Esta mañana me han llegado ocho tarjetas de felicitación de cumpleaños: todas de nenas, y eso que no cuento las de mi madre y mis hermanas. Mola que te cagas. Hay una de Marianne acompañada de una triste súplica diciendo «llámame» tras un despliegue desesperado de frasecitas amorosas sexys y besos. Seguro que se ha dado cuenta de que se ha convertido en una plasta insoportable; todas esas chorradas tipo «vente a la boda de mi hermana». ¿Me habrá visto cara de maromo para llevar a fiestas barriobajeras? Aun así, ha vuelto al redil, y por tanto luego pienso bombearla a lo bestia con toda cerdeza.
Cómo no, un sobre marrón de los del paro me jode la marrana; me invitan a una entrevista de trabajo para ese chollazo de puesto de auxiliar en un garaje de Canonmills. Encantado a más no poder de que se acuerden ustedes de Simone, pero con el debido respeto, voy a verme obligado a rehusar y a decirle cuatro palabritas a mi colega Gav Temperley, de la oficina del paro, acerca de esta desagradable intrusión. Los simples obreretes no llegan a entender el modo de pensar de los nacidos para disfrutar del ocio. Si no tengo trabajo es porque no quiero, putos cretinos; haced el favor de no confundirme con uno de esos infelices zánganos que vagan por la ciudad como en trance, en busca de empleos inexistentes.
Auxiliar de garaje. En esta puta vida no, Robaleches y Chicobici. ¡Ofreced plazas de Playboy Millonario en vuestras oficinas de mierda y quizá —sólo quizá— pudiera estar interesado!
Pero el mejor regalo de todos me llega en forma de llamada telefónica. ¡Feliz veintidós cumpleaños, Simon David Williamson! ¡Por fin se ha largado del edificio Bobochorra! Asimilo la noticia que me transmite mi hermana Louisa en una sola parrafada entrecortada, casi sin aliento, mientras sacudo triunfalmente el puño en el aire. Echo un vistazo rápido al diccionario; hoy es un día «M» y decido que mi palabra nueva es:
MIOPÍA. Sust. Cortedad de vista. 2. Falta de imaginación, previsión o perspicacia intelectual.
¡Luego me voy de cabeza a los Banana Flats de Leith!
¡De puta madre!
En cuanto llego a Foot of the Walk empieza a caer una lluvia fría de esas que escuecen, pero sonrío, estiro los brazos (voy en camiseta), levanto la cabeza hacia el cielo en este hermoso día y dejo que la munificencia del buen Dios me refresque la piel.
Al grano: subo a la madriguera de los Williamson, que se encuentra en la segunda planta de esta conejera prefabricada que domina el viejo puerto propiamente dicho, no la mierda que hay al sur de Junction Street y Duke Street, que yo me niego a reconocer que forme parte del verdadero Leith.
—Simon…, hijo… —suplica mi madre, pero haciéndoles caso omiso a ella, a Louisa y a Carlotta me dirijo inmediatamente al tocador paterno para ver si ese gilipollas vanidoso y fantasma se ha llevado del armario todas las chaquetas y camisas, lo que sería un indicio seguro de que ha cogido el portante de verdad y de que todo esto es algo más que una artimaña para poder manipular desde una posición de fuerza en el futuro. Abro la puerta chirriante con el corazón desbocado. ¡Sí! ¡Se lo ha llevado todo! ¡DE PUTA MADRE!
Dios, después de todo lo que le ha hecho pasar, lo suyo sería que estuviera encantada, pero mamá está en el sofá llorando y maldiciendo a la guarra que le ha robado su corazón de hojalata.
—¡Esa zorra le ha sorbido el seso!
Non capisco!
Debería darle las gracias a esa teleñeca desquiciada por librarla de esa viscosa sanguijuela. Pero no: Louisa, mi hermana mayor, llora con ella, y mi hermana menor, Carlotta, está sentada a sus pies como una nenita boba. ¡Parecen una familia judía de Ámsterdam que vuelve a casa y descubre que al cabeza de familia se lo han llevado a un campo de concentración!
¡Lo único que ha hecho es irse a vivir con un petardo de tía!
Me arrodillo junto a ellas, cojo la mano regordeta de mi madre —que todavía lleva puestos los anillos de bisutería— y, con la otra zarpa, acaricio los mechones largos y oscuros de Carlotta.
—Ya no puede darnos más disgustos, mamá. Es lo mejor para todos. Las cosas hay que verlas con perspectiva.
Se tapa la cara con el pañuelo y llora a moco tendido; veo las raíces grises del pelo teñido de negro, tieso de laca:
—No me lo puedo creer. Entiéndeme, siempre supe que era un pecador —dice con su habla entrecortada, medio arrabalera medio italiana—, pero nunca imaginé que llegaría a hacer algo así…
He venido aquí a echar una mano, incluso práctica, si hace falta; joder, hasta estaba dispuesto a ayudar al gilipollas a hacer las maletas, pero por suerte ya se había largado. ¡Si llego a saber que iba a ser todo tan fácil, tiro la casa por la ventana y compro una botella de Moët Chandon! Me apetece ultracelebrarlo. ¡Veintidós putos tacos! Pero aquí lo único que hay es melancolía, desesperación y jetas lloronas.
Que le den. Me levanto, las dejo ahí lloriqueando y salgo al rellano a fumarme un pitillo. Casi es de admirar lo dominadas que las tiene el muy hijo de puta. Mi padre: David Kenneth Williamson. He visto fotos de la vieja cuando era joven: una belleza latina morena y sensual, antes de que la pasta le pasara factura y se expandiera hasta alcanzar sus actuales dimensiones de vehículo pesado. ¿Cómo cojones pudo enamorarse de esa escoria escurridiza?
Ha dejado de llover, el sol ha vuelto a salir con fuerza y del chaparrón no quedan más que unos cuantos charcos en las losas de hormigón descojonadas del pavimento de Villaarrabales de Abajo. Eso es lo que debería hacer, registrar la casa y eliminar todo rastro de ese cabrón. En lugar de eso, le doy una honda y satisfactoria calada a mi Marlboro.
Me asomo a un Leith más soleado que nunca, y veo-veo: a Coke Anderson, a su mujer y a sus niños saliendo de un carro. La costilla, Janey, es una vieja gloria, fijo, decididamente tuvo que estar buena en sus tiempos y todavía tiene un polvete de aquí te pillo, aquí te mato. Está discutiendo con Coke, que va dando tumbos tras ella, bolinga como de costumbre. El capullo empanao no ha estado sobrio un solo día desde que lo jubilaron del puerto por motivos de salud, en tiempos de la puta Maricastaña. Yo lo siento por el crío, Grant, que tendrá unos ocho o diez años, porque sé lo insoportable que puede llegar a ser un viejo que se niega a ponerse las pilas, aunque, en el caso del mío, el motivo de bochorno solían ser más las mujeres que la priva. Pero hoo-laa…, polvo a la vista, polvo a la vista…, ¡la hija está hecha una monada que flipas! Seguro que antes de cumplir los dieciocho se convierte en una guarra atocinada con pinta de babuina, ¡pero desde luego no me importaría probar un poquito de esa dulce miel antes de que se eche a perder!
Oigo que siguen discutiendo por las escaleras, el gemido nasal de Coke:
—Pero, Ja-ney…, es que me encontré con un par de los muchachos, Ja-ney…, hay que ser sociable, ¿no?
¿Cómo se llamaba la hija…?, ven con Simon…
—Corta el rollo, por Dios —se queja Janey al doblar la curva de la escalera, mirándome un instante antes de estirar de nuevo el cuello hacia Coke—. ¡Haz el favor de no entrar, Colin! ¡No me molestes!
Saludo a Grant, que se ha puesto colorado como la remolacha, con una sonrisa de empatía. Pobre chavalín. Entiendo tu dolor, jovencito. Y la hija va detrás de él con un mohín en esos labios adolescentes enfurruñados, como una modelo cuando acaban de decirle que hay que cambiarse de conjunto otra vez y darse otra vuelta por la pasarela antes de poder meterse esa raya de blanca y ese vodka con Martini que tanta falta le hacen.
—Simon —me saluda Janey secamente al pasar, pero la muñeca, Maria se llama, pasa de mí. Es muy rubia y está muy morena; me parece que regresaron hace poco de unas vacaciones en familia en Mallorca (donde Coke hizo, cómo no, un papelón de los suyos), y esa falda negra ceñida y el top amarillo realzan la tonalidad de su piel.
Y de repente ese nombre…
Serán las últimas vacaciones en familia a las que se apunte esa pequeña. A partir de ahora, a follar sin parar con un montón de amigos o con algún menda libidinoso del barrio, afortunado él. Y Simon David Williamson podría estar de humor para ocupar esa vacante particular. Louisa solía hacerle de canguro, y yo tendría que haberme interesado más, por si acaso acababa convirtiéndose en un bombón. Pero ¿quién habría podido imaginar que, en sólo seis meses, ese polvete del montón iba a evolucionar hasta transformarse en todo un pibón de pasarela?
Coke sube a trompicones detrás de todos ellos y cuando por fin enfila, resollando, la curva de la escalera que da a la galería, suplica con cara de desconcierto y con las manos vueltas hacia arriba:
—Hala, Ja-ney…
Su mujer y sus hijos entran en la madriguera subvencionada correspondiente y Coke pasa por delante de mí a trompicones justo a tiempo de que le den con la puerta en toda la jeta. Se queda ahí plantado un par de segundos, con el perfil de un espantapájaros embobado, y luego se dirige a mí, perplejo y desconcertado.
—Coke.
—Simon…
No me apetece volver a entrar y oír a mi madre y a mie sorelle lloriqueando a lo tonto por el prófugo hijo de puta, y parece que a Coke lo han Scotland Yard[8] de su casa. No llevo fuera más que un año, pero en ese tiempo la transformación de la pequeña Maria ha sido de las que cortan el resuello. Necesito más información para mis archivos.
—¿Hace una pinta? ¡Es mi cumpleaños!
La perspectiva de más priva templa brevemente los ánimos del borrachín de Coke:
—Ando un poco corto…
Lo pienso un instante. ¿Qué saco yo con todo esto? Una posible introducción vía paterna en el patrimonio familiar y la oportunidad de cortejar a la deliciosa Maria. Es una inversión, así que el viejo Baxter tendrá que esperar un poquitín para cobrar el dinero del alquiler. Además, mi amiguete pelirrojo, que tiene empleo remunerado y está harto de conflictos familiares Chez Renton, se viene a vivir conmigo. Bueno, pues este mes Rents va a hacer de rent boy[9].
—Esta ronda la pago yo, amigo. ¡Invita el homenajeado!