del Manchester City.

—Dos a cero para la sección rítmica de Fort Canela, Mr. Mark —mientras me dedica una sonrisa tan larga y turbia como el río Forth.

—¡Viva la sección! —Levanto los pulgares y añado—: ¡Los esquiadores más duros que hay![24]

Cuando nos vamos, está saliendo el sol por encima de los edificios de ladrillo rojo de Manchester, pero todavía tengo frío, por el speed, y Roberta me coge del brazo. Decido pasárselo por los hombros y ella se acurruca muy a gusto contra mí.

—Te destroza la vida —dice, refiriéndose a los capullos yonquis, mientras vamos para su casa—. Te enganchas con probarlo una sola vez. Me alegro de que tengas más cabeza que todo eso.

—Por supuesto —le digo, todo estirado y virtuoso, pero enseguida pienso: «tengo que probar esa mierda, de verdad». Incluso me maldigo por cobarde y por disfrazar lamentablemente la cobardía de sangre fría, inteligencia o experiencia.

Me acojoné como un mariquita universitario fumeta y gilipollas, y ellos se dieron cuenta perfectamente, joder. ¿Acaso me estoy convirtiendo en eso? ¿En un puto capullo universitario soso y creído?

Sin embargo, cuando voy de speed, los malos pensamientos no me duran mucho, así que corto y me pongo a perorar sobre lo chulo que es el Sons and Fascination de los Simple Minds: digo que es muchísimo mejor que New Gold Dream (y con eso no quiero decir que NGD sea un mal elepé) y no puedo pensar en otra cosa que en desnudar a Roberta y desnudarme yo, claro, y el mundo es un sitio que en definitiva no está nada mal, joder.

Lunes por la mañana

Tengo la cabeza como un bombo por el fin de semana y el puto Fleetwood…, pero al menos la chavala esa, Roberta, resultó ser toda una sorpresa; nunca me habían hecho una mamada así, y no parece que le molestara lo del vello púbico colorado. También nos echamos unas buenas risas. Me suelta:

—No suelo acostarme con el primero que pasa, ¿sabes?

Y yo le digo:

—Ya, yo tampoco, pero es porque no me suelen dejar.

Me miró cabreada un instante, pero luego se rió y me sacudió con una almohada. ¡Manchester mola que te cagas! Pasamos casi todo el domingo por la tarde en el pub; primero estuvimos en el Sporran y luego fuimos al Cyprus Tavern Roberta y yo con su amiga Celia y con Keezbo, Angie, Nicksy y Chris Armitage (que por fin apareció), hasta que Tommy se acercó con unos chavales muy enrollados del Manchester City y le dio un ultimátum a la sección rítmica de Fort Canela: u os llevo a casa ahora mismo o volvéis por vuestra cuenta. Así que abandoné a regañadientes a los colegas nuevos y antiguos, pero tengo muchas ganas de volver a verlos. Cuando salimos del garito tambaleándonos, bolingas y fumados, y fuimos a buscar el buga, vimos a unos mineros despedidos repartiendo octavillas en Piccadilly. No pude mirarlos y me llevé a todo dios a la otra acera con alguna mierda de pretexto.

Roberta y yo intercambiamos los números de teléfono. Ahora no viene a cuento si nunca volvemos a vernos o acabamos siendo unos amantes desgraciados. Lo que importa es que nos lo pasamos de coña y que ninguno de los dos lamentó ni un minuto.

Pero los lamentos son para el lunes por la mañana y ahora vuelvo a estar bajo las ásperas luces fluorescentes del taller, sudando como una tortillera invidente en una pescadería. Nos han castigado por la insubordinación del sábado en aquel chollo de pub: nos han sacado de aquel curro y nos han devuelto a la monotonía del trabajo fabril más elemental. Así que a volver a juntar paneles para casas y a clavarlos unos con otros para que puedan levantar más barriadas prefabricadas en los últimos terrenos infectos que separan Edimburgo de Glasgow.

POKAU, suenan las pistolas de clavar, ligadas a largos tubos en un circuito que echa aire comprimido sin parar incrustando clavos de quince centímetros en la madera como si fueran balas.

POKAU.

POKAU.

Lunes por la mañana: la puta mierda degradante y comepollas del lunes por la mañana. Hay treinta currelas de plantilla por aquí y no puedo hablar con ninguno, mierda. Gillsland es el único cabrón al que le ha ido bien con la recesión, porque ha dejado lo de equipar tiendas de gama alta con seis empleados por la construcción de casas prefabricadas de gama baja con treinta. Eso sí, para el muy rata, los costes laborales vienen a ser los mismos.

Las cuentas bancarias no crecen en los árboles, no hay más remedio que robar una o dos carteras…

POKAU.

POKAU.

Pero me daba igual que el curro fuera monótono y nada cualificado, sólo quería ponerme a trabajar en serio, pasar desapercibido currando a tope, montar unos cuantos paneles, sudar las toxinas de la priva y el speed del finde y trabajar para olvidarme de la vértebra machacada y de la depresión de mierda hasta que llegara la hora del descanso.

Luego, a la hora de la pausa silenciosa, me echo al coleto tres tazas de café solo. Veo a Les mirándome. Ya sabemos lo que toca a continuación.

—Venga, muchachos…

Podría haber prescindido del numerito del tigre y la verdad, no esperaba alzarme con la victoria. Pero era el ritual de Les, y para ser justos con ese capullo, no cabe duda de que era una forma insuperable de empezar la semana.

Nos reunimos los seis: yo, Davie Mitch, Sean Harrigan, Barry McKechnie, Russ Word y Seb (ése es el mote que le pusimos a Johnny Jackson: en tiempos salía con un pibón que se llamaba Sonia, así que le llamamos Sonia’s Ex Boyfriend —el exnovio de Sonia— porque es lo único por lo que podría llegar a pasar a la posteridad). Vamos al retrete, y cada cual se coloca en su cubículo de aluminio. Les nos entrega a cada uno el Daily Record de la semana pasada, del lunes al viernes, y un Sunday Mail de ayer, que siempre trae para hacer que cuadren las cifras. Ahora es cuando Les se encuentra en su elemento. Es un humorista frustrado que hace de presentador en el Tartan Club y en el club de los estibadores. Tiene que hacer de tripas corazón, sin duda; su mujer lo abandonó hace años y su hija, a la que no ve nunca, vive en Inglaterra. La vida tiene sus desilusiones, pero Les se divierte como un crápula y con avaricia donde sea. Y encima es un hombre torturado por las almorranas, hasta tal punto que se da crema en el culo antes de salir a tomarse unos tragos.

Cada cual extiende su periódico en el suelo delante de la taza del váter; oigo el crujido del papel de los otros cubículos. Entonces me bajo los pantacas y los gayumbos y me pongo en cuclillas sobre el periódico.

Relájate…

La clave está en asegurarte de que el chorizo salga todo de una vez, sin romperse. Eso significa que tienes que ponerte cerca del suelo y ser lo bastante hábil como para moverte hacia delante para que no se enrolle en forma de espiral, sino que se extienda en línea recta sobre el periódico.

Suave…

Me está saliendo bien, se nota que va saliendo a ritmo uniforme, fluyendo con solidez, y noto cómo toca el suelo, así que empiezo a echarme hacia delante con un movimiento lento y constante a la vez que sigo excretando…, la puta espalda… me está jorobando…, sigue…

¡Sí, señor!…

Splat… Lo oigo caer en el periódico cual simio que salta de un árbol disparado como una flecha. Luego me enderezo y vuelvo a la taza, agradecido de poder descansar la riñonada, y cago los posos antes de limpiarme el culo. Ésa es la parte más peliaguda de la operación cagada, deshacerse de las «secundinas», como las llama Les. Como solemos comer antes de privar, las secundinas tienden a ser más líquidas, contienen más tóxicos procedentes del alcohol y las drogas y escuecen más que la criatura marrón. Pero ya está, misión cumplida: me limpio y admiro mi obra. El chorizo está ahí ante mí desprendiendo vapor; es toda una belleza: sólido, marrón, en perfecto estado, con esa preciosa capa suave con la que salió deslizándose sin agarrarse en absoluto. Este nene tiene que ser un aspirante al título. Los escoceses auténticos se cagan en el Record[25].

Salgo, me lavo las manos y me meto otro par de paracetamoles. Sean Harrigan, un exiliado Weedgie que se quedó tirado en Livingstone, ha salido ya, señal segura de que ha cumplido. Barry McKechnie es el siguiente, seguido por Mitch. Después aparece Seb; no puedo imaginarme que el suyo esté en buen estado. El último en salir es Russ Word, que sacude tristemente la cabeza.

Así que deslizamos cada uno los frutos de nuestro trabajo por el suelo y los ordenamos en fila mientras Les se pone manos a la obra con la cinta métrica. Según va juzgando cada cagarro, va comentando:

—Barry McKechnie: un esfuerzo ridículo, hijo mío. ¿Se puede saber qué hiciste el finde? ¿Te quedaste en casa viendo la tele?

—Unas veces se gana y otras se pierde —contesta Barry encogiéndose de hombros. Es nuevo, no trabajaba aquí cuando yo estaba empleado a tiempo completo, pero parece un tipo bastante legal.

—Seb: no está mal, amigo. Pero se ha enrollado un poco —comenta Les. El pobre Seb está condenado a ser la eterna dama de honor; está un pelín demasiado gordo para encontrar el equilibrio correcto y aplicar la técnica apropiada. Eso exige cierta forma física—. Davie Mitchell: excelente.

—Pues sí, el sábado me comí un curry y después del partido de los Hibs en Falkirk me fui todo el día de pedo.

Sean, el de Livingstone, desliza su periódico fuera del cubículo. Encima del Record se ve como una tortuga grande, fea, marrón y negra.

—Sean Harrigan: ¡menudo bellezón! —exclama Les—. Más negro que el primer hijo bastardo de la princesa real. Ése del que nunca se habla.

—Estuve en Gallowgate pegándole a la Guinness en el Baird’s.

—No te dejes dominar por ningún hijo de puta orangista, amigo esquivajabones[26] —le dice Les con una sonrisa—, le ha venido de maravilla, Sean. Russ Word… —dice fijándose en el lamentable intento de Russ.

—¿Qué pasa, Russ?… Lo has hecho fatal.

—La culpa la tiene la parienta con sus tonterías de dietas y de verduras. Me hace cagar como un caballo. Tuve que ir antes, y eché un cagarro fuera de serie.

—Sí, claro —dice Sean.

—Te lo juro, Sean —protesta Russ—, el problema está en la dieta esa rica en fibra. Todas las mañanas lo primero que hago es soltar un chorizo más gordo que los muslos de la foca de Morag, la del comedor.

—Tienes que cambiar de dieta si vas a tomarte en serio lo de jugar en primera, Russ —le reprende Les con cierta displicencia—. A ver, Marky —dice, mirándome primero a mí y después a mi ofrenda, que yace liberando vapor encima de Gordon Strachan, jugador del Aberdeen—. Excelente resultado: viene a medir treinta y seis centímetros y es el vencedor indiscutible. Ni un eslabón débil, muy compacto y depositado en una bonita línea recta.

—¿Qué, Rents, tu novio ya te ha vuelto a apretar a base de bien? —dice Sean, con sus ojillos malévolos chispeando de envidia.

Le guiño el ojo.

—Yo siempre hago de cartero, no de buzón, Sean. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Sean está a punto de soltar algo, pero Les se le adelanta.

—¡Antes de acercarte siquiera al ojete de un Weedgie asqueroso tendrías que ponerte condón!

—¿Condón? Me cago en todo, ¡un traje de buzo es lo que tendría que ponerme!

—¡Chitón! —exclama Bobby, asomando por la puerta su desgarbada silueta—. ¡Que vienen Gillsland y Bannerman!

Recogemos los periódicos, abrimos las ventanas y lanzamos nuestras bombas al techo plano mientras Barry sale con Bobby a distraer al jefe. No pudieron distraerlos mucho rato, porque estábamos cerrando las ventanas y a punto de lavarnos las manos cuando oímos ese inconfundible lloriqueo nasal.

—¿Qué pasa aquí? —gimotea Gillsland—. ¡Hay trabajo que hacer! ¿Se puede saber qué hacéis todos aquí metidos, como un hatajo de mariconas?

—Estábamos esperando a que vinieras tú a enseñarnos a hacer una mamada como está mandado, Ralphy —dice Les, hinchándose el moflete desde dentro con la lengua y haciendo el movimiento de cabeza correspondiente—. Se la chupó a todo el Jubilee Gang[27] una noche a la puerta del fish and chips de Granton, ¿eh, Ralph? Según me cuentan no dejó ni gota una sola vez. Luego fue a casa y le comió la almejita a su mujer para demostrar que le pegaba a todo antes de potárselo todo encima del coño. Nueve meses después nació un crío que se parecía a todo Granton, ¿eh, Ralphy?

—Pero ¿qué dices? —dice Gillsland, indignado, antes de replicar—: Cree el ladrón que todos son de su condición.

—Ay, esas noches de amor estival en el viejo Granton, ah well-a, well-a, well-a, well, tell me more[28] —canturrea Les mientras pasamos de Ralphy y Bannerman que, al captar el pestazo cada vez más intenso, sacuden el aire con la mano por delante de la cara, y salimos de vuelta a la tediosa tarea.

POKAU.

POKAU.

POKAU.

Sean y Mitch me preguntan por el finde.

—Estuve en Blackpool. Una noche de Northern. No estuvo mal, pero aquello nunca volverá a ser otro Wigan.

POKAU.

UIIIIIISSS…

TOK.

No lo vi venir, pero pasó al lado de la cabeza de Sean como una bala y se clavó unos seis centímetros en una tabla de la pila que tenía delante. Por un instante la sangre se me heló y cabe suponer que a Sean también, antes de que se escondiera detrás de una pila de marcos amontonados encima de unos palés. Yo no tardé en hacer lo mismo, y menos mal; otro pitido, un TOK y otro clavo de quince centímetros que se incrusta en la madera que tengo delante.

—¡PUTO CHALAO! ¡CASI ME MATAS! —le ruge Sean a Bobby, que va disparando por todas partes con la pistola de aire comprimido.

—¡Te voy a volar los sesos, hijo de puta! —exclama Bobby con una mueca, disparando otro par de clavos contra los palés de madera que tengo delante.

—¡PARA DE UNA VEZ, PUTO RETRASADO! —le grita Les. Al cabroncete este se le ha ido la olla y va a acabar matando a alguien. Le encanta la pistola y quedarse ahí con esa sonrisa de idiota en el careto. Pero ahora está en punto muerto, porque Les no suele parar nunca una broma.

—Eh, Bobby —digo yo, levantándome—. Venga, colega, ¡vuelve a ponerle el puto seguro! Como aparezca Gillsland por aquí, la cagamos. Va, colega, ponte las putas pilas, ¿vale?

Bobby me mira y me parece que le veo volver a echar el seguro, pero el miedo me devora la columna vertebral cuando me apunta con la pistola de aire comprimido y dispara…

Me cago en la puta…

Por supuesto, no pasa nada, salvo que casi vuelvo a cagarme, aunque no me quede mierda en las tripas.

—Estás como una puta cabra, Bobby. Venga, amigo, vamos a dejar listos los tablones esos.

Así que Bobby se pone a disparar contra los tablones, empleando la pistola de aire comprimido para aquello para lo que fue diseñada, pero Sean está que trina.

—Ese cabroncete está fatal de la chola, joder —dice tocándose la sien con el dedo y moviéndolo de un lado a otro—. Te lo digo en serio, Mark, no sé en qué puto mundo vive. ¡Como el muy capullo vuelva a las andadas, se lo cuento a Gillsland!

—Déjame hablar con él. Tú no digas nada.

—No soy un bocas, Mark, y no quiero que nadie pierda el empleo, pero ése no está bien de la cabeza. ¡No tendría que estar haciendo un puto trabajo como éste!

Eso era cierto. Bobby era el superprota alelao, baboso y sin miedo de aquel tugurio, un chaval discapacitado que algún plan de rehabilitación había mandado a nuestro humilde seno, y, a medida que acumulaba hazañas de majareta, nuestras especulaciones acerca de qué clase de plan sería se volvían cada vez más estrafalarias. Todos queríamos un montón al chavalín, porque animaba la monotonía aplastante de la fábrica, pero sabíamos que en cualquier momento podía jodernos completamente la vida arrastrándonos, por un capricho de chalado, al abismo del paro o a un accidente laboral grave. En momentos como aquél me alegraba de la escapatoria que representaba para mí la universidad; aquello iba a acabar mal.

Según el reloj ya es la hora, así que le doy una palmada en la espalda a Bobby, dejamos las herramientas y nos vamos al comedor.

—Sabía lo que hacía, Mark —protesta él—, no pensaba dispararle a nadie y tal.

—Muy bien, Bobby, pero tienes que andarte con ojo, colega.

Bobby asiente a modo de disculpa. Le caigo bien; por lo visto, a todos los psicópatas les caigo bien. Hacía mucho que tenía asumido que el mundo era un lugar duro, complicado y que fallaba por la base, así que nunca juzgaba a nadie, al menos en público, y por lo general toleraba los caprichos y debilidades de los tarados. Aportaban a la vida cierto interés. Atravesamos el patio que conduce al comedor adyacente al almacén que abastece a varias empresas del polígono. Sean seguía un poco alborotado y se mantenía a una discreta distancia de Bobby, como si el cabrón todavía estuviera peligrosamente surtido.

El comedor es bastante rudimentario. Habían empezado a ofrecer empanadas y rollos de hojaldre con salchicha acompañados de judías y patatas fritas o bollos rellenos, pero la mayoría de la gente seguía trayéndose el bocadillo de casa. Hoy le toca currar sola a Big Mel, una chavala que parece un petrolero, sin su compañera, Morag.

—¿Qué tal, Mel, bonita?

—Hola, guapo.

—¿No tienes compañía hoy, Mel? —le pregunto, mientras Sean, Les, Bobby y Mitch se ponen en la cola.

—No, Mark, se ha tomado el día libre…, de baja por enfermedad —me contesta, bajando la voz cuando ve entrar a Ralphy Gillsland con Bannerman y Baxy. Odiábamos a esos cabrones: Caracoño, Bannerman, el capataz de voz áspera y Baxy, su execrable compinche.

—¿Ya habéis terminado con el pedido de Steel? —me pregunta Bannerman desde la otra punta de la fila; el capullo grandullón parece una caja, con esa cabeza y ese cuerpo cuadrados.

No soporto hablar con Bannerman ni en el mejor de los casos, y menos a la hora del puto descanso.

—Lo mandamos en la furgoneta esta mañana —le informo con gran placer. Eso se lo debíamos a Bobby. Puede que fuera un tarado, pero aquel hijo perturbado de Niddrie Mains manejaba la pistola de maravilla.

—Muy bien —rezonga Bannerman con malas pulgas.

Ni lo miro, al desgraciao ese. Parece que a Ralphy, pese a la antipatía que le profeso, le caigo bien, pero es que Bannerman ha ido de enemigo desde el primero momento. El capullo me aborrece más todavía desde que empecé a ir a la universidad. Me vuelvo hacia Mel:

—¿Sigues saliendo con el chico aquel, Mel? —Se cepilla a un granjero grandullón de West Calder.

—¿Ése? Ni hablar —me contesta, echando aire por un lado de la boca con la misma fuerza que la pistola de Bobby.

—Pero era un chico grande y fuerte, Mel —le dice Les en plan insinuante.

—Con una chorra que parecía un verdugón superenano —se burla ella—. ¡Pa qué lo quiero!

Lo pienso un instante.

—Tienes razón, Mel, tienes que buscarte un enano de ésos. Esos cabrones tienen unos rabos enormes…, o eso tengo entendido.

—Ay, cochino follaenanos… —tercia Les. Bobby sonríe enseñando todos los dientes y suelta esa risotada sibilante que le hace temblar los hombros.

—Alguno que otro me la ha chupado —digo meneando las caderas—. Son de la altura ideal, no hace falta que se arrodillen, pero nunca me he cepillado a ninguno. Esperaba que me dieras detalles tú, Lesbo.

—Sí, pues ya te puedes ir yendo a tomar por culo, cabrón —me suelta. Como réplica no vale gran cosa, pero Les es así. El tío mola, pero aunque se las dé de cómico, Oscar Wilde no es, y en materia de ingenio menos todavía que en cuestiones de sexo.

A Bobby se le cae la baba otra vez mirando las tetas a Melanie. Ella lo pilla y le lanza una mirada hosca.

—Bobby, ya vale. —Yo le doy una colleja de broma y él me dedica esa sonrisa de pequeñajo risueño. Aunque sólo tenga cinco años menos que yo, no cabe duda de que el joven Bobby me despierta cierto instinto paternal latente, cosa que me inquieta bastante—. Oye, Mel, éste es tu hombre.

—¿Ese niñato esmirriado? ¡Pero si los pasteles esos tienen más chicha!

Por un instante pienso que el joven Bobby va a ruborizarse. Pero de repente guiña el ojo y tuerce el labio inferior hacia abajo.

—Cuando quieras y donde quieras, nena.

Melanie suelta una risotada caballuna y sirve a Mitch un buen pegote de puré de patatas.

—Eso dicen de los flacos: que son todo polla y costillas —tercia Les—. Frank Sinatra sólo pesaba sesenta kilos, pero Ava Gardner decía que cuarenta y cinco eran polla.

Mel hace un cómico intento de poner cara recatada, pero yo la pillo lanzándole a Bobby la típica mirada que los borrachos le echan a una ración de fish and chips a la hora del cierre de los pubs. Le hago un gesto de reprimenda con el dedo, porque el único que se ha dado cuenta soy yo, y ella me contesta con una mueca.

Mel me sirve empanada, judías y puré de patatas, y luego le sirve lo mismo al joven Bobby, que coge la botella de plástico y cubre hasta el último centímetro cuadrado de puré y de empanada con salsa hasta que la botella pedorretea los últimos posos. ¡No queda nada para Bannerman, que se acerca a la mesa en ese momento!

—¡Te has echado toda la puta salsa! —gruñe indignado, mirando el plato de Bobby mientras levanta en alto la botella vacía—: ¡No es posible que quisieras toda esa puta salsa para ti!

Bobby lo piensa un poco y acto seguido proclama, apartándose el pelo de la cara para mostrar el ceño fruncido:

—Es que hoy estoy mu… ¡sal… salao!

Luego se larga tan campante a la mesa mientras Les, Mitch y yo nos tronchamos de risa. Hasta Sean se anima. Esas pequeñeces parecen trivialidades, pero eran las típicas minivictorias de Bobby, y le salían solas. Sólo por eso valía la pena el riesgo de que te disparara.

Al salir del curro veo a Sick Boy en el Foot of the Walk, junto a la parada del autobús, escudriñando con sus grandes ojos a una chavala que también está ahí esperando, mientras se frota contemplativamente el mentón rasposo de las cinco de la tarde. Veo cómo cambia de expresión de golpe; parecía abucharado como un cachorrillo que pide clemencia y, al momento, se pone cruel y arrogante. Está a punto de atacar. Su pelo negro de corte mod, que le llega casi hasta los hombros, tiene un lustre brillante, y lleva una camisa blanca de cuello de pico, que realza su mediterránea tez morena, herencia de su madre italiana. Unos pantalones de lona marrón le envuelven unas piernas un poco más largas de la cuenta y, para variar, luce unas zapatillas de puta madre, porque suele llevar zapatos italianos caros que siempre saca del mercado negro. Sick Boy siempre anda ligando y le corto el rollo al muy cabrón justo cuando iba a abalanzarse sobre su presa.

—Rents… —dice con irritación y señalando a la chavala con un gesto de la cabeza—, estaba trabajando

—Tómate un descanso y vente a tomar una birra —le digo, porque necesito hablar de mi traslado al queo de Montgomery Street.

—Si pagas tú… De todas formas, por estos lares hay mucha babuina suelta —se queja. Babuina es el término que utiliza para referirse a las chicas que tienen críos: Brat Attached, Bugger Off Onto Next[29].

Entramos en el Central y empezamos a charlar. Él se desploma en una banqueta, y yo opto por quedarme de pie. Sick Boy hace lo de siempre: poner a parir a Leith y decirme que él está hecho para cosas mejores.

—Sé que las cosas están difíciles, pero es que Leith está lleno de pusilánimes hechos polvo.

—¿Lleno de qué?

—De pusilánimes. Quiere decir personas carentes de voluntad o de valor para seguir adelante. Quejicas. Lloricas.

Un viejo desdentado con gorra y que está en la barra junto a nosotros mete baza:

—A mucha gente no le gustaría eso que acabas de decir —le advierte, echando chispas por los ojos.

—¿Te suena de algo la expresión «conversación privada»?

—¿Te suena a ti la expresión «espacio público»?

Sick Boy enarca las cejas, parece pensarlo y luego suelta:

—Está bien, coño, ahí me has dado, jefe —y pide otra ronda en la que incluye al viejo, que arrima una banqueta, pletórico de satisfacción. Sin embargo, el viejo aprovecha la oportunidad para contarnos su vida, lo que se convierte para nosotros en la excusa para apurar rapidito y largarnos.

Cuando salimos a la cálida luz del sol de una noche veraniega que ya se acaba, veo subir por la calle a la vacaburra entrometida de The Fort, Margaret Curran, con su gran bolsa de ropa para lavar. Frunce el ceño con cara de indignación al ver esperando en la parada del autobús a una familia paki…, en fin, no debería decir eso porque lo más probable es que sean bengalíes.

—¿Por qué ese feto infecto va siempre cargado con una bolsa llena de ropa para lavar? —pregunta Sick Boy según se aproxima.

—Se pasa la vida llevando la colada a la lavandería para pasar el rato con sus amigas —contesto antes de imitarla—: Siempre les digo que me la metan en la Bendix[30], hijo.

—¡Señora, por favor! —me suelta Sick Boy.

Cuando la señora Curran pasa a nuestro lado, no me puedo resistir, así que le suelto:

—¿Ya le han vuelto a meter el dhobi[31] en la Bendix, señora Curran?

—Sí, Mark, como todos los días. Es el cuento de nunca acabar, incluso ahora que Susan se va porque se casa. Olly y Duncan no hacen más que ponerlo todo perdido.

—Tiene que acabar siendo un dolor que te cagas —dice Sick Boy, el muy hijo de puta—. Un viaje a la Bendix todos los días tiene que ser la leche.

Ella se queda estupefacta y se enfurruña; y tuerce el morro y yergue la cabeza como si la retuviera una cadena invisible; parece que se haya enterado.

—Quiero decir para las manos, los brazos y eso —matiza él.

Mamá Curran se tranquiliza:

—Qué va, hijo, me doy un paseo hasta allí, hablo con mis amigas y luego cojo el autobús de vuelta hasta The Fort —le explica, antes de mirarme a mí con gesto hostil—. ¿Y qué, qué tal en el sitio nuevo ese donde vivís?

—Tan nuevo no es. Ya llevamos allí cuatro años.

—Hay que ver cómo les va a algunos —me espeta con amargura—. Ahora éstos viven en la planta D —dice volviéndose hacia los asiáticos, que están subiendo al autobús 16—. Una familia entera en la antigua casa de los Johnstone —suelta, frunciendo los labios con cara de asco—. El olor de la comida esa me pone enferma hasta más no poder; acaba apestando todo el tendedero. Por eso voy tanto a que me metan la colada en la Bendix.

—Cualquier excusa es buena —la regaño; Sick Boy ha perdido interés por el juego que nos traíamos y ahora mira de arriba abajo a una chavala que pasa por ahí: careto, tetas, culo, piernas, pero por encima de todo bolso.

—No es ninguna excusa, este país ya no es de los blancos que lo construyeron —dice la señora Curran con malas pulgas antes de dar media vuelta y seguir haciendo el paso de la oca por el Walk.

Sick Boy también se larga:

—Oye, Mark, tengo que irme, nos vemos luego —me dice antes de salir pitando detrás de la chavala. Me fijo en él un rato: no tarda nada en abordarla y enseguida se pone a conversar con ella. Cabrón. Si yo intentara hacer lo mismo con una titi, me echaría a la policía encima en un santiamén. Nadie puede acusarle de ser un pusi-como-cojones-se-diga.

Así que me quedo de solateras, pero me alegra bastante. Sale el sol y pongo la espalda a prueba agarrándome al tejado de la marquesina del autobús y haciendo un par de dominadas antes de marcharme calle abajo.